“MI CUÑADO SE MOVÍA por los distintos círculos de la sociedad con la agilidad de un bagre”, me contó una vez Mamá. “Venancio tenía muy buenas amistades por todas partes. Era amigo personal del general a cargo de La Guajira, la base naval cercana a Guayamés, y logró una renta más favorable por los terrenos que la Marina nos alquilaba cerca de la costa. Fue a visitar a los dueños de Caribbean Sugar, que colindaban con La Plata, y les ofreció conseguirles un subsidio del gobierno para una represa que se necesitaba en las alturas, cerca del nacimiento del Río Emajaguas, que haría más eficiente el regadío de las cañas. El presidente de Caribbean Sugar le devolvió el favor y le hizo una visita al presidente del National City Bank en San Juan para que le prestara a La Plata cien mil dólares a un interés muy bajo. Pronto los pagarés de tu abuelo estaban todos saldados y la central estaba libre de deudas.
“Yo me ofrecí para ayudar a Venancio en la supervisión de los trabajos en la central. Visitaba el molino en las mañanas y en las tardes iba a las oficinas a trabajar con el contable, en el sótano de la casa. Me sentaba en la silla de cuero marrón de Papá, abría la gaveta de su escritorio y me quedaba mirando con tristeza sus plumas y sus lápices, sus antiparras de lectura, su libreta de apuntes. No acababa de acostumbrarme a su ausencia, ni a conformarme a la idea de que estuviera muerto.
“Vestida con pantalones de montar negros, botas de cuero y blusa blanca con lazo al cuello, me perdía galopando sobre Bayoán, el alazán de Papá, por el horizonte brumoso de las fincas. La idea que tenía del cultivo de la caña como algo romántico y novelesco se me vino abajo entonces. Aquello era muy distinto a la producción supermoderna del azúcar que yo había estudiado en la universidad. Los peones que trabajaban aquellos predios eran víctimas de un sistema de tortura medieval: cortaban la caña bajo un sol que chisporroteaba sobre sus cabezas y muchos enfermaban de malaria y de fiebre amarilla. La caña tupida, de quince pies de alto, se cerraba a su alrededor como una muralla y sofocaba la menor gota de brisa. Me di cuenta de lo difícil que era bregar con aquel carraizo. Las hojas de caña estaban cubiertas por una pelusa espinosa que desgarraba la piel, y de sus tallos se desprendía un polvillo seco que se introducía por las fosas nasales de los peones, haciéndolos sangrar. Por eso iban con los pies y las piernas atados con trapos y los pantalones con sogas, las manos metidas dentro de unos guantes de algodón rotosos para evitar en lo posible el contacto con aquella arenilla mortal. En la mañana, armados con sus machetes y vestidos de andrajos salían a luchar con la caña a destajo, y en las noches regresaban a hundirse en la oscuridad de sus casas. Ahora entendía claramente por qué Papá había pronunciado aquellas palabras el día que me mostró la navaja en su vestidor: ‘Cuando volteo las fincas, si algún enemigo me ataca lo arrojo al piso y le corto la yugular’. Papá debió tener, en efecto, muchos enemigos —todos los peones que cultivaban sus tierras.
“Juré corregir en lo que pudiera aquellas injusticias, hacer lo que mi padre, en otro momento histórico y con los conocimientos modernos adquiridos en la universidad, seguramente también hubiera intentado. Después de todo Papá no tenía la culpa de las injusticias del latifundio, él solo no podía cambiarlo. Fue entonces que le pregunté a Venancio si podíamos hacer algo para ayudar a los peones. Le sugerí que les lleváramos comida y agua a la hora del almuerzo en un camión con tanques que daría la vuelta por las fincas. Así no tendrían que esperar a que llegaran sus mujeres cargando con fiambreras llenas de sopa de fideos, caldo de pescado, bacalao con vianda y arroz con habichuelas. Después de todo, aquello era comida de pobres; el costo de proveerla no podía ser tan alto. Venancio estuvo de acuerdo y desde entonces el almuerzo de los peones corrió por cuenta nuestra.
“Tío Alejandro regresó a Emajaguas en junio, cuando por fin se graduó de la Universidad de Virginia. Se había colgado en cuarto año y tuvo que repetirlo; por eso tardó cinco en graduarse. Pero se apretó los pantalones y le metió duro a los libros hasta que finalmente obtuvo su grado. Valeria dio un suspiro cuando lo vio de nuevo en casa. Venancio todavía era presidente de la central y yo lo ayudaba en la administración de las fincas.
“Venancio ya no era alcalde de Guayamés, pero aparentemente le iba muy bien en su práctica privada. Según él, había hecho una pequeña fortuna en un caso legal que había ganado en San Juan. Compró un Cadillac color ciruela, con asientos de terciopelo gris y gomas de banda blanca que le ganaba por mucho al viejo Packard funéreo de tu abuelo. Siglinda andaba siempre vestida a la última moda. Llevaba anillos con piedras preciosas en todos los dedos y Venancio mismo le escogía los vestidos y los sombreros importados de París. Venancio también era una estampa de elegancia, con sus chaquetas cruzadas al pecho y sus corbatas italianas de diseños alegres adornadas con el pequeño prendedor de diamantes en forma de herradura que nunca se quitaba. Hacían una pareja joven y atractiva, y era evidente que disfrutaban de la vida juntos.
“En Emajaguas todos se preguntaban de dónde sacaba Venancio la plata para costear aquel tren de gastos. El Partido Republicano Incondicional estaba atravesando por una crisis; casi todo su liderato político lo estaba pasando mal. ‘¡Así es la vida!’ decía Venancio gesticulando con la mano derecha para hacer relampaguear su anillo de brillantes delante de la familia. ‘¡Nos trae una de cal y otra de arena! Pero no olvidemos lo mucho que el Partido Republicano Incondicional ha contribuido al bienestar de este pueblo’. Y cuando terminaba su arenga, posaba la mano derecha sobre la mansa nuca de Siglinda.
“Al año siguiente la producción del azúcar mermó aún más, y los ingresos de la familia se redujeron paralelamente. Para colmo, la Marina Norteamericana empezó a levantar anclas, y varias bases de vital importancia durante la Segunda Guerra Mundial quedaron desmanteladas. La Base Naval de La Guajira dejó de alquilar las tierras de la central Plata. A Venancio no le quedó otro remedio que acudir al banco y, gracias a los destellos de su garbanzo de brillantes, logró a duras penas sacar un préstamo con el cual pudimos asegurar la nómina por un año.
“El día que Alejandro regresó del Norte, bajó a las oficinas de tu abuelo en el sótano y gritó: ‘¡El hombre propone y Dios dispone! A Venancio le llegó la hora. O se va, o lo voy’. Se paró frente a mi escritorio y no pude evitar echarme a reír. Parecía un mismo barril de pólvora —bajito y tenche, con dos tocones en lugar de piernas. El contable, las dos secretarias, el mensajero, todos nos quedamos mirándolo asustados. Alejandro apartó con su fuete de montar mi secante, mi abridor de cartas de plata, mis lápices y mis plumas para hacerle lugar a su guaraguao encima de mi escritorio. ‘La gerencia legítima entra hoy por primera vez en funciones; todo lo demás ha sido una bufonada. Me gustaría saber quién tuvo la brillante idea de repartirle a los peones fiambreras gratis en el campo. Si los peones quieren mantengo, que trabajen para el gobierno. La central Plata es una empresa privada. En adelante cobraremos por la comida, o que traigan fiambreras de sus casas como hacían antes’.
“ ‘Lo de la comida gratis fue idea mía y Venancio estuvo de acuerdo’, le respondí desafiante. ‘Él todavía es presidente de la central’.
“ ‘Ya no. De ahora en adelante el que manda aquí soy yo. ¡Y si no, pregúntaselo a Mamá!’
“Fui inmediatamente a hablar con Valeria. Ese año no habíamos tenido huracanes, pero las lluvias bajaron muy recias de la montaña y el contenido del azúcar estaba aún más bajo. La refinería había producido un tercio menos de azúcar que el año anterior. ‘Estamos atravesando una crisis, Mamá. ¿No te das cuenta? No es el momento propicio para cambiar de gerencia. Tienes que dejar que Venancio y yo llevemos las cosas por un tiempo en lo que Alejandro aprende a cómo manejar las riendas’. Pero Valeria me echó del cuarto.
“Hablé con mis hermanas y las convencí de que lo más prudente era dejar que la gerencia permaneciera como estaba, hasta que nos sobrepusiéramos a la crisis del azúcar. Pero cuando fui a informarle a Mamá lo que habíamos decidido, a Valeria le dio un arrebato. Empezó a dar vueltas por la casa y a jalarse los pelos mientras gritaba: ‘¡Cría cuervos y te sacarán los ojos! ¿Cómo es posible que sean tan malagradecidas? Les dimos todo y las educamos como princesas: tienen ropa fina, joyas, hasta una educación universitaria que costó un capital. También gozan de uno de los apellidos más rancios de la isla. Pero resulta que nada de esto es suficiente. ¡Ahora las niñas también quieren ser presidentas!’
“Y en otros momentos nos decía, golpeándose el pecho con el puño cerrado: ‘Alejandro es mi único hijo. Álvaro lo obligó a comer vidrio molido para fortalecer su carácter de niño. Sólo él es capaz de ocupar la presidencia de la central Plata’.
“No había nada que hacer. Mis hermanas se plegaron a la voluntad de Valeria y la presidencia pasó a manos de Alejandro. Pero mi hermano todavía tenía que probar que podía llenar los zapatos de Papá.
“Un día me acerqué a Valeria y le dije: ‘¿Cómo piensas financiar la nueva cosecha, Mamá? En diciembre es la zafra, y habrá que pagarle a los jornaleros del corte. Estamos en junio, y en enero tendremos que comprar los fertilizantes y emplear el doble de los peones para abrir surcos y sembrar la semilla en los campos. Faltan sólo seis meses para eso y dudo que Alejandro tenga las conexiones para obtener el crédito necesario porque es demasiado joven. Estoy segura de que Venancio lo tendría, porque conoce a medio mundo en la comunidad bancaria’. Pero Mamá rehusó escucharme.
“ ‘No, gracias’, me contestó fríamente. ‘Tu padre dejó medio millón de dólares en efectivo en la caja fuerte para ese tipo de emergencia. Alejandro es el único que sabe la combinación, y yo sólo estaba esperando a que él regresara del Norte para abrirla. Mañana mismo la abriremos, ya le avisé al resto de la familia’. Mis hermanas y yo nos quedamos de una pieza; nadie había oído hablar de aquel dinero antes. Por unos momentos tuve la esperanza que todo se arreglaría, pero mi optimismo no duró mucho.
“ ‘Espero que tengas razón, Mamá. Porque de otra manera, dentro de unos días Alejandro tendrá que solicitar un segundo préstamo.
“Al día siguiente toda la familia bajó al sótano para actuar como testigo. Yo había visto a Papá abrir la caja fuerte Humboldt muchas veces. Era una caja de hierro enorme, casi del tamaño de un cuarto; varias personas podían estarse de pie adentro. Tu abuelo la mandó hacer a la orden en Alemania, y se necesitó la ayuda de una grúa de la central para bajarla del barco y montarla en el camión de azúcar que la trajo hasta la casa. Alejandro había entrado a ella muchas veces con Papá, entrechocando los tacones de sus zapatos y burlándose de mí porque me quedaba afuera. Recuerdo claramente a tu abuelo dándole vueltas lentamente al cilindro de la puerta, hasta que las cifras diminutas como pestañas caían una a una en su sitio.
“Aquel día, sin embargo, cuando Alejandro repitió la operación, nos llevamos una sorpresa monumental: la caja estaba vacía. Un efluvio de humedad y hongos salió de su interior y nos golpeó la cara. Alejandro se puso blanco y tuvo que sentarse en una silla. Parecía tan sorprendido como el resto de la familia.
“Valeria fue la primera en reaccionar. ‘Alguien más tiene que conocer la combinación’, dijo arqueando las cejas y clavándome los estiletes de sus ojos. ‘Tú eras la preferida de tu padre, Clarissa. A lo mejor te confió cómo abrirla’. Yo logré controlarme y no perdí los estribos. ‘¿Cuál es la combinación, Mamá? Me gustaría saberla’, le dije calladamente.
“Valeria me alargó un papel con las siglas: D 4-24 I 6-32 D 3-22 I escritas encima. De pronto lo comprendí todo. Acababa de ver aquellos números hacía unos meses. Estaban inscritos en la navaja de madreperla que Papá me había dejado, y que Siglinda se empeñó en que le intercambiara por el anillo.
“Le dirigí a Venancio una mirada fulminante, pero él me esquivó los ojos como si los tuvieran engrasados. Se me heló la sangre, pero rehusé creer que Venancio se hubiera robado el dinero. Estaba segura de que Alejandro era el culpable, —tanto odio sentía hacia mi hermano.
“ ‘Creo que todos deberíamos ir ahora mismo al National City Bank de Guayamés, a preguntar si Alejandro ha abierto alguna cuenta de ahorros a su nombre recientemente’, dije en voz alta, para que todos pudieran oírme. Pero Valeria no lo permitió. ‘Alejandro sería incapaz de un comportamiento tan deleznable. Lo humillaríamos frente a todo el mundo y nunca nos perdonaría. Yo tengo confianza en él; no necesito pruebas’.
“Siglinda y Venancio salieron del sótano furiosos y se marcharon a su casa. Mis hermanos y yo nos quedamos donde estábamos, paralizados por el asombro.
“ ‘¡ Alejandro le ha cortado la yugular a la familia!’ le susurré al oído a Miña.
“Unos meses después Mr. Winston, uno de los gerentes de Caribbean Sugar, se presentó en Emajaguas y preguntó por Valeria. ‘Nos gustaría hacerle una oferta por Las Pomarrosas, la finca que colinda con las tierras de La Plata por el Sur’, nos dijo. ‘Estamos dispuestos a pagarle muy bien’. La Caribbean Sugar buscaba ampliar sus operaciones para incrementar su producción y recortar gastos. Necesitaban más tierra para sembrar más caña. Valeria les dijo que lo pensaría.
“Cuando me enteré corrí a la habitación de Mamá. No podía creer que se atreviera a consentir a Alejandro hasta ese punto. ‘Te prohibo que vendas mi finca, Mamá. Si quieres vender las de mis hermanas no puedo hacer nada; pero si vendes la mía te llevaré a la corte’.
“ ‘¡Bravo Clarissa!’ me respondió Valeria. ‘Pleitos tengas y los ganes, dice la maldición gitana’.
“Alejandro intentó tranquilizarme. Esa noche vino al cuarto que yo compartía con Dido y tocó suavemente a la puerta. ‘No lo tomes a mal, Clarissa’, me dijo, sentándose en el borde de mi cama. ‘La industria del azúcar no tiene futuro, está condenada a desaparecer. Hasta las centrales gigantescas de los americanos desaparecerán dentro de algunos años, aunque ahora mismo sean tan poderosos que siguen operando. ¿Sabes cuántas toneladas de azúcar produce la Caribbean Sugar? Cincuenta mil toneladas al año. La Plata produce veinticinco mil, y tenemos dos veces más tierra que ellos. Pero nada de eso importará mañana. Es mejor cortar por lo sano y salir de las fincas cuando todavía valen algo, que vender más tarde, cuando no valgan nada. Pero si no quieres vender tu finca, Clarissa, no la venderemos’, dijo. Y me apretó cariñosamente las manos. Yo lo empujé lejos de mí. Mi orgullo me importaba más que admitir que Alejandro podía tener razón. Pero sobre todo, me negaba a traicionar la memoria de mi padre.
“La rivalidad con la Caribbean Sugar continuó y a los seis meses La Plata seguía perdiendo todavía más dinero. Valeria y Alejandro empezaron a vender las fincas una por una, y La Plata tenía menos caña que moler cada mes. Entonces, cuando estábamos al borde de la quiebra, Caribbean Sugar ofreció novecientos mil dólares por la central y, luego de agonizar sobre la situación durante varias semanas, Alejandro recomendó que aceptáramos la oferta. Valeria estuvo de acuerdo y La Plata se vendió.
“Alejandro depositó escrupulosamente todo el dinero de la central y de las fincas a nombre de Valeria, y Mamá redactó un testamento dejándole a cada una de sus hijas la cantidad exacta que produjo la venta de la finca que había heredado. También el millón de dólares, que estaría ganando intereses, se repartiría por partes iguales a la hora de su muerte. Gracias a estas medidas Valeria logró reconciliarse con sus hijas —menos conmigo. Mi caso era distinto. Yo me había aliado con Venancio contra mi propio hermano, y eso era imperdonable.
“Mis hermanas siguieron viviendo cómodamente en Emajaguas. Mamá no escatimaba con ellas; tenían dinero, ropa y joyas, y viajaban a Europa una vez al año. Yo nunca fui con ellas. Me quedaba en Emajaguas con Miña y no tenía un centavo. Pero cuando le pedí a Valeria que me ayudara me dijo: ‘Tú todavía eres dueña de Las Pomarrosas. Puedes costear tus propios gastos’.
“Busqué trabajo enseñando historia en la Escuela Superior de Guayamés. Era la única manera de ganar algún dinero y de independizarme de Valeria y Alejandro, al menos parcialmente. Pero todo esto pasó hace tanto tiempo, que es como si le hubiera sucedido a otra persona”.