NO TODO EL MUNDO EN LA familia era lo bastante fuerte para enfrentarse a las dificultades que conllevaba el apellido Vernet. Tío Roque, tío Damián y mi primo Enrique, por ejemplo, fueron de cierta manera sus víctimas. Enrique tenía algo de grillo —era alto y desgarbado, y como era gago, siempre tenía que repetir dos o tres veces lo que trataba de decir. Había que escucharlo pacientemente durante varios segundos y dejar que lo salpicara a uno todo de saliva antes de que lograra pronunciar una oración completa. Era muy tímido, y cuando los niños de su clase lo veían sufrir, sacándose cada oración de la boca como si estuviera estreñido, se reían de él a carcajadas y le cantaban: “¡Soy ggggago porque no caggo!” Eran crueles porque Enrique se apellidaba Vernet, aunque a Enrique su apellido no le importaba para nada. Lo que él más que deseaba en el mundo era que la gente lo dejara tranquilo.
Enrique tenía malas notas y se colgó dos veces —en segundo y en tercer grado—, pero no porque fuera bruto. Sus maestras se impacientaban con él, y cuando no podía contestar las preguntas con la misma prontitud que sus condiscípulos, le gritaban que no había hecho sus asignaciones y lo regañaban sin compasión. Enrique se paralizaba de miedo y al punto se le olvidaba la lección.
Aquel impedimento físico hacía que Enrique tuviera muy poca confianza en sí mismo, y se le hacía difícil hacer amigos. Tía Clotilde, por otro lado, nunca visitaba la escuela porque no le gustaba reunirse con las demás madres que eran católicas, de manera que a Enrique casi nunca lo invitaban a jugar en casa de los otros niños. Un día Enrique dijo que no quería ir más a la escuela, y tía Clotilde decidió complacerlo. Si sus compañeros de clase lo hacían sufrir, lo mejor era ponerse fuera de su alcance. Tenían suficiente dinero, dijo, y podían alquilar los servicios de un tutor que viniera a la casa a darle lecciones privadas. Pero aquella decisión no fue sabia. Eduardo se puso cada vez más triste, y por fin acabó encerrándose en su cuarto sin querer ver a nadie por semanas enteras. Tía Clotilde le llevaba las bandejas de alimento a su cuarto y tenía que rogarle durante horas para que le abriera la puerta y comiera algo. Por fin una noche, cuando todos en la casa dormían, Enrique bajó a la biblioteca, le echó mano a la pistola que tío Roque guardaba en la gaveta de su escritorio, y se pegó un tiro en la cabeza. Sólo tenía catorce años.
La tragedia nos afectó a todos pero en especial a abuelo Chaguito, que se puso profundamente triste. Desde que su padre, Henri Vernet, había muerto electrocutado en Cuba, no había ocurrido una muerte violenta en la familia, y temió que fuese un mal presagio. Los suicidios de adolescentes eran entonces inauditos en La Concordia, y abuelo Chaguito culpó a tía Clotilde por la tragedia. “¿Quién quiere tener una madre atea? No me sorprende que en la escuela nadie quisiera jugar con el niño. Clotilde debería convertise al catolicismo y hacer bautizar a Eduardo; no vaya a pasarle lo mismo que a su hermano”. Tía Celia acababa de regresar a la isla, y fue a casa de tío Roque a tratar de consolarlo. Roque estaba destruido. Como había sido masón casi toda su vida no se acordaba de cómo rezar; no sabía qué hacer con la pena que lo ahogaba.
“Se murió sin bautizar, Celia”, dijo, ronco de tanto llorar. “Su alma flotará para siempre en el Limbo. ¡Mi pobre hijo!”
“No te aflijas, Roque”, le respondió tía Celia. “Enrique no tenía pecados. Su alma se fue derechito al Cielo y nuestras lágrimas lo bautizaron. Lo enterraremos junto a Mamá en el panteón de la familia y ella velará por él”.
Pero Clotilde no lo permitió. Rehusó que enterraran a Enrique en el Cementerio Católico e hizo que lo cremaran en Portacoeli. Recogió sus cenizas en una pequeña bolsa y subió con ellas al tope de La Atalaya, la colina que queda detrás de La Concordia, donde hay siempre mucho viento. Y desde allí las arrojó ella misma al Cielo.
Tío Roque siguió desenterrando huesos de indios, pero la arqueología ya no lo entusiasmaba sino que lo ponía más triste. Veía el cuidado con que los taínos enterraban a sus seres queridos, acompañados por sus perros y rodeados por sus armas, sus vasijas de barro y todo tipo de amuletos para la buena suerte, y sólo podía pensar en su hijo, que nunca encontraría el camino de regreso a La Concordia el día del Apocalipsis. También se sentía triste porque cada día tenía menos trabajo. Aurelio y Ulises se habían rodeado de ingenieros jovenes y ambiciosos que se disputaban los puestos de la gerencia de la planta como lobos hambrientos, y lo relegaron a él a último término. Aunque sus hermanos eran muy generosos y le seguían pagando el mismo sueldo que antes, Roque se sentía improductivo.
Para salir de su depresión empezó a tener ciertas atenciones con Titiba Menéndez, una costurerita que venía de vez en cuando a la casa a arreglarle las camisas. Roque tenía los brazos más cortos de lo normal y era necesario hacerle subir los puños a sus camisas. Tía Clotilde no estaba en la casa aquel día y acabaron en la cama, haciendo el amor como conejos —lo más rápido y las más veces posible— aterrados de que tía Clotilde entrara en cualquier momento por la puerta. Titiba tenía sangre taina, y en cuanto Roque la vio se enamoró locamente de ella. Era tal y como había descrito Cristóbal Colón a las indias en su diario: “tenían los ojos negros y la piel del color de los canarios, y eran de muy hermoso cuerpo y muy buena cara, el pelo tan grueso y casi como seda de cola de caballo, cortado por encima de las cejas”.
Luego de esa tarde primera con Titiba fue como si Roque hubiese ingerido una droga. No podía vivir sin el placer que Titiba le proporcionaba. Le compró una casa en Las Margaritas, el mismo barrio de clase media donde Álvaro y yo nacimos. Tuvieron tres hijos sin que tía Clotilde lo supiera. Tío Roque mudó su colección de huesos y artefactos taínos a la casa de su amiga y se pasaba allí dos a tres tardes a la semana. Quería disfrutar de la vida, y Titiba siempre estaba de buen humor. Estaba cansado de vivir al lado de un volcán que se pasaba soplándole cenizas en la cara, que era cómo él se sentía junto a Clotilde. Roque sabía que estaba jugando a la ruleta rusa, y que el día que Clotilde se enterara, lo depellajaría vivo. Pero se sentía tan feliz con Titiba que dejó de importarle.