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Las bolsas de oro de la familia

ME GRADUÉ DE DANBURY HALL en mayo de 1956 y entré a St. Helen’s College ese otoño. Durante mis cuatro años de universidad —de 1956 a 1960— estudié mucho y viví una vida austera. St. Helen’s era muy distinto entonces de como es hoy. Era un colegio sólo para señoritas, y todas las maestras eran monjas. Las estudiantes dormían en catres de hierro, no había alfombras sobre el piso y había que pararse sobre el cemento frío cuando uno se levantaba en la mañana para ir al único baño que estaba al final del pasillo. Cuando llevé a mi hija a visitar el colegio recientemente me quedé admirada al ver las alfombras de pared a pared; los colchones Beauty Rest y los baños enchapados de porcelana que compartían las habitaciones contiguas. Pero las condiciones espartanas del St. Helen’s de entonces me hicieron mucho bien, precisamente porque en mi casa me consentían tanto.

Como St. Helen’s era una escuela católica, las alumnas recibían una dosis saludable de religión todos los días. Papá estaba ahora arrepentido de haberle hecho caso a las sugerencias masónicas de Chaguito de que me enviaran a estudiar en Danbury Hall. Gracias a la influencia del obispo MacFarland se había vuelto católico practicante, y asistía a Misa y comulgaba todos los domingos. Además de esto St. Helen’s le ofecía a los padres la alternativa de no permitirle a sus hijas salir del campus —algo que hubiese sido improbable en un colegio laico. St. Helen’s quedaba en Purchase, a sólo cuarenta y cinco minutos de Nueva York, ese antro de pecado y perversión, al que mis padres les daba terror que yo me fuera sola los fines de semana o, lo que era peor, acompañada por una de esas irlandesas locas que abundaban en los colegios católicos, y siempre andaban buscando bares donde emborracharse. Cada viernes en la noche, cuando el campus de St. Helen’s se quedaba más vacío que la estepa rusa, tenía que dormir sola en mi dormitorio. En el colegio sólo quedaban muchachas turcas, árabes y japonesas, cuyos padres eran tan trogloditas como los míos.

Afortunadamente el interés en los estudios hacía el aislamiento más soportable. Me encantaba la historia de Abderramán III, el gran emir omeya de la España del siglo X; los poetas franceses como Pierre Ronsard y Paul Verlaine; los antropólogos Ruth Benedict y Margaret Mead. A veces cruzaba el campus de St. Helen’s después de una tormenta con unas raquetas anticuadas atadas a los pies para no hundirme en las dunas de nieve, tan interesada estaba en mis cursos. Pero cuando regresaba a La Concordia para las vacaciones de verano no agarraba un libro. Me levantaba a las diez y dormía en una cama estilo francés provenzal. Mi cuarto tenía una alfombra de V’soske y un candelabro de cristal veneciano. El verano era un torbellino de actividades sociales y había fiestas casi todas las noches. Tenía docenas de trajes de baile, nos pasábamos los días enteros de pasadía en la Isla de Pargos, a la que se llegaba navegando en La Chaguito, la lancha Norseman que compartían los hermanos Vernet. Cualquiera hubiera dicho que era la muchacha más feliz del mundo, y me moría de aburrimiento.

Decidí ayudar en las campañas políticas de Papá durante los veranos. Era más interesante que ir a las fiestas de los jóvenes de mi edad. Me encantaba ir a los banquetes y a los bailes de los pueblos pequeños, donde la gente era muy pintoresca, y asistían a los mítines con los ojos destellantes de ilusión porque luchaban por un Puerto Rico mejor. En San Juan, como en La Concordia y otros pueblos importantes, la gente era mucho más cínica y no se metía en política a menos de que estuviera buscando algo. Los ideales no contaban para nada.

En los pueblos escuchábamos discursos, marchábamos en las paradas, estrechábamos las manos de la gente. A mí me encantaba participar en estas actividades junto a Papá, vestida con el traje de algún diseñador famoso. Mamá también asistía a las reuniones pero se mantenía al fondo, vestida de negro y aferrada a su precioso anonimato. Poco a poco me di cuenta de que el rol de las mujeres en la política era siempre prescindible. Lo único que podíamos hacer era permanecer de pie junto al candidato, contribuyendo con nuestra belleza y respetabilidad a su imagen. Yo estaba tan ansiosa de tener una carrera, sin embargo, que estaba convencida de que podría adquirirla apareciendo junto a Papá en los mítines.

Mis peleas con Clarissa, que al principio no eran más que escaramuzas, evolucionaron durante aquellos años en batallas campales. Yo había desarrollado un físico voluptuoso. Le llevaba a Clarissa cinco pulgadas de estatura y usaba zapatos talla diez. Mis caderas se ensancharon y mis pechos se redondearon en un generoso 36C; me daba trabajo mantenerlos dentro del traje de baño porque yo no era de las que me quedaba tendida junto a la piscina dorándome al sol como el resto de mis amigas: a mí me gustaba nadar y zambullir, tirarme de cabeza desde la tabla. Me encantaban los deportes y en St. Helen’s jugaba baloncesto y lacrosse, gracias a los cuales desarrollé unas pantorrillas musculosas. Entre Danbury y luego St. Helen’s pasé ocho años lejos de casa, y poco a poco me convertí en una extraña. Clarissa ya no sabía quién era aquella gigante de hija, que sólo venía a Cañafístula #1 a pasar las vacaciones tres veces al año.

Cuando Clarissa me veía bailando un bolero con un amigo, el recuerdo del amor que ella había experimentado en el jardín de Emajaguas cuando era novia de Papá se esfumaba como una nube pasajera. En mi caso el amor no era un asunto espiritual y delicado como el de Rima en Green Mansions, una emoción tan frágil como el batir de alas de un colibrí. Era más bien un agarre prosaico de masa con masa, un combate cuerpo a cuerpo entre el deseo descarado y las leyes de hierro de la respetabilidad.

En mi mente las diferencias entre el sexo y el amor estaban claras —no había leído a Margaret Mead en vano. Pero a pesar del régimen fascista de las monjas en St. Helen’s, siempre había encontrado la oportunidad de reunirme a solas con los muchachos que me gustaban; como por ejemplo, cuando me quedaba a dormir en casa de alguna amiga. Pensaba en el sexo todo el tiempo —era como una llama que ardía dentro de mí, algo nunca experimentado. Su posibilidad iluminaba el mundo que me rodeaba, eliminaba las telarañas y me energizaba. Pero era demasiado peligroso para ponerlo en práctica.

En cuanto regresaba a La Concordia para las vacaciones de verano, Clarissa me hacía saber quién estaba al timón. No podía salir por la puerta sin pedirle permiso, y tenía que ir a las reuniones sociales acompañada de alguien —a menudo Clarissa misma, o la madre de alguna de mis amigas. Clarissa se sentaba cerca de la pista de baile y escudriñaba cada uno de mis movimientos. Si me veía bailar un bolero atornillada a mi parejo, como a mí me gustaba, se levantaba de la silla, caminaba hasta donde estábamos meciéndonos al ritmo de “Perfume de Gardenias”, de Rafael Muñoz, o de “Piel Canela” de Bobby Capá, y nos separaba de un empujón tempestuoso. Entonces, en la privacidad del Ladies’ me daba un sermón de cómo las señoritas bien no dejaban que los hombres se sobaran el sexo contra sus muslos; abría su cartera, sacaba un pañuelito de encaje y me lo metía dentro del escote para taparme el nacimiento de los senos. En aquellos momentos la odiaba con toda mi alma.

Pronto el rumor de que Mamá era un agente extraoficial de la Gestapo se regó por La Concordia, y los jóvenes me cogieron miedo y dejaron de sacarme a bailar en las fiestas. El hecho de que yo era la hija de un candidato a la gobernación empeoraba las cosas. De pronto me vi pintada en la pared como una flor marchita, y los muchachos de mi edad ni me miraban. Sólo me sacaban a bailar los partners oficiales —los ayudantes políticos que nos acompañaban a todos lados. Pasaron semanas sin que sonara el teléfono.

Me puse furiosa con Mamá por espantar a mis pretendientes, pero en mis ojos Papá seguía siendo perfecto. No me daba cuenta de que era él quien quería encerrarme en una caja de terciopelo como una joya, igual que hacía con Mamá. Y yo tampoco ayudaba, porque dondequiera que ponía los ojos buscaba un joven que se pareciera a Papá —un hombre que fuera tan brillante, tan guapo y tan bueno como él, pero con un nombre diferente. Como eso no era posible, porque Papá sólo había uno, no me gustaba ninguno de los jóvenes que conocía.

En septiembre de 1958 me volvieron a escoger reina de carnaval, esta vez del Casino de San Juan. El tema del baile sería “la palabra impresa” y todo lo relacionado con ella. Uno podría disfrazarse de letra, de palabra, de oración, de poema, de libro, de revista o de periódico. Ese año la inventiva de la sociedad capitalina se vería empujada al límite y los jóvenes de sociedad tendrían que exprimirse el cerebro para lucubrar disfraces inspirados en aquellos temas difíciles. El carnaval sería un evento importante en la campaña política de Papá, porque asistirían representantes de todos los diarios de la isla. El candidato a la gobernación —el “padre de la reina”— se beneficiaría mucho de la publicidad, ya que los bailes ofrecerían unas oportunidades idóneas para levantar fondos.

Mi disfraz como Reina de la Tinta era espectacular: un sofisticado traje tubo recamado de canutillos y cuentas de azabache, con un tajo hasta el muslo en la falda y una larga cola que, de tan negra, parecía líquida. Las cuentas de azabache temblaban sobre mi cuerpo como gotas de tinta, e invertido sobre mi cabeza se balanceaba un recipiente de cristal tallado, supuestamente el tintero. Durante varias semanas tuve que ensayar la aparatosa ceremonia de la coronación, practicar el vals, visitar a la modista para los últimos detalles. Lo cogía todo muy en serio y nada de aquello me parecía ridículo porque estaba ayudando a Papá en la campaña. Pero me estaba cansando de que me exhibieran como un maniquí todos los veranos, y juré que aquella sería la última vez.

Como yo había cumplido los dieciocho años, a Papá ya no le tocaría escoltarme hasta el trono. El comité del carnaval escogió a Víctor Matienzo como Rey, y me lo asignaron de parejo. Víctor era alto y de buena presencia. Se parecía un poco a De Gaulle, con la nariz tan larga como la del general francés pero desgraciadamente sin su cerebro. Fuimos a varios cocteles que precedieron la noche de la gala juntos, y me aburrí tanto que tuve que hacer un esfuerzo sobrehumano para mantener la boca cerrada y no bostezar cada tres segundos. Años después me enteré de que al pobre Víctor no le gustaban para nada las mujeres, y debió sentirse igual de aburrido que yo.

Llegó por fin el gran día y Víctor y yo desfilamos por el salón formal del Casino al compás de “Lágrimas Negras”, el bolero que sería el tema musical de la noche. Desgraciadamente mi adorno de cabeza era muy pesado y me había provocado una migraña espantosa, así que después de la coronación, antes de que la orquesta empezara a tocar el vals, me excusé y fui a buscar una aspirina. Cuando regresé a la mesa donde estábamos sentados escuché a Mamá decirle algo a Papá que me dejó fría: “Tenemos que tener mucho cuidado ahora que te estás postulando para gobernador otra vez. Mientras Elvirita baile con Víctor estará segura, pero hay media docena de muchachos desconocidos dando vueltas a su alrededor que pueden ser unos buscones. Me temo que andan detrás de nuestro dinero, y Elvirita podría enamorarse de alguno de ellos”.

Me sentí como si me hubieran dado una bofetada.

La orquesta rompió a tocar y Víctor y yo salimos a bailar el vals. Al rato me dieron ganas de ir al baño y dije que tenía que ir al Ladies’ a empolvarme la nariz. Clarissa me siguió. Abrió su bolso, sacó su pañuelito de encaje y estaba a punto de metérmelo por el escote cuando le disparé furiosa: “¿Qué es lo que quieres tapar, mis senos o los sacos de oro de la familia?”

Clarissa se indignó. Levantó la mano para golpearme, pero le detuve el brazo en el aire. Fue fácil; yo era más alta que ella —le llevaba por lo menos seis pulgadas— y por un segundo vi mi propio odio reflejado en sus ojos. Entonces sucedió algo terrible: Mamá se encogió y empezó a llorar.

Salí del Ladies’ dando un portazo. Estaba temblando de pies a cabeza, pero poco a poco logré dominarme. Ésa fue la última vez que Mamá intentó pegarme, y yo nunca volví a temerle.

Ese verano rehusé asistir a más fiestas y actividades políticas y decidí buscar trabajo. En las mañanas ayudaba como voluntaria en el Hospital Pediátrico Municipal, y en las tardes era correctora de pruebas en El Listín, un diario de La Concordia. Hice un poco de exploración y escribí varios artículos —uno de ellos sobre el antiguo cementerio del pueblo, que había sido abandonado vergonzosamente cuando comenzó la crisis económica, y donde más de una vez vi perros cargando huesos humanos en la boca. Pero como Papá había comprado el periódico recientemente —luego del éxito del baile de coronación del Casino cayó en cuenta de la importancia de la prensa en las campañas políticas— el editor pensaba que me estaba haciendo un favor cada vez que me publicaba un artículo, y se sentía justificado en no pagarme. Dejé de trabajar en El Listín y el verano continuó arrastrándose como un saco de piedras hasta que, por fin, llegó septiembre y regresé a St. Helen’s. Allí al menos podía vivir y estudiar todo lo que quisiera, y nadie sabía quién era Papá.