Recuerde el alma dormida avive el seso y despierte contemplando como se pasa la vida como se viene la muerte tan callando.
—JORGE MANRIQUE, Coplas a la muerte de su padre
EN NOVIEMBRE AURELIO SE PRESENTÓ por segunda vez para gobernador contra Fernando Martín, y lo derrotaron de nuevo. La popularidad de Martín era apabullante; durante veinticuatro años su imagen imperó suprema en el panorama político de la isla. Al enterarse del resultado de los comicios, Mamá dio un respiro de alivio. La obsesión de Papá era soportable mientras la posibilidad de ganar fuera nula. Sospecho que Papá también se sintió aliviado. Correr contra Martín se había vuelto una especie de deporte: era como intentar derribar un elefante soplándole dardos. Nadie esperaba que Aurelio ganara, pero mientras tanto lo admiraban por sus heroicas proezas.
Durante las vacaciones de Navidad conocí a Ricardo Cáceres, un joven de buena familia de San Juan. Ricardo estaba estudiando administración comercial en la universidad de Cornell, y estaba a punto de graduarse. Pensaba empezar a trabajar con su padre en el negocio de seguros de la familia en cuanto terminara. A Papá y Mamá les cayó bien; no se opusieron al noviazgo.
Ricardo era un muchacho serio y trabajador; no era un playboy consentido, ni un candidato para un puesto gubernamental, como muchos de los jóvenes que conocí entonces en La Concordia y en San Juan. Salimos en varias ocasiones durante el verano y cuando regresé a St. Helen’s fue a visitarme varias veces al colegio. Al final del año escolar me pidió que me casara con él. Recuerdo que estábamos dando un paseo por el campus: había llegado la primavera y la graduación sería pronto. Los canteros estaban sembrados de tulipanes, las flores preferidas de las monjas, pero todavía no habían abierto. Florecerían unos días después, cuando el campus se llenaba de duendes que aplaudían.
Ricardo me dio su anillo de Cornell y me lo puse en el anular.
“¿Te casarías conmigo después de la graduación?” me preguntó.
“¿Viviríamos en San Juan?”
“Por supuesto. Voy a trabajar con Papá en su negocio”.
“Lo pensaré”, le respondí sin mirarlo.
Caminamos en silencio cogidos de la mano hasta otro extremo del campus, donde había un laberinto de boj que las monjas mantenían exquisitamente podado. Respiré profundo. Me pregunté por qué me gustaba tanto el olor del boj; supuse que me hacía sentir cómoda, atrapada en un laberinto hermoso como el de mi casa. Nos besamos apasionadamente detrás de unos arbustos. Mi vida no tenía propósito, pero junto a Ricardo a lo mejor me evaporaba de la faz de la tierra y entonces qué más daba.
Ricardo era muy tradicional: quería una esposa que le diera hijos y cuidara de su hogar, con quien disfrutar legalmente de las relaciones sexuales. No tenía ni pizca de intelectual. Yo estaba de acuerdo con lo del sexo, pero no estaba segura en cuanto a lo demás. Me guardé mis opiniones, sin embargo, y me hice la que respondía a su ideal de mujer.
Durante las últimas vacaciones de Navidad que pasé en casa le había dicho a mis padres: “Cuando me gradúe de St. Helen’s me gustaría seguir estudiando; quizá adquirir un doctorado en literatura inglesa. Solicité a Radcliffe y creo que tengo una oportunidad de que me acepten”. Era domingo en la mañana y acabábamos de regresar de Misa. Estábamos sentados en el patio, esperando que tío Damián y tía Agripina llegaran porque almorzaríamos juntos. Las trinitarias estaban todas florecidas y derramaban su manto color púrpura por encima de la pared del jardín. Papá estaba dándole uvas al ruiseñor y estaba de pie junto a la jaula de aluminio. Estaba de espaldas a mí y se quedó callado.
Abuela Valeria se había criado analfabeta por culpa del egoísmo de Bartolomeo Boffil, y precisamente por eso era tan importante para ella que sus hijas adquirieran una educación universitaria. Pero el propósito de la educación no era que sus hijas se hicieran profesionales; el matrimonio era la única carrera decente para una mujer, o la soltería acompañada por el retiro del mundo. Hasta Mamá, que había defendido con tanto ahinco los derechos femeninos cuando era estudiante de la Universidad de Puerto Rico, se había dado por perdida. Y en la familia de Papá era todavía peor. Tía Amparo sólo tenía escuela superior y tía Celia tuvo que meterse a monja para ejercer una carrera de trabajadora social disfrazada de misionera.
Habían pasado veinte años desde la rebelión de tía Celia y las cosas seguían igual. La idea de que una joven soltera y de buena familia pudiera encontrar trabajo y vivir por su cuenta en una ciudad como Nueva York o Boston ganándose su propio sueldo y sin meterse de monja —que era lo que yo quería— era inconcebible. Mi doctorado era asunto de vida o muerte —la única manera de posponer mi regreso a La Concordia.
“¿Para qué quieres seguir estudiando?” me preguntó Clarissa con una sonrisa mientras bebía una copita de vermut con hielo y una cascarita de limón. “Tú no necesitas trabajar. ¡No me digas que prefieres los inviernos glaciales de Boston a nuestros diciembres soleados! Y aun así, si nos dijeras que quieres estudiar algo práctico, como contabilidad, enfermería o hasta agronomía, te daríamos permiso. Pero separarte otra vez de nosotros e irte a vivir tan lejos para estudiar literatura cuando puedes leer todos los libros que quieras en la biblioteca de tu padre no me parece sensato. Hace ocho años que te fuiste de casa, Elvirita. Sería bueno que pasaramos un tiempo juntas”.
Mamá lo dijo con cariño, me di cuenta de que le hacía falta. Casi me convencí de que le gustaría tenerme a su lado. Pero nuestras discrepancias venían desde tan lejos, que mi corazón se había vuelto de piedra. Clarissa no me daba ninguna pena. Me acordé de una historia que había leído hacía mucho tiempo, “La huérfana del río”, en el que la madre de una niña se suicidaba tirándose al agua. La hija iba todos los días a la ribera y se quedaba mirando el agua, esperando por si a lo mejor su mamá regresaba. La niña sólo veía su reflejo, pero según fue pasando el tiempo se parecía más y más a su madre. Un día se convenció de que su madre estaba de vuelta y la contemplaba desde el fondo del agua. Le extendió la mano para ayudarla a subir a la orilla, perdió el equilibrio, cayó al río y se ahogó. Me dio terror aquel cuento, pensé que a mí me podía pasar lo mismo. Mamá necesitaba ayuda, y yo también.
Cuando vi que no me quedaba más remedio que regresar a casa y vivir con Mamá después de graduarme, decidí casarme con Ricardo Cáceres. Así por lo menos sería alguacil de mi propia cárcel y viviría en mi propia casa. La boda se celebró en agosto, en la catedral de La Concordia. Celebramos una recepción pequeña en Cañafístula #1, porque abuelo Chaguito acababa de morir y la familia estaba de luto. No me importó que casi no se celebrara porque yo no estaba enamorada de Ricardo. Era sencillamente mi puerta de escape del infierno de Mamá.
Algunas semanas después de la boda Mamá me envió a San Juan unos arbustos de mirto con Cristóbal, nuestro chófer, sembrados en latas vacías de Café Yaucono. Me escribió en una notita rápida, en la parte de atrás de un sobre usado: “Dicen que los mirtos son una flor que sale; después que llueve su perfume atrae a los fantasmas. Traje conmigo algunos desde Emajaguas cuando me casé con tu papá, y pensé que te gustaría sembrarlos en tu nueva casa. Ponlos debajo de una ventana o al pie del balcón. Así podrás olerlos por la noche y le darán a tu casa un ambiente acogedor”. Hice lo que Mamá me sugirió y los sembré cerca de la terraza.
Ricardo le caía bien a Clarissa. Ambos eran cancerianos y se entendieron bien desde un principio. Ricardo tenía un carácter fuerte y a Mamá eso le gustaba; pensaba que yo necesitaba a alguien que me controlara porque era medio atolondrada y demasiado terca. Lo único que a Mamá no le gustaba de Ricardo eran sus dientes, porque los tenía torcidos y demasiado grandes para el arco estrecho de su paladar. Cada vez que Ricardo sonreía, hería su sensibilidad estética. Mamá fue muy diplomática con aquel asunto. En lugar de abordarlo personalmente, decidió escribirle una notita anónima de su puño y letra, en la que le sugería que visitara a un ortodontista. Ricardo no me mencionó nada sobre la nota, pero fue a examinarse los dientes unos días después. Un mes después de recibir la nota fuimos a pasar el fin de semana a La Concordia. Cuando llegamos, Ricardo besó a Mamá en la mejilla y entonces sonrió ampliamente —una sonrisa de acero inoxidable. Clarissa se echó a reír. Ricardo llevaba puesto un juego completo de braces, e inmediatamente adivinó que sabía de quién era el anónimo.
A Mamá y a Ricardo les gustaba burlarse de las primeras damas norteamericanas, como Mamie Eisenhower, Jacqueline Kennedy y Lady Bird Johnson. A espaldas de Papá hicieron un álbum con fotos que salieron publicadas en los periódicos. A Clarissa le caía bien Mamie porque era muy económica y nunca buscaba ser el foco de atención de las cámaras, como hacía Jacqueline. Le encantaban sus sombreritos de paja con velito de punto, y cada vez que viajábamos a los Estados Unidos llevaba puesto uno igual. Con la que menos simpatizaba era con Lady Bird, porque decía que era muy mal educada. No tenía buenos modales en la mesa, y cuando la fotografiaban en los banquetes siempre salía a punto de meterse a la boca un pedazo de bistec, o con las mandíbulas tan abiertas que se le veían hasta las orificaciones. Una vez recortó una foto de Lady Bird que salió en el peródico y la pegó de la pared de su cuarto con scotch tape, tanta risa le daba mirarla.
Aparentar ser lo que uno no es puede ser peligroso; a menudo terminamos pareciéndonos a nuestras mentiras. Para atrapar a Ricardo yo había simulado parecerme a Mamá, una esposa conforme, sumisa, que sabía cuál era su lugar en el mundo. Ricardo no tenía la menor idea de que yo era un alter ego de Papá —sólo que con faldas. Un año después de que nos casamos le dije a Ricardo “La cocinera está en huelga. Estoy cansada de cocinar a la española; son platos complicados y toman mucho tiempo. De ahora en adelante, vamos a comer a la italiana y a la norteamericana: muchos espaguetis con carne molida, bistecs al carbón y puré de papas. Acabo de matricularme en tres cursos de literatura inglesa en la Universidad de Puerto Rico y no tendré tiempo para más nada”. Ricardo no dijo nada; siguió comiendo su bacalao al pil pil —tan caliente que la cazuela nadando en aceite de oliva hacía “pil pil” al traerla a la mesa— una de las recetas deliciosas que su madre me había enseñado, mientras rehogaba su pan en la salsa de perejil y ajo.
La noche siguiente, herví unos espaguetis y guisé una salsa marinara para acompañarlos, practicando para mis días en la universidad. De pronto Ricardo cogió el plato de espaguetis y lo arrojó contra la pared de la cocina. “No me gustan los espaguetis, y menos al dente“, me gritó, mientras yo me quedaba paralizada por el asombro, mirando cómo los fideos en salsa roja se escurrían por el papel amarillo con pintitas verdes de la cocina como en un cuadro de Jackson Pollock. “Y tampoco me agrada que mi esposa sea amiguita de estudiantes a los que les dobla la edad. Debiste pedirme permiso antes de matricularte en esos cursos”.
Yo no sabía cómo darle la vuelta a Ricardo, o si era posible darle la vuelta, así que bajé la cabeza y no dije nada. Me agaché y recogí en silencio los espaguetis del piso.
Pronto caí en la cuenta de que mi marido era un hombre violento e irracional. Si lo contradecía en algo me gritaba y amenazaba con pegarme. Pero cuando de veras le cogí miedo fue cuando empezó a coleccionar rifles de cacería, y se pasaba todo el tiempo desarmándolos, aceitándolos y volviéndolos a armar, sentado en la terraza de casa. Le había cogido el gusto a la cacería de tórtolas salvajes, y a menudo organizaba expediciones a Santo Domingo con sus amigos.
Estuvimos casados durante nueve años. En el curso de ellos hice un buen examen de conciencia. Comprendí que una carrera política no se podía adquirir por ósmosis. No vivíamos en Inglaterra, donde el poder se heredaba por derecho divino —en Puerto Rico a lo más que yo podía ambicionar era a ser reina de carnaval. Y lo que era peor, empecé a sentir que me habían usado. Tenía treinta años, mi respeto propio estaba en añicos, y no podía sentirme orgullosa de ningún logro. Para colmo, estaba casada con un hombre que odiaba y temía.
Quería divorciarme pero no tenía dinero y era demasiado orgullosa para pedírselo a mis padres. Además, si me divorciaba tendría que regresar a vivir bajo el mismo techo que Clarissa. Primero pertenecía a Papá y ahora pertenecía a Ricardo. Por eso las mujeres entendían tan bien el principio del coloniaje: si las trataban bien, las alimentaban, las vestían y les compraban una casa bonita no se rebelaban. Pero la soflama del odio seguía ardiendo bajo las brasas.
Escogí la intimidación física de Ricardo por sobre las golpizas psicológicas de Mamá y decidí no divorciarme. Me quedé en mi casa y me dediqué a mis niños; quería darles el mayor afecto posible. También leía muchas novelas —nunca perdí la ilusión de regresar un día a la universidad. Pero vivía con el miedo de que mis hijos se criaran tan belicosos como su padre. No había solución al entuerto. Me sentía como una malabarista de circo, bailando sobre la cuerda floja mientras trataba de mantener en alto todas las bolas: las ambiciones, los hijos y el marido. Ante los ojos de la sociedad, yo era la esposa perfecta.
En el 1966 pasó algo inesperado. Fernando Martín llevaba ya muchos años de gobernador, y se sentía tan seguro que decidió celebrar un plebiscito para que Puerto Rico escogiera el estado libre asociado como su status definitivo. Tío Venancio decidió que el Partido Republicano Incondicional no participaría en los comicios —el electorado republicano había estado menguando rápidamente y temía que desapareciera de una vez por todas. Papá se exasperó. A Venancio le importaba más el partido y su autoridad como presidente que el ideal de estadidad. Por primera vez en su vida se enemistó en público con tío Venancio. La estadidad tenía que ser una opción en las urnas.
Se separó del partido de tío Venancio y fundó su propio partido político: el Partido Estadista Reformista, que se comprometió a defender la estadidad en el plebiscito. En un año logró montar una campaña muy efectiva, sufragando la mayor parte de los gastos de su propio bolsillo.
Fue un evento memorable. El plebiscito demostró que la isla estaba dividida por la misma mitad entre estadidad y estado libre asociado. Durante todos aquellos años los puertorriqueños habían estado votando a favor a Fernando Martín y en contra de tío Venancio; no favorecían el estado libre asociado por sobre la estadidad, después de todo. Aurelio se presentó otra vez como candidato para gobernador al año siguiente, pero esta vez fue distinto. Fernando Martín se acababa de retirar de la política. Las encuestas indicaban que el Partido Estadista Reformista tenía una buena oportunidad de ganar. Libre de tío Venancio y de la sombra de los colmillús, Aurelio estaba corriendo por su cuenta. Como el caballero de los espejos, su escudo lo protegía del mundo.
Se estaba divirtiendo de lo lindo. Disfrutaba de la gente en los mítines; escuchaba con paciencia sus quejas y tomaba nota de sus necesidades y problemas. Escogió el almácigo como emblema de su partido —una selección atinada. En la época precolombina el almácigo era un árbol sagrado: los taínos utilizaban su corteza para curar todo tipo de males con bebedizos, y a veces también servía para techar sus chozas.
En cuanto el rumor de la posible victoria de Aurelio en las urnas corrió por la isla, Clarissa se enfermó. Un dolor agudo en el pecho no la dejaba respirar, y le hicieron un examen minucioso. Los médicos encontraron que el soplo, la pequeña grieta en la aorta por la que se le escapaba un poco de sangre desde niña, se le había ampliado. La dolencia se le agudizó a causa de una calcificación de las arterias que era muy peligrosa. El cerebro se le estaba quedando progresivamente sin oxígeno y podía darle un derrame en cualquier momento. El especialista del corazón le ordenó guardar cama dentro de una cámara de oxígeno.
Los últimos meses de la campaña política hicieron que Papá y Mamá se unieran más que nunca. Yo lo notaba cada vez que iba de visita a Las Buganvillas. Papá nunca se quedaba a dormir lejos de ella; no importaba la distancia que tuviera que recorrer durante el día en el curso de sus caravanas o al pronunciar sus discursos políticos, siempre regresaba a casa. Hablaban en voz baja durante horas —su habitación quedaba junto a la mía, y yo los escuchaba desde mi cama, al otro lado de la puerta cerrada con llave. En la mañana, antes de salir a recorrer la isla, Papá se sentaba pacientemente junto a Mamá, con un cordoncito amarrado a la muñeca. Ella no lo dejaba ir hasta que le explicaba en detalle la ruta del día: qué pueblos visitaría y cuántos discursos iba a pronunciar. Adivinaba que se estaba muriendo, y era lo único que podía hacer en protesta.
El dos de noviembre de 1968, tres días antes de que se celebraran las elecciones, yo había ido a La Concordia a visitar a Mamá. Entré a su cuarto de puntillas y me incliné sobre la crisálida plástica que cubría su cama, para ver si estaba despierta. Junto a su cabecera había dos tanques de oxígeno que parecían misiles de acero, con sus válvulas de presión en el tope. Mamá descansaba con los ojos cerrados sobre sus almohadas de encaje y el pecho casi no se le movía —el oxígeno iba directo a los pulmones. Tenía el cutis terso, sin una sola arruga. Tenía sesenta y siete años y aparentaba cincuenta.
Abrió los ojos y me sonrió. Deslizé la mano por debajo del sobre plástico transparente y sostuve su mano helada en la mía. “¿Tienes frío, Mamá?” le pregunté, mientras le abrigaba las piernas con el viejo sarape de lana color arcoiris que Miña le había regalado, y prensaba sus bordes debajo del colchón.
“El mismo de siempre. Cuando empieza a bajar el sol se pone peor. No te oí entrar al cuarto, Elvirita. ¿Cuándo llegaste de San Juan?”
“Hace unos momentos. Estaba lloviendo en las montañas y el piloto tuvo que dar un rodeo para evitar la tormenta”.
“¿Y cómo está Ricardo?”
Solté su mano y la miré a los ojos. “Está igual, Mamá. Ya sabes cómo son las cosas entre nosotros”.
Mamá dio un suspiro y me miró a través del plástico. “Ricardo te quiere a pesar de su mal genio, y a los niños les hace falta su padre. Estás dejando que la felicidad se te escape entre los dedos”.
No quería discutir con ella, habíamos hablado sobre el asunto miles de veces. Pero nunca me atrevía a dar el paso. Mamá adivinó lo que me pasaba por la mente.
“Ninguna Rivas de Santillana se ha divorciado jamás excepto Lakhmé, y todo el mundo sabe que está loca”, dijo Mamá. “Si te divorcias los fantasmas de la familia te perseguirán y te empujarán escaleras abajo, o te arrollarán bajo las ruedas de un automóvil. Tus tías y tíos se pondrán furiosos. La familia entera te rechazará”.
Mamá se me quedó mirando en silencio. Me parecía que estaba muy lejos, y que me miraba desde el fondo de un estanque. El pelo se le había puesto completamente blanco, y como lo llevaba muy corto, le resplandecía como un aura en las penumbras.
“¿Te acuerdas de aquellos arbustos de mirto que me enviaste una vez a San Juan hace años, Mamá? Están todos florecidos y mi casa está llena de fantasmas. La naturaleza tiene sus misterios, como tú siempre dijiste”.
“¿De veras? ¿Y te hablan?” me preguntó Mamá sonriendo, como si la amenaza que había pronunciado antes hubiese sido un chiste. “Me hablan todos los días”, dije muy seria. “Abuelo Álvaro, abuela Valeria, abuelo Chaguito, arriman sus sillas y se sientan a mi alrededor. Todos me dicen lo mismo: que deje a Ricardo y busque trabajo”.
Mamá se rió y me miró de reojo.
“Ricardo ha sido un buen marido”, dijo. “Es un proveedor responsable y nunca te ha sido infiel. La vagancia y la infidelidad son las únicas razones válidas para que una mujer se divorcie”.
Di una vuelta intranquila por el cuarto sin encontrar las palabras adecuadas para contrarrestar sus argumentos. “Escucha mis consejos, Elvira”, murmuró Clarissa. “Toda la vida has insistido que te pareces a los Vernet. Y sin embargo tienes mucho de Lakhmé, porque te encanta la ropa fina; también te pareces a Dido, porque disfrutas la literatura; y tienes algo de Siglinda, porque antes de casarte con Ricardo te volvían loca los muchachos. Te pareces bastante a las Rivas de Santillana, aunque te cueste reconocerlo”.
Me sorprendió lo que estaba diciendo. Pero añadió algo más: “Ganar dinero, tener una carrera, independizarse —todo eso es importante, pero no es lo principal. Las corrientes positivas del universo hacen posible que el mundo se comunique, eso es lo que de veras importa. Nuestro deber es fundirnos con el todo armónico, en lugar de afirmar nuestra individualidad. Por eso, divorciarte de Ricardo para vivir como una mujer independiente no te va a ayudar en nada. Primero tienes que independizarte en tu propia alma”.
No podía soportar aquello por más tiempo. “¡Eso no es cierto!” respondí desesperada. “¡No me vengas con que no te dio pena sacrificar tu carrera! Y yo sé que tú siempre has odiado la política”.
Mamá no me contesó. “¿Por qué no te opusiste a que Papá se postulara?” le pregunté. “¿No te dabas cuenta del daño que me hacía? ¿Qué nos hacía? ¿Por qué siempre te quedaste callada, sacrificando lo que de veras te importaba?”
“Porque quiero a tu padre. Y es imprescindible que los hombres cumplan con su destino. Las mujeres no tenemos deberes cívicos; ellos sí”.
“¡Eso es falso, Mamá! Y tú lo sabes”.
Clarissa me traspasó con una mirada glacial. “No permitiré que me faltes el respeto”, dijo con voz temblorosa desde su crisálida de plástico.
“Pues me niego a seguir tu ejemplo, Mamá. Voy a separarme de Ricardo, aunque tenga que morirme de hambre. Y los niños se quedarán con él. ¡Que sea él quien los cuide, para cambiar!”
Bajé la cabeza desconsolada y empecé a sollozar. “Tú nunca me quisiste, Mamá. Por eso siempre me recordabas lo mucho que me parecía a Papá”.
De pronto sentí unas manos frescas como la nieve sobre mis hombros. Mamá había echado a un lado la cubierta de plástico y me atrajo hacia ella. Me abrazó en silencio y empezó a mecerme como cuando yo era pequeña.
“Shhhh. ¡No llores, Elvira! Todo se arreglará. Yo te decía que te parecías a tu padre porque a ti te encantaba que te lo dijeran. Pero tú siempre te has parecido a mí. Y yo te quiero muchísimo”.
Clarissa cerró los ojos y se tendió de nuevo sobre la cama. Estaba demasiado débil para seguir hablando, así que salí del cuarto en puntillas y me alejé sin hacer ruido. Regresé a San Juan en avión esa tarde, llena de presentimientos tristes. Temí haber encontrado a Mamá cuando estaba a punto de perderla. Las elecciones llevaban su propio ímpetu. Tres días después de mi conversación con Mamá, Aurelio salió electo gobernador de la isla. Nadie se sorprendió tanto como él, aunque Mamá ya se lo sospechaba. Aurelio estaba sentado junto a la cámara de oxígeno, y estaban tomados de la mano cuando escucharon la noticia juntos, emitida por televisión por el Comité General del partido. Era la quinta vez que Aurelio se postulaba para gobernador y estaba seguro de que perdería otra vez.
Durante los próximos días la familia entera celebró la victoria y lo felicitó, Clarissa más sinceramente que nadie. Ahora vivirían en La Fortaleza, el palacio del gobernador en San Juan. Un mes más tarde Mamá viajó hasta la capital en una ambulancia. Demostró un gran valor aquel día. Sabía que nunca regresaría a Las Buganvillas, pero no lloró. Se despidió de todo el mundo con una sonrisa: de Martina, la cocinera; de Confesor, el jardinero; de Cristóbal, el chófer; de todos sus vecinos y sus amistades. Dejaba por detrás la casa en la que había vivido durante treinta y cinco años; sus muebles estilo Luis XVI decorados con flores pintadas a mano; su plata y cristalería; las fotos de la familia tomadas en Emajaguas. Pero lo que más pena le dio dejar por detrás fue su jardín.
Mudaron la cama de hospital, con la cámara de oxígeno y los tanques, a las habitaciones privadas del gobernador en el tercer piso de La Fortaleza. Los muebles masivos, estilo colonial español, estaban tallados en una caoba oscura y tenían más de doscientos años. La cama de dosel en la que dormían los gobernadores era lo más deprimente de todo: parecía un carruaje fúnebre arrastrado por caballos invisibles, con un dosel gris adornado con flecos. Fernando Martín —el enemigo mítico de Papá— había dormido en ella por más de veinte años. Mamá le dio gracias a Dios porque no tendría que dormir en aquella cama —le hubiera dado pesadillas. Seguramente se hubiera desvelado, al recordar la canción que cantó tantas veces en los mítines: “¡Abajo la pava, abajo el pavín, abajo el bigote de Fernando Martín!” A Aurelio, por su parte, no le molestaba en lo absoluto dormir en ella. De hecho, dormía en la cama de Fernando Martín como una piedra, tan contento estaba de que el American way of life, con los derechos plenos de la democracia, se encontrara por fin de camino a la isla.
La Fortaleza fue originalmente un fuerte militar, y los apartamentos privados del gobernador estaban situados en la parte más vieja del edificio, construido en el siglo XVI. Las habitaciones tenían muros de tres pies de espesor, techos de ladrillo sostenidos por oscuras vigas de ausubo y ventanas muy pequeñas. Más que ventanas, se trataba de arpilleras sesgadas desde las cuales los soldados disparaban sus arcabuces para defender el palacio del ataque de los indios y de los piratas.
Las habitaciones privadas del gobernador consistían de un dormitorio amplio y una pequeña salita, donde inmediatamente se instaló el Bechstein, el piano de cola de Papá. Fue el único mueble que se trajo a San Juan de la casa de Las Buganvillas. Papá todavía practicaba su música por lo menos durante una hora todos los días. Ninguno de los alegres muebles franceses de Mamá se trasladó a La Fortaleza; no armonizaban en nada con el adusto ambiente colonial.
Mamá languideció durante dos años en aquellos salones oscuros y solemnes desde los cuales no se divisaba ni una rama verde. Las ventanas oblicuas de su cuarto daban a las calles del Viejo San Juan, ruidosas y congestionadas de tránsito. El palacio estaba rodeado por unos hermosos jardines construidos por el Conde de Mirasol en el siglo XVIII, pero Mamá nunca llegó a verlos; no podía bajar al patio. Sin embargo nunca se quejó. Lo aguantó todo en silencio.
Un día mientras Aurelio trabajaba en un discurso en su oficina, que estaba en el primer piso de La Fortaleza, recibió una llamada urgente del doctor —debía subir al tercer piso inmediatamente porque Mamá se había puesto mala. Subió corriendo las escaleras, saltando de tres en tres los escalones porque no podía esperar a que llegara el elevador. Cuando llegó al tercer piso se enteró de que a Clarissa le había dado un derrame. “Murió sin recobrar el conocimiento”, le dijo el médico, “no se dio cuenta de que se estaba muriendo”. Papá no le creyó. Se acercó al lecho, tomó la mano de Mamá en la suya y empezó a llamarla y a repetirle que no tuviera miedo, que todo estaba bajo control porque él ya estaba allí y no le pasaría nada. No podía aceptar que estuviera muerta. El médico y las enfermeras se le acercaron y lo apartaron de allí. Aurelio caminó hasta la salita contigua y se derrumbó sobre el sofá.
Yo llegué a La Fortaleza unos minutos después. Nadie me había llamado a casa para decirme que Mamá se había puesto mala. Estaba sentada en la terraza, escribiendo cartas y pagando las cuentas del mes cuando de pronto sentí un deseo urgente de ir a verla. Me monté en el auto y manejé como una loca hasta el casco de San Juan. Últimamente Mamá no se había sentido bien, pero como sus alzas y sus bajas eran frecuentes, todos nos habíamos acostumbrado a ellas.
Cuando entré a los apartamentos privados vi a varios guardaespaldas esperando de pie en el pasillo y hablando en voz baja. De pronto la puerta del dormitorio se abrió y Papá me pasó caminando de prisa por el lado, cubriéndose los ojos con la mano. Lo llamé y no me contestó; desapareció rápidamente por el pasillo. Me pareció raro porque aquella galería daba a un salón oscuro, donde no iba nadie. Me detuve en el quicio de la puerta y vi la cabeza de Mamá por detrás. Estaba descubierta sobre las almohadas, y la cámara de oxígeno estaba tirada en el piso, como si la hubiesen empujado a un lado violentamente. El doctor y las enfermeras todavía estaban allí, recogiendo las jeringuillas y los algodones de las mesitas de noche. Entré al cuarto y miré hacia la cama lentamente. Mamá estaba muerta.
Me quedé inmóvil. Sentí la piel seca y no entendí cómo, porque me estaba ahogando. Mamá se había caído en un pozo y yo me hundía detrás de ella.
Se veía rara fuera de la cámara de oxígeno. Era como si de pronto le hubieran arrebatado la armadura transparente que la había protegido del mundo durante años. La enfermera me acercó una silla y me senté en ella temblando. Me trajo un vaso de agua.
“Su padre me pidió que la bañara y la preparara antes de que la metan en la caja”, dijo la señora Gómez. “Quiere que el velorio se celebre en La Fortaleza, no quiere que la lleven a la funeraria. ¿Por qué no se sienta en la salita con su padre y espera a que llegue el resto de la familia?”
Pero me negué. Sentía que Mamá me necesitaba desesperadamente en aquellos momentos.
Me acordé de Brunhilda y le di gracias a Dios que estaba en La Concordia. ¡De haber estado allí hubiera insistido en que la dejáramos preparar a Mamá ella misma! Cerramos la puerta del cuarto con llave y me paré junto a la cama de Mamá. La señora Gómez trajo un recipiente con agua, una esponja y una botella de Jean Marie Farine, la colonia de Papá que Clarissa también había empezado a usar en los últimos tiempos. Le quitamos la camisa de dormir y la señora Gómez empezó a bañar su cuerpo. Tenía las manos suaves y blandas, y removía los miembros de Mamá como si todavía estuviera viva y sintiera lo que le estaban haciendo. El cuarto se llenó de un olor dulzón, enfermizo, que se me adhirió a las fosas nasales durante meses. Más tarde tuve que poner ramas de mirto por todas las habitaciones de mi casa para que su perfume lo absorbiera. Cuando la señora Gómez terminó le di a Mamá un beso ligero en la frente. Se veía tan frágil y vulnerable; me sorprendió el mucho peso que había perdido. Quedaba muy poco de ella.
¡Así que esto era la muerte! La imaginaba de otra manera. Aquella blancura como de seda cruda. Aquella quietud absoluta de cabellos y pestañas. El pecho un receptáculo tranquilo para un corazón en calma. Todo había terminado, no había nada que hacer. Mamá se había reconciliado por fin consigo misma.
Le di gracias a Dios de que su muerte había sido serena. No tenía heridas que marcaran su cuerpo, ningún gesto de dolor deformaba su rostro —su perfil de camafeo estaba intacto. Había tenido una muerte digna de la filosofía de Emajaguas. “Si uno acepta su destino, si sublima el dolor, el sacrificio no existe”, solía repetirme. Y tenía la razón; había que conformarse y aceptar lo que nos tocaba en suerte.
Entonces sucedió algo extraordinario. Dios le concedió a Mamá un último acto, tanto más extraordinario porque lo llevó a cabo después de muerta. Cuando la enfermera volvió su cuerpo desnudo sobre el costado para lavar su espalda, vomitó una bocanada de sangre fresca que manchó las sábanas de un rojo vivo. Me quedé mirándola horrorizada. El sacrificio había sucedido, después de todo.
Después de la muerte de Mamá, Papá dejó de hablarme por un tiempo. Se hundió en un estado de melancolía que yo nunca había visto en él. La tristeza tornó su boca en una herida exangüe. Vestía sólo trajes oscuros y corbatas negras para ir a la oficina. Parecía resentido con el mundo, pero especialmente conmigo. Una noche lo fui a visitar a La Fortaleza y subí a los apartamentos privados. Estaba tocando el Claro de luna en el piano. Me senté a su lado en el banquillo y lo abracé, pero él me alejó suavemente.
“Lo siento mucho, Papá. Yo sé que estás sufriendo. Pero tienes que mirar hacia el futuro. Ahora eres libre, y seguirás siendo un gobernador maravilloso. ¡Y además, nunca estarás solo, porque yo siempre estaré contigo!” Papá se volvió hacia mí y me miró asombrado.
“Tú jamás podrías ocupar su lugar”, me dijo. “Yo quería a tu madre más que a mi propia vida. Ella era mi inspiración en todo”.
Me levanté del banquillo y me fui a mi casa llorando.
En el 1972 Papá se postuló otra vez para gobernador y fue derrotado en las urnas. En la política hay mucho truco de prestidigitación, hay que tener todos los sentidos alerta para mantener el espectáculo bullendo sobre las tablas. Y la muerte de Mamá arrojó sobre Papá un manto de tristeza tan profundo que dos años más tarde, cuando se celebraron las elecciones, no logró librarse de él. Perdió su extraordinario élan vital, esa fuente de energía inagotable que antes le había hecho posible todo lo que se proponía.
Algunos meses después de su derrota, Papá me regaló un baby Bechstein de regalo de cumpleaños. Se sentía muy solo, me dijo, y quería poder venir a practicar en casa en las tardes. Cuando vi a los hombres de la mudanza sacar el piano fuera del camión y entrarlo por la puerta de la sala, no dije nada. Estaba profundamente agradecida por aquel regalo espléndido que Papá me había hecho, y quería sinceramente ayudarlo. Sabía lo importante que era la música para él, y que no había nada más triste que tocar el piano en un edificio vacío. Pero el corazón se me heló de miedo.
Después de que me separé de Ricardo empecé a salir con algunos amigos. A menudo me llamaban por teléfono y a veces me venían a visitar en las tardes. Pero ahora mi casa estaba siempre inundada de música; la Appassionata de Beethoven, el Claro de luna de Debussy, las mazurcas y estudios de Chopin. Se corrió la voz de que el ex-gobernador venía a visitarme todas las tardes y mi teléfono dejó de timbrar. Una noche uno de mis amigos se acercó a la casa, pero cuando escuchó al último momento la entusiasta interpretación del Concierto del Emperador en el piano, regresó de puntillas al coche y se alejó calladamente y con los faroles apagados.
Aquella noche me enojé tanto con Papá que no podía respirar. Al día siguiente llamé a la tienda de los pianos y pedí hablar con el dueño. Cuando vino al teléfono yo estaba hecha una furia. “¡Envíe a sus hombres ahora mismo a llevarse este piano de mi casa!”, grité. “Si no lo hace haré que lo saquen al patio, abriré la tapa y lo dejaré allí hasta que la lluvia haga estallar el harpa y desaloje a los fantasmas”. El dueño pensó que yo estaba loca. Los empleados de la mudanza llegaron una hora después, sacaron el Bechstein de la casa, lo subieron al camión y se lo llevaron corriendo.
Cuando Papá me visitó esa tarde, se quedó asombrado al ver que el piano no estaba. Me miró con desilusión y preguntó: “¿Dónde está el piano?”
“Lo devolví a la tienda, Papá”, le contesté, aguantándome las lágrimas. “¡Los martillitos de fieltro estaban picoteando mi corazón con tanto ahínco, que no pude soportar el dolor!” Papá no dijo nada. Me dio un beso en la mejilla y se volvió calladamente a su coche. ¿Qué nos podíamos decir, luego de tantos años de silencio? Era la historia de nuestras vidas, lo que nos había tocado vivir.
Jamás hubiera adivinado que la muerte de Mamá me afectaría tan profundamente. Empecé a tener una pesadilla recurrente: estaba sentada en la silla observando cómo la señora Gómez le daba a Mamá su último baño. De pronto la enfermera inclinaba su cuerpo de costado y una bocanada de sangre fresca le salía por la boca. Me despertaba temblando e intentaba descifrar el sueño, pero no se me occuría lo que quería decir.
Con el tiempo las pesadillas se disiparon y mi vida tomó un ritmo normal. Con el dinero que heredé de Clarissa mi situación mejoró sorprendentemente. Me atreví por fin a pedirle el divorcio a Ricardo, y él no se opuso. Nos divorciamos por mutuo acuerdo, sin que ninguno de los dos demandara. Ricardo se llevó a nuestros tres hijos a vivir con él, pero como todavía eran muy chicos —tenían menos de diez años— a los seis meses se cansó de cuidarlos y me los devolvió. El tiempo enfría hasta el mal genio más candente, y Ricardo quería su independencia tanto como yo la mía.
Con el dinero de Mamá, compré una casa y me mudé a vivir en ella. Unos años después regresé a la universidad y terminé mi doctorado. Poco después empecé a enseñar. La muerte de Mamá me hizo posible lo que ella había ansiado para sí cuando era joven: una carrera que le ganara el respeto propio y la independencia económica. Irónicamente, gracias a ella obtuve mi libertad.
Soñé con Mamá una última vez. Estábamos cruzando el Río Loco y el Pontiac temperamental de la familia se había vuelto a atascar en medio del cauce. El agua fluía a borbotones a nuestro alrededor, pero en mi sueño, en lugar de perros, cerdos y cabras arrastrados por la corriente fangosa, vi a abuela Valeria, a abuela Adela, a tía Lakhmé, a tía Dido, a tía Artemisa, a tía Amparo, que luchaban desesperadamente contra las olas mientras el río se las llevaba mar afuera. Clarissa y yo, vestidas con nuestra ropa de domingo, permanecimos perfectamente quietas dentro del Pontiac, sin pronunciar una sola palabra. Entonces Mamá sacó un dólar de su bolso, bajó el cristal una pulgada, e hizo ondear el billete fuera de la ventana hasta que los campesinos que aguardaban en la ribera opuesta nos vieron, y acudieron con sus bueyes a sacarnos. Y mientras nos alejábamos de allí todavía oía las voces de quiénes ya no podía ver, pero cuyas historias, estaba segura, no habían sido un sueño.