Era un chico con el pelo rapado a cero por los piojos y costras en la cabeza cuando subí a bordo de un navío a punto de zarpar hacia América. La carestía de las papas no nos dejaba otra opción: o emigrar al otro lado del atlántico o morir de hambre. Mi madre y mi padre eran de los irlandeses afortunados, porque tenían una pequeña parcela donde cultivar algo para comer, papas sobre todo. Inglaterra había impuesto el monocultivo de lino para exportar y así enriquecer a sus comerciantes, y obviamente no a nosotros los irlandeses, raza inferior y encima «papistas». Luego las papas comenzaron a pudrirse, y no hubo nada que hacer. Mi madre y mi padre intentaron usar incluso las algas como fertilizante, y al principio funcionó, pero luego llegó el invierno de 1816, con aquel frío maldito que convirtió todo en un lodazal. En aquel entonces tenía once años, y me despellejaba las manos en la tierra helada, sacando papas que luego se me deshacían entre los dedos, apestando a podrido. Los irlandeses murieron a miles por el hambre y las privaciones. Tras una breve tregua, Madre Naturaleza, violada por los ingleses con su maldito lino, decidió darnos otro mazazo; en 1820 la hambruna fue aún más mortífera, y mi madre y mi padre dijeron: «Vete, hijo, mientras te queden fuerzas».
Así, vendieron aquel terreno a un buitre, y con la miseria obtenida compraron un pasaje en la bodega de un buque.
Vomité hasta los hígados en aquel mes de travesía, maldiciendo a los ingleses, al lino y a las papas. Llovía casi siempre, pero pasar alguna hora en el puente era un privilegio inusitado. Me resguardaba bajo una lona mugrienta que compartía con un viejo profesor que soñaba con enseñar botánica en Nueva York; pobrecillo, quién sabe cómo habrá acabado. a mí, que era un chiquillo, me parecía un viejo, pero ahora que lo pienso tendría más o menos cuarenta años, una edad que entonces, en Irlanda, era buena para la tumba…
El profesor me contó una historia curiosa: estábamos yendo a América, es decir, de donde provenía la papa, llevada a Europa por los españoles en el mil quinientos. El destino al revés: la papa nos había dado de comer durante tres siglos y ahora nos obligaba a buscar algo que meter en el estómago en la inconmensurable América.
Cuando un marinero dijo que ya se veía la costa, todos nosotros, hijos de una tierra desesperada, nos dejamos llevar por un frenesí convulso. Yo, aunque sólo fuera por la perspectiva de dejar de vomitar. Los guardias de a bordo tuvieron que hacer grandes esfuerzos para empujarnos hacia atrás, mientras los oficiales gritaban que no se sobrecargase la proa. Un centenar de muertos de hambre, por muy flacos que estén, descompensan un velero si se desplazan todos hacia delante.
Las esperanzas apenas nacidas murieron de golpe. Viendo la muchedumbre en el embarcadero del muelle, alguno se hizo ilusiones con que estuviesen allí para acogernos con los brazos abiertos. Quizá, joven como era, mi vista era mejor, porque a mí me pareció que aquellas caras allá abajo no sonreían en absoluto…
Apenas nos pusimos en fila para desembarcar, con nuestras pocas pertenencias a la espalda dentro de un morral, comenzaron los gritos y los insultos: «¡Malditos irlandeses, son demasiados! ¡Basta ya de irlandeses! ¡Condenados papistas!».
Y los que tenían las manos en los bolsillos las sacaron llenas de piedras. Una pedrada alcanzó a una mujer en la frente, estaba a mi lado, solté el saco para agarrarla pero no llegué a tiempo. Cayó entre la pasarela y el costado del buque, me di cuenta inmediatamente de que no sabía nadar. Todavía ahora me pregunto por qué esperé: el morral con todo lo que poseía dentro, la gruesa chaqueta regalo de mi padre, la morralla en los bolsillos… pensamientos mezquinos, y mientras tanto ella, aquella desgraciada, desaparecía entre los cabos que servían de paragolpes, y yo la vi estrujada por el casco que se acostó medio metro, empujado por la onda de otro que atracaba en el muelle de al lado.
Recuerdo las carcajadas, y aquellas frases a grito pelado: «¡Una perra irlandesa menos! ¡Esa no parirá bastardos!».
Busqué con la mirada al infame que la había pronunciado, pero vi al menos una docena de hombres atareados en lanzar piedras y tuve que agacharme para no recibir una en la cara. Apretaba el cuchillo en el bolsillo, y el profesor me aferró por un brazo: «Te matarán. Mirada baja y jala para adelante».
Así lo hice. Y aprendí a convivir con la cobardía para salvar el pellejo. Mirada baja y jalar para adelante. Hasta que un día decidí levantar la cabeza y… Pero es una larga historia, y la revivo con la memoria aquí, momento por momento, nítida en cada detalle, cada rostro, cada voz, en esta pequeña casa de Veracruz, esperando que el mezcal me dé un poco de sosiego.
Nadie nos lo había advertido. Nosotros los irlandeses éramos la escoria de Nueva York; nos odiaban a muerte. La religión era un pretexto, los puritanos instigaban al linchamiento de los católicos. Pero en realidad, nos consideraban pordioseros que portaban enfermedades y venían a disputar tierras y casas a los colonos anglos. Nueva York era un infierno de bandas que se repartían el control de los barrios a fuerza de puñaladas, golpes y tiros de escopeta, aunque —hecho singular— más tarde descubriría que las armas de fuego eran consideradas cosas de cobardes. Coserse a navajazos, fuese con machetes de carnicero o hachas de carpintero, era una especie de código de honor. Había que destripar al adversario, tenías que degollarlo en el cuerpo a cuerpo, todavía mejor si extraías su corazón aún palpitante para luego morderlo delante de todos, si querías ganarte el respeto de vencedores y vencidos.
En otras ciudades sería incluso peor: en la muy civilizada y avanzada Filadelfia, los protestantes más fanáticos organizaron milicias y acabaron prendiendo fuego a todo el gueto irlandés… Sí, porque nuestra gente, en los Estados Unidos, recibía el mismo trato que los judíos en tantas ciudades europeas. Los barrios habitados por irlandeses se convertían en guetos y ningún propietario nos alquilaba siquiera un cuchitril en otras zonas; no querían que nos mezcláramos con ellos, que formáramos parte de su proyecto de sociedad… y en Filadelfia durante seis días y seis noches, se abrió la veda. Impidieron incluso a los bomberos ir a apagar los incendios.
En cuanto al hambre, seguí frecuentándola como en Irlanda, compañera inseparable de días agotadores y noches insomnes; seguí sintiendo los calambres que roen más que las ratas, que te devoran las orejas si duermes profundamente, y cuando despiertas sólo queda un agujero sangriento. Este es el Nueva York de mis recuerdos: miasmas fétidos, gente cruel, suciedad y ratas por todas partes.
Al menos en el huerto familiar siempre encontraba algo que llevarme a la boca, aunque sólo fuese una raíz amarga como la hiel. En Nueva York, para los irlandeses —si se trataba de varones jóvenes con alguna fuerza todavía en el cuerpo — sólo había un modo de apaciguar el estómago permanentemente vacío: alistarse.
El Ejército de los Estados Unidos de América. «ESTA JOVEN NACIÓN NECESITA EXPANDIRSE», titulaban los periódicos que de vez en cuando lograba ojear en la taberna donde gastaba las pocas monedas ganadas descargando mercancías en el puerto. Porque yo no era analfabeto, como tantos otros venidos de mi verde, desgraciada, maldita Irlanda. Antes de la hambruna de 1816, había podido ir a la escuela de Clifden, en el condado de Galway, y según el maestro, prometía… Prometía, ¿qué y a quién? Una plantación de lino cuyas ganancias se embolsaba el comerciante inglés llegado de Dublín, o el pequeño campo de papas roídas por la plaga del tizón… «No hay esperanza en Irlanda» me dijo un día mi padre, «y nosotros no podemos permitirnos hacerte estudiar. Márchate, y olvídate de esta tierra dejada incluso de la mano de Dios».
Saber leer y escribir resultó tan útil como tener los dientes sanos y la piel sin sarna: apto y alistado. En artillería. La joven nación necesita expandirse; los soldados servían para la expansión. Y aún más los artilleros. Las fértiles tierras del Sur tenían que ser regadas con una buena dosis de cañonazos, para quitárselas a quien las habitaba desde siempre.
Aprendí deprisa. Ni siquiera yo sé por qué, pero la balística en el campo de instrucción me entraba mejor que la aritmética en los bancos de la escuela. Y eso que se trataba de cálculos allí también… ángulo de tiro y alcance, velocidad del viento a favor o en contra, tiro directo o en parábola, fuerza de gravedad y rozamiento… pero una cosa era hacer cuentas en los cuadernos y otra bien distinta ver el blanco en la colina que se desintegraba alcanzado por una bala explosiva de dieciséis libras. Le tomé gusto, lo confieso. Y al final del curso era sargento. No había pasado ni un año, y por méritos en el campo me ascendieron a teniente.
Tenía un futuro en el cuerpo de artillería del Ejército de los Estados Unidos de América.
Pero el futuro no está hecho para nosotros, irlandeses.