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LONE STAR

Texas obtuvo la independencia en 1836, tras haber derrotado a las tropas mexicanas y capturado al mismísimo comandante en jefe Antonio López de Santa Anna, en la que fue llamada por los tejanos «San Jacinto Battle», pero que en realidad no fue una batalla, sino una matanza de hombres medio dormidos. Apenas de regreso de El Álamo las tropas mexicanas habían sido empujadas por Santa Anna incesantemente hacia el norte, soñando con rodear al ejército de Sam Houston, que, de hecho, se replegaba y evitaba sabiamente acometer el enfrentamiento en inferioridad numérica. Por ello, Santa Anna, seguro de estar ante una campaña victoriosa y fulminante, había dividido estúpidamente a sus fuerzas. Y el 21 de abril de 1836, al llegar a un lugar tranquilo a lo largo del río San Jacinto, el general ordenó a las tropas exhaustas que se tomaran un día de descanso. Para colmo de ineptitud, ni siquiera se preocupó de organizar turnos de guardia. Los exploradores de Sam Houston informaron de algo increíble: un contingente de más de mil soldados mexicanos, en su mayoría de infantería, acompañados por un regimiento de caballería, roncaba a pierna suelta bajo los árboles de un pequeño bosque precedido de una magnífica pradera. Lo ideal para un ataque por sorpresa.

Houston no vaciló: dejó de replegarse y lanzó el ataque. Las primeras filas de tejanos abrieron fuego a las cuatro y media de la tarde. Las descargas de fusilería laceraron el silencio dulcificado por el plácido discurrir del río, y los atacantes se asombraron ante la total ausencia de respuesta. En poco tiempo, en el campamento mexicano se desencadenó el caos. En sólo dieciocho minutos, cayeron seiscientos treinta soldados y otros setecientos fueron capturados. Ninguno de ellos había sido capaz de empuñar un arma. El cansancio atrasado había impedido cualquier reacción, estaban demasiado agotados para tener el sueño ligero. Los tejanos descubrieron que uno de los oficiales capturados era nada menos que Antonio López de Santa Anna. Otro prisionero lo había llamado «señor presidente». En aquel momento, se restregaba los ojos ante una multitud de fusiles que le apuntaban, incrédulo.

En semejantes condiciones, el general presidente habría firmado cualquier cosa. Lo llamaron Tratado de Velasco por el nombre de la localidad donde a Santa Anna, herido de refilón y apoyado al tronco de un árbol, le fue entregada la pluma de oca por parte de David Burnet, emprendedor de Nueva Jersey. Burnet había corrido hacia Texas olfateando buenos negocios y, como hábil politiquero que era, se había hecho elegir presidente ad interim mientras Sam Houston estuviese ocupado con las operaciones de campo. Burnet desencadenó las iras de los milicianos tejanos, que habrían querido fusilar a Santa Anna inmediatamente después de la firma. Lo acusaban de la «masacre de Goliad», una batalla ganada por los mexicanos en la que habían capturado cuatrocientos prisioneros, incluido el coronel James Fannin que los comandaba. Fannin había hecho fortuna con la trata de esclavos del Congo, que llevaba a Texas vía Cuba, y con las copiosas ganancias obtenidas se había comprado un gran rancho en San Fernando, para luego dedicarse a instigar a los colonos y a reclutar voluntarios; al mismo tiempo, timaba a sus compatriotas con falsas compraventas, y acabaría en la cárcel en Nueva Orleans durante un «viaje de negocios», saliendo bajo fianza para volver a hacer la guerra a los greasers, los grasientos, como ya entonces llamaban con desprecio racista a los legítimos habitantes de aquellas tierras. Para las leyes mexicanas, Fannin era un criminal empedernido, y esa fue otra de las razones por las que Santa Anna ordenó fusilarlo; pero ya que estaba, mandó al paredón a los cuatrocientos prisioneros, a los que consideraba no soldados beligerantes, sino una horda de aventureros que atentaban contra la integridad de la nación. Y así, después del Remember Alamo, los tejanos tenían otro gran mito para gritar a los cuatro vientos: los mártires de Goliad.

No es necesario remarcar que los tejanos, por su parte, no hacían prisioneros a los soldados mexicanos cuando se rendían.

Pero en aquella ocasión David Burnet supo imponerse: no podían ratificar un tratado matando setecientos hombres desarmados, y el mismo presidente que acababa de firmarlo era lo suficientemente sagaz como para darse cuenta de que Santa Anna se habría convertido a partir de aquel momento en su mejor aliado para hacer tragar el sapo al Congreso de Ciudad de México. Que por otro lado se mostró maleable: la derrota en el campo y la captura de Santa Anna eran un hecho indiscutible, Texas podía considerarse perdido, pero sólo Texas, y no Tamaulipas también… Detalle de no poca importancia: las fronteras internas de la federación establecían desde siempre que Texas, o mejor dicho, Tejas, estaba separado de Tamaulipas por el curso del río Nueces. Y en un párrafo del Tratado de Velasco mantenido en secreto durante mucho tiempo, las fronteras del Texas independiente llegaban incluso hasta el río Bravo —o río Grande, como preferían llamarlo los nuevos conquistadores—. Descubierto esto, el Gobierno rechazó ratificar el tratado y continuó reivindicando el vasto territorio entre ambos ríos, que además de una amplia área septentrional de Tamaulipas comprendía una porción de Coahuila en la extremidad noroccidental.

Y así, Sam Houston se convirtió en presidente de la República de Texas.

Siguieron años no de paz y prosperidad, sino de escaramuzas continuas con los mexicanos, con los de uniforme enviados por el Parlamento que no aceptaba el tratado firmado por un prisionero, y también con no pocos civiles que resistían armados a las vejaciones de los colonizadores, convirtiéndose en guerrilleros. Fue entre otras cosas para proteger sus vidas por lo que el Gobierno mexicano intentó en diversas ocasiones liberar las zonas meridionales del nuevo Texas —es decir, el norte de Tamaulipas—, que mientras tanto sería reconocido tanto por los Estados Unidos como por diversas potencias europeas. Sam Houston sabía que el maltrecho ejército mexicano jamás habría podido reconquistar Texas, pero era muy consciente de que anexionarla a la Unión habría representado una ocasión de oro para el expansionismo estadounidense, además de asegurar la intervención del ejército para acabar con incursiones y guerrilleros y, ya de paso, con los apaches y otras etnias pendencieras. El obstáculo lo representaban los estados abolicionistas que se arriesgaban a quedar en minoría con la anexión del Texas esclavista. Luego fue elegido presidente James Knox Polk, conocido defensor de la anexión, y en 1845 la «estrella solitaria» de la bandera tejana se unió al firmamento de la Stars and Stripes, la vigésimo octava, cuadradas las cuentas con cuatro filas de siete estrellas. La estética de la célebre bandera ganó en armonía.

Así pues, todo estaba listo para buscar el casus belli. Texas —más el considerable pedazo de Tamaulipas entre los dos ríos— formaba parte de los Estados Unidos de América y por tanto era «normal» que el ejército regular crease bases y guarniciones hasta el río Grande.

Fue así como muchos soldados irlandeses encuadrados en el Ejército de los Estados Unidos fueron enviados a Texas con sus respectivos contingentes. Entre ellos se encontraba el teniente de artillería John Riley, al mando de la compañía k del 5.º Regimiento.

En cosa de pocos meses se verificó un fenómeno que comenzó a preocupar bastante a los comandantes del ejército: los irlandeses «confraternizaban» con los mexicanos, incluso demasiado. A los Estados mayores llegaban informes de soldados y suboficiales que iban a la misa de las iglesias católicas —aquellas que aún no habían sido quemadas por los rangers— o que se exponían por defender a los nativos en las disputas con los colonos, e incluso de relaciones amorosas entre militares irlandeses y las mujeres del lugar, invariablemente llamadas «señoritas», que en el lenguaje castrense equivalía a prostitutas mexicanas, poco importaba que fueran campesinas, maestras de escuela, modistas, artesanas o… militantes de la guerrilla.

El teniente Riley mantenía un bajo perfil, era prudente y bien querido por los compañeros, y además era apreciado por sus superiores por su capacidad de mediación y por el respeto del que gozaba como oficial. Sobre él no llovían las denuncias ni las sanciones. Pero Riley había conocido a una mujer, Consuelo. Ponía mucho cuidado en verse con ella a escondidas. En el fondo, no había una auténtica guerra en curso, y las tareas de las tropas de «apoyo» a los tejanos eran poco absorbentes, el tiempo libre entre el adiestramiento y los trabajos del campamento era frecuente…

No por ello cesaban los abusos en perjuicio de los soldados irlandeses, sino más bien al contrario. El aburrimiento en espera de que se desencadenase «algo» exacerbaba los ánimos, desembocando a menudo en pura crueldad de cuartel. Y muchos irlandeses respondían, sufriendo duros castigos: latigazos y celda de castigo a pan y agua. Eran castigados también los que iban a la misa de curas católicos. De hecho, el reglamento lo prohibía, pero sin especificar si se trataba de una forma de «colaboración con el enemigo», porque los mexicanos nacidos y crecidos en Texas y en Tamaulipas no podían en tales circunstancias ser considerados enemigos. No todavía, pero… las acciones de los guerrilleros no cesaban, en respuesta a las atrocidades de los milicianos tejanos —muchos venían de estados diferentes, para ellos era El Dorado, un lugar donde obtener ganancias sin demasiado esfuerzo y ya señoreaban como si Texas fuese su casa—. Cuantas más agresiones, violaciones y saqueos tenían lugar, más protestaban y rechazaban secundarlos los irlandeses.

Riley observaba y callaba. Más tarde, comenzó a responder a su manera. Porque Consuelo, además de ser dulce y atractiva, además de darle aliento y ternura en un ambiente cada vez más adverso, estaba en estrecho contacto con la guerrilla… Y del campamento de Riley desaparecían fusiles y municiones. No estaba solo en ello. Se había formado un grupo compenetrado de irlandeses dispuestos a combatir del lado de los mexicanos. Mientras tanto, pasaban a los guerrilleros todo lo que conseguían sustraer de los arsenales.

Consideraban al teniente John Riley su líder natural. Y él hacía grandes esfuerzos para apaciguarlos: «Todavía no es el momento. Tenemos que esperar».

Hasta que el momento llegó, y un nutrido pelotón de artilleros y soldados de infantería irlandeses desertó del campamento, vadeando el río Bravo.

La decisión había sido tomada porque los rangers habían capturado al hermano de Consuelo en un enfrentamiento armado en los montes al oeste de San Antonio, y antes o después habrían llegado también hasta Riley. Consuelo había partido de noche, a caballo, con algunos compañeros de confianza que la conducirían más allá del río Bravo a través de la zona desértica entre Piedras Negras y Ciudad Acuña.

Había quedado con John Riley en Monterrey, Nuevo León, un mes más tarde. Él había memorizado un nombre y una dirección, ella hablaría con un contacto del ejército mexicano para preparar su alistamiento. Estaba naciendo el Batallón de San Patricio.

Pero eso ocurriría más adelante. Ahora nuestra historia nos conduce a pocos meses de la declaración de guerra, en Texas, donde los irlandeses deberán sufrir ulteriores abusos y asistir a intolerables atrocidades antes de decidir que se había colmado el vaso.