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MONTERREY

«Mandemos a los carniceros tejanos en cabeza», dijo la mañana del 20 de septiembre de 1846 el general Zachary Taylor a los tres comandantes de las divisiones que se acababan de unir a su cuerpo de ejército. Butler, Twiggs y Worth estuvieron de acuerdo.

—Bien, señores, ese fanático de Jack Hays no ve la hora de derramar sangre, ansioso de vengar El Álamo.

El capitán del I Batallón de Rangers de Texas, Jack Hays, era un tristemente célebre cazador de comanches, que alardeaba de haber ganado la «batalla de Plum Creek» —ni más ni menos que la enésima masacre de indios con todas sus familias—. Hays envió un escuadrón de exploradores al este de la ciudad de Monterrey para poner a prueba las defensas mexicanas.

Los rangers pasaron al galope ante la infantería allí apostada, desencadenando inútiles descargas de fusilería. Los tejanos le cogieron gusto. Los anticuados fusiles de los mexicanos tenían un alcance ridículo, y de todas maneras, era bastante difícil alcanzar con aquella chatarra a un jinete lanzado al galope tendido, incluso aunque hubiera pasado a poca distancia. Hays decidió enviar a todo el batallón para provocar una reacción consistente. Ya que estaban, durante la marcha de aproximación los rangers practicaron un poco de tiro al blanco con los Colt Walker 44 contra los campesinos mexicanos, siempre bramando «Remember Alamo». Ninguno de aquellos desgraciados entendió a qué se referían un instante antes de ser asesinados. Algunos rangers hicieron una pausa dentro de las chozas en los alrededores de la ciudad para solazarse con las mujeres mexicanas que, a decir de todos ellos, en realidad sólo esperaban abrirse de piernas para un semental tejano. El hecho de que opusiesen resistencia los excitaba aún más. En cualquier caso, acabada la violación las estrangulaban o, en el mejor de los casos, aliviaban el trance cortándoles el cuello. O si no —gesto de extrema piedad— les descerrajaban un balazo en la cara.

Esto retardó considerablemente la misión del capitán Hays, que al final dio orden de atacar el flanco este de las defensas mexicanas, registrando una reacción a su parecer bastante «débil».

Habituado a enfrentarse cuando mucho a guerrilleros comanches que entablaban combate en campo abierto, el capitán Hays no se dio cuenta de lo bien dotada que estaba la defensa de la ciudadela, una fortificación provista de artillería. Y aquellos cañones eran los cañones del Batallón de San Patricio.

Recibido el parte entusiasta de Hays, que deliraba con un ataque inmediato por el este, dado que estaba defendido por «un hatajo de mexicanos que no atinarían ni siquiera a una vaca atada a una estaca», Zachary Taylor ordenó a sus tropas traspasar las líneas defensivas del flanco este de la ciudad de Monterrey.

Antes aun de que pudieran acercarse a la formación de la infantería mexicana, los atacantes fueron diezmados por el letal fuego de artillería que desde lo alto de la ciudadela barría el campo. Tiro rápido y preciso, cañones maniobrados con extrema pericia, granadas que golpeaban a las formaciones en avanzada abriendo huecos, y sucesivas ráfagas de metralla que los dispersaban, en un caos de cuerpos lacerados y heridos ululantes. Alentados por la carnicería que estaban sufriendo los invasores, los soldados de infantería mexicanos se lanzaron fuera de las líneas defensivas y, cansados de disparar con fusiles de corto alcance, contraatacaron a la bayoneta. Al anochecer, el general Taylor recibió el nefasto parte que registraba más de cuatrocientas bajas, sin haber conseguido ningún progreso en la conquista de la ciudadela. Sin embargo, al mismo tiempo, la división de William Worth había logrado penetrar en el interior de la ciudad desde otros puntos, sufriendo pérdidas menos ingentes.

Al día siguiente, las tropas invasoras controlaban algunas fortificaciones importantes, tomadas en duros combates, incluido el palacio del Arzobispado. Allí se concentró la contraofensiva de la caballería mexicana. Los lanceros de Jalisco, al mando del coronel Nepomuceno Nájera, intentaron retomar el control de la carretera de Saltillo, la única vía desde la cual Monterrey podía recibir refuerzos. Para entonces, las tropas regulares estadounidenses habían consolidado las posiciones y masacraron a los lanceros, gracias a los modernos fusiles de que disponían y a la extrema movilidad de la artillería que habían logrado emplazar. El coronel Nájera cayó durante una carga, pero el ataque fue retomado rápidamente por los lanceros de Guanajuato, a las órdenes del teniente coronel Mariano Moret, los cuales, aunque mermados, arrollaron impetuosamente la primera línea de fuego y provocaron el desconcierto entre los artilleros. El propio Moret, rota la lanza que había plantado en el cuerpo de un soldado enemigo, se puso a dar mandobles con el sable. Desde lo alto de la ciudadela, el capitán Riley seguía con el catalejo aquel acto de heroísmo que rozaba el suicidio, e inmediatamente ordenó a los sirvientes de los seis cañones de mayor calibre disparar una descarga en las cercanías de aquel caos. Con la explosión de las granadas a pocos metros, artilleros e infantes de la primera línea estadounidense sufrieron un momento de confusión general, que permitió a Moret espolear el caballo y retroceder. Cuando alcanzó las líneas mexicanas, entre él y el caballo habían recibido quince heridas de bala y de bayoneta.

El 22 y el 23 de septiembre los combates prosiguieron en el interior de la ciudad, casa por casa. A menudo, los soldados echaban abajo los muros divisorios de los edificios para disparar a corta distancia a los enemigos desde ambos lados. Mientras, la artillería estadounidense se desquitaba incluso con la catedral barroca, demoliendo parcialmente la cúpula. Y los rangers tejanos, que se cuidaban bien de enfrentarse a las tropas mexicanas y estaban resguardados de los tiros del Batallón de San Patricio, desahogaban su odio racista masacrando civiles. Degollaban mujeres y niños en las casas, violaban a las muchachas para luego matarlas, localizaban las iglesias abarrotadas de gente que confiaba en un refugio inviolable y les prendían fuego tras haber bloqueado las salidas.

Ante aquella carnicería de civiles inermes, el general Pedro Ampudia no aguantó la presión de los partes que llegaban desde distintos puntos de la ciudad, cada vez más atroces. Tratando de preservar a la población de Monterrey, decidió pactar la retirada.

Y se arriesgó a un amotinamiento. Todos los hombres del San Patricio, al principio, rechazaron creer en la orden recibida de una estafeta. John Riley convocó a oficiales y suboficiales, y en una agitada asamblea decidieron seguir combatiendo. «¡No es posible rendirse ahora que los estamos diezmando!». En efecto, en los tres días de combates, las fuerzas estadounidenses habían sufrido pérdidas equivalentes al diez por ciento de sus efectivos; la división de Twiggs estaba dispersa, las municiones comenzaban a escasear y resultaba cada vez más difícil garantizar los suministros en la maraña de calles estrechas y callejones donde los mexicanos llevaban las de ganar; mientras Taylor se estaba dando cuenta de que para conquistar Monterrey habría tenido que sacrificar tantos hombres como para comprometer seriamente el futuro de la invasión. Además, los soldados mexicanos estaban ganando terreno, obligando incluso a los rangers tejanos a retirarse, disminuyendo así las matanzas de civiles. Pero el general Ampudia fue firme: la catedral estaba abarrotada de gente, rehenes que sólo la retirada habría salvado de una muerte segura. Lo que lo empujó a tomar aquella decisión fue sobre todo el temor a la reacción de Santa Anna. Ampudia había desobedecido sus órdenes, que le imponían no combatir dentro de la ciudad sino esperar al grueso del ejército guiado por él para entablar batalla en campo abierto. Si a eso se hubiera añadido la noticia de que la población de Monterrey había sido exterminada, Santa Anna habría podido mandarlo fusilar. A un paso de la victoria, cedía a aquel chantaje y se preocupaba de salvarse al menos la piel, si no la carrera.

John Riley se mordía el labio inferior, observando los movimientos de los soldados enemigos entre los escombros de las casas. Estaba considerando la posibilidad de una salida a escena de los San Patricio para conquistar terreno y hacer menos fáciles los planes de rendición de Ampudia. En un determinado momento se le acercó Ciro, uno de los tres italianos del batallón, que se sacudió el polvo de encima maldiciendo.

Entre 1839 y 1840 Ciro había combatido con un paisano suyo, un tal Garibaldi, por la libre República de Río Grande do Sul contra las tropas imperiales brasileñas. Ciro era uno de los setenta y tres supervivientes de aquella empresa tan heroica como descabellada y, entre ríos y lagunas, por los campos y los montes, había aprendido a disparar como pocos. Riley lo consideraba el mejor tirador del San Patricio. En aquel momento, Ciro se había apoderado de una carabina Kentucky larga de precisión, arrebatada a un tejano al que había atravesado con la bayoneta, y se había apresurado a tomar también el morral con las municiones.

—Capitán, déjeme intentarlo. Chill’fetiente nos está arrastrando a la ruina.

Ciro alzó la carabina como para mostrar su particular método para solucionar el problema.

—¿A quién te refieres? —preguntó Riley fingiendo no entender.

—¡Vamos, capitán! Ese saco de excrementos no es sólo un intrigante arrivista del cazzo, ¡ese además es un imbecille! Si obedecemos sus órdenes, la batalla está perdida, lo sabe mejor que yo —remachó Ciro con su español repleto de exabruptos en italiano.

Riley se acercó y lo miró fijamente a los ojos.

—¿Me estás diciendo que quieres dispararle al general Ampudia?

Ciro hizo una mueca y miró alrededor.

—Eh, capitán, aquí los escombros tienen oídos, qué diablos, nunca dé nombres.

Riley resopló impaciente.

—Escúchame bien: eres el mejor tirador del San Patricio, y sé que serías capaz de hacerlo. ¿Y después? Abatido el comandante en jefe, nos arriesgaríamos a una desbandada de las tropas apenas se propagase la noticia y, en cualquier caso, te digo que no. No, porque hemos jurado fidelidad a México. Y ese saco de excrementos, como tú lo llamas, es un general de nuestro ejército. Una vez quitado de en medio habría otro, probablemente inepto y arribista como él. Tu «atajo» no es la solución.

Ciro se encogió de hombros y se fue mascullando algo. Riley lo vio apostarse sobre un cúmulo de escombros y apuntar meticulosamente. Hacia el enemigo, afortunadamente. Disparó, atinó en la cabeza de un soldado estadounidense apostado a casi ciento cincuenta metros, recargó sin prisa el Kentucky, volvió a apuntar… y continuó hasta que agotó balas y pólvora.

El general Taylor quedó estupefacto ante la oferta que le entregó un dragón mexicano llegado al galope en medio del fuego cruzado, agitando la bandera blanca. Aceptó casi sin creer en semejante oportunidad, e intuyendo tener como adversario a un comandante inepto —a pesar de que él mismo acababa de demostrar no saber qué diablos hacer en una batalla para tomar una ciudad— subió la apuesta, pidiendo la rendición inmediata de la ciudadela, donde había descubierto al mejor contingente militar de los adversarios. Era su condición para un armisticio que permitiese la evacuación de los civiles. Ampudia intentó convencer a los sanpatricios, pero dijeron que nones; aun estando dispuestos a obedecer las órdenes del comandante de las tropas mexicanas en plaza —pero mostrando su total desacuerdo al respecto—, se retirarían como vencedores, nada de entregarse al enemigo.

En el momento de arriar la bandera de seda verde con el arpa celta y el lema Erin Go Bragh, Riley hizo sonar la gaita acompañada de redobles de tambor, y al final de la breve ceremonia ocho salvas de cañón saludaron el estandarte invicto que sería luego izado en un asta y confiado a un abanderado a caballo. Se pusieron en marcha en formación desfile, y dejaron Monterrey junto a las tropas mexicanas como un ejército vencedor, no derrotado, insignias al viento y cabeza alta. Y con las piezas de artillería arrastradas y los fusiles a la espalda, cargados y listos para abrir fuego.

Un detalle no insignificante era que entre aquellas filas había un centenar de nuevos desertores, que en lugar de dispersarse por los campos y las montañas habían pedido el alistamiento en el San Patricio. Otros irlandeses, y algún alemán, polaco, escocés, francés, todos soldados del ejército invasor asqueados por las matanzas de civiles, cansados de los abusos sufridos cotidianamente, y decididos a seguir combatiendo, pero de la otra parte. Había también hombres de piel negra, esclavos que los tejanos llevaron consigo para usarlos como siervos en los campamentos, y John Riley se preguntaba si eran conscientes de representar una de las causas más determinantes, y al mismo tiempo éticas, en el desencadenamiento de la guerra: el derecho a ser libres establecido por la Constitución mexicana, contra el derecho a mantenerlos como esclavos pretendido e impuesto por los colonos.

Detrás, al lado e incluso en medio de los hombres armados, miles de habitantes de Monterrey dejaban la ciudad en un éxodo mudo y triste, llevando consigo los pocos haberes salvados de la furia de las milicias, temerosos de las represalias de los voluntarios de Texas y de toda la chusma de feroces mercenarios que les acompañaba, sin creer ni lo más mínimo en la proclama del general Taylor que garantizaba la seguridad de la población.

La catedral fue saqueada e incendiada. Luego, la horda de milicianos se desquitó con las viviendas abandonadas. Muchos de ellos regresarían ricos a casa: en las iglesias abundaba la plata y se encontraba incluso oro, y en las casas había siempre algo de cierto valor para saquear.

Conquistada Monterrey, el capitán Aaron Cohen solicitó un encuentro con el general Taylor.

—Señor, ¿ha autorizado quizá los saqueos que las milicias están llevando a cabo?

Taylor suspiró, con una expresión de paciencia infinita, como si estuviese soportando los caprichos de un hijo impertinente.

—Obviamente, no, capitán Cohen. Pero los excesos de los rangers o de otros voluntarios no me parecen una cuestión urgente en el plano militar.

—¿Excesos? Mi general, ¡esos criminales violan incluso a las niñas! Por no hablar de que van cargando con un botín tan grande que, a este paso, los desplazamientos acabarán siendo un problema. Y esa sí es una cuestión de «urgencia militar».

El general resopló, con un gesto impaciente de la mano.

—¡Ustedes los de West Point creen que las guerras son disputas caballerescas entre paladines! Capitán Cohen, escúcheme bien: los voluntarios de Texas y de tantos otros estados de la Unión constituyen una fuerza a la que nuestro cuerpo de ejército evidentemente no puede renunciar. Y si para tenerlos con nosotros debemos cerrar los ojos ante ciertos comportamientos poco acordes con la disciplina castrense, pues bien, por mi parte estoy dispuesto a cerrar ambos. Le dejo regresar a sus empeños de oficial.

Cohen, enfurecido, se cuadró de golpe, saludó y giró sobre sus talones.

Taylor lo vio alejarse sacudiendo la cabeza. Pero antes de que desapareciese de su vista, lo llamó:

—¡Capitán Cohen!

Él se paró y se dio la vuelta.

—Se ve que no ha participado en ninguna guerra contra los indios. Ahora sería menos escrupuloso. Yo, por ejemplo, he combatido a los seminolas. Y he aprendido que si salvas a un chiquillo, unos años más tarde estará listo para plantarte una flecha en la espalda.