¿Qué nos había empujado a aquella elección sin esperanza?

Después de Monterrey, era aún más difícil entender por qué nos encontrábamos allí, rumiando una derrota que habría podido ser una victoria. Nos sentíamos defraudados, burlados; en Monterrey habría podido comenzar la contraofensiva, si no hubiéramos cedido a un abominable chantaje y obedecido a las órdenes de un general cobarde.

¿Era quizá la índole de perdedores de todos nosotros, los irlandeses? Si hay una causa perdida, allí estamos, nos lanzamos de cabeza. Nacemos en una tierra de vencidos, mamamos rabia y rencor en la leche materna, crecemos en el odio hacia los invasores que nos fuerzan a una vida miserable, mientras ellos se enriquecen con el sudor de nuestra frente, abusos y humillaciones son el pan nuestro de cada día… Y mientras tanto rezamos a un Dios que parece estar de parte de nuestros enemigos, soñando con que un día dirigirá su mirada misericordiosa hacia isla Esmeralda.

Sabíamos desde el principio que nos habíamos unido a los destinados a una derrota inexorable. Los mexicanos no podían ganar. Si en cada batalla acometida hubiéramos derrotado a las tropas de Taylor y luego a las de Scott que estaba llegando con un segundo cuerpo de ejército, desde Washington habrían enviado nuevos contingentes, cada vez más numerosos, y nuevas cañoneras para reforzar el bloqueo naval. Y cuantos más matábamos, más aumentaban el odio y las ganas de venganza inflados por sus periódicos, por sus diputados, por predicadores y granujas de cualquier calaña. Y más mercenarios aún habrían corrido a alistarse en las milicias de voluntarios, atraídos por el botín de los saqueos que perpetraban por todas partes…

Quizá fue el común sentir de los hijos de un Dios distraído, o peor aún, indiferente. Pero seguramente no era suficiente compartir una religión, porque no es verdad que pasamos al otro lado sólo para rezar a quien y como nos pareciese a nosotros, y poder hacerlo libremente junto a ellos, los mexicanos. No se renuncia así a un futuro cercano como veteranos, que nos habría brindado la ciudadanía de la nación más potente del mundo. Nadie lo haría para obtener el reconocimiento del país más maltratado, humillado y pisoteado de las Américas. Sabíamos bien que aquella era una batalla perdida.

¿Y aun así? ¿Debería apelar innecesariamente al sentido del honor, a la decencia humana, al orgullo que te hace llevar a cabo las peores elecciones, las que conducen a la ruina? no, fue por sensibilidad. Fue por culpa de cómo habíamos crecido, con papas podridas y humillaciones, fue por culpa de aquella tierra verde e ingrata donde te alimentas de rebelión, y apenas te sostienes en pie ya te agachas a recoger una piedra para arrojársela a Goliat, donde las piernas te sirven para huir, para escapar de quien te dispara, y al final para escapar de todo, eternos exiliados dondequiera que llegamos. Desembarcamos de los barcos, de los veleros para ganado humano, llenos de esperanza en el Nuevo Mundo, convencidos de que trabajando duro como estábamos habituados a hacer nos ganaríamos un pedacito de espacio digno. No un pedazo de paraíso, o de tierra prometida, solamente un pequeño rincón de quietud, un techo bajo el cual sentirse satisfechos y contentos tras una jornada de trabajo, donde amar a una mujer y criar unos hijos, sin miedo a ver cómo te echan la puerta abajo al alba y tener que escoger entre mantener la cabeza alta y recibir un culatazo en la boca, o bajarla y no ser capaz de volver a mirar a tus hijos a los ojos. Poder caminar por las calles sin la tensión que produce el esperar que una patrulla te pare, te provoque y te encierre en una celda con el más fútil de los pretextos. Tantos sueños en la bodega de aquel navío, para más tarde descubrir que también allí, en el Nuevo Mundo, para nosotros los micks, como nos llamaban con desprecio —y cuando lo decían parecía que escupieran—, para nosotros, cabezas rojas y cabezas calientes no había lugar: son demasiados; sólo traen enfermedades; nos roban el trabajo y la tierra, y las casas de los barrios donde se amontonan como ratas; tienen demasiados hijos, y encima son… papistas. A mí, que no sabía ni siquiera cómo diabhal se llamaba el papa.

A fin de cuentas, era verdad que portábamos enfermedades. Todas las desdichas de la miseria, sarna, tuberculosis, tifus, marasmo; la desnutrición nos convertía en apestados y ellos nos consideraban pestilentes. Los irlandeses portan enfermedades. Dios maldiga cien veces a los irlandeses.

Y en el Ejército, peor aún. Castigos y celdas de castigo, latigazos, humillaciones. Pobre de ti si hablabas en gaélico; pobre de ti si te negabas a escuchar los sermones de los pastores puritanos; pobre de ti si hacías la señal de la cruz ante una iglesia mexicana mientras le prendían fuego… Y la imposibilidad de gozar de los mismos derechos que los anglos, que con nosotros se comportaban a la manera de sus semejantes, los soldados de ocupación ingleses en Irlanda. Cierto, me encontraba entre los pocos afortunados. Pero los galones de teniente los había obtenido tragando mierda en silencio, y en cualquier caso, fue antes de que se desencadenase la furia contra los mexicanos. Y más tarde, es verdad que muchos irlandeses habían mirado para otro lado, para no ver las violaciones, los campesinos utilizados para practicar el tiro al blanco, sus pobres casas incendiadas… Querían todo Texas para ellos, y con los mexicanos que vivían allí desde varias generaciones habían hecho como con los indios: o se marchan, o los matamos. Pero marcharse, ¿adónde? Para los indios no había escapatoria, ninguna tierra donde refugiarse. Los mexicanos, ciertamente, podían ponerse en marcha para un éxodo de semanas y meses, muriendo por las penurias en el camino, como los habitantes de Monterrey, porque la frontera más allá de la cual habrían estado a salvo se desplazaba cada vez más al sur, más al sur…

Muchos irlandeses se habían esforzado para no ver, y yo también lo he hecho, cómo no, y me avergüenzo. Muchos, sí, pero no todos. Y así habíamos comenzado a hablar entre nosotros. Y había madurado la decisión, la elección sin retorno. Desertores, renegados, traidores. Traidores ¿a qué nación y a qué bandera? a nosotros no nos habían dado ninguna posibilidad de sentirnos parte de una nación y de reconocernos en su bandera.

Los mexicanos… desde los primeros tiempos en Texas, cuando mi uniforme no les impedía leerme el corazón… y más tarde, una vez adoptado como hijo y hermano en las armas, los mexicanos, y más aún las mujeres mexicanas, me han tratado como si pusieran en práctica una vieja bendición irlandesa que mi madre daba a los viandantes acogidos en nuestra pobre casa: «Que la tierra se vaya haciendo camino ante tus pasos, que el viento sople siempre a tu espalda, que el sol brille calentándote el rostro, que la lluvia caiga suavemente sobre tus campos, y hasta que volvamos a encontrarnos, que Dios te lleve en la palma de su mano».

En estas tierras y entre estas gentes, había encontrado mi patria. Allá arriba no valía la pena vivir. Aquí abajo, incluso morir valía la pena.