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EL EJERCITO DE ESPECTROS

La retirada hacia San Luis Potosí diezmaría las filas del ejército mexicano incluso más que la batalla de Angostura. Durante varios días los soldados no hallaron ni agua potable ni comida, y para no morir de sed bebían de los raros charcos que encontraban. El 26 de febrero llegaron a la localidad de El Salado. Un nombre no casual, ya que la escasa agua disponible era salina. Muy pronto la disentería comenzó a causar víctimas. Las infecciones intestinales agravaban las condiciones ya precarias de hombres profundamente exhaustos por el cansancio y el hambre. Un oficial escribió en el diario: «El ejército parecía formado por cadáveres. Muchos de ellos tenían la piel pegada a los huesos, y los rostros, contraídos por el agotamiento, mostraban los dientes haciéndoles parecer calaveras. Una sonrisa involuntaria que provocaba terror».

Cuando llegaron a Matehuala, la primera población a lo largo del extenuante camino, no encontraron suficientes víveres para alimentarse, pero al menos el agua no faltaba. Se quedaron un par de días a descansar, luego retomaron la marcha. Entraron en San Luis Potosí el 9 de marzo, acogidos generosamente por sus habitantes. Muchos civiles lloraban viendo cómo estaba de maltrecho el ejército que habría de conjurar la invasión, el mismo que habían despedido con entusiasmo cuando partieron desde aquellas mismas calles y plazas. Los soldados eran infinitamente menos respecto a los que habían dejado la ciudad el 27 de enero entre redobles de tambores y toques de trompeta, banderas al viento y fusiles a la espalda. Los habitantes de San Luis Potosí veían desfilar una larga columna de hombres demacrados y silenciosos, con los uniformes hechos jirones y la expresión afligida. Entre muertos y desaparecidos, faltaban al reencuentro casi diez mil.

El general Santa Anna mientras tanto mandaba despachos a Ciudad de México proclamando la victoria en la batalla de Angostura. Pero de la capital llegaban mensajeros con noticias confusas, parecía que hubiese habido una sublevación contra el Gobierno por parte de políticos y militares no identificados, justo ahora que Santa Anna se había unido a los moderados y soñaba con volver al poder. Las informaciones en aquel tiempo se propagaban con lentitud, y encomendadas a los correos a caballo debían superar dificultades de todo tipo, con el resultado de que a lo largo del camino se hacían confusas y a menudo contradictorias. En la capital federal no había en curso ningún golpe de Estado, pero Santa Anna decidió ir a comprobarlo en persona. Llevó consigo lo que quedaba del regimiento de húsares y partió. Le seguían también tres piezas de artillería: eran los cañones estadounidenses que los del San Patricio habían arrebatado al enemigo y que, junto a la bandera del 4.º Regimiento de Artillería, quería usar como demostración del propio triunfo en el campo de batalla.

Quizá se esperaba una acogida festiva, un baño de multitudes aclamantes… Ciudad de México lo ignoró completamente, demostrándole todo el desprecio que merecía. Santa Anna no se descorazonó, a fin de cuentas el pueblo ya lo había recibido a escupitajos e insultos en Veracruz. Él apuntaba directamente a la cabeza de la nación. Los políticos que lo recibieron en palacio parecía que hubieran creído sus alardes, mientras la ciudad era sacudida por revueltas y hasta la Guardia Nacional rechazaba defender las «instituciones».

El colmo de aquella situación caótica fue un detalle fundamental que se le había escapado a Santa Anna. La revuelta de algunos sectores militares capitaneados por el general De la Peña Barragán aspiraba a nombrarle jefe del Gobierno, destituyendo al presidente Valentín Gómez Farías. Sin pensarlo, Santa Anna había ofrecido al Gobierno su apoyo, amenazando con convocar en Ciudad de México a las tropas que quedaban en el norte; más tarde, cuando la rebelión perdió fuerza y la Guardia Nacional se decidió a intervenir, los diputados moderados ofrecieron precisamente a Santa Anna que asumiera los poderes y devolviera la paz a la capital. Improvisándose una vez más como salvador de la patria, Santa Anna aceptó la presidencia y continuó como comandante en jefe del Ejército, burlándose de unos y otros. Y para granjearse al clero, derogó la reciente ley dispuesta por el predecesor Gómez Farías, que preveía la imposición de grandes impuestos a la Iglesia —poseedora entonces de inmensas riquezas y propiedades— para financiar el esfuerzo bélico contra la invasión. Llegados a aquel punto, Santa Anna gozaba de los favores de las jerarquías eclesiásticas, mientras su ejército de desesperados continuaba mal armado y vestido con harapos.

Al mismo tiempo, el general Winfield Scott asediaba Veracruz con una imponente flota de guerra y diez mil hombres. El 22 de marzo de 1847 las cañoneras abrieron fuego sobre la ciudad —joya de la arquitectura colonial, lo que la hacía parecerse a La Habana en muchos aspectos— y durante cinco días y cinco noches cayeron sobre la ciudad hasta seis mil setecientas bombas, mil trescientas cuarenta cada veinticuatro horas. Los cónsules de varias naciones intentaron inútilmente parlamentar. El general Scott fue inflexible: mientras en Veracruz subsistiera cualquier foco de resistencia no haría desembarcar a las tropas. Más de mil civiles murieron, y un ciudadano estadounidense que residía allí dejó este testimonio: «No olvidaré jamás el horrendo fuego de nuestra artillería de marina. Las bombas explotaban con precisión aterradora sobre las casas, reventándolas. Era terrible. Todavía me estremezco cuando lo recuerdo».

Cuando ni un solo mosquete podía disparar siquiera un tiro contra los atacantes, el general Scott ordenó el desembarco. Fue el desembarco más imponente por medios y número de hombres hasta la fecha, un triste récord que sería superado sólo por el desembarco en Normandía durante la Segunda Guerra Mundial. Otra infame primacía: fue la primera ciudad reducida a escombros por un bombardeo.

Pero ni siquiera así Scott pudo brindar por su clamoroso éxito. Los habitantes de Veracruz arrojaban de todo, muebles incluidos, desde las ventanas y balcones de los edificios aún en pie, y algún temerario osó incluso agredir a los infantes de marina a golpe de machete. Tampoco faltaron los tiroteos de parte de quien conservaba un arma en casa. Los veracruzanos arruinaron el desfile que Scott había imaginado, entre fanfarrias y banderas de regimientos. El general sintió un odio irritado hacia los mexicanos: ¿pero cómo?, ¿él llevaba la democracia y el progreso, y estos le lanzaban flores desde las ventanas, con la maceta incluida?

Fue sólo el principio, porque pronto se formaron grupos de guerrilleros que empezaron a atacar a las tropas estadounidenses durante la marcha o apenas se paraban a descansar y montaban un campamento. En represalia, Scott cerró los ojos ante los innombrables abusos que sus hombres cometían con los civiles: casas saqueadas e incendiadas —como también las iglesias donde se refugiaban los campesinos—, violaciones y matanzas; en resumen, el guion ya visto con los milicianos voluntarios que seguían a Taylor. Pero con el agravante de que las que estaban a las órdenes de Scott eran tropas regulares, entre las cuales se encontraba el Cuerpo de Marines, entonces en los albores de una larga historia en la cual se «cubriría de gloria». y también de otras cosas…

Fueron de tal calibre las atrocidades cometidas en la ciudad de Veracruz y en todo el estado, que surgieron comités contra la guerra tanto en Estados Unidos como en Europa. Esta vez los cónsules y los ciudadanos extranjeros presentes habían enviado a los respectivos países relatos detallados de aquella matanza, a fin de cuentas, se trataba del principal puerto del golfo de México para el comercio y los intercambios. Con el «acostumbrado» Henry David Thoreau, que se hizo arrestar por enésima vez a causa de sus vehementes protestas. En Nueva York y Boston cobró fuerza la American Peace Society. Su revista, Advocate of Peace, se dedicó frenéticamente a publicar minuciosos reportajes acerca de las atrocidades y las masacres de civiles cometidas por las tropas en México, exhortando a los jóvenes estadounidenses a no alistarse. Se sumaron a las protestas algunos diputados y senadores, más algún esporádico intelectual, verdaderos valientes, porque de hecho, juntándolos a todos, constituían una ínfima minoría que se arriesgó a ser linchada, y no sólo con palabras.

La mayoría de ciudadanos descubría la fuerte emoción del patriotismo —que antes de 1846 era un término abstracto, carente de implicaciones emotivas—, incitando a los propios good boys a golpear duro. Por primera vez desde su constitución, los Estados Unidos de América tenían un enemigo externo al cual maldecir y masacrar. Hasta entonces habían tenido las llamadas «guerras indias», después de todo, una limpieza en casa, que «desgraciadamente» desembocó en un genocidio con la finalidad incluso demasiado pragmática de sanear territorios para poder disfrutarlos en paz (paz eterna, para los indios); pero ahora se trataba de sostener a las tropas en un país plagado de trampas y poblado por gentes crueles e inmorales que violaban el precepto de la Biblia según el cual las tierras dejadas sin cultivar son un crimen contra Dios… ¡y pensar que en los Estados Unidos había tantas buenas personas voluntariosas dispuestas a cultivarlas, las propias y también las de los otros, en caso necesario!

En aquel periodo proliferaban los periódicos, nacían continuamente, y todos hostigaban a la opinión pública contra los mexicanos, exhortando a apoyar el esfuerzo bélico; además, había apenas comenzado la era del telégrafo. La primera transmisión de señales había sido llevada a cabo el 24 de mayo de 1844 entre Washington y Baltimore, y en menos que canta un gallo se estaba propagando por todas las ciudades, difundiendo noticias de batallas y empresas heroicas. Voces relevantes se alzaban por la sagrada misión. Hasta Walt Whitman, ilustre poeta del «¡Oh, capitán! ¡Mi capitán!», perdió la cabeza por los capitanes de las tropas invasoras.

«Qué miserable e incompetente es México, con sus supersticiones, su libertad de pacotilla, su tiranía de pocos sobre muchos; ¿qué tiene que ver México con la gran misión de repoblar el nuevo mundo con una noble raza? ¡Hagamos nuestro el logro de tal misión!»

Y la «noble raza» se empeñó con ahínco en repoblar el nuevo mundo: el número de mujeres y muchachas (y niñas) embarazadas por los violadores es incalculable. Obviamente, refiriéndonos a las que no eran degolladas inmediatamente, pues ésta era una práctica usada sólo por ciertos voluntarios de las milicias, principalmente tejanas y neoyorquinas —los más crueles, según cuentan los historiadores mexicanos—, mientras todos los demás las dejaban con vida, después de que un pelotón entero se hubiese solazado con ellas.

Sin embargo, como hemos podido constatar hasta este punto de nuestra historia, no todos los invasores eran feroces y sanguinarios por igual. Baste el dato de hasta nueve mil desertores registrado al inicio de marzo de 1847: muchos de ellos estaban asqueados, incluso horrorizados, por semejantes comportamientos, y no pudiendo impedirlos, esperaban la ocasión propicia para dejar el campamento y dirigirse a otro lugar, inventándose una nueva vida en zonas perdidas y lejanas de los campos de batalla; algunos se alistaron en el Batallón de San Patricio. Y no hay que olvidar el caso de doce ciudadanos estadounidenses que, al término de las hostilidades, en lugar de unirse a los vencedores triunfantes pidieron asilo político al cónsul británico de la capital. Sí, había una parte noble, en aquella subespecie de raza ensalzada por un exaltado Whitman, pero fue obstinadamente ignorada y silenciada.

Los ecos debieron llegar fuertes hasta Santa Anna, que hacía imprimir octavillas y manifiestos para difundir en las zonas bajo el control de los invasores, en los cuales exhortaba a «los hijos de Irlanda» a unirse a la causa mexicana, llenándose la boca con palabras como «religión» y «honor». John Riley, que había recibido el grado de mayor, hizo a su vez una apelación a los «compañeros y compatriotas» —citado en la «campaña de propaganda» promovida por Santa Anna— para que no continuasen combatiendo en el ejército de una nación que había pisoteado los valores más sagrados y los ideales de libertad.

Las tropas de Scott avanzaban siguiendo el mismo recorrido que Hernán Cortés cuando conquistó Tenochtitlán —la capital de los aztecas, también conocidos como mexicas— que se convertiría en Ciudad de México. Muy pronto el general tuvo que afrontar dificultades que no había tenido en consideración. Además de los continuos ataques de civiles armados, el calor sofocante de Veracruz hacía arduo avanzar con rapidez, y los mosquitos se mostraban letales aliados de la resistencia… Los casos de fiebre amarilla, conocida también como el «vómito negro», aumentaban día a día, y Scott no veía la hora de alcanzar los altiplanos del estado de Puebla para refrescarse un poco, a la espera de dirigirse a la capital federal. Mientras tanto, Santa Anna convencía a la Iglesia para que se sumase a la santa cruzada contra los protestantes —todo valía en la hazaña, incluso convertirla en una guerra de religiones— , obteniendo un préstamo de dos millones de dólares (cifra espectacular para la época), que utilizaría para pagar a los traficantes de armas que desde Guatemala sorteaban el bloqueo de las cañoneras estadounidenses en todos los puertos mexicanos. Póngase atención: un préstamo, no una pía ofrenda, que en el futuro endeudaría aún más al Estado mexicano que ya debía mucho a los gobiernos extranjeros.

Santa Anna movilizó a los «pobres desgraciados» desde San Luis Potosí, y reclutó otros hombres, juntando así el enésimo ejército maltrecho para enfrentarse a los invasores provenientes del este. El Batallón de San Patricio, a aquellas alturas numeroso como un regimiento, marchaba siempre en primera línea. Y al sudeste de Jalapa, capital administrativa de Veracruz y además, ciudad natal de Santa Anna, entablaría combate con la vanguardia de Scott al mando del general Twiggs, en la localidad de Cerro Gordo.