11

UNA COLADA VOLCÁNICA DE ERRORES

Los dos ejércitos, el de Taylor al norte y el de Scott al este, recibían continuamente refuerzos y armamento por tierra y por mar. Old Zack tragaba quina sabiendo que el rival Scott estaba avanzando sobre Ciudad de México mientras él conquistaba las ciudades de la zona septentrional, inmensa y predominantemente desértica. No teniendo que enfrentarse a un ejército, llevaba las de ganar frente a las guarniciones locales que, de todos modos, no se lo pusieron fácil. Sólo para ocupar Chihuahua tuvo que afrontar y derrotar a los mexicanos en dos batallas, Bracitos y Sacramento. Las unidades regulares eran exiguas, pero se les unían las milicias de civiles resueltas a defender el territorio sin rendirse. Una resistencia tan heroica como vana: el eco de aquellas empresas desesperadas llegaba a duras penas a los palacios de Ciudad de México, donde se preocupaban exclusivamente de cuánto avanzaban las tropas desembarcadas en Veracruz. Considerada la verdadera finalidad de la guerra —apoderarse de todos los estados que iban desde California hasta Texas—, el empeño de Scott resultaba inútil: se había formado un tercer ejército invasor. El del oeste, que ocupaba una tras otra las ciudades estratégicas de Nuevo México y de California, desde Santa Fe a Los Ángeles y San Diego. La conquista de California pareció una conquista fácil al principio, entre otras razones por la predisposición de los ricos terratenientes a acoger el «progreso civilizador» de los nuevos colonizadores. Pero muy pronto las poblaciones locales sufrirían tantos y tan graves abusos que se sublevaron contra unos y otros: las guerrillas que se formaban espontáneamente disparaban tanto a los dueños de las haciendas como a los militares estadounidenses. Se necesitarían varios años antes de «pacificar» los territorios conquistados, matando a los rebeldes y haciendo tierra quemada de los pueblos que les ofrecían apoyo y refugio.

Mientras, Santa Anna juntaba otro ejército remendado y desmoralizado —casi doce mil hombres, en su mayoría bisoños, reclutas sin experiencia— para hacer frente a las tropas de Scott en el estado de Veracruz. El único aliado capaz de frenar el avance era la insoportable mezcla de amebas y mosquitos, y las consecuentes disenterías y fiebres maláricas. En los campamentos norteamericanos los enfermos se multiplicaban, con la creciente preocupación de Scott; pero puntualmente llegaban reemplazos al puerto de Veracruz, donde las naves de transporte zarpaban cargadas de enfermos de mayor o menor gravedad. El balance de todo el conflicto confirmaría la «potencia bélica» de los mosquitos mexicanos y de los microbios intestinales —portadores de la temida «maldición de Moctezuma»— en los territorios tropicales del golfo. De los trece mil muertos en las filas estadounidenses, apenas una quinta parte había caído en combate.

En las intenciones declaradas del Generalísimo había una vaga estrategia: posicionarse a tiempo en el estrecho paso rocoso de Cerro Gordo para clavar al enemigo en una especie de Termópilas mexicanas, impidiendo el acceso a Jalapa, punto estratégico por las carreteras que llevaban a Ciudad de México. Era el terreno más adverso que se pudiera imaginar para una batalla de mitad del mil ochocientos según los esquemas de la época: la llanura era demasiado estrecha para maniobrar con infantería y artillería, y estaba dominada por dos escarpadas alturas, La Atalaya y Cerro Gordo, también llamado El Telégrafo. Además, por el lado izquierdo se extendía un pedregal, prácticamente los restos de un apocalíptico río de lava lleno de peñascos irregulares, recorrido por fisuras y quebradas. En el comando avanzado de las tropas mexicanas estaba el general Valentín Canalizo, que envió al teniente coronel del Cuerpo de Ingenieros gastadores Manuel Robles a efectuar un minucioso reconocimiento del territorio. Robles regresó desconsolado: según él, el desfiladero podría llegar a detener al enemigo que se dirigía a Jalapa, pero a la larga no sería defendible porque se prestaba a un movimiento de tenaza de los atacantes; además, no había manera de abastecerse de agua, y en caso de combates prolongados se encontrarían una vez más muriendo de sed. Aconsejaba vivamente emprender la batalla en Corral Falso, zona de colinas poco distante, donde la caballería mexicana podría cargar en campo abierto. Santa Anna no se atuvo a razones. Ordenó a Canalizo que tomase posición en Cerro Gordo. Robles, enfurecido, presentó al Estado Mayor una protesta por escrito para ratificar su absoluto desacuerdo con aquella decisión insensata. Santa Anna se burló de él hablando con Canalizo: ¿cómo podría el enemigo sorprenderlos por la espalda si defendía sus posiciones aquel infranqueable pedregal, que ni siquiera los pájaros osaban sobrevolar? Figurémonos si caballos y hombres serían capaces de atravesarlo… El general Canalizo, para satisfacer las convicciones de su excelencia, mandó una escuadra de dragones a explorar aquel infierno de lava petrificada. La escuadra regresó al campamento con dos hombres y dos caballos menos. Habían caído por un precipicio mientras intentaban localizar un paso. Santa Anna miró a Canalizo alargando los brazos: «¿Ha visto? El pedregal es inaccesible». Para demostrarlo, había tenido que sacrificar dos bípedos y dos cuadrúpedos, pero había valido la pena. Robles podía irse al diablo.

La vanguardia de los invasores alcanzó el paso el 11 de abril de 1847, casi siete mil hombres al mando del general David Twiggs, más tres mil en la retaguardia con Scott. Los mexicanos ya se habían apostado en las alturas, y Twiggs comunicó a Scott que, a su pesar, no veía otra elección más que atacar frontalmente a las tropas desplegadas en posición de defensa. Scott aconsejó no tener prisa… y la noche entre el 16 y el 17 de abril, el capitán Robert Lee, al mando de una partida de exploradores, se aventuró entre las rocas volcánicas. Al alba, regresó afirmando triunfante que era posible seguir un camino y rodear las filas mexicanas para atacarlas lateralmente y por la retaguardia.

En aquella coyuntura ocurrió un hecho que habría podido dar un vuelco al destino de la contienda. Un irlandés, el enésimo, consiguió desertar y llegar a la primera línea de la infantería mexicana. Lo condujeron inmediatamente al comandante supremo. Santa Anna lo escuchó entre distraído e importunado.

El soldado irlandés estaba explicando que los norteamericanos habían descubierto un paso en el pedregal. El Generalísimo asintió con aire paternal: «Está bien, soldado, México te estará muy agradecido… y ahora, den de comer a este valiente y háganlo descansar». Como si dijera: quítenmelo de encima. El irlandés se marchó visiblemente decepcionado y abatido. Había arriesgado la piel para nada.

El Batallón de San Patricio llegó al teatro de las operaciones en último lugar. La marcha desde San Luis Potosí había debilitado incluso a los hombres acostumbrados a cualquier adversidad. Para Riley no estaba claro si Santa Anna los quería o no a su lado. La orden de dejar el campamento del norte era confusa: hablaba de marchar hacia Ciudad de México a la espera de nuevas disposiciones, pero una vez llegados a Guanajuato habían sabido que el contingente local se había dirigido a Jalapa, donde Santa Anna pensaba impedir el avance del enemigo. Riley reunió a sus hombres, y la decisión se tomó entre todos: no podían eludir el combate, y de todos modos, no sabían qué situación se encontrarían en la capital. Las voces de motines e intrigas de poder les convencieron para preferir el campo de batalla.

Los del San Patricio no iban acompañados de cañones, sus piezas habían sido transportadas por las unidades de Santa Anna semanas atrás, y se resignaron a batirse como infantería de primera línea. Riley detectó inmediatamente la vulnerabilidad del flanco izquierdo y la dificultad para maniobrar las piezas de artillería que, una vez posicionadas, habrían resultado imposibles de mover en un terreno tan accidentado. También a él el Estado Mayor le dijo que el pedregal era infranqueable por el flanco izquierdo. La única ventaja era el control de las dos alturas, aunque para Riley serviría de poco, considerando el corto alcance de la artillería mexicana. El desertor irlandés se unió a ellos, y cuando Riley escuchó su relato, ordenó inmediatamente al batallón que tomase posición al este del pedregal para afrontar un ataque por aquel flanco. Aunque era demasiado tarde, su decisión evitaría la derrota total.

Al alba del 18 de abril, la artillería estadounidense abrió una densa cortina de fuego, mientras una parte de la infantería al mando del general Gideon Pillow atacaba frontalmente la línea defensiva mexicana. En aquellas circunstancias ocurrió un hecho que generaría la ilusión de derrotar a los atacantes. El coronel William Harney, desobedeciendo las órdenes de Scott y, por tanto, también las de Pillow, comandó una carga de caballería que se topó con el despliegue de la infantería mexicana en el punto en el que estaban apostados los dos mejores batallones de veteranos: San Patricio y San Blas. Bajo el fuego letal de fusilería de las unidades más disciplinadas y motivadas de la primera línea, los dragones de Harney fueron masacrados y el propio coronel tuvo que darse a la fuga precipitadamente para evitar acabar muerto. No eran nuevas sus bravuconadas, su afán por lucirse iba de la mano de su odio visceral hacia los mexicanos, el mismo que había albergado por los indios y por los esclavos negros. Su historia personal estaba plagada de episodios de violencia despiadada contra personas indefensas, pero esta vez había encontrado en su camino soldados capaces de infligirle una dura lección. El coronel Harney, de todos modos, prestaba siempre atención a no exponerse al fuego y cabalgaba varias filas atrás respecto a la primera línea. Su comportamiento le había costado innumerables informes y delaciones a la corte marcial, pero gozaba de una «recomendación» de primera categoría: pupilo del expresidente Andrew Jackson —se había distinguido por haber encubierto las matanzas indiscriminadas de indios—, Harney seguía siendo protegido por el nuevo presidente Polk, exponente del mismo partido.

La derrota sufrida por la caballería no cambiaría la suerte de la batalla de Cerro Gordo, porque durante la noche un grueso del contingente de las tropas estadounidenses había superado quebradas y precipicios siguiendo la escuadra de exploradores del capitán Lee, y en el culmen de los combates irrumpió por el flanco izquierdo provocando el caos en la retaguardia. A pesar de la valiente resistencia del San Patricio, en aquel sector no había tropas veteranas para apoyarlos, y el San Blas había sido desplazado al centro. Centenares de reclutas comenzaron a retroceder justo en el momento en que las tropas de Pillow sufrían graves pérdidas y el Estado Mayor mexicano comenzaba a cantar victoria. Con repetidos asaltos a la bayoneta, los estadounidenses tomaron también las dos alturas. A pesar de que allá arriba los soldados mexicanos habían acometido una lucha a muerte, tuvieron que retirarse. No sólo por los disparos certeros de la artillería, sino sobre todo por el devastador bombardeo de cohetes —por primera vez, hicieron su aparición en la guerra los ingenios ideados por el inglés William Congreve, aquí en su versión más letal, perfeccionada por William Hale—. No tenían un gran alcance, pero llovían a centenares sobre las cimas de Cerro Gordo y de Atalaya explotando con efecto de granada y lanzando a su alrededor esquirlas y munición. Diezmados, los defensores cedieron al final al ímpetu de los atacantes. Y a partir de ese momento, se dio la desbandada.

El general Santa Anna subió a su carroza y huyó precipitadamente con la escolta, perseguido por un diluvio de proyectiles y explosiones. Se salvó gracias a los del San Patricio, que cubrieron la retirada sin romper filas, y a la tardía entrada en escena de la Brigada Arteaga, que habría debido tomar parte en la batalla pero que se había retrasado a causa de una marcha más accidentada de lo previsto. En aquellos momentos, Santa Anna estaba comiendo un pollo asado y se había desatado la pierna de madera. Cargado a toda prisa en la carroza por los hombres de su guardia personal, no había logrado recuperarla. Unos voluntarios de Illinois encontraron la prótesis y la tomaron como trofeo de guerra. Con el paso de los años, acabaría en el museo de Springfield, donde aún hoy continúa expuesta.

Los mexicanos dejaron sobre el terreno más de mil caídos, y tres mil fueron hechos prisioneros. En las filas estadounidenses se contabilizaron casi cuatrocientas pérdidas.