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EN EL TEMPLO DEL DIOS DE LA GUERRA

Churubusco era el nombre de un pequeño río que discurría a poca distancia del convento al que había dado nombre. Todos lo llamaban así aunque estaba dedicado a Nuestra Señora de los Ángeles y comprendía la iglesia de San Mateo. Se trataba de la enésima distorsión legada por los conquistadores españoles, en este caso bastante fantasiosa puesto que en origen, para los aztecas, había sido Huitzilopochco, «lugar del templo de Huitzilopochtli», dios de la Guerra y del Sol.

La mañana del 20 de agosto de 1847, los campos de maíz de alrededor eran un hervidero de soldados y civiles que, escapando hacia la capital, dificultaban el paso de carros y afustes de artillería. Durante la noche, Santa Anna había ordenado al general Pérez tomar posición con dos mil hombres de infantería y algún cañón sobre el puente por el que las tropas estadounidenses habrían de pasar a la fuerza. Usando las márgenes como parapetos, los soldados mexicanos se preparaban para frenar el avance, que después de Padierna se había convertido en una marcha de pelotones dispersos que disparaban por la espalda a los vencidos del general Valencia en fuga. Mientras, los generales Pedro María Anaya y Manuel Rincón disponían de casi mil doscientos hombres para defender el convento, abandonado deprisa y corriendo por los curas. Se trataba en su mayoría de voluntarios que se habían alistado en la Guardia Nacional formando dos batallones, Bravos e Independencia. Scott, animado por la victoria de Padierna, se disponía a desencadenar el ataque al último reducto mexicano con casi nueve mil hombres.

El comportamiento de Santa Anna daba a entender que quería tener a su lado a las mejores tropas, confiando la defensa de Churubusco a estudiantes, artesanos, empleados estatales y muchos jovencísimos hijos del pueblo llegados a los cuarteles pocos días antes, gente que a duras penas había aprendido a cargar un fusil y a apuntar a un blanco contra un muro. Como si diese por perdida aquella batalla, sacrificando a los menos expertos de los suyos. En cambio, en aquel desesperado intento para bloquear a los invasores se jugaba la toma de Ciudad de México. Tal vez, más allá de sus cálculos, Santa Anna se preparaba simplemente para un tratado de paz, convencido de que no había nada que salvar salvo su propio futuro político; de hecho, en aquel momento se encontraba tres kilómetros más al norte. Los únicos veteranos que se alinearon con aquellos hombres y muchachos destinados a ser carne de cañón fueron los del San Patricio. Para el Generalísimo estaba bien así: civiles armados y extranjeros, mezclados con exiguas tropas de línea y algún soldado de Valencia que había mantenido a la espalda su mosquete en lugar de dispersarse por los campos fangosos.

Aún no había despuntado el sol, cuando John Riley y los suyos ya habían coordinado los febriles trabajos de fortificación del puente y excavado trincheras a lo largo de las márgenes del río Churubusco, junto a los dos mil soldados comandados por el general Pérez. Había seis piezas de artillería; los irlandeses las colocaron de modo que cubriesen el frente y los flancos. Se alinearon una vez pasado el puente, con el curso del río a la espalda, más allá del cual los voluntarios habían excavado hoyos y fosos usando la tierra movida como parapeto desde el cual disparar. El Batallón de San Patricio comprendía dos compañías, poco más de doscientos hombres en total.

A las siete de la mañana asomó la vanguardia del general Worth. Salían de entre los árboles, avanzaban con cautela mientras los oficiales observaban con los catalejos el convento y el río. Worth fue informado de que los mexicanos habían establecido una cabeza de puente en Churubusco y disponían de cañones, aunque desde allá abajo era imposible saber cuántas fuerzas habían reunido. Despliegue de combate: un primer regimiento de infantería se puso en marcha, fusiles encarados. Un segundo regimiento lo seguía a corta distancia. Afustes tirados por caballos recorrían veloces los flancos, las baterías del 3er Regimiento de Artillería tomaron posición a la izquierda, el segundo a la derecha; los comandaba el coronel Duncan. John Riley ordenaba, recomendaba, suplicaba a los voluntarios que no disparasen hasta que los enemigos estuviesen a pocos metros. Sabía que su mira era pésima; sabía que sus mosquetes tenían un alcance corto.

El sol iluminó la llanura creando un fuerte contraste con las grandes nubes negras que se habían hecho jirones. La estación de las lluvias había convertido las milpas, los campos de maíz, en lodazales que frenaban el avance del enemigo. Huitzilopochtli estaba intentando echar una mano a sus desventurados hijos.

—Mejor así, cuanto más inundado esté el terreno, más difícil les resultará echarnos la caballería encima —dijo Patrick Dalton.

Riley no respondió, estaba mirando fijamente algo situado a un centenar de metros por delante de sus posiciones, entre dos campos de cultivo bordeados por agaves gigantes, prácticamente en el centro de la pista de tierra por la que llegaban a paso de marcha dos columnas de voluntarios: los fusileros de Carolina del Sur y de Nueva York armados con carabinas Kentucky, con las que abrirían fuego de allí a pocos minutos, mucho antes de estar al alcance de los viejos Brown Bess del San Patricio.

Siguió escrutando; parecían dos carros…

Téigh ag an diabhal —exclamó James Kelley—. Tienen toda la pinta de ser nuestras municiones de reserva.

Y pasó el catalejo a Riley. Sí, eran dos carros militares. En la confusión de la noche, entre civiles y frailes que huían de Churubusco y el ir y venir de soldados y provisiones para el convento fortificado, algún estúpido los había dejado empantanados allí.

—Si parto con ocho caballos conseguiré engancharlos y traerlos aquí —dijo Paddy.

—Olvídalo; serían miles afinando su puntería y ni siquiera llegarías a rozarlos —respondió categórico Riley.

En aquel momento retumbaron salvas de artillería, una tras otra en rápida sucesión. Las balas de grueso calibre surcaron el aire emitiendo un rugido sordo y prolongado; luego, las explosiones levantaron erupciones de tierra y fango en la llanura que los separaba de los carros. Sólo un par cayeron cerca del puente, sin causar daños. Cuando el viento dispersó el humo, detrás de aquellos dos malditos carros había un hormiguero de uniformes azules. Partieron las primeras descargas de fusilería.

—¡Agachénse! —gritó Riley.

Las balas de los Kentucky llovieron sobre las líneas defensivas como una granizada. Alguna rebotó en el bronce de los cañones mientras la piedra vieja del puente se resquebrajaba despidiendo chispas; pocas alcanzaron el blanco. Un joven soldado mexicano que había asomado por el parapeto se desplomó hacia atrás con la cabeza partida en dos. No transcurrió ni siquiera un minuto cuando llegó una segunda descarga, más intensa que la primera: eran los Springfield de la infantería regular.

—¡No disparen! ¡Manténganse a cubierto! —continuaba desgañitándose Riley, con los otros irlandeses que se prodigaban en contener a los jóvenes reclutas del general Pérez—. ¡Fuego de artillería al caer! ¡A los fosos!

La andanada barrió esta vez los terraplenes y las deflagraciones sacudieron el terreno ante ellos. Eran rápidos desplazando las piezas, pensó Riley. Se quitó el barro de la cara y volvió a salir de la zanja para hacer la señal a Kelley y Dalton de que corriesen hasta las baterías.

Lograron hacer coincidir el centro de los dos carros, luego tuvieron que echarse a tierra antes de que otra descarga de fusilería les agarrara de enfilada. Hubo algunos muertos y heridos entre los del San Patricio, pero inmediatamente después se precipitaron con los botafuegos encendidos sobre las espoletas, y los cañones mexicanos respondieron. Uno de los dos carros fue alcanzado de lleno e hizo explotar el otro también. Una inmensa erupción de fuego, seguida de una nube gris, y todos los soldados que se habían apostado detrás y alrededor acabaron descuartizados. Por si fuera poco, habían colocado una batería de cohetes justo allí, sin darse cuenta de lo que contenían aquellos dos carros. Más explosiones en cadena, con estelas blancas hacia el cielo en todas direcciones.

—Buena jugada, mayor Riley —lo felicitó el general Pérez.

Los gritos de júbilo duraron poco. Toda la división de Worth avanzaba a paso de carga y gritaban como posesos.Detrás, se estaba alineando también la de Twiggs, preparada para entrar en combate.

—Madre Santa —murmuró un soldado mexicano con manos callosas de campesino—, ¡eran menos las langostas que nos invadieron el año pasado!

Riley y los suyos cargaron las piezas con destreza y rapidez, y la segunda salva abrió una brecha en las primeras filas de los atacantes.

En el frente opuesto, el general Scott había llegado al teatro de las operaciones con la retaguardia de Twiggs y ahora observaba la escena acompañado por su Estado Mayor.

—Tienen sólo seis cañones viejos y nos están haciendo esto— masculló cerrando de golpe el catalejo telescópico.

—¿De dónde salieron esos malditos artilleros mexicanos?

—Son irlandeses, señor.

Scott se giró para ver quién había hablado.

—Ah, capitán Cohen… ¿quiere decir que se trata aún de aquellos desertores bastardos? ¿Pero no habíamos acabado con todos ellos entre Buena Vista y Cerro Gordo?

—No con todos, por lo que parece.

El comandante en jefe del ejército invasor miró de reojo al capitán Cohen.

—Me han informado de que usted conocía a algunos.

—Conozco a quien está al mando: John Riley. Uno de los mejores oficiales de artillería que hayamos tenido en nuestro ejército.

Scott escupió un grumo de tabaco masticado y volvió a clavar sus ojos en los de Cohen.

—Si era un gran oficial, ¿por qué diablos se ha pasado al bando de ese payaso de Santa Anna? ¿Qué le habrá prometido a cambio? ¿Señoritas y pesos de oro?

Los otros oficiales rieron. Cohen permaneció muy serio:

—Dudo que haya sido atraído por Santa Anna o por recompensas, Riley no es un mercenario.

—Riley es un traidor, y acabará como merece —cortó en seco el general.

Luego, dio instrucciones a Twiggs:

—Haga avanzar a su división por el flanco sur. Mientras las tropas de Worth atacan el centro usted rodee aquella especie de fortaleza y espere mis órdenes. Ahora tenemos que tomar ese puente.

La infantería de Worth estaba ya a pocos metros del puente y de los parapetos situados a lo largo del río. Oficiales mexicanos e irlandeses seguían conteniendo a los soldados, que estaban comenzando a perder los nervios. Cuando los gritos de los asaltantes se hicieron ensordecedores, Pérez y Riley alzaron y bajaron los sables de golpe. Un millar de mosquetes dispararon al unísono, cubriendo de humo toda la línea de combate. Los cañones del San Patricio, cargados de metralla, vomitaron municiones, clavos y grava. Entre la niebla de pólvora los gritos habían pasado de la exaltación al dolor. Aún no se había despejado la cortina de humo, cuando la segunda fila abrió fuego. Las dos compañías del San Patricio actuaban con impecable sincronía: se alternaban entre quien apuntaba y quien, inmediatamente a sus espaldas, recargaba manteniéndose a cubierto; una fila abría fuego, retrocedía, otra tomaba su puesto, y así una y otra vez, hasta que el frente de ataque disgregado cedió y los estadounidenses se retiraron desordenadamente. De inmediato, los artilleros cargaron balas explosivas e hicieron de nuevo estragos entre el grueso de los fugitivos.

Scott observaba atónito. El general Worth llegó jadeante, tiró bruscamente las riendas del caballo y dijo:

—La resistencia defensiva es mayor de lo que pensaba.

—Deje usted de pensar y lleve a sus hombres hasta aquel jodido puente —fue la orden seca de Scott.

El general Worth saludó y partió de nuevo, mascullando maldiciones entre dientes.

Scott se dirigió a un ordenanza:

—Diga al general Twiggs que se una a las tropas de Worth; tenemos que romper esas líneas a cualquier precio antes de sufrir demasiadas pérdidas.

Pero también la segunda carga fue desbaratada por el fuego de los defensores. Contrariamente a los temores iniciales, los reclutas mexicanos habían resistido la embestida y ninguno se había dejado llevar por el pánico. Luego, cuando se les vino encima una avalancha de al menos seis mil hombres que disparaban y avanzaban sin tregua, tanto Pérez como Riley aceptaron la inexorable realidad: tenían que retirarse en buen orden para unirse al grueso de los defensores del convento.

Entre los muros de Churubusco había mil quinientos voluntarios de la Guardia Nacional al mando de los generales Manuel Rincón y Pedro María Anaya. Los siete cañones en los baluartes disparaban contra las tropas norteamericanas, pero muy pronto el coronel Duncan logró colocar algunas baterías lo suficientemente cerca como para alcanzar las líneas defensivas del río Churubusco y de los alrededores del puente. El golpe decisivo lo dio el contingente del general Shields, que con una maniobra lateral se deslizó a lo largo del lecho del río y consiguió unirse al 8.º Regimiento de Infantería de Worth. A aquellas alturas se había hecho imposible mantener el enfrentamiento en campo abierto. El despliegue mexicano estaba partido en dos y diversos sectores comenzaron a dispersarse por los campos. Las dos compañías del San Patricio se replegaron manteniendo en alto la bandera verde del batallón, cubriéndose mutuamente con el fuego alterno de los fusiles. Pero no fue posible llevarse los cañones. Cuando estuvieron de espaldas al portón, Riley vio aparecer de repente de entre el denso humo que envolvía el puente, la ágil figura del italiano Ciro. Empuñaba una long carabine arrebatada al enemigo y corría a más no poder. Inmediatamente después aparecieron sus perseguidores, una docena de soldados que se encontraron de pronto a descubierto. Desde las troneras del convento abrieron fuego abatiendo a algunos, mientras los otros regresaban rápidamente al lugar de donde habían salido. Ciro, sin aliento, mostró un morral con la incisión «South Carolina Volunteers»: había conseguido también algunas municiones. Riley le dio una palmada en la espalda y esperó a que todos los hombres hubiesen superado el umbral antes de entrar él también.

Eran las once de la mañana. Combatían desde hacía cuatro horas ininterrumpidamente. Una vez dentro, se dividieron las posiciones: los del San Patricio se dispusieron en los baluartes de la fachada; en los otros tres lados, los voluntarios de los batallones Bravos e Independencia. Los cañones pasaron a los irlandeses, y cuando los atacantes se reunieron para asaltar el convento, las descargas de metralla y de fusilería los acribillaron. Ciro, apostado en lo alto de la torre del campanario, alcanzó en el pecho al oficial que guiaba la avanzada. No esperándose una resistencia tan encarnizada ni aquel fuego mortífero, las tropas norteamericanas se encontraron en el caos: coroneles y capitanes que gritaban que continuaran, para luego caer heridos o muertos, soldados que escapaban en direcciones opuestas, humo y gritos y sangre, todo ello entre los agaves que salpicaban la explanada y laceraban los uniformes de cuantos se lanzaban a resguardarse bajo sus grandes hojas carnosas y plagadas de púas.

Los generales Worth, Twiggs y Shields decidieron aplazar el asalto decisivo para reunir a las fuerzas y restablecer el orden en el campo de batalla. Scott, en cambio, a la debida distancia, no entendía por qué llevaba tanto tiempo acabar con aquella pandilla de greasers. En el grupo de oficiales que lo acompañaba, el capitán Cohen tomó la iniciativa y osó decir lo que pensaba:

—A mi entender, es un error táctico atacar ese convento fortificado.

Scott lo miró como si fuera un enorme insecto repelente.

—Bien, oigamos el parecer de West Point —estalló el corpulento militar que había hecho carrera en el Ejército matando indios, hijo de terratenientes esclavistas de Virginia.

—General, podríamos bordearlo y proseguir. Ciudad de México está a pocas millas, ¿por qué empecinarse con ese reducto sufriendo graves pérdidas?

Scott resopló por la nariz como un toro enfurecido.

—Capitán, ¿es esto lo que le han enseñado en la Academia? Allí dentro habrá al menos mil bastardos que esta noche vendrían a atacarnos por la espalda, uniéndose a la guerrilla que ya nos está causando no pocos problemas. —Tomó aliento y agitó el índice amenazador—: Pero sobre todo, están esas ratas de alcantarilla irlandesas y, como que hay Dios, yo los haré salir de su agujero. Ni uno solo debe escapar al castigo. —Luego se dirigió a un ordenanza—: Acompañe al capitán Cohen hasta el general Twiggs, y asegúrese de que le confía una unidad de asalto para que pueda cubrirse de gloria.

El tono era sarcástico, y Cohen remachó:

—Se lo agradezco, es lo mismo que me dijo el general Taylor al enviarme aquí.

Scott sonrió malicioso.

—¿Y qué tal le va a mi viejo amigo Zack?

—Bien. En Saltillo hay un buen clima para sus reumas. Esta vez el general estalló en carcajadas.

—Me lo imagino. Con la ambición política que lo devora, a estas alturas odiará a los mexicanos incluso más que yo.

—De hecho no ve la hora de volver a casa.

Scott se puso serio de nuevo:

—No, a casa no. Yo diría a la Casa Blanca. y tiene todos los requisitos para suceder a Polk: los nordistas lo estiman por sus éxitos militares; los sudistas lo aman porque posee un buen número de esclavos. El candidato ideal, a gusto de todos.

—¿Puedo marcharme?

—Quítese de mi vista.

—Sí, eso me dijo también el general Taylor la última vez que nos vimos.

En el convento de Churubusco, hacia mediodía se había instaurado una breve tregua. Los atacantes estaban recomponiendo las filas dispersas por la obstinada resistencia de los defensores, y estos aprovecharon para distribuir las escasas municiones.

John Riley hizo rotar el tambor de su Colt Paterson, que llevaba consigo desde el día de la deserción. Le quedaban las últimas cinco balas. No era fácil conseguir balas del calibre 36 en el ejército mexicano. Patrick Dalton hizo lo mismo con el suyo: tres balas.

—Pero dispararé sólo dos —dijo Paddy con una sonrisa melancólica.

—Tú y yo tenemos un pacto —dijo Riley.

—¡No seas egoísta! Si tengo que pegarte un tiro en la cabeza también a ti, me queda sólo un tiro para cargarme al último mac striopaich que asome por ese muro.

—Yo también reservaré el último para mí, pero… ¿quién sabe?, podría quedar herido y necesitar de tu amistad.

—De acuerdo —asintió Paddy dándole un apretón en el brazo—, iremos juntos al infierno, así organizaremos un jaleo también allí.

—Con la suerte que tenemos, resultará que el diablo es tejano.

Paddy fingió estremecerse, y luego añadió:

—También podría ser irlandés, siempre acabamos haciendo los peores trabajos.

Se separaron para coordinar el transporte de pólvora y balas de cañón a las posiciones de las murallas. Riley conversó brevemente con el general Rincón, que señaló a alguno de sus hombres, los que se habían revelado como excelentes tiradores. Riley aconsejó enviarlos a la torre del campanario con el italiano Ciro, pidiéndoles que ahorraran municiones y que dispararan sólo a los asaltantes que lograran superar la primera línea defensiva.

Antes de volver al adarve y a los emplazamientos de las baterías, Riley y Dalton oyeron que alguien los llamaba. Era James Kelley, que desde la puerta del almacén les hacía un gesto para que entrasen; una vez dentro, Kelley les mostró una garrafa con dos dedos de whisky y tres tazas de barro.

—¡Lo he guardado para el último drowning the shamrock!

Paddy sacudió la cabeza sorprendido, y puntualizó:

—Faltan los tréboles.

Kelley, con una sonrisa triunfante, se quitó la gorra y sacó tres arrugados tréboles:

—Los he cogido esta mañana al alba, en las orillas del río. —Drowning the shamrock era un antiguo ritual irlandés: se metía el trébol en el vaso, se brindaba, y una vez bebido, se sacaba de la boca para lanzarlo hacia atrás por el lado izquierdo de la espalda. Daba suerte…

Y así hicieron los tres. Al final, el comentario de Paddy fue:

—No está mal. Sabía a tintura de yodo, pero con un poco de imaginación me ha recordado la taberna del viejo Malcolm, que largaba el mejor garrafón del condado destilado en su casa. En cuanto a la fortuna… sólo pido morir rápido y sin dejarme piezas en la mesa del cirujano.

Ádh mór ort! —concluyó Riley.

Algo más tarde, observaban el despliegue de tropas en la llanura. La división de Twiggs sustituía a la de Worth en el frente de ataque, soldados más frescos y menos aterrorizados por el revés que acababan de recibir sus compañeros de armas aquella misma mañana.

El capitán Aaron Cohen había bajado del caballo y tomado posiciones a la cabeza de una compañía. Cuando desde los muros del convento fortificado llegó el sonido melancólico de una gaita, reconoció las notas de Amazing Grace. Miró la bandera verde con el lema en oro, Erin Go Bragh, que ondeaba en lo alto de un bastión. Y se quitó la gorra.

Aquel gesto fue imitado por varios soldados. Algunos, tal vez, eran de origen irlandés o escocés. Otros lo hicieron simplemente por el respeto hacia un enemigo valeroso. El general Twiggs ordenó reprimir aquel comportamiento. Oficiales con el sable desenvainado distribuyeron espaldarazos entre los soldados con la cabeza descubierta, y los que reaccionaron con rabia fueron arrestados. El capitán Cohen se puso de nuevo la gorra, resignándose a cubrirse de infamia.

Los toques de trompeta y los tambores propagaron la orden de avanzar cerrando filas, seguidas inmediatamente por el fragor de la artillería. De los muros del convento de Churubusco se desprendieron piedras y cascotes, pero la construcción era tan sólida que resistió los impactos. Los del San Patricio maniobraban sus piezas con fría determinación a pesar de las balas de todos los calibres que volaban a su alrededor. Comenzó así un duelo de artillería sin un instante de tregua. A cada salva de los atacantes respondían los siete cañones de Churubusco, y tras más de una hora de deflagraciones el coronel Duncan ordenó la retirada de sus baterías: había perdido veinticuatro hombres entre oficiales y servidores, más catorce caballos que arrastraban los afustes.

Los irlandeses estaban exultantes, pero era la enésima victoria efímera. Mientras tanto, miles de soldados de infantería habían conseguido alcanzar la muralla, a pesar de sufrir graves pérdidas. Los voluntarios mexicanos de la Guardia Nacional combatían con un valor y una disciplina inesperados, y desde la torre del campanario los tiradores escogidos daban en el blanco uno tras otro, pero… justo cuando los defensores comenzaban a creer que podían rechazarlos por enésima vez, un estruendo en el interior del convento congeló los ánimos. Fue como si la escena se paralizara. Todos se giraron a mirar la enorme voluta de humo blanco que se elevaba en el punto en que estaba el depósito de municiones. Eran las últimas reservas que quedaban. Con toda probabilidad no había sido un disparo de mortero de los estadounidenses, sino una chispa despedida quién sabe cómo, y con la pólvora esparcida por el suelo por la prisa de los soldados encargados de abastecer a las primeras líneas, la llamarada había desencadenado un infierno. Con aquel humo, se esfumaba la esperanza de resistir.

Patrick Dalton intercambió una mirada con James Kelley. El primero sacudió la cabeza, el segundo se encogió de hombros. Ádh mór ort, pensó Paddy, buena suerte, ¡caramba! Nunca el ritual del drowning the shamrock había sido tan desastroso.

Riley no tenía tiempo para lamentos. Inspeccionó uno a uno los cañones de las baterías, y no sólo uno sino dos estaban fuera de uso —hendiduras en el bronce de las bocas amenazaban con hacerlos explotar en la cara de los servidores—. Quedaban cinco. Pero sin pólvora de reserva pronto dispararían la última salva.

Fue corriendo hasta el general Anaya, que coordinaba la logística desde el interior del convento, mientras el general Rincón conducía la resistencia desde los baluartes. Riley quería saber si las estafetas enviadas a Santa Anna habían surtido algún efecto, pero antes de llegar al cuartel general se topó con un grupo de soldados que sostenían a Anaya por las axilas. Lo estaban llevando a la enfermería dispuesta en el interior de la iglesia. Anaya gesticulaba agitado, tenía el rostro ensangrentado, y se había quedado ciego por las explosiones del polvorín. Uno de los soldados profirió una tremenda blasfemia: «¡Dios es yanqui!».