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EN EL CARRO DE LA DESESPERACIÓN
Consuelo cabalgaba al galope entre campos de maíz, caña de azúcar y magueyes omnipresentes, el agave gigante al que hasta aquel momento le debía la vida. Virando continuamente con golpes de talón precisos y tirones de riendas había conseguido ocultarse de la retaguardia norteamericana. Había evitado el sendero de Peña Pobre, donde temía encontrar patrullas enemigas; de hecho, se encontraba a espaldas del ejército invasor y dudaba que hubiesen dejado atrás contingentes importantes. Todas las tropas habían ido a la batalla de Churubusco.
Cuando por fin pasó bajo el arco de piedra de la antigua hacienda en ruinas, irrumpió en el gran patio entre maleza y enredaderas que habían devorado los muros del edificio principal. Hizo encabritar al caballo, que lanzó un relincho.
De entre la tupida vegetación asomó primero la boca de un fusil, y luego un rostro amigo:
—¡Consuelo!, ¿qué diablos haces aquí?
—Hola, Ceferino. Busco a don Agustín, ¿está aquí?
El guerrillero asintió. Consuelo lanzó un suspiro de alivio.
Quería estallar en lágrimas, pero supo contenerse.
Bajó del caballo, ató las riendas a un árbol y siguió a Ceferino por una maraña de construcciones semiderruidas, hasta aparecer en un espacio al aire libre rodeado de matorrales y escombros.
Contra un muro ennegrecido por el moho y el polvo de los siglos, había un hombre con una venda sobre los ojos. Temblaba y murmuraba algo entre dientes, quizá una tardía plegaria.
—¿Cuando violabas a aquellas niñas qué hacías? ¿Reías? Bueno, ¡pues ahora deja de suplicar y muere como el cobarde que eres!
Era la voz inconfundible de Agustín Reyna, comandante de la guerrilla al sur de Ciudad de México. Se cubría la espesa cabellera con un gran pañuelo oscuro, lo que lo hacía parecerse aún más a José María Morelos, uno de los legendarios artífices de la independencia mexicana. En el cinturón alrededor del vientre llevaba alojadas tres pistolas y vestía la típica ropa de cuero de los rancheros, con chaparreras hasta los muslos y botas hasta la rodilla.
El pelotón de ejecución se componía de cinco hombres, que estaban apuntando cuando se percataron de Consuelo. Don Agustín se sorprendió al verla e interrumpió el fusilamiento para abrazarla. Ella señaló al desgraciado:
—¿Tienes tiempo que perder en semejantes ceremonias? Allá abajo los nuestros están muriendo, ¿y ustedes se arriesgan a que los encuentren mientras fusilan a pelagatos?
Don Agustín se mostró afligido:
—Querida, ¿pero has visto de quién se trata?
Ella miró al hombre contra el muro, que ahora trataba de esconder el rostro bajándolo hacia el pecho. Don Agustín lo agarró por el pelo y le echó la cabeza hacia atrás.
En aquel momento Consuelo lo reconoció.
Era uno de los cabecillas de las bandas de criminales comunes liberados por los invasores para hacer de espías y de contraguerrilla, que evitaban cuidadosamente enfrentarse con los hombres de Reyna, pero que se prodigaban violando adolescentes y saqueando las casas de los patriotas después de haberlos vendido a los yanquis. Aquel tipo en particular había encabezado una de las empresas más crueles: la matanza de una familia entera, uno de cuyos hijos se había unido a la resistencia. Había sido violada incluso una niña de diez años. Para matarlos, los habían atado en la misma habitación y lanzado después un quinqué. Los habían quemado vivos.
—¿Y en este gusano quieres malgastar tanta munición?
Don Agustín se justificó:
—Me gusta hacer las cosas según las reglas, pero tienes razón, basta un tiro en la cabeza. —Y sacó una de las tres pistolas del cinturón. Sin embargo, antes de ajusticiarlo, cambió de idea. Miró a Consuelo y le hizo una señal, una explícita invitación…
Ella le cogió la pistola de la mano y dio tres pasos rápidos hacia delante.
—En memoria de mi hermano —dijo, y alzó el percutor. El fogonazo envolvió la cabeza del mercenario, que rebotó contra el muro y cayó de golpe.
Los cinco hombres del pelotón asintieron en señal de gran estima y respeto.
—¿Ahora podemos hablar?
Don Agustín escuchó sin parpadear. Consuelo explicó que los defensores de Churubusco no habían recibido refuerzos ni municiones. Ella se encontraba en el cuartel general de Santa Anna cuando había llegado la estafeta con la petición de pólvora y balas de mosquete, pero el carro que el Generalísimo se había decidido por fin a enviar había sido avistado por exploradores yanquis, probablemente voluntarios de las milicias. Estos, después de haber abatido a los tres soldados del carro, se habían desinteresado completamente creyendo haber acabado con todos. Pero uno estaba todavía vivo, aunque herido gravemente, y había llevado el carro de municiones hasta una plantación de caña de azúcar, donde ahora yacía.
—¿Y tú cómo sabes dónde está? —preguntó don Agustín, intuyendo la verdad.
—Yo… bueno, lo estaba siguiendo a cierta distancia.
—¡Ay, Consuelo! ¿Se te ha metido en la cabeza llegar al convento asediado? ¡Qué locura! ¡Por qué desperdiciar la vida así, mujer! Todo está perdido ya, lo único que podemos hacer es reorganizarnos y atacarles como guerrilleros. El ejército está a la desbandada y Santa Anna no ve la hora de firmar la rendición.
Ella le sostuvo la mirada, sin decir nada.
Don Agustín agitó las manos, desconsolado:
—Lo sé, lo sé, en Churubusco está ese irlandés… Nada peor que mezclar amor y guerra. —Y se dio un golpe en el pecho con el puño—. Amar a un hombre valiente en estos tiempos acarrea sólo lágrimas.
Aquellas palabras le llegaron al corazón. Tragó saliva, y una vez más contuvo el llanto con dificultad.
Él la rodeó con un brazo y bajó la voz:
—Ta bien, Chelo, de acuerdo. —Cuando usaba aquel diminutivo, quería decir que se resignaba a ceder a sus peticiones—. Vamos por ese maldito carro de municiones.
Ella lo abrazó en un arrebato y don Agustín alzó el índice en señal de amonestación irrefutable:
—Pero exijo un pacto: intentaremos llevar ese carro tras los muros de Churubusco, y yo dirigiré una partida que distraerá a los asediadores. Tú has de jurarme que no nos seguirás. ¿Hecho?
Consuelo le miró fijamente a los ojos durante largo tiempo, antes de decidirse a hacer un gesto afirmativo con la cabeza.
—¡Calixto! ¡Reúne a los hombres! —Luego, cuando vio a las mujeres de su grupo guerrillero armadas hasta los dientes que montaban a caballo, añadió—: y a las mujeres también, por supuesto.
El día soleado había secado el barro de los caminos y el escuadrón montado de Agustín Reyna pudo alcanzar a galope tendido la plantación de caña de azúcar. Encontraron al joven soldado en el pescante, muerto, desangrado. Estaba acurrucado de lado, como un niño adormecido. No había tiempo para enterrarlo. También dos de los cuatro caballos estaban heridos y los sustituyeron por los que llevaban de reserva. Uno de los rancheros de Reyna subió y cogió las riendas. Reyna impartió órdenes secas y concisas: se trataba de recorrer una senda entre los campos de agaves y nopaleras, dando un rodeo que les conduciría a espaldas de Churubusco. Una vez llegados a campo abierto, atacarían la retaguardia de los invasores para distraer su atención del carro. «Suerte, compañeras y compañeros», fueron sus últimas palabras antes de espolear los caballos.
Consuelo, respetando el pacto, se quedó allí, viéndoles partir al encuentro de la muerte inclinados sobre el cuello de sus monturas, para que no los avistasen. Luego puso a su caballo al trote, dirigiéndose hacia Iztapalapa, la periferia sudoriental de Ciudad de México.
Los guerrilleros de Reyna conocían perfectamente la zona y sabían cómo rodear a las tropas enemigas quedando al abrigo de las plantaciones. Algunos estaban armados con lanzas, los fusiles eran en su mayoría viejos Baker arrebatados a los españoles de la frustrada expedición del general Barradas en 1829, y todos disponían de varias pistolas, revólveres Colt Paterson y alguna que otra Walker. Pero su fuerza consistía sobre todo en una total complicidad con el propio caballo. Lograban incluso recargar al galope con las riendas entre los dientes. En los enfrentamientos a corta distancia, la gran cantidad de disparos de los guerrilleros de Reyna se debía a los tres o cuatro tambores de revólver de cinco o seis balas que llevaban en las bandoleras. Los sustituían en pocos segundos y volvían a disparar.
Fue así como irrumpieron en la retaguardia de las tropas de Worth, sobre las unidades que se estaban tomando media hora de descanso antes de unirse al ataque guiado por Twiggs y Shields. Desencadenaron un pandemonio: los soldados corrían a buscar refugio, cogidos por sorpresa por una turba de hombres y mujeres endemoniados que disparaban y gritaban. Los lanceros clavaban a diestra y siniestra, los pistoletazos sembraban el caos, sables y machetes abrían cabezas… Cuando todo acabó, con los guerrilleros que desaparecían entre agaves y nopaleras, nadie se dio cuenta de un carro que había pasado a una cierta distancia de la barahúnda en dirección al portón posterior del convento de Churubusco.
Cuando un oficial estadounidense lanzó la alarma, estaba lo suficientemente lejos como para que no pudieran alcanzarlo. Un grupo de artilleros se apresuró a posicionar un cañón…
Desde los baluartes, John Riley seguía la acción sin entender lo que estaba ocurriendo. Cuando vio el carro arrastrado por cuatro caballos fustigados desesperadamente por el hombre sobre el pescante, hizo colocar inmediatamente uno de los cinco cañones todavía íntegros en aquel lado de la muralla. La batería enemiga lanzó un primer disparo que explotó a unos treinta metros del carro. Dio un bandazo, por un momento pareció volcar, pero luego se enderezó y prosiguió. Riley afinó el alza y abrió fuego. La bala explotó ante la batería estadounidense: no provocó daños, pero durante unos instantes el humo y la lluvia de esquirlas y tierra impidieron a los servidores intentar un segundo disparo. Y el carro entró en Churubusco por el portón posterior entre los gritos de alegría de los asediados.