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FARSA TRÁGICA
El 23 de agosto de 1847 comenzó el juicio en Tacubaya, y el 26, en San Ángel. El procedimiento era bastante simple: lectura de las acusaciones, esto es, deserción y alta traición en tiempo de guerra; declaración en defensa del acusado; veredicto inmediato. Luego, las sentencias serían examinadas por el general Scott en calidad de comandante en jefe, que podía confirmarlas o modificarlas.
Durante los días y las noches transcurridos en celda, John Riley había pedido a todos que respondiesen ante el consejo de guerra que habían desertado por estar borrachos. «Había bebido en una cantina y de regreso al campamento debo haberme equivocado de dirección, porque por la mañana me capturaron los soldados mexicanos y de ese modo me alistaron contra mi voluntad…». En el Ejército de los Estados Unidos la embriaguez era considerada un atenuante para cualquier comportamiento fuera de las reglas. Nadie creería aquella excusa, pero era, además, un modo de burlarse de los militares que se habían improvisado como jueces y verdugos. «Quién sabe», decía Riley, «quizá quieran vengarse únicamente de los oficiales y al resto les den sólo algunos latigazos».
El tribunal fue montado en el salón de una suntuosa residencia colonial de San Ángel, y a la larga mesa se sentaban dos coroneles, dos mayores, ocho capitanes y un teniente. No estaba previsto un defensor. Era el oficial encargado de la acusación quien decidía si había o no pruebas a favor de cada acusado.
Algunos combatientes del San Patricio intentaron esgrimir la historia de la borrachera, pero en todas las ocasiones el intento finalizó con el agravante de ofensa al tribunal. Sentencia: condena a muerte por ahorcamiento.
Cuando fue el turno de Patrick Dalton, se lanzó a un colorido relato en el que mezcló sus vicisitudes en el Ejército, los terribles insultos que tenía que escuchar de sus superiores, sus encuentros con el alcalde mexicano de Montemorelos y después con el general Santa Anna —siguió aquí un análisis acerca de cómo de funcional era su pierna de madera—, todo ello acompañado de cuidadas descripciones de la flora y fauna de los desiertos mexicanos, y de cómo la naturaleza estalla en floraciones apenas llega un aguacero… Los militares sentados a la mesa se intercambiaban miradas enfurecidas. Ignoraban que Dalton estaba simplemente siguiendo una antigua tradición, la de los seanchaí, los narradores orales celtas, que podían improvisar durante horas saltando de un argumento a otro con persuasiva desenvoltura. La corte marcial no lo apreció.
—Se está usted burlando de la corte. Se lo pregunto por última vez: ¿por qué desertó del Ejército de los Estados Unidos de América?
Patrick Dalton alargó los brazos:
—Me gustan las señoritas, el tequila, y la puta que te parió.
—E hizo una reverencia teatral.
—¡Ultraje a la corte! —gritó el juez militar golpeando el martillo sobre la mesa como un loco, ya que, aun sin hablar español, conocía el significado de la palabra puta.
—¿Tiene algo que añadir en su defensa, señor Dalton?
—Póg mo thóim!
—¡No le está permitido hablar en gaélico! —intervino otro oficial.
—¿Qué ha dicho? —le preguntó el presidente.
La traducción llegó estentórea desde los bancos de los prisioneros:
—¡Bésame el culo!
—¡¿Quién ha hablado?! —gritó enloquecido de rabia el juez militar Bennet Riley.
Se alzó el más joven de los combatientes del San Patricio, David McElroy, de quince años, hijo de irlandeses residentes en México desde hacía lustros.
—No quería faltar al respeto, señor. Usted ha preguntado y yo he respondido. La traducción es… bésame el culo.
Y los prisioneros estallaron en una fragorosa carcajada.
Mazo del presidente, lectura del veredicto: condena a muerte por ahorcamiento.
Luego, en el austero salón se impuso un silencio respetuoso: era el turno del teniente Barry Fitzgerald. Él no tenía ninguna intención de mofarse del tribunal. Es más, quería ser escuchado. Pero no dijo nada en defensa propia.
—Nosotros, combatientes del Batallón de San Patricio, no esperamos clemencia de su parte. La muerte es un honor para quien lucha por una causa justa. Quiero aclarar aquí que no hemos sido engañados u obligados mediante coerción, como les gustaría creer a ustedes. El Batallón de San Patricio está formado por patriotas de Irlanda, por nosotros, que sufrimos en nuestras propias carnes, en nuestra tierra, la brutal violencia y el vergonzoso saqueo de quien abusa de la propia fuerza. Fuimos engañados, es cierto, pero por el Ejército de los Estados Unidos de América, que nos alistó asegurándonos que eran los Estados Unidos los que sufrían una agresión por parte de los bárbaros. He aquí el verdadero engaño: definir como bárbaro a un pueblo inerme que de hecho no nos había atacado, sino al contrario, sufría una agresión. Con tal de no someterse, este pueblo sufría la destrucción de sus casas, el incendio de sus aldeas… Vi a mujeres y niños unirse a los hombres en la resistencia, y fue ese coraje, ese valor, el que nos convenció a nosotros, irlandeses, recordándonos las vejaciones de los ocupantes ingleses. El fervor, la fe de esa gente nos unió en esta infame guerra de conquista que quedará para siempre como un estigma en la historia de los Estados Unidos de América.
Hecho singular, nadie osó interrumpirlo. Al final, el mismo resultado: «¡Ahorcadlo!».
Llamaron al estrado a John Riley. Cojeaba todavía, pero tenía la espalda bastante derecha a pesar de los cepos en los tobillos y los grilletes en las muñecas.
Poniéndose firme, declamó:
—Mayor John Riley, Ejército de la República Mexicana, comandante del Batallón de San Patricio, prisionero de guerra.
—Usted es el teniente John Riley, desertor del 5.º Regimiento de Artillería del Ejército de los Estados Unidos de América —intervino un militar del consejo de guerra—. ¿Qué tiene que declarar acerca de las motivaciones de su deserción con deshonor?
—Mi honor pertenece al Batallón de San Patricio y al Ejército de la República Mexicana, y los galones de mayor los he ganado en el campo de batalla. No tengo nada más que declarar.
—Usted es el principal responsable de la muerte de centenares de hombres valerosos que combatían bajo la bandera de la Unión —dijo en voz alta el coronel presidente—, ¡la misma bandera que ha vilipendiado y ensangrentado no sólo desertando, sino organizando una especie de legión extranjera a sueldo de los mexicanos! ¿Cómo justifica sus abominables acciones?
Riley miró fijamente a los ojos del juez militar, esbozó una mueca de desprecio y recalcó:
—Mayor John Riley, Ejército de la República Mexicana… —Golpes de mazo en la mesa—, comandante del Batallón de San Patricio… —Más golpes, cada vez más intensos—, prisionero de guerra. —El mazo se rompió y la cabeza rodó por el suelo. Y añadió—: Derrotado con honor por una horda de depravados.
—¡Llévenselo de aquí! —ordenó el juez con la voz entrecortada por lo que todos los del San Patricio esperaban que fuera un ataque de apoplejía.
Dos soldados cogieron a Riley por los brazos, y él se soltó:
—Sé caminar solo, quítenme las manos de encima.
Se encaminó hacia la puerta cojeando, apretando los dientes para no aparecer como la ruina que sentía ser.
—¡Comandante Riley! —resonó a su espalda.
Se giró. Barry Fitzgerald se había puesto en pie. Hizo el saludo militar. Riley, a pesar de los hierros y las cadenas, se enderezó y respondió al saludo.
—Erin Go Bragh! —gritó Barry.
Todos los prisioneros se pusieron en pie de un salto y repitieron en coro:
—Erin Go Bragh!
Riley se llevó la mano extendida al corazón, de canto, a la manera mexicana para rendir honor a la bandera, y respondió:
—¡Que viva México, compañeros!