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AHORCARLOS NO ES SUFICIENTE
El 10 de septiembre de 1847 el sol resplandecía en San Ángel. Sobre el altiplano, a más de dos mil metros, el cielo era terso como después de un chaparrón nocturno: las callejuelas empedradas brillaban con los primeros rayos del alba, los pájaros se agolpaban en los árboles de los jardines públicos, las escobas de los barrenderos limpiaban la plaza de follaje. La efímera ilusión de una mañana plácida fue rota por el ruido de las botas de los militares en marcha. Y de prisioneros con cadenas. Los irlandeses del San Patricio aún llevaban puestos los uniformes mexicanos, sucios hasta lo inverosímil después de veinte días de celda. Eran casi la mitad de los condenados, los otros esperaban el día de la ejecución en Tacubaya. A pesar de sus miserables condiciones, se esforzaban en mantener el paso como si fuera un desfile. Los «espectadores» —representantes de las familias de bien de San Ángel convocadas por el comando estadounidense y oficiales del ejército invasor— notaron aquel respingo de dignidad que los mantenía en pie y las expresiones desafiantes en los rostros. Alguno ostentaba incluso una sonrisa de desprecio. El colmo llegó cuando una vez alineados en la plaza San Jacinto, el oficial estadounidense dio la orden de alto; sus soldados se pararon mientras los del San Patricio siguieron marcando el paso. Inmediatamente después, el mayor John Riley ordenó: «Batallón de San Patricio: ¡firme!». Y todos los prisioneros golpearon los tacones al unísono, deteniéndose.
El general Twiggs hizo una señal, y los soldados encargados de aquel cometido infame arrancaron la casaca y la camisa a Riley. Lo ataron a un árbol. Tenía que recibir cincuenta latigazos y la cuenta la llevaba Twiggs. A mitad del suplicio, la espalda se había convertido en una única llaga sangrienta. Riley apretaba los dientes y miraba fijamente a quienes estaban delante de él.
Consuelo se había mezclado con los habitantes del pueblo, algunos obligados a participar y otros congregados allí para ver cómo morían sus héroes derrotados. Riley se dio cuenta de su presencia, y tras un fugaz intercambio de miradas, prefirió cerrar los ojos. No quería ver las lágrimas que le surcaban el rostro.
Una vez llegado a cincuenta, Twiggs no hizo ningún gesto. Dejó que el látigo continuase implacable arrancando la piel de la espalda de John Riley. Patrick Dalton lanzó un grito:
—¡Atajo de cobardes! ¿No saben contar?
Todos los demás empezaron a despotricar, los soldados de escolta les golpearon con las culatas de los fusiles, pero los civiles protestaban también. Y Twiggs, al quincuagésimo noveno restallido, alzó el brazo.
Dos soldados cogieron a Riley por las axilas y lo arrastraron hasta el centro de la plaza. Allí al lado había un brasero lleno de carbón ardiente. Y dentro, un hierro para marcar el ganado. En la punta candente, una gran letra D, inicial de Deserter.
Los verdugos de uniforme lo sujetaron: el hierro incandescente fue presionado sobre la mejilla derecha. El chisporroteo y el humo que emanaron de su cara provocaron expresiones de horror entre los civiles presentes. Consuelo se fue hacia atrás, cabizbaja, y desapareció tras la primera fila.
Los del San Patricio lanzaron insultos en tres lenguas, español, inglés y gaélico. Barry Fitzgerald asestó un cabezazo a un soldado que intentaba callarlo, Patrick Dalton forcejeaba, todos agitaban las cadenas para aumentar el fragor de la protesta.
Cuando el hierro se desprendió de la mejilla de Riley, Twiggs notó contrariado que aquel inútil del soldado verdugo se había equivocado: la D estaba al revés… Rápidamente ordenó marcarlo también en la mejilla izquierda pero sin equivocarse esta vez.
El tormento se repitió, con un hedor nauseabundo de carne quemada. Una mujer anciana que vendía flores en la esquina de la plaza tiró el cubo al suelo y gritó: «¡Que Dios los maldiga!».
Riley estaba de rodillas. Cuando lo agarraron para llevarlo aparte, en un arrebato de rabia se levantó sin la ayuda de los soldados enemigos. Temblaba, se mantenía en pie con esfuerzo, pero logró enderezarse y mirar a sus compañeros. En la plaza caló un profundo silencio. Alzó la mirada hacia la Casa del Risco, una mansión colonial española en la que ahora ondeaba la bandera de barras y estrellas, actual cuartel general de Twiggs. Luego miró hacia la iglesia. Con un esfuerzo sobrehumano alzó la mano derecha levantando las cadenas y se hizo la señal de la cruz.
Todos los mexicanos, junto a los irlandeses, se persignaron.
Una mujer comenzó a rezar una oración. Muy pronto, un suave murmullo se alzó desde la plaza San Jacinto.
El general Twiggs enarcó las cejas con una expresión de tolerancia hacia aquellos «bárbaros». Y dio orden de continuar.
Sólo dieciséis prisioneros fueron subidos a las carretas. El patíbulo no era suficientemente grande para todos. Pusieron las sogas alrededor de los cuellos. Patrick Dalton miró hacia el amigo flagelado y marcado a fuego. Y John Riley, con las últimas fuerzas, gritó con toda la voz que le quedaba:
—¡Batallón de San Patricio!
—¡Presente! —respondieron al unísono los irlandeses.
Twiggs bajó el brazo. Tiraron de los mulos, y las carretas quitaron el apoyo bajo los pies a los condenados.
Era un patíbulo cruel. Más cruel que los de trampilla, donde el ahorcado cae y muere por la fractura de las vértebras cervicales. El patíbulo construido a toda prisa en San Ángel mataba lentamente, por asfixia. Dicen que Patrick Dalton tardó incluso varios minutos en dejar de oscilar, presa de los espasmos involuntarios de aquella muerte atroz.
A los otros prisioneros se les negó el final de la trágica farsa. Llegaron noticias de combates, el general Twiggs ordenó suspender la lúgubre ceremonia y volvió al frente de guerra. A los demás los ahorcaron al día siguiente en los árboles a los pies de la colina Mixcoac, en la carretera entre San Ángel y Ciudad de México.