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EL ANHELADO FINAL

La bandera mexicana fue arriada del asta del castillo de Chapultepec. Los prisioneros del San Patricio lanzaron un suspiro de alivio: finalmente la muerte pondría fin a su suplicio, después de cinco horas en aquella dolorosa posición bajo el sol y sin poder llevarse ni una gota de agua a los labios.

Cuando la bandera de barras y estrellas se izó, el coronel Harney lanzó un gritito de alegría.

—¿Vieron, renegados? ¿Qué les había dicho?

—Cállate, payaso —replicó un irlandés en una mezcla de inglés y español.

—Te esperamos en el infierno —añadió otro.

—¡Harney! —lo llamó un tercero—. Métenos una moneda en el bolsillo, por si encontramos a la puta de tu madre.

Consiguieron incluso soltar algunas carcajadas, en un coro discorde de insultos y expresivas maldiciones.

El coronel Harney desenvainó el sable con exasperante lentitud, fingiendo no escuchar il crescendo de improperios.

Cuando finalmente lo bajó, los soldados que tenían que hacer avanzar las carretas tiradas por los mulos quedaron desconcertados: veintinueve gargantas lanzaron gritos de júbilo, hurras y «Erin Go Bragh».

El único que permaneció en silencio fue Francis O’Connor. Había perdido la consciencia atado a su trípode, y probablemente había muerto desangrado.

Fustigaron a los mulos, y los últimos supervivientes del San Patricio fueron arrojados a la eternidad. México no los olvidaría jamás.