Miro los navíos en el puerto desde lo alto de la fortaleza de San Juan de Ulúa, que se asoma al mar en el centro de la bahía de Veracruz.

Las lanchas, que a fuerza de remos alejan a los buques de los muelles y los remolcan fuera de la bahía, donde despliegan las velas al viento del golfo. Habrá alguno en ruta hacia Irlanda, pienso. Pero ninguna nostalgia, por más que quiera sentirla, se insinúa en el corazón.

Observo este incesante ir y venir en el mar, y mientras tanto revivo imágenes que me torturan las entrañas…

Aquellas bodegas abarrotadas de desesperados… nos trataban como esclavos, mercancía infrahumana que se podía lanzar por la borda si moría… tras despojarnos de nuestras pertenencias; más días pasaban y más nos odiaban, porque después de cinco, seis semanas, las raciones comenzaban a escasear y para nosotros quedaban a duras penas cáscaras de papas y pan seco. Y no sólo las imágenes me persiguen. A veces vuelvo a sentir los olores, la peste de nuestro vómito, los baldes siempre llenos de excrementos y la limosna de una bocanada de aire, una cubeta de agua salada para lavar aquella inmunda papilla en que chapoteábamos. La buena suerte para nosotros, ganado irlandés en las bodegas, era que todo quedara en disentería, sin que estallara una epidemia de tifus o de cólera. ¿Por qué soportamos todo aquello?

Porque teníamos un sueño. Y de habernos amotinado, habríamos encontrado la horca esperándonos en el primer atraque.

Fuimos leales a nosotros mismos. Al sueño de libertad que América representaba.

Y aquí, ahora, ¿acaso soy libre?

Cierto, nadie me trata como un repudiado. Incluso cuando el mezcal me nubla la vista —y adoro esa neblina en los ojos y en el pensamiento que me ahorra el ver más allá de eso—, la gente del puerto no me evita, es más, siempre hay alguien que me da una palmada en la espalda y me pregunta: «Mayor Reley, cómo le va la perra vida, cómo está la señora…».

Consuelo se ha ido.

A ver a sus parientes del norte ha dicho. Sé que no volverá. Y lo prefiero. La soledad es el precio de la derrota. La mía es una rendición incondicional. Me he rendido a mí mismo. Es inútil luchar contra la ausencia, contra el vacío que tengo dentro. Durante algún tiempo me engañé creyendo que Consuelo podría colmarlo, pero sólo estaba arrastrándola también a ella a mi abismo de espectros y recuerdos nefastos.

El amor puede aliviar todo, pero no las heridas del alma. No consigo abandonarme al egoísmo de su amor, que debería hacerme olvidar los cuerpos oscilantes de mis amigos más queridos. Nosotros, supervivientes del horror, somos fantasmas sin tiempo; llevamos dentro una brasa que nos consume, una sustancia tóxica que marchita el corazón, y convertimos la vida de quienes están a nuestro lado en una sucesión de piedad y rechazo. No soportamos la ternura, y hacemos daño a quien nos quiere.

Miro el cielo donde se amontonan nubes negras. La estación de las lluvias. Un cielo oscuro y tenebroso, como el futuro de México, tan parecido también en esto a Irlanda.

Que el viento sople a tu espalda, Consuelo, que el sol caliente tu rostro dulce y melancólico, que Dios te lleve en la palma de su mano, amor mío.

Esta mañana me he rapado a cero. La otra noche debí dormirme sobre un montón de redes en el muelle de los pescadores y al alba me he despertado junto a un desgraciado que debe haberme pegado los piojos. No ha sido fácil para el barbero afeitarme sin tropezar con la navaja en las cicatrices. Ahora estoy pelado y limpio. Aguardo sereno volver a ver a mis compañeros de desventura.

Y no quiero piojos en mi ataúd.