Salí de allí con tanta decisión como había entrado, murmurando ‘No luck. No luck’, ‘No ha habido suerte’, como si me diera una explicación a mí mismo o me presentara excusas, ni siquiera miré a las mujeres de dentro ni a las de fuera cuando pasé a su lado (éstas eran otra vez tres o cuatro), había que dar con Flavia y conducirla de vuelta a la mesa de su marido, no es que mi cabeza no estuviera en eso ni que hubiera perdido la encomienda de vista, pero unas cuantas cosas se me habían mezclado ahora con ella, versos e imágenes y heredados recuerdos además de un cuento, ninguno llegaba a hervirme porque ninguno era apremiante, pero por allí se me quedaron flotando todos, quizá también a la espera de ser recogidos más tarde por el pensamiento ocioso —es decir, por el más activo— al término de la jornada, cuando por fin me acostara.
La canción de Laredo y de Armagh me seguía rondando pese a la música de la discoteca altísima, volvió a ser abrumadora en cuanto franqueé las dos puertas y me encontré en la sala, poco rato ausente y la muchedumbre crecida, el local encaminado hacia su apogeo. Pero si reaparece una melodía conocida antigua y se nos aloja, no hay manera de echarla sin la mediación de algo externo y de otro carácter (tal vez un susto, como con el hipo), ‘And when Sergeant Death’s cold arms shall embrace me’, eso era de la versión irlandesa de Armagh, ‘Y cuando me abracen los fríos brazos del Sargento Muerte’, en inglés aún pervive la idea de la muerte como figura o ser masculino aunque los nombres comunes carezcan de género gramatical con la excepción de ‘barco’ —eso creo—, pero no siempre fue así o no para todos, el emparentado alemán sí conserva los géneros y en él no cabe duda de que es el muerte y de que se trata de un hombre cuando se lo representa, así sucede en el tema clásico de la Muerte y la Doncella, tantas veces en la pintura o en los grabados se lo ve, es un caballero con yelmo y armadura y lanza, o quizá es con espada o con ambas armas, Sir Death fue llamado en más de una obra medieval inglesa, y también se lo ha visto disfrazado de médico con su bata blanca en algún dibujo de la época nazi, acechando con su linterna en la frente y con predilección por las jóvenes semidesnudas como Pérez Nuix aquel día y la mujer con la falda subida en el lavabo de damas aquella noche, al igual que sus antecesores férreos de la Edad Media y el Renacimiento que perseguían doncellas a través de los bosques y de los campos, se les desgarraban las ropas en su huida vana a las pobres desesperadas, según la fantasía de las estampas. Mientras que para nosotros latinos, con nuestras palabras con género casi obligado, se trata de un ser femenino y además anciano, esa vieja decrépita con la guadaña de tantos cuadros y de tantos textos, y quizá por eso son sus víctimas varones en ellos con más frecuencia que las de su sexo, aunque nos visite o nos cace a todos o nos siegue literalmente con su herramienta rústica, tiene sentido que sea anciana, empezó a trabajar a destajo hace mucho y no ha parado ni una sola hora de la noche o el día desde que se estrenó con aquel primer muerto desconocido y remoto que todavía aguarda a que se acabe el mundo y no haya en él ya nadie, para por fin ser juzgado y relatar su historia y exponer su caso, ‘cuando todas esas piernas y brazos y cabezas segadas en la batalla se junten el último día y griten todas “Morimos en tal lugar”’. Y también tiene sentido que en la imaginación germánica sea un caballero en su plenitud, un guerrero brioso y fuerte y capacitado para arrancar vidas sin tregua, un profesional experto con sus fríos brazos de disciplinado sargento, porque cualquier otro ser no daría abasto a tan infinita tarea en aquellos antiguos tiempos: y muchos siglos más tarde ese fue el problema de los dirigentes nazis, que buscaron cómo ir más rápido y con menos gasto y no tanta fatiga en sus labores de exterminación masiva, y así recurrieron a la inteligencia de hombres de bata blanca, a físicos y a químicos y a biólogos y también a los médicos con su linterna en la frente, matar no es tan fácil y lleva su tiempo. Y desde luego cansa y aun extenúa.
‘We died at such a place’, eso me había citado Wheeler en su lengua de Shakespeare, y era de suponer que en ese Juicio Final previsto por la fe firme de entonces, con la historia entera del mundo contada a la vez y en detalle por cuantos la integraron y compusieron, desde el Emperador poderoso que dejó más duradero rastro hasta el recién nacido que salió de la tierra con su primer llanto sin llegar a cruzarla ni a poner pie en ella y no dejó en la memoria de ningún vivo ni su rostro del todo configurado, era de suponer que en ese último día, con todo su espacio y su tiempo convertidos en un gallinero y una algarabía, como le sugerí yo a Wheeler —quizá ya perteneciera a la eternidad ese día, y así sólo tuviera lugar, pero no transcurso—, también habrían de encontrarse y juntarse y volverse a ver las caras los condenados con sus condenadores y los delatados con sus delatores, los perseguidos con sus perseguidores y los torturados con sus torturadores, los mutilados con sus mutiladores, los asesinados con sus asesinos y las víctimas con sus verdugos y con quienes los instigaron o les dieron la orden que fue cumplida, todos ante el Juez al que no se miente (juez blando o colérico, implacable o piadoso, eso quién lo sabe). Y habrían de intentar ponerse en aprietos unos a otros alegando la justicia de sus respectivas causas y con ella sus inocencias o la atenuación de sus culpas, era a eso a lo que emplazaban a Enrique V (ahora ya sabía qué rey de Shakespeare era ese) aquellos soldados con los que en el campamento se mezcló embozado y de incógnito antes del alba de la batalla, según rememoró y contó Wheeler, todos ya sobre las armas; y había venido a decir uno de ellos: ‘Arduas cuentas habrá de rendir el rey en el día último, si no es buena causa la de su guerra’.
De modo que todos esos muertos se cruzarían entre sí reproches, acusaciones, cargos: ‘Tú me mataste sin que te hubiera hecho nada’. ‘Morí por tu causa y por tus ligeras palabras.’ ‘A mí me sacrificaste por aniquilar a otro que fue tu enemigo, de mí no sabías ni la existencia pero no te importó cortarla, para ti fui sólo un número tras un bombardeo o ni siquiera, una mera unidad de ese número que quedó consignado en vuestros archivos secretos bajo siete llaves.’ ‘Yo morí por mi propia mano porque no pude vivir con aquello, con las muertes por mí causadas; creed que me costó gran esfuerzo y gran miedo, e indecibles remordimientos anticipados, por el otro daño que hacía al matarme; pero no fui capaz de seguir ya más días como si aquello no hubiera pasado, y los muertos no fueran míos.’ ‘A mí me pegasteis un tiro en la cuneta de una carretera que jamás había visto aunque no podía estar lejos, no tardamos en llegar a ella desde la cheka de la calle Fomento de la que me sacasteis de noche y en la que me habíais metido por la mañana tras detenerme en la calle, por llevar corbata, dijisteis, y un carnet juvenil que no os gustaba, “Ahí hay mucha Falange”, eso dijisteis, y que yo me había sacado atolondradamente en imitación de mi hermano el mayor, que andaba entonces escondido, yo tenía diecisiete años y ni siquiera sabía bien su significado, no me dejasteis averiguarlo, ni volver nunca más a mis historietas gráficas por las que vivía y me apasionaba, de política yo no entendía’, diría mi tío Alfonso al encontrarse de nuevo con los milicianos olvidadizos que lo mataron: apenas lo recordarían, aún menos que a la amiga que lo acompañaba y que sufrió igual destino, tiro en la sien o quizá en la nuca, o quizá en el oído. ‘Os ensañasteis y sentí tanto dolor como no habéis imaginado nunca en todos los años de vuestra vida ni en los de vuestra muerte a la infinita espera de este último día, y me acusabais en falso con conciencia plena de vuestra falsedad absoluta, y me exigíais nombres y que confesara traiciones jamás cometidas, a sabiendas de que no podría’, diría Nin a los dos o tres hombres —antiguos camaradas todos: Orlov seguro, tal vez Bielov, tal vez Contreras— que lo interrogaron exasperados y lo torturaron en Alcalá de Henares, y según una sombría fuente lo desollaron vivo. ‘Me disparasteis con balas envenenadas y además no les untasteis la cantidad suficiente para que me mataran rápido, de aquella toxina botulínica que os trajeron de América y que me fue corroyendo durante siete días sin darme la muerte nunca ni acabar con el suplicio y la furia, y si hubierais tenido mejor puntería ni siquiera habría hecho falta esperar a su efecto y yo me habría ahorrado el largo y deslucido periodo de mi ser moribundo’, diría el nazi Heydrich a los dos resistentes o estudiantes checos que lo ametrallaron a bordo de su coche en Praga y le lanzaron granadas, guiados y pertrechados por el Special Operations Executive inglés, el SOE, cuyo jefe Spooner planeó el atentado. ‘Sí, cometisteis un gravísimo crimen frívolo, al no afinar vuestra puntería y al no aseguraros de que el nazi saldría al instante hecho pedazos, porque cada noche de su agonía cogieron a cien de nosotros y nos fusilaron, y fue una sanguinaria semana lo que aún le duró el aliento’, dirían a esos mismos resistentes y a los responsables del SOE los setecientos rehenes ejecutados hasta que el aguante y la ira de Heydrich por fin fueron vencidos por el perezoso veneno. ‘Morimos el 10 de junio de 1942 en Lidice, no dejasteis un alma viva en toda la aldea, nos matasteis a todos sin hacer distinciones de edad ni de sexo, a los hombres allí mismo y a las mujeres nos llevasteis al campo de Ravensbrück a morir más despacio, sólo porque tuvimos la mala suerte de que donde vivíamos aterrizaran con sus paracaídas los agentes que dirigieron la muerte lenta del Protector del Reich en nuestras invadidas tierras de Bohemia y Moravia, no os bastó con odiarnos mucho y castigar a unos pocos por su colaboración probable, qué pérdida de tiempo para vosotros averiguar o discernir nada, sino que odiasteis nuestra cuna entera y la arrasasteis para que no existiera ni quedara memoria de ella, y nos asesinasteis a todos para que no hubiera tampoco nadie que recordara lo inexistente’, dirían a los ocupantes nazis los ciento noventa y nueve varones y las ciento ochenta y cuatro mujeres de aquel pueblo checo que padecieron las represalias por el llegado fin de Heydrich, hasta el último anciano y el penúltimo niño, pues hubo tres de éstos, de corta edad y ‘aspecto ario’, que se juzgaron ‘germanizables’ y se salvaron por eso, no debieron de salvar en cambio el uso de la memoria. ‘Tú me rajaste para no dejarme escribir más ningún verso desde mis veintinueve años, me has robado mi edad viril, pensé al caer sobre la madera salpicada de vino que se empapó de mi sangre; pero me confié, fuiste más rápido, yo habría hecho contigo lo mismo, tu vida tan valiosa como la mía entonces aunque tú no escribieras nada, y otra cosa es que otros hombres que vinieron luego te hayan detestado egoístamente porque truncaras mi arte y los privaras de disfrutarlo extenso; pero yo, que soy tu muerto, no tengo queja, ni de qué culparte’, diría el dramaturgo y poeta Marlowe a su apuñalador Ingram Frizer en la taberna de Deptford, si es que es ese su definitivo nombre, a lo largo de los siglos desconocido o cambiante. ‘Tú hiciste que dos esbirros me sumergieran cabeza abajo y me ahogaran en una tinaja de tu nauseabundo vino, pobre de mí, pobre Clarence, sujetado por las piernas, que quedaron fuera e intentaron patalear ridículamente hasta la embriaguez última de mis pulmones, traicionado y humillado y muerto por la negra astucia opaca de tu lengua infatigable y deforme’, diría George, Duque de Clarence, a su rey de Inglaterra asesino que también fue rey de Shakespeare.
Oh sí, en ese día postrero con todos los tiempos juntos, quizá suspendido e inmóvil, resonarían una y otra vez estas frases hasta provocar arcadas en todos los muertos, incluidos los que asesinaron (pero ninguno concibió jamás el resultado de la suma entera, y cuando las cosas acaban tienen su número), y aun en el Juez al que no se miente, que se vería quizá tentado de olvidar su promesa y sus planes y cancelar para siempre la asamblea pestilente eterna: ‘Morí en tal lugar y en tal fecha y de tal manera, y tú me mataste o me pusiste en la trayectoria de la bala, la bomba, la granada o la antorcha, de la piedra, la flecha, la espada o la lanza, me mandaste salir al encuentro de la bayoneta, el alfanje, el machete o el hacha, de la navaja, el mazo, el mosquetón o el sable, tú me mataste o tú fuiste la causa. Caiga todo ahora como plomo sobre tu alma, y siente la punzada del alfiler en tu pecho’. Y los acusados responderían siempre: ‘Fue necesario, defendía a mi Dios, a mi Rey, mi patria, mi cultura, mi raza; mi bandera, mi leyenda, mi lengua, mi clase, mi espacio; mi honor, a los míos, mi caja fuerte, mi monedero y mis calcetines. Y en resumen, tuve miedo’. (Aquello era también un verso, y me lo repetí más tarde en voz alta, cuando ya estaba acostado: ‘And in short, I was afraid’; varias veces, porque aquella noche me lo aplicaba o lo suscribía: ‘And in short, I was afraid’.) O bien recurrirían a esto: ‘Fue necesario y evité así un mal mayor, o eso creía’. Porque ante ese juez harto y con náuseas no podrían aducir: ‘Oh no, yo no quería, yo fui ajeno, ocurrió sin mi voluntad, como en las humaredas tortuosas del sueño, eso fue cosa de mi vida teórica o entre paréntesis, de la que en realidad no cuenta, no pasó más que a medias y sin mi consentimiento pleno: “No ha lugar, aquí no hay causa”, diría el juez que viera esto’. No, no podrían aducirlo ante ese juez que ahora iba a verlo, y aun así algunos lo harían: son inconfundibles, yo los conozco en mi tiempo. Son siempre tantos.
Qué reconfortante tenía que ser esta esperanza remota o compensación aplazada o dilatada justicia, esta perspectiva, esta visión, esta idea, para los humanos de la fe firme durante los muchos siglos en que la dieron por cierta y la prefiguraron y acariciaron, como si formara parte del conocimiento común a todos, iletrados y doctos, acaudalados y menesterosos, y más que una promesa o desideratum fuera casi una presciencia. Qué apaciguadora la idea, sobre todo para los sojuzgados definitivamente, para los que se sabían destinados a sufrir en vida —en su entera vida mansa sin revés ni vuelta— injusticias y abusos y humillaciones impunes, sin reparación posible para sus agravios ni concebible castigo para sus ofensores, más poderosos o más crueles, o sólo más decididos. ‘Yo no lo veré aquí’, pensarían aquéllos mordiéndose el labio inferior o la lengua hasta hacerse daño, para aflojar entonces la dentellada, ‘no en este mundo tan descompensado y terco, no en su orden inerte que no puedo alterar y que me perjudica tanto, no en esa armonía desequilibrada que lo gobierna y que ya cava mi tumba para expulsarme pronto; pero sí en el otro, cuando acabe el tiempo y nos reunamos todos, convidados sin excepción al gran baile de la aflicción y el contento, y me dé a mí la razón y me premie el Juez al que no se miente porque ya está al tanto de lo sucedido, ha viajado por todas partes y lo ha visto y oído todo, hasta lo más nimio e insignificante en el conjunto del mundo o de una sola existencia; lo que hoy me ha ocurrido, esa afrenta odiosa que olvidaré yo mismo si aún vivo unos cuantos años y no se repite, o bien se repite tanto que confundiré las veces y me acostumbraré a ella por mi conveniencia de no verla más como un crimen, no la olvidará ese juez que lo recuerda todo con su abarcador registro o infinito archivo de la historia del tiempo, desde la primera hora hasta el día último.’ Qué enorme consuelo para la soledad absoluta creer que éramos vistos y aun espiados en todo instante a lo largo de nuestros escasos y malvados días, con perspicacia y atención sobrehumanas y con la sobrenatural anotación o memoria de cada fastidioso detalle y pensamiento vacuo: así tenía que ser si es que así era, ninguna mente humana habría soportado eso, saberlo y recordarlo todo de cada persona de cada época, saberlo permanentemente sin echar jamás en saco roto un solo dato de nadie, por prescindible que fuera y aunque no sumara ni restara nada: una verdadera condena, una maldición, un tormento o aun el mismísimo celestial infierno, quizá estaría arrepentido de su omnisciencia el juez con tanto acontecimiento, resentido con los demasiados sucesos aburridos, pueriles, idiotas y bien superfluos, o se habría hecho bebedor para hacerse olvidadizo (copita y adentro, copita y adentro, de vez en cuando), o mejor opiómano (una ocasional pipa tumbado, para vaciarse de conocimientos).
‘Hay muchos individuos que sienten su vida como materia de un minucioso relato’, le había dicho yo a Tupra al interpretarle a Dick Dearlove, ‘andan instalados en ella pendientes de su hipotético o futuro cuento. No se lo plantean mucho, es sólo una manera de vivir las cosas, una manera acompañada, digamos, como si siempre hubiera espectadores o testigos fijos de sus actividades y pasividades, aun de sus pisadas más fútiles y de los momentos muertos. Esa ensoñación narcisista de tantos contemporáneos, llamada a veces “conciencia”, tal vez no sea sino un sucedáneo de la antigua idea o vago sentido de la omnipresencia de Dios, que con su ojo vigilaba y estaba atento a cada segundo de la vida de cada uno, era muy halagador en el fondo, y un alivio pese a las contrapartidas, es decir, al elemento implícito de amenaza y castigo y a la aterradora creencia de que nunca era nada ocultable del todo a todos y para siempre; sea como sea, tres o cuatro generaciones de duda o incredulidad dominantes no bastan para que el hombre acepte que su trabajosa y no solicitada existencia transcurre sin que nadie asista ni la contemple ni se asome jamás a ella; sin que nadie la juzgue ni la desapruebe.’
Quizá ni el hombre más ateo pueda encajar eso aún fácilmente, sin hacerse racional violencia. Y quizá la repugnancia u horror narrativo que le había mencionado a Tupra —quién sabe si no lo sentimos todos en alguna medida, no sólo los Dearlove del mundo— procedía también de los viejos tiempos de la fe firme, cuando una vida entera de virtudes y de hacer el bien y de cumplir preceptos podía irse al traste por un solo pecado grave cometido a última hora —mortal se llamaba, no se andaba con rodeos el recordatorio—, sin margen para el arrepentimiento ni para ser perdonado, el propósito de enmienda ya apenas creíble por el escaso tiempo restante de quien se lo hiciera, los ancianos debían de recorrer en ascuas sus trechos finales, procurando no caer en tentaciones intempestivas, o lo que es lo mismo, tratando de evitarse cualquier error o borrón narrativo que los marcara en el desenlace y los condenara en el juicio. Parecía un sistema injusto; no sé si divino pero desde luego poco humano, dependiente en exceso de la sucesión o el orden de las palabras, obras, omisiones y pensamientos, no pude dejar de acordarme de una de las razones que mi padre me había dado para no haber intentado nada contra su delator Del Real, ningún ajuste de cuentas o resarcimiento tardío, cuando por fin le habría sido posible buscarlos tras la muerte del tirano, el ahora remoto Franco al que el traidor prestó un servicio temprano que le fue correspondido con prebendas universitarias y con la protección asegurada de sus leyes bárbaras, en lo referente a ese servicio, durante treinta y seis años y medio. Treinta y seis años inmune, de 1939 a 1975 y de aquel mayo a este noviembre: unos cuantos más de los que tuvo Marlowe, el doble de los vividos por mi tío Alfonso... ‘Le habría dado una especie de justificación a posteriori, un falso asidero, un motivo anacrónico para su acción’, había dicho mi padre al preguntarle yo por su mal amigo. ‘Ten en cuenta que en el conjunto de una vida lo cronológico va perdiendo importancia, no se distingue tanto lo que vino antes de lo que vino luego, ni los actos de sus consecuencias, ni las decisiones de lo que desencadenan. Él habría podido pensar que al fin y al cabo yo le había hecho algo, qué más daba cuándo, y haberse ido a la tumba más conforme consigo mismo. Y no fue así, no ha sido así. Yo nunca lo perjudiqué, nunca le hice ni le había hecho nada, ni antes ni después ni desde luego entonces...’