Le di las gracias, las buenas noches, nos despedimos, colgué. Pero no con el pensamiento. Alcé la vista, me levanté del sillón, me acerqué a la ventana de guillotina y la subí de golpe para airear la habitación, había estado fumando mientras hablaba. No llovía, no hacía ningún frío o eso me pareció en el primer instante, podría haber sido una noche de primavera temprana de no ser porque no era muy tarde, ni siquiera para Inglaterra, y sin embargo había ya anochecido unas cuantas horas antes, fuera se veía la pálida oscuridad de la Square o plaza, apenas alumbrada por esas farolas blancas que imitan la siempre ahorrativa iluminación de la luna, y las luces encendidas del hotel elegante, algo más lejos, y de las habitadas casas que albergan familias o bien hombres y mujeres solos, cada uno encerrado en su protector recuadro amarillo, lo mismo que yo para quien me observara. También me pareció oír una música muy débil, tanto que cualquier movimiento mío la tapaba o la ahogaba, así que me estuve quieto —otro cigarrillo en la mano— y traté de escucharla e identificarla sin éxito, llegaba tan tenuemente que no distinguía su clase ni tan siquiera su ritmo. Miré entonces, como de costumbre, por encima y más allá de los árboles y de la estatua y la plaza y hasta el otro extremo, en busca de mi vecino despreocupado y danzante.

Allí estaba como casi siempre, y la noche debía de ser en efecto tibia, porque también él mantenía abiertos dos de sus ventanales, dos de cuatro, y era probable que la música procediera de su salón alargado y desprovisto de muebles, como una pista libre de obstáculos; al no ser tarde habría prescindido por una vez de sus auriculares o su artilugio inalámbrico, y esta vez la pieza no sonaría en su cabeza tan sólo —y en los deductivos oídos de mi mente, al contemplarlo en su baile—, sino en toda la casa y fuera, hasta morir como sombra o hilo raído en donde yo me encontraba, ante mi ventana. No estaba solo sino con sus dos parejas ya por mí registradas, las dos mujeres que en alguna ocasión había visto, por separado si mal no recordaba: la blanca con pantalones prietos que no se había quedado a dormir, que yo supiera (se había montado en una bicicleta y se había alejado en la noche con pedaleo brioso), y la negra o mulata de la falda con vuelo ligero que no pareció salir luego a la calle. Ahora ambas llevaban faldas bastante breves y estrechas (a mitad del muslo, más o menos, quizá no muy cómodas para la danza), y ninguno de los tres todavía bailaba, no propiamente, más bien era como si dirimieran o decidieran los pasos exactos que iban a dar, seguramente al unísono de aquella música que casi no me alcanzaba, y que así nunca reconocería.

‘Las ha juntado’, pensé; ‘tal vez se está profesionalizando y quiere ensayar con ellas lo que llaman una “routine” en América, es decir, los movimientos y pasos ya no improvisados sino acordados y coordinados, qué manía de arruinar vocablos la de ese país y esta época, todo es cada vez más usurpado, impreciso, más oblicuo e impostado y con frecuencia incomprensible, las palabras como los usos y como las reacciones; pero puede que sólo una de ellas sea amante suya y no tenga nada de raro que se reúnan para bailar a trío, o incluso que ninguna lo sea, y en cambio si ambas lo fueran sí sería algo extraño, supongo, pese a la artificial lenidad de estos tiempos en los que según muchas personas nada tiene nunca demasiada importancia, ni siquiera las acciones violentas, que se perdonan tan fácilmente o ante las que jamás faltan imbéciles con autoridad moral imbécil —o es frailuna—, dispuestos a indagar con infinita paciencia en sus nada misteriosas causas y que en todo caso las comprenden, como si estuvieran por encima de ellas (en la punta de la lengua les baila, los tienta permanentemente la vieja frase de los curas, por laicos que se pretendan: “Pero ¿por qué eres así, hijo mío?”), hasta que los baja de la atalaya alguien que les da de hostias a ellos y entonces ya no comprenden, yo mismo, yo podría ser violento en algunas circunstancias aparte de por defenderme, pero sé que por causas ruines y siempre sin ningún misterio, por frustración o por envidia o revancha o por el trastorno del mezquino miedo, así que es preferible evitarlas, sin más, las circunstancias: yo no podría reunirme con un novio o amante de Luisa para una impensable actividad de los tres juntos, no de momento, quién sabe si dentro de varios años, cuando ya ni un centímetro de piel me escociera y si él además fuera un gran tipo, lo cual dudo; ni ella tampoco, yo creo, con una novia o amante mía que alguna vez existirá sin remedio, y eso que ella y yo no somos eso ni actualmente somos nada, qué seremos o ya vamos siendo, quizá tan sólo pasado, el uno del otro un pasado tan extenso y duradero que nos pareció no ir nunca a serlo. Ella no debe de estar muy distraída estos días, aunque se la oyera contenta al principio y también al final de la charla, si puede preocuparla un poco su edad futura inmediata’, pensé. ‘“Si no me hacen falta hoy, será mañana, ni siquiera pasado mañana”, ha dicho de los venenosos mejunjes y de los plásticos sanguinolentos, y eso no es muy distinto de lo que pensará Flavia Manoia al despertar cada mañana del último sueño angustioso, ya diurno, según Reresby o Tupra, que me la describió de antemano, como al marido, condicionando ya así hábilmente mi posterior percepción de ambos: “Anoche todavía sí, pero ¿y hoy? Soy una jornada más vieja”, piensa la señora Manoia al abrir los desmaquillados ojos, y entonces, durante unos minutos, le da pereza someterse a otra prueba y quiere volver a cerrarlos. Cómo me cuesta imaginarme a Luisa con semejantes aprensiones, estoy acostumbrado a que sea joven. O en realidad no me cuesta tanto, si no me engaño: tampoco a mí me son desconocidas, supongo. Esa clase de temor no es sólo de las mujeres, sino probablemente de todos después de un revés tardío o a partir del primer fuerte cansancio, yo mismo creo sentirlo a diario, ese temor o su aviso, más aún en este tiempo extranjero en el que ando desparejado y un poco solo aquí en Londres, no mucho como cree Wheeler, sólo un poco y sólo a ratos; pero ellas se lo reconocen, lo afrontan sin ennoblecerlo ni buscarle trascendencia, mientras que los hombres, la mayoría, nos lo formulamos con deliberada crudeza que por lo tanto es algo falsa, nuestro pensamiento más definitivo y más triste, pero a cambio logramos no vernos frívolos ni asustados por la soledad —que es lo accesorio— ni por la pérdida del enamoramiento —que es lo sustancial, pero también lo insignificante—. Así que más bien nos preguntamos, para no ruborizarnos: “Y para mi muerte, ¿cuánto aún falta?”’

Agucé el oído porque me pareció que la música llegaba ahora más clara, habrían subido el volumen, y al mirar de nuevo mirando —ya no absorto—, vi que habían dado por fin comienzo los tres a su discutido baile. Era elegante, no brincaban ni correteaban sino que avanzaban a pasos cortos y no sé si decir sinuosos y en efecto sincronizados, los mismos al mismo tiempo, el movimiento era de pies y caderas, y de la cabeza que afirmaba el ritmo, los brazos acompañando sólo leve y escasamente, un poco doblados y un poco extendidos a la altura de los costados, como si cada par de sus manos sostuviera un periódico abierto. Iban desplazándose por la tarima, y con celeridad, el trío, pero la impresión que daban con sus pasos ceñidos era de mantener su posición cada uno, como si sus respectivas porciones o adjudicados tramos de suelo se movieran con ellos, y cada uno pisara siempre las mismas tablas; me dije —o es que lo oía ya más, en la distancia— que tenían que estar bailando a algún son de Henry Mancini, podía ser el célebre Peter Gunn, nadie se acuerda ya de que ese tema nació para una serie de televisión antigua de detectives, no sé si se vio nunca en España, creo que era aún de los cincuenta (es decir, casi prehistórica) y desde luego en blanco y negro, pero en todo caso su música no ha envejecido y ha pasado a convertirse en un clásico del baile moderno elegante, si se tiene noción del elegante modo de interpretarlo, y aquellos tres sí la tenían. O podía ser, si no, el arranque de la banda sonora de Sed de mal, o Touch of Evil en inglés, una película de Orson Welles de esos mismos años en la que hacía de mexicano nada menos que Charlton Heston, era asombroso que se lo creyera uno por mucho bigote que luciera del primer plano al último, y se lo creía. Pero esa música es menos famosa, así que me decidí por Gunn. Hay piezas fundamentales que viajan conmigo si soy previsor (no lo fui al irme de Madrid, salí con poco) o que no tardo en volver a comprarme si me quedo en un país cierto tiempo, y entre ellas son fijas tres o cuatro de Mancini porque alegran cualquier día tétrico casi infaliblemente, de modo que busqué y saqué el disco, programé en repetición el primer corte como debían de haber hecho los tres de enfrente (dura apenas dos minutos y ellos lo bailaban largo), y lo puse a sonar en mi casa, al igual que otras melodías otras veces cuando creía adivinar lo que mi bailarín danzaba, en parte por mi diversión, en parte por evitarle el ridículo asegurado de agitarse y moverse y dar saltos absurdos ante un espectador que no oye lo que los provoca, no oye nada, aunque a él sin duda le diera lo mismo o ignorara que lo tenía. Pero uno debe mostrar aún más respeto del convencional, hacia quien no puede solicitarlo.

‘Esa preocupación de Luisa tal vez signifique’, pensé, ‘que no ha salido mucho últimamente ni ha recibido visitas estimulantes; que no está entretenida, y eso a su vez —puede ser—, que no me ha sustituido aún del todo, de lo contrario contaría con alguna distracción o pequeña ilusión más o menos cotidiana, aunque sólo consistiese en un rato de conversación telefónica con alguien concreto al término de la jornada, si verse no les fuera fácil por cualquier motivo, qué sé yo, la mujer o los niños de él, los niños nuestros. Ya me doy cuenta de que esta es una deducción sin base, infundada. Pero tal vez sí signifique, eso al menos, que aún nadie ha entrado en su vida hasta el punto de introducirse también en la casa, quiero decir no a diario o no con la suficiente frecuencia como para que ella ya lo espere, o para que no se sorprenda si él se presenta sin más aviso que llamar desde abajo y decir “Luisa, soy yo, estoy aquí, ábreme”, como si “yo” fuera su inequívoco nombre, y para que además ella se alegre si él decide aparecer así, al llegar la noche o al caer la tarde. No, no debe de haber entrado todavía el hombre adulador, sibilino, aplicado y aun esforzado al principio, el que quiere ayudar con la cena y bajar la basura y acostar a los niños para tornarse —cómo decir— doméstico, y así irse instalando y quedarse, limitándose a ocupar un hueco y procurando no alterar nada de lo que allí ha encontrado dispuesto. Ni el irresponsable y festivo, el inquieto al que en cambio aterra pasar y abandonar el rellano, adentrarse y conocer a mis hijos y aun verlos atravesar fugazmente en pijama desde el quicio de la puerta en el que se apoya mientras espera a que Luisa acabe con sus instrucciones a la canguro y salga de una vez para la farra, el que más bien aspira a sacarla de allí poco a poco, noche a noche a desgajarla o por la costumbre a arrancarla, para que así pueda seguirlo a él sin ataduras y en todo, y a todas partes. Ni ha entrado tampoco el apasionado falso, el oculto tirano débil que irá más bien a separarla de todo lo externo con sus dramatizaciones y sus malas artes, a encerrarla y a confinarla a él, sólo a él como final horizonte, el que juega a la baja para poseer y dominar luego a la alta, el que se justifica siempre en su sentimiento tan fuerte o en su sufrimiento intenso y en eso es como casi todo el mundo, creen tantas personas que sentir muy vivamente y no digamos padecer, y atormentarse, las hace ya buenas y merecedoras y les otorga derechos, y que han de ser compensadas por ello incesante e indefinidamente, hasta por quienes no inspiraron su sentimiento ni causaron su sufrimiento ni tuvieron que ver en uno ni en otro, para esas personas la tierra entera les está siempre en deuda, y nunca se paran a pensar que el sentimiento se elige o que en él se consiente, eso como mínimo, y que casi nunca viene impuesto, o el destino no se mezcla; que uno es tan responsable de él como lo es de sus enamoramientos, en contra de la general creencia que declara y repite la vieja falacia a través de los siglos incansablemente: “Es más fuerte que yo, no está en mi mano evitarlo”; y que exclamar “Es que yo te quiero tanto” como explicación de los actos, como coartada o disculpa, debería ser contestado sin falta con la frase que pocos se atreven a soltar aunque sea la justa cuando el querer no es correspondido y quizá también cuando lo es, “Ya mí qué me cuentas, eso es sólo asunto tuyo”. Y que además a veces —sí, eso es cierto— hasta la desdicha se inventa. No, nadie está obligado a ocuparse del amor que otro le tiene ni aún menos de su abatimiento o despecho, y sin embargo reclamamos atención, comprensión, piedad y aun impunidad por algo que sólo incumbe al que lo experimenta, “Hay que entenderlo”, decimos, “lo está pasando muy mal y por eso maltrata a todos”; o también “Le han hecho daño, está en guerra con la vida porque está destrozado, y en verdad él no podía vivir sin ella”, como si no querer a alguien o dejar de hacerlo fuera algo contra ese alguien, contra el que sí quiere o continúa haciéndolo, una maquinación o una represalia, una decisión para perjudicarlo, cuando justamente jamás es eso. Así que yo no puedo quejarme, y aún menos debo: cuando Luisa me quiso a su lado me beneficié de una gracia que se me renovaba a diario, lo mismo que yo le renovaba a ella otra de valor parecido; y si una mañana no me fue más confirmada, no era cuestión de echarlo en cara ni de verlo como hostilidad voluntaria ni como malquerencia, nada de eso estaba en el ánimo, era espíritu de rendición más bien, y una gran pesadumbre. Ni tampoco de apelar a esas despreciables figuras contemporáneas con las que las entrometidas leyes amparan a los millones de aprovechados que hoy recorren y pueblan todos los senderos y campos: los derechos adquiridos, el tiempo empleado, los acariciados proyectos, la fuerza de la instalación o costumbre, el nivel de vida alcanzado, el futuro con que contábamos y el amor invertido, todo se hace mensurable. Y desde luego los hijos habidos y los contratos firmados. O los no firmados, sino sólo verbales. O los ni siquiera verbales, sino sólo implícitos, los abusivos contratos implícitos que según nuestro pusilánime mundo prepara y redacta a nuestras espaldas el mero paso del tiempo y además los rubrica por su cuenta y arbitrio, como si el tiempo pudiera ser nunca acumulativo y no empezara a contar desde cero con cada amanecer, y aun a cada instante...’

De repente me sentí ligero, quizá por primera vez desde que dos noches antes me había levantado de la mesa de Manoia y Tupra en la discoteca para cumplir la encomienda de éste y emprender la búsqueda de De la Garza y Flavia, me había puesto en pie y había apartado mi silla con una sensación instantánea de peso sobrevenido, de malestar y ominosidad, la punzada del alfiler en el pecho y el presagio de una malandanza, todo ello emanando de Tupra mucho más que de mí mismo, como si él me hubiera transferido con su sola orden la respiración contenida o falso ahogo de quien se apresta a asestar un golpe, o hubiera arrojado plomo sobre mi alma despierta y la hubiera sumido así en el sueño, desde entonces no me había abandonado esa gravedad presentida y después sentida, esa carga, o incluso se me había ido incrementando hora tras hora, hasta el punto de preguntarme sin pausa, durante aquellas cuarenta y ocho transcurridas tan lentamente (o ni llegaban a tantas), si debía renunciar y marcharme, descabalgarme, salirme de aquel trabajo en el fondo tan atractivo y cómodo en el edificio sin nombre y para el grupo sin nombre que más de sesenta años antes habían creado Sir Stewart Menzies o Ve-Ve Vivian o Cowgill o Hollis, o aun el célebre traidor Kim Philby o hasta el mismísimo y leal Winston Churchill, poco debía de quedar ya de ellos y del metal o la intención o el temple con que lo concibieron (no, es la engañosa palabra ‘mettle’ la que en el intruso inglés ronda mi mente); o tal vez sí pervivieran ese metal y ese temple sin haberse degradado, y sencillamente ocurriera que el grupo ya fuera en su fundación tan drástico e inclemente como desde anteayer parecía o yo intuía que era desde hacía sólo dos noches: acaso era que también todos ellos, el grupo original completo, incluidos en él Peter Wheeler y su hermano menor Toby Rylands, llevaban sus probabilidades en el interior de sus venas y era sólo cuestión de tiempo, de tentaciones y circunstancias que las condujeran por fin a su cumplimiento. Tal vez esas circunstancias y tentaciones, tal vez ese indeseado tiempo, habían llegado ahora, hacía poco y cuando la mayoría vivía ya sólo en sus discípulos y herederos (Tupra lo era de Rylands), en los recientes años huecos de la disgregación y la abulia, o la compaginación y el desconcierto, que habían traído a los particulares particulares, años de orfandad y recreo, como los había llamado la joven Pérez Nuix al relatármelos y describírmelos la noche de lluvia eterna en que me visitó con su perro, tras haberme seguido oculta durante demasiado rato. Llegaban cuando yo estaba por medio, eso era todo. O perseveraban. Un puro azar, culpa de nadie; mía no, eso seguro, en modo alguno. Quizá cuanto había ocurrido, cuanto yo había visto y oído, en la discoteca, en casa de Tupra más tarde, en la realidad y en pantalla, no era aún motivo para sustraerse, ni para largarse.

Comprendí que me sentía ligero gracias a la música en parte, ese Peter Gunn que para todo sirve y nunca falla, y al instante me percaté de que era también —o más aún— gracias al baile en que me había deslizado sin proponérmelo, sin duda en imitación instintiva, maquinal, casi inconsciente, de los tres individuos despreocupados del otro extremo de la plaza: los pies se mueven solos a veces, o como dice mi lengua con exactitud metafórica, cobran vida, se le van a uno, sin que uno se dé apenas cuenta. Me había puesto a bailar, era increíble, yo mismo, a solas en casa como si ya no fuera yo sino mi vecino ágil y atlético de huesudas facciones y esmerado bigote, un caso claro de contagio visual y auditivo, de mímesis, favorecido además por mis musarañas. Me descubrí (es un decir) avanzando por mi salón, más exiguo que el de enfrente y con muebles, a pasos cortos y rápidos y no sé si sinuosos, con movimiento loco de pies y caderas y de mi cabeza que afirmaba el ritmo, mis brazos acompañando sólo leve y escasamente, un poco doblados y un poco extendidos a la altura de los costados, y entre mis manos un periódico abierto que por supuesto no leía, lo había cogido como elemento de equilibrio en mi baile, eso supuse. Y entonces me entró vergüenza, porque al volver a mirar de veras a los bailarines originales, al mirar mirando y ya no absorto en mis pensamientos, hube de deducir que ellos habrían oído a su vez mi música en alguna mínima pausa de la suya —abierta mi ventana como dos de sus ventanales—, y me habrían localizado sin dificultad, al rastrear su procedencia; y, claro está, les divertía verme (el alguacil alguacilado, el cazador cazado, el espía espiado, el danzarín danzado); porque ahora no sólo bailábamos absurda y descompensadamente los cuatro según su coreografía, sino que había habido otro contagio, y este era de mí hacia ellos: les debía de haber parecido ingeniosa o imaginativa mi idea, así que los tres sostenían entre sus manos sendos periódicos desplegados, era como si bailaran con sus páginas, cada uno un agarrado.

Me paré en seguida, noté que el rostro se me acaloraba, no lo verían por suerte, gracias a la distancia, de momento no utilizaban prismáticos como yo sí hacía de vez en cuando, al espiar su salón danzante. Ellos se pararon también en el acto, se asomaron a sus ventanales y me hicieron señas, me saludaron agitando los brazos, de hecho me hicieron gestos inconfundibles de que me trasladara y me uniera, de que fuera a su piso y no bailara ya a solas, sino allí en un jovial cuarteto. Eso me dio aún más vergüenza: solté mi guillotina de golpe, retrocedí, apagué la luz, bajé el volumen de mi música. Me hice invisible, inaudible. De ahora en adelante ya no podría observarlos con la misma tranquilidad, o más bien observarlo a él, que las más de las veces estaba solo, eso era un inconveniente. Pero también me hizo sonreír aquello, y le vi una ventaja: pensé que si algún día o noche me eran tan desolados que ni siquiera las piezas de Mancini infalibles y otras que me producen el mismo efecto lograban levantarme el ánimo, tenía abierta la posibilidad de intentar buscar compañía y baile al otro lado de la Square o plaza, en aquella casa desenfadada y alegre cuyo ocupante se resistía además a mis deducciones y conjeturas, inhibía mis facultades interpretativas o se sustraía a ellas, algo tan infrecuente que le confería leve misterio. Esa perspectiva de una visita hipotética, ese asidero posible o futuro me llevó a sentirme aún más ligero. Cogí mis prismáticos del hipódromo y miré desde atrás, desde dentro, a resguardo de los ojos de ellos, se me antojó que habían cambiado de acompañamiento por cómo se movían ahora (habían vuelto a lo suyo, tras mi eclipse y mi espantada), así que quité la pieza de mi tocadiscos y fui a sustituirla por una de Sed de mal llamada ‘Background for Murder’, nada sombría pese a lo que significa el título, ‘Fondo para asesinato’. Pero me equivoqué al programarla a oscuras o a la sola luz ahorrativa de las farolas lunares, y en su lugar empezó a sonar otra imprevista y totalmente distinta, ya no era jazz sino una pianola, ‘Tana’s Theme’ su nombre, lo vi luego en la contraportada del disco, una música que yo mal recordaba en esa banda sonora y en esa película (la película más olvidada, debía comprarme un reproductor de DVD sin tardanza, apenas veía cine allí en Londres), aunque poco a poco, a través de las notas tan parecidas a las de un organillo, se me fue abriendo paso en la niebla la figura de una Marlene Dietrich con el pelo negro, madura, vestida de echadora de cartas o algo por el estilo, interpretando asimismo un papel —aún más inverosímilmente, pero también uno se lo creía— de mexicana o no sé, quizá de zíngara apátrida en la ciudad fronteriza, la tal Tana del tema.

Era una música melancólica y poco bailable a solas, música de despedida, y nada tenía que ver —de hecho era incongruente— con las zancadas y saltos que daban mis vecinos ahora allá a lo lejos, aunque yo los viera de cerca con mis cristales. Dejé sonar la melodía, sin embargo, me quedé escuchándola, los organillos me traen a la memoria siempre mi tiempo de infancia, eran frecuentes en Madrid en aquel tiempo, hoy aún se ve alguno pero ya no es lo mismo, no son parte natural del paisaje sino un reclamo para turistas, ahora son intencionados; y al oír ese organillo que quedó programado por accidente en mi tocadiscos, y que se repetía con su parsimonia una y otra vez, tranquilamente (como si fuera una pianola de veras, cuyo teclado se mueve solo y parece tocado por dedos fantasmas), se me fueron representando imágenes de mis calles de entonces, la de Génova y la de Covarrubias y la de Miguel Ángel, la imagen de cuatro niños caminando por esas calles con una criada vieja o con mi joven madre viva (ambas también ya fantasmas), mis hermanos y yo, los tres chicos y la niña, ella cogida de mi mano, a mi lado, ella la más pequeña y yo el siguiente desde abajo, sin duda eso nos había unido.

‘Parece raro que se trate de la misma vida’, pensé. ‘Parece raro que yo sea el mismo, aquel niño con sus tres hermanos y este hombre aquí sentado en penumbra, con hijos propios lejanos a los que ya no ve nunca, un poco solo aquí en Londres.’ ‘¿Cómo puedo yo ser el mismo?’, se había preguntado Wheeler en el jardín de su casa a la vera del río, justo antes del almuerzo, aquel domingo. ¿Cómo aquel anciano —se dijo, me dijo— podía ser el que estuvo casado con una chica muy joven que se quedó para siempre en eso, porque así de joven había muerto? Peter había preferido dejar para otro día el relato (‘Cómo murió su mujer, de qué murió’, fue mi pregunta), seguramente para uno que jamás llegaría o no en la tierra sino en el Juicio con suerte, si por fin se celebraba: era evidente que le costaba hablar de ello, o no quería. Yo aún sí me reconocía, en cambio, en el que se casó con Luisa, al regreso de la estancia inglesa que ahora había de llamar primera estancia, la boda no fue mucho más tarde. Habían pasado años, pero no tantísimos, y a diferencia de lo que le había ocurrido a Wheeler con su mujer Val o Valerie, Luisa sí me había acompañado casi todos los días en mi lento envejecimiento, al menos así había sido hasta mi expulsión y destierro. Comprendí que mi ligereza de aquella noche se debía también, más que a la música o al impremeditado baile, al conjunto de mi conversación con ella y sobre todo a la parte última, con aquella sospecha mía optimista, sin fundamento acaso, de que aún nadie había entrado en su vida, no del todo, ni por tanto se había introducido en mi casa para apoyar la cabeza en mi almohada y ocupar todos mis sitios.

‘Quizá deba conservarlo un tiempo más, este empleo, pese a todo, pese a Pérez Nuix, pese a Tupra’, pensé cuando empecé a adormecerme, sentado en mi sillón de nuevo, los prismáticos sobre los muslos, vestido, casi a oscuras, apaciguado por el organillo o pianola que tocaba su melodía en adioses interminables (adiós, gracias; adiós, donaires; adiós risas y adiós agravios), convencido de que por fin tendría una noche sin insomnio ni sobresaltos, sin las pesadillas que nos aplastan ni tanto plomo sobre mi alma. ‘Ella me lo ha aconsejado, que lo conserve, aunque de este trabajo ella no sabe nada, en verdad nada de nada. No ha sido por lo mensurable, eso no iba en serio, de hecho le mando más de lo necesario, eso ha dicho, su honradez es la acostumbrada, no ha cambiado por verse sola. Pero está bien que estén a un paso del lujo, también ha dicho eso, a mí me gusta hacerlo posible, aunque habrá exagerado, y es gracias a este trabajo del que aún hay por venir, siempre queda, un poco más y por qué no seguir, un minuto, la lanza, un segundo, la fiebre, y otro segundo, el sueño (pero luego siempre vienen el dolor y la espada, y se harán días y semanas y meses y tal vez años). Lo que ocurrió anteanoche, lo que vi y oí entonces, empieza ya a enturbiárseme esta otra noche y se difuminará sin duda con el transcurrir de los días y el caso omiso, nuestra capacidad para omitir es enorme, como la de negación provisional y transitorio olvido, y acabará quizá siendo como la mancha de sangre en lo alto de la escalera, que ya no puedo jurar haber visto porque al limpiarla del todo di paso a la duda, por contradictorio que sea esto: si sé que la borré, cómo puedo dudar de ella; y sin embargo así sucede, uno borra o tacha y ya no es, lo borrado o tachado; y al no ser, cómo estar seguro de que alguna vez fue o nunca ha sido; cuando algo desaparece sin cerco ni rastro, o se pierde alguien sin dejar su cadáver, entonces cabe dudar de su absoluta existencia, aun de la pasada y atestiguada. Cabe dudar por tanto de la de mi tío Alfonso, del que sólo halló mi madre su foto de muerto que yo guardo ahora, pero no su cuerpo. Cabe dudar de la de Andrés Nin por tanto, que no se sabe dónde yace enterrado ni si fue enterrado (acaso en un jardincillo interior del palacio de El Pardo, y allí se conmovieron sus huesos durante treinta y seis años, al notar unas pisadas enemigas ociosas sobre su tumba anónima o más bien ignorada). Cabe dudar de la de Valerie Wheeler, que para mí aún no tiene muerte ni vida si nadie me las ha contado, es sólo un nombre y podría serlo inventado y quizá mejor que así fuera (y quizá por eso su viudo eterno me había hecho la advertencia: “En realidad no debería uno contar nunca nada”). Lo que ocurrió, en lo que participé anteanoche en este país que para mí volverá a ser “el otro” algún día, se hará cada vez más brumoso, irreal, sobre todo si no se repite ni yo lo cuento ni insisto, llegará entonces a ser recordado como un mal sueño a lo sumo, y tras todos los sueños siempre puede decirse: “Oh no, yo no quise, no era mi intención, no tuve parte y fui ajeno, yo no elegí, qué voy a hacerle, si aparecieron esa asquerosidad o esa violencia que yo mismo causo, o que no he impedido...” Eso piensa el iluso y eso pensamos todos y quién no lo ha hecho, de vez en cuando. Pero mientras dura la ilusión ya nos vale, y no es cuestión de cercenarla antes de hora, sino mejor darle entero su tiempo, para ser creída.’

De pronto —o no fue así, sino que tardé en darme cuenta— vi que estaban apagadas las luces de enfrente, las de los bailarines, sus ventanales cerrados. Habían puesto fin a la sesión en algún momento, mientras yo cabeceaba o me adormilaba al son del ‘Tema de Tana’, esa pianola no pararía hasta que yo la obligara con mi mando a distancia, o no acabaría nunca de despedirse (adiós, regocijados amigos; que yo me voy muriendo; no os veré más, ni me veréis vosotros; y adiós ardor, adiós recuerdos). No había estado atento a la calle, no me había acercado a la ventana de nuevo para vigilar quién salía, cuál de las dos mujeres, si una o ambas o si ninguna, cabía asomarse ahora y buscar una bici allí estacionada, pero que no la hubiera carecería de significado, su dueña podía no haberla sacado esa noche, haber venido en autobús, metro o taxi, lo que se da una vez no tiene por qué repetirse, aunque tengamos la propensión idiota a creer lo contrario, sobre todo si lo que se da nos complace; como tampoco significaría nada que sí la hubiera, una bici, podía ser de cualquier persona. En realidad no me importaba en absoluto, no iba a asomarme a otear la plaza, sólo me importaba un poco quién salía o no de mi casa, es decir de la de Luisa y los niños en el Madrid lejano, o quién entraba o no en ella, y se quedaba; y eso me era imposible verlo, los ojos de la mente no servían, no dan para tanto. ‘No es asunto mío, debo hacerme de una vez a la idea’, pensé. ‘Como no lo es tampoco en qué emplee Luisa mi innecesario dinero, el que le envío de sobra sin que me lo pida, ella sabe lo que supone pedir, para las dos partes de las peticiones, así que ahora que no estamos juntos prefiere aguardar y evitárselo: como si cae en la tentación de sus conocidas y amigas y decide no correr el riesgo de acabar siendo una paria o una descuidada, no esperar a mañana ni a pasado mañana para hacerse un tratamiento de lo que quiera si quiere, someterse a sajaduras e implantes o inflarse a grimosas inyecciones de bottox como la señora Manoia si eso la contenta, aunque no la veo por esa senda, no aún, no a la que yo dejé atrás y he conocido, todavía no será muy distinta, para traicionarse el rostro; en todo caso yo debería conservar este empleo, seguir ganando lo que gano ahora y aún más, para sufragárselo o para cubrirles cualquier otra necesidad o emergencia más serias, aunque a mí ya no me toque intentar protegerla ni intentar contentarla, pero cómo se quita uno esa tendencia, o es costumbre; cómo se anula eso, en el pensamiento.’

Suprimí con el botón del mando el organillo o pianola, ya era hora, me había excedido, me había expuesto demasiado a las evocaciones, sin aburrirme de oír lo mismo. Pensé que si me quedaba dormido del todo así, en el sillón, vestido, me despertaría en mitad de la noche oprimido por los sueños plomizos, anquilosado, sintiéndome sucio, con frío. Pero no tuve la decisión suficiente para levantarme y trasladarme a la alcoba y tenderme, por lo menos eso. Y pensé ya sin música, en completo silencio, ahora sí se había hecho tarde, no para Madrid sino para Londres y era allí donde estaba, un habitante más de aquella isla grande que era patria para algunos como Bertram Tupra y para mí no lo era, sólo ese otro país en el que no hay persianas ni apenas cortinas ni contraventanas, y así se cuela la luna en todas sus habitaciones si está despejado el cielo, o las farolas lunares si está cubierto, como si allí hubiera que mantener siempre un ojo abierto al adormecerse: ‘Debo hacerme a la idea de que a mí no me toca nada y de que además no soy nada, en aquella casa, en aquellas sábanas que ya no existen porque se rasgaron para hacer tiras o paños antes de que estuvieran viejas y adelgazadas, en aquella almohada. Sólo soy una sombra, un vestigio, o ni siquiera. Un susurro afásico, un olor disipado y fiebre bajada, un rasguño sin costra, que se desprendió hace tiempo. Soy como la tierra bajo la hierba o aún más allá, como la invisible tierra bajo la tierra ya hundida, un muerto por el que no hubo duelo porque no dejó atrás su cadáver, un fantasma cuya carne se va ahuyentando y sólo un nombre para los que vengan luego, que no sabrán si es inventado. Seré el cerco de una mancha que se resiste a irse en vano, porque se rasca y se frota sobre la madera a conciencia, y se la limpia a fondo; o como el rastro de sangre que se borra con mucho esfuerzo pero por fin desaparece y se pierde, y así ya nunca hubo rastro ni la sangre fue vertida. Soy como nieve sobre los hombros, resbaladiza y mansa, y la nieve siempre para. Nada más. O bueno, sí: “Déjalo convertirse en nada, y que lo que fue no haya sido”. Seré eso, lo que fue que ya no ha sido. Es decir, seré tiempo, lo que jamás se ha visto, y lo que nunca puede ver nadie’.