El malestar se me iba pasando, con todo, desde que él había detenido el automóvil. Veía mis luces del apartamento encendidas, a menudo dejaba así algunas si es que no todas, parecería que estuviera en casa siempre, excepto cuando dormía o las apagaba a propósito a veces —al oír música—, para alguien que me espiase desde enfrente o desde la calle.
—Esas luces de ahí, ¿son las tuyas? —me preguntó Tupra al mirar hacia donde yo miraba, hubo de invadir mi espacio un momento y acercar su rostro a mi ventanilla abierta, le gustaba controlarlo todo, o lo que veía lo curioseaba con sus ojos siempre insaciables, azules o grises según qué los iluminara.
—Sí, no me agrada encontrarme la casa a oscuras, cuando regreso tarde.
—No será que te espera alguien arriba, ¿verdad? Y yo aquí entreteniéndote más rato.
—No, no me espera nadie, Bertram. Sabes que vivo solo.
—Podía ser una visita, alguien habitual, que tuviera llave. ¿Quizá una novia inglesa? ¿O sería siempre española?
—Nadie tiene mis llaves, Bertram, y esta noche era muy mala para citas tardías. Cuando salimos contigo, nunca sabemos a qué hora volvemos. Hoy no es demasiado tarde, pero sólo con que De la Garza hubiera luchado, o hubiera echado a correr, o hubiéramos tenido que pasar por comisaría por armar bronca en sitio público o por tu original posesión de armas, ya nos habríamos ido a las tantas, o a mañana por la mañana.
Tal vez mi leve pero recobrado tono de reproche lo llevó a acordarse, y entonces él me hizo el suyo, su reproche, para machacar y anular el mío o porque me lo tenía guardado, y para eso, para soltármelo, había querido acercarme a casa. Seguramente era esto último, él no solía pasar por alto los fallos, ni sus descontentos.
—No habría podido echar a correr. Tampoco habría luchado nunca, tú lo sabes —me puntualizó—. Pero ah, mira, ahora que me llamas Bertram, esto quería decirte. —Y se le endureció la cara, debía de haberlo fastidiado de veras—. Tres veces, tres veces si no han sido cuatro, me has llamado Tupra esta noche, delante de ese imbécil tuyo. ¿Cómo se te ha ocurrido, Jack? ¿No tienes cabeza? —Y hasta se atrevió a darme un golpecito en la frente con la parte más mullida, inferior, de su palma, como si fuera un profesor de gimnasia—. Si soy Reresby esta noche, Jack, esta noche no tengo otro nombre, eso estaba claro, a ningún efecto. Lo sabéis todos de sobra, que eso es inamovible en cualquier circunstancia, a menos que yo os avise de un cambio. ¿Cómo has podido tener ese descuido? Ese cretino ha oído mi nombre. Podían haberlo oído otros. Con él no pasará nada, no será grave, le dará lo mismo un nombre que otro, y lo último que deseará será acordarse de mí, de mi cara o de cómo me llamo. Querrá olvidar la pesadilla entera, ese no va a ser vengativo. Pero imagínate que se te hubiera escapado delante de Manoia, para quien soy siempre Reresby, desde que me conoce. Son años, Jack, ¿no lo entiendes? No puedes tirármelos a la basura en un instante, por perder los papeles y ponerte histérico y anticipar lo que voy o no a hacer, hasta que me veas hacerlo tú no puedes saberlo, y a veces tampoco aunque me veas, ¿entiendes? No lo habré hecho, de todas formas. Aparte de que no sea asunto tuyo, lo que yo haga. Pronto vas a viajar conmigo, Jack, me vas a acompañar fuera, y habrá más desplazamientos seguramente, si continúas con nosotros y seguimos colaborando. Me veas en lo que me veas, no vuelvas a meterte nunca. No quiero ni pensarlo: con Manoia habrían sido años de confianza muy lenta, jamás segura, siempre a prueba, tirados por la borda así, en un instante. ¿O cómo crees que reacciona alguien cuando oye llamar a un negociador o a un socio por otro nombre del que él conoce?
Tenía razón en parte, incluso en buena medida: había sido un fallo. Pero había sido cuando había sido, cada vez que había creído que iba a matar al cretino, no era una circunstancia cualquiera. Pero en vez de defenderme inmediatamente, aproveché para intentar una averiguación (tres eran muchas veces):
—Así que os conocéis de antiguo y aun así te cree Reresby —dije—. No sabía, tampoco me lo dejaste tan claro. ¿Qué es el Sismi, si puedo preguntarlo?
Tupra se rió, esta vez él solo, seco, casi me sonó sarcástico; o peor, condescendiente.
—No sólo puedes —me contestó—, sino que ni siquiera te haría falta. Probablemente venga hasta en los diccionarios, de italiano-inglés, de italiano-español en tu caso. El Servicio de Inteligencia de allí. Servicio para la Seguridad y la Información Militares o algo así, son siglas, en italiano dan SISMI, s, i, s, m, i, no tiene ningún misterio. Estabas más atento de lo que me ha parecido.
—Ah. ¿Debo deducir que Manoia pertenece a ellos? Un siervo de Berlusconi, entonces. Qué desgracia la de los funcionarios y militares de ese país, vasallos todos de un mamarracho. Se le adivinan las lentejuelas y la chaqueta de raso rojo, aunque no las lleve puestas. No, no estaba atento, pero esa palabra no la conocía, en ninguna lengua.
No me siguió la broma, pero no sería por respeto a ese Primer Ministro, yo sabía que también opinaba que era un mamarracho con chaqueta de raso y lentejuelas implícitas.
—Eso sería demasiado deducir, Jack. Así que no lo preguntes tampoco. Hablar de la CIA o del MI6 o el MI5 no supone pertenecer a ellos, ¿verdad? Es más, rara vez los nombran quienes están en ellos, como tienen prohibida la palabra ‘Mafia’ muchos mafiosos, no toleran ni oírsela a otros, a civiles. Tampoco se te ha contratado para que deduzcas ni para que preguntes, así que puedes ahorrarte esas tareas, las haces gratis. O guardártelas para ti, si es que te tientan. Pero a mí no me fastidies, no me marees.
Esta vez se me hizo antipático, impertinente. ‘But don’t piss me off, don’t pester me’, algo por el estilo dijo, y le salió con gran desprecio. A mí no me costaba nada recuperar el cabreo, de hecho el de fondo no se me iba a pasar en mucho tiempo y nunca se me iba a olvidar el mal trago, el sentimiento de miserabilidad y abuso que me había infundido, de impotencia y de chulería y aun de fascismo analógico. Si es que era analógico: me había hecho acordarme de la cuadrilla de requetés o de falangistas que había toreado a un hombre en un campo de Ronda, en el remoto octubre o septiembre del 36. Me tocó las narices y le devolví la moneda.
—Me ibas a dar una explicación —le dije—. De lo de la maldita espada. Los Kray y todo eso. ¿Qué es lo que aprendiste tan importante, a ser como El Zorro? ¿D’Artagnan, Gladiator, Conan el Bárbaro, Espartaco? ¿El Príncipe Valiente, los Siete Samuráis, Aragorn, Scaramouche? ¿O Darth Vader? ¿Cuál es el modelo?
Volvió a apoyar las manos sobre el volante trabado. Ladeó la cabeza hacia mí, hacia su izquierda, con la poca luz —y era toda lunar— los ojos se le veían negros y opacos, como nunca se le apreciaban; o era efecto de la dominancia de sus pestañas, largas y demasiado tupidas para no ser envidiadas por casi cualquier mujer y receladas por casi cualquier varón. Yo soy varón, pero tampoco las tengo cortas ni ralas. Se rió un poco, con más ganas ahora, mi salida le había hecho gracia. Una vez más yo le hacía gracia, es el mejor salvoconducto para librarse de casi cualquier cosa (no de las inquinas ni de las venganzas, pero sí de las represalias y las amenazas coléricas, y eso es mucho).
—Sí, ríete ahora, Iago —me dijo, me llamaba así cuando quería picarme, en tono de zumba. Y a continuación se puso más serio—. Ríete, pero hace una hora, cuando tenía la espada en la mano, estabas tan aterrorizado como ese Garza —lo pronunció a la inglesa, le salió ‘Gaatsa’—. Y si yo me bajara ahora del coche, fuera al maletero y la cogiera de nuevo, te volverías a morir de miedo aquí mismo; y si te la levantara saldrías corriendo hasta tu puerta y maldiciendo la existencia de las llaves, que hay que sacar de un bolsillo e introducir en una ranura, no es fácil acertar cuando la vida depende de eso y está uno desesperado y sin aire. Uno nunca llega a tiempo. Yo te habría alcanzado, antes de lograr abrirla. O de poder cerrarla dejándome fuera a mí con mi espada, la hoja habría cabido por la rendija y te habría impedido el portazo. Hasta los sueños saben eso, que a uno suele alcanzárselo, y lo saben desde la Iliada. —Se detuvo un momento y miró hacia mi portal, lo señaló con el dedo como si ambos pudiéramos ver, desdoblados, la escena hipotética que describía, un hombre corriendo hasta allí como loco, salvando los escalones de un salto e intentando introducir una llave, completamente desencajado; y tras él otro con una ‘destripagatos’ de doble filo en la mano, con una lansquenete empuñada y en alto. Sí sentí un estremecimiento, procuré disimularlo. Me desconcertó su mención de la Iliada—. Es el miedo, Jack. El miedo. Una vez te dije que es la mayor fuerza que existe si uno logra acomodarse a él, instalarse, convivir con él con buen temple. Entonces puede sacarle uno provecho y utilizarlo en su beneficio, y llevar a cabo proezas que ni en el sueño más fatuo, combatir con gran coraje, o resistirse, y hasta vencer a uno más fuerte. Las madres en primera línea con sus niños bien cerca, serían los mejores guerreros en las batallas, os lo tengo dicho. Por eso hay que ser cuidadoso con el miedo que uno mete, porque se le puede volver en contra. El que uno mete ha de ser tan terrible que no haya lugar a asentarlo, a incorporarlo, a adaptarse ni a consentirlo, que no pueda haber una estabilización ni una pausa para convivir con él, ni un segundo, para encajarlo y hacerle sitio, y así cejar un instante en el agotador esfuerzo por ahuyentarlo. Eso es lo que paraliza y desgasta, y consume toda energía, la incomprensión, la incredulidad, la negación, la lucha. Y si la lucha ya no es esa (que es baldía), entonces las fuerzas vuelven aumentadas. Nadie piensa que va a morir, ni en la situación más adversa, ni en la más negra de las circunstancias, ni ante la irrefutable inminencia. Así, el miedo que uno mete o infunde no debe ser conocido, ni casi ser imaginable. Si es un miedo convencional, previsible, o cómo decirlo, trillado, el que lo padece será capaz de entenderlo, de ganar tiempo y con él costumbre, y quizá después de acometerlo. No se le pasará, no va a perderlo, no es eso: ese miedo seguirá activo, acuciándolo y atormentándolo, pero podrá asumirlo parcialmente, podrá resituarse y discurrir algo; y se discurre a toda velocidad bajo su dominio, la imaginación se agudiza y aparecen soluciones, irrealizables o no, abocadas o no al fracaso, pero en todo caso se vislumbran, la mente se pone alerta y con ella todo el resto. Uno salta una tapia que parecía infranqueable en cualquier otro momento, o huye durante horas corriendo cuando antes habría dicho que no contaba con fuelle ni para cazar a la carrera el autobús que se marcha. O empieza a hablar, a interesar, a contar y a argumentar, a entretener al que lo amenaza y ver si así lo disuade, cuando toda la vida uno ha sido negado para la elocuencia y no es capaz de lograr ni que el camarero de un bar lo atienda. La gente con miedo se transforma, si se le da tiempo a que prevalezca en ella no ya el mero instinto, sino el ingenio raudo de la supervivencia.
Y Tupra se calló, ya no era Reresby indudablemente, paró su disertación, debía de tener bien estudiado el miedo, y bien probado, y bien vivido, y eso sería por el mucho uso de él que habría hecho en su vida, aquí y allá, quién sabía, en sus misiones y correrías de campo o sobre el terreno, en todas partes hay insurrectos y más si se está al servicio de un viejo Imperio ya en ruinas y además en retirada, que ya deja sólo destacamentos muy recios para hacer acopio y traspasar poderes y organizar salidas no del todo deshonrosas, los venideros negocios y las salidas tardías. Se me cruzó el pensamiento siniestro de que pudiera haber torturado y visto ahí tanto pánico, como Orlov y Bielov y Contreras a Andreu Nin en su día (el primero en realidad Nikolski y el tercero en realidad Vidali, y luego Sormenti en América: también Tupra tenía sus alias), en un sótano o cuartel o casa o prisión u hotel de Alcalá de Henares, allí en la colonia rusa donde había nacido Cervantes; un informante sombrío y no especificado sugería que lo habían desollado vivo, aquellos tres camaradas; pero me daba tanto miedo esa versión o idea que la rechazaba de plano sin más motivo que ese, mi incredulidad o lucha contra ese miedo, lo mismo que rechacé en seguida el pensamiento siniestro sobre Tupra mi camarada, al fin y al cabo era alguien a quien veía casi todos los días, los laborables al menos, durante aquel tiempo mío de Londres.
Se quedó en silencio de golpe, como sin resuello verbal más que respiratorio, las manos sobre el volante siempre, como si fuera un niño que juega con un coche de mentira o con el de su padre inmovilizado, apagado. La mirada se le había perdido, los ojos sin dirección precisa, seguramente sin ver lo que vieran, mi portal, mi plaza, los árboles, las oficinas, el hotel, las farolas, la estatua, o la escena que acababa de fabular, en la que me alcanzaba dispuesto a matarme —era extraño ver divagar aquellos ojos, normalmente tan aprehensores y tan poco ociosos—, o las luces también encendidas de mi bailarín vecino, no sabía Tupra de su existencia, ni que era mi entretenimiento cuando estaba solo en casa, cansado o abatido o nostálgico, y a veces mi apaciguamiento, el bailarín desenfadado y contento con sus dos mujeres, y alguna extra de tarde en tarde. La Square estaba vacía casi todo el rato, tan sólo pasaban algún automóvil o algún transeúnte sueltos, separados por minutos; y al ser un lugar algo recoleto, un semioasis, los pasos de éstos resonaban sobre la acera excesivamente. Alguno se daba cuenta y entonces los reprimía, trataba de amortiguarlos, como si de pronto añorara una alfombra bajo sus pies indiscretos. Los coches no, en todas partes son desconsiderados. Ni aminoraban la marcha. Tampoco lo habíamos hecho nosotros con el Aston Martin, al entrar en la plaza.
—¿Y entonces? —dije yo, que no soltaba las presas si me atraía lo que contaban, al igual que Wheeler y que el propio Tupra—. El aprendizaje, la espada. —Dejé de lado el tono zahiriente, o era de burla amigable.
Él salió de su vagaroso estado al instante, encendió otro Rameses II y ahora sí me tendió el faraónico paquete abierto de color rojo predominante, lo hizo maquinalmente, yo creo que sin darse cuenta de que no había sido así poco antes. Habíamos apagado los anteriores con cuidado en el cenicero, no se arrojan por la ventanilla en Londres los fósforos ni las colillas. Volvió a hablar con el mismo vigor y convencimiento. Sin duda había estudiado y calibrado sus métodos, había pensado en ellos o los habían pensado por él unos expertos y él los había adoptado tras escuchar las explicaciones y con conocimiento de causa, casi nada era casual ni un capricho o una extravagancia, por lo que dijo entonces (y por una vez resultó que no se había desviado tanto, de frase en frase):
—Justamente. Si yo le saco a un individuo una pistola o una navaja, es seguro que se asustará, pero será un susto convencional, o trillado, como te he dicho, quizá esa es la palabra. Porque eso es lo habitual hoy en día y desde hace ya un par de siglos, de hecho va para antiguo. Si nos atracan o nos secuestran, si nos amenazan para que cantemos o quieren obligarnos a algo o se disponen a escarmentarnos, en casi todos los casos será a punta de pistola o cuchillo: eso es lo que la gente se agencia y además es lo cómodo y práctico, lo que cabe en un bolsillo y podemos sacar rápidamente con tan sólo una mano, y lo que suponemos que el otro lleva cuando presentimos un mal encuentro. Es lo probable si nos cruzamos con una panda de gamberros del fútbol o de cabezas rapadas y nos da tiempo a barajar la posibilidad de cambiarnos de acera, casi siempre es demasiado tarde, si nos han echado el ojo no suele valer la pena o hasta empeora las perspectivas. También si alguien nos sigue con intención sospechosa: la mujer que se huele que van por ella a violarla teme y se hace a la idea de una punta de navaja sobre su pecho o garganta; el hombre en cuya casa entran ladrones espera ver contra su sien o su nuca el cañón de una pistola, es lo normal y lo previsible y, por así decir, se hace a esa idea. Hacerse a la idea no es mucho, pero es algo, porque sin querer uno ya está pensando en las maneras de escapar a eso o de limitar su daño, aunque resulten fantasiosas dadas las circunstancias; pero lleva adelantado terreno y sobre todo no se aterroriza ni se sorprende tanto, o sólo en la medida de ser uno el que se ve en tal aprieto, cuando siempre ha creído que a él no iba a tocarle, o que ni siquiera entraba en el sorteo, el optimismo de la gente es infinito mientras ante cualquier desgracia ajena, aun cercana, le quepa añadir para sí, tras todos los pésames y lamentaciones: ‘Ah, pero no soy yo, no ha sido a mí’. Ahora hay unas bandas, lo habrás leído en la prensa, la mayoría son de individuos del Este, albaneses, rusos, ucranios, kosovares, polacos, que irrumpen en las casas con metralletas y por las bravas, revientan la puerta y tiran al suelo a sus habitantes y para empezar les dan culatazos, todo mucho más a lo bestia; y a veces se pasan de la raya y matan. Son procedimientos de la antigua KGB, o de la aún más antigua NKVD, que a su vez no eran distintos de los de la Gestapo, ambos. —‘Por ignorar los manejos de Orlov y sus muchachos de la NKVD’, me pasó por la memoria esa cita, leída en casa de Wheeler, durante mi larga noche de estudio sobre la misteriosa desaparición de Nin—. Eso ya da más miedo, quiero decir que da uno más inesperado, y que esa violencia se percibe en seguida como desproporcionada para reducir y robar a una familia corriente, pacífica, que no va a oponer resistencia; y entonces pasa a temerse cualquier otra desproporción posible. Creo que en España hacen lo mismo, además de esos eslavos ingratos, los colombianos y los peruanos, aquí no hay aún demasiados de esos, vuestra lengua hace mucho por ellos, los tienta, en tu país tienen eso resuelto y para qué van a moverse. Eso nos salva a nosotros de ellos por ahora, bastante. Nos llegan árabes y chinos, rastas y pakis, son otra historia. Pero el miedo que provoca una metralleta, con todo, no acaba de ser terrible, o lo que yo llamo terrible, es decir, miedo que anula y que lo abarca todo, sin dejar espacio para ocuparse de nada más que de eso, del miedo propio que lo invade a uno entero. Porque es difícil que se utilice, esa arma. No lo harán si pueden ahorrárselo. Es ruidosa y aparatosa, vibra y su retroceso sacude y cansa, de tan fuerte, y tampoco se oculta con facilidad si se ha de salir huyendo. Su función es, al final, más de intimidación que de verdadero uso, y eso la víctima lo sabe o lo intuye desde el primer instante, y se reconforta, se recompone pensando que sólo si las cosas se ponen fatal para los asaltantes, dispararán éstos con ella. —Tupra volvió a hacer un alto, muy breve esta vez, como si quisiera poner punto y aparte nada más, ni siquiera cambiar de capítulo—. En cambio, una espada —añadió muy pronto—. Ríete ahora, búrlate por su extravagancia, por su anacronismo, hasta por su herrumbre. Tú no viste tu cara cuando la descubriste en mis manos. Viste la del macaco, con eso debería bastarte. —Bueno, la verdad es que dijo ‘monkey’, ‘mono’ a secas, sería imposible oír ‘macaque’ como insulto, en boca inglesa—. Seguramente es el arma que más miedo da, justamente por su incongruencia en estos tiempos en que casi nadie lucha acercándose, o sólo como deporte curioso. Se tiran bombas y proyectiles desde distancias inimaginables, es como si cayeran solas del cielo, te lo aseguro, ni siquiera se ven aviones muchas veces, ni se los oye, o van sin piloto o eso es lo que les parece a las poblaciones que están abajo. Se sufre el espantoso estrago, pero rara vez se ve ya a quien lo causa, esa es la tendencia desde que se inventó la ballesta, que Ricardo Corazón de León y otros consideraron deshonrosa, por ventajosa en exceso y con riesgo escaso para el ballestero, mucho más que el arco, porque al menos éste requería un mayor grado de destreza y esfuerzo y no se valía de un mecanismo, y alcanzaba, por así decir, lo que alcanzaba el brazo de un hombre, nunca más lejos ni más veloz ni preciso. Todo va hacia la ocultación del que mata, hacia su anonimato desde hace siglos, y todo hacia la deshonra; y eso hace que una espada parezca ir más en serio que cualquier otra arma. —‘In earnest’, fue lo que dijo—. Parece imposible empuñarla en vano, no sé yo si te das cuenta: parece imposible hacer algo distinto de usarla, y de usarla inmediatamente.
Y era cierto que yo me había preguntado por ella al vérsela ya en la mano —o quizá fue más tarde, cuando por fin volví a casa del todo (no entonces, no en aquel viaje o parada) y me costó tanto dormirme (luego pudo formularlo él por mí, habérmelo expresado en el coche y ser mi pensamiento sólo un eco de sus palabras)—, y lo había hecho en estos términos: ‘De dónde ha salido, un filo primitivo, un mango medieval, un puño homérico, una punta arcaica, el arma blanca más innecesaria y más reñida con estos tiempos, más aún que una flecha y más que una lanza, un anacronismo, una gratuidad, una extravagancia, una incongruencia tan extrema que provoca pánico sólo verla, no ya miedo cerval sino atávico, como si uno recuperara al instante la noción de que es la espada lo que más ha matado a lo largo de casi todos los siglos, lo que ha matado de cerca y viéndosele la cara al muerto’.
Tupra había aludido a Homero y ahora hablaba del segundo rey Plantagenet y el primero de los Ricardos, nacido en la mismísima Oxford pero de quien mucho se duda que conociera el inglés o ni siquiera lo chapurreara, y que a lo largo de su decenio reinante no permaneció más que unos meses en el país de esa lengua —todo sumado—, inmerso el resto del tiempo en la Tercera Cruzada o en sus guerras familiares en Francia, donde fue muerto cuando sitiaba Châlus, el año 1199, por una saeta de ballesta precisamente —a modo de inri—, según refresqué en un par de libros más adelante: un británico forastero más, todavía otro inglés postizo y también otro con sus alias: no sólo ‘Coeur de Lion’ tan conocido, sino asimismo ‘Yea and Nay’, antiguas formas de ‘Sí y No’ y comprensiblemente más postergado; pues Ricardo Sí y No suena algo chusco aunque así fuera él llamado, por sus bruscos y continuos cambios de parecer y de planes, hasta en medio de las batallas (debió de ser exasperante, aquel monarca sañudo). Fue inevitable que estas referencias cultas de Tupra me sorprendieran un poco, en su conversación habitual no solía haberlas, no históricas ni literarias, si bien tal vez se debía a que normalmente no nos hacían falta: hablábamos de otras personas, casi todas eran presentes y ninguna era ficticia, aunque sí desconocidas para mí en su mayoría. Quizá era que conocía bien la historia entera de las armas, por motivos profesionales. O que había sido estudiante de Oxford, al fin y al cabo, y discípulo de Toby Rylands, profesor egregio y emérito de Lengua y Literatura Inglesas, con más formación de la que aparentaba. Pero siempre me cabía la duda de si la tutoría de Rylands se había dado más en el grupo sin nombre, que adiestraba con la práctica, que en la Universidad de renombre a la que habíamos pertenecido todos. Hasta yo mismo durante dos ya lejanos años de los que apenas quedaba rastro, tal como había previsto con seguridad entonces, cuando aún vivía allí, consciente de estar de paso y de que no iba a perdurar huella mía. Ahora, en aquel otro tiempo de Londres, pensaba lo mismo a veces, y aumentado, pese a no tener nunca muy claro si iba a regresar o adónde iría, si me marchaba: ‘Cuando salga de aquí, cuando vuelva a España, mi vida de estos días reales —y algunos transcurren lentos— pasará a ser un ‘Sí y No’ o como un sueño sin importancia, y nada de esto tendrá ninguna, ni los sucesos más graves, ni esa tentación o ese pánico, ni esa asquerosidad o esa violencia que yo mismo causo, ni el plomo sobre mi alma. Y habrá llegado antes un día en que les habré dicho a estos días un adiós quizá parecido a la despedida escrita de Cervantes que quise recordarle a Wheeler, sin atreverme del todo a ello, en su jardín junto al río. Algo menos alegre sin duda, pero sí más aliviado. Por ejemplo: “Adiós risas y adiós agravios. No os veré más, ni me veréis vosotros. Y adiós ardor, adiós recuerdos”’.