Allí la dejé, pero a los pies de los caballos zainos y en la boca pseudonegra del lobo y ante el foso fosco de los cocodrilos, confiando en que su marido y Tupra no me retuvieran mucho, me sentía responsable de la noche de la señora, de su bienestar y contento, quería que sus diez pulseras continuaran tintineando. Mientras me dirigía hacia ellos, vi que De la Garza eludía de momento el baile y optaba por incorporarla a su mesa no muy lejos de la nuestra, a la de sus amistades ruidosas de mayoría española, y eso me tranquilizó en parte, quedaban a nuestra vista y él no podría requebrarla allí tanto como a solas en la danza (había en el grupo un par de mujeres, y muchas de mis compatriotas toleran mal la competencia, aunque sea imaginaria y no la haya ni en sombra porque casi ni pueda darse: serían ambas veinte años más jóvenes que mi señora Manoia, la cual se las habría zampado, empero, de habérselas tropezado sin esos dos decenios de diferencia a cuestas. ‘Luisa no es así’, me cruzó el pensamiento; ‘no suele rivalizar con nadie, y si alguien viene a medírsele, entonces ella se aparta. Quizá por estar segura, o porque ser como es ya le basta. Quizá yo no soy distinto’). Me fijé en que el maromo fingidor melómano batía ahora palmas muy quedas junto a su propio oído, las manos ahuecadas y cautas, los ojos cerrados con fuerza, conciencia plena de su pose intensa y hasta un doliente tarareo en los labios (debía de ser el de un cante harto jodido por tremendamente jondo, se le ponía una expresión atormentada extática como de mártir voluntarioso), absorto en músicas que no se prestaban nada a tales simas de desgarro, acaso llevaba otra en su mente con increíbles concentración y constancia, o tal vez la escuchaba en efecto —sordo a las de la discoteca por tanto— mediante auriculares diminutos ocultos como los que usaría en sus correteos mi vecino bailarín de enfrente. Su cara quiso sonarme, muy campesina pese al barroco peinado de bucles que trataba de desvaírla o aun de desmentirla, el pelo furiosamente teñido de color negro demente; me dio que era un escritor fundamental muy célebre, podía haber perorado en el Instituto Cervantes aquella tarde, traído ex profeso desde la Península por De la Garza, y yo me lo habría perdido, lección magistral o recitado de embrujo, qué gran fallo el mío. Me pareció un anormal completo, y él no se enteró desde luego de la llegada de Flavia a su mesa, enfrascado como estaba en las palmas de su quejío; los demás ni se levantaron cuando Rafita hizo las presentaciones, con la sola excepción de un hombre que quizá sí era británico, por su aspecto y por conservar ciertos modales, tardan allí un poco más en verlos todos prescindibles. El agregado, con ademán despótico, mandó a la compañía correrse para hacerles sitio a ellos, vi a los dos tomar asiento con bastantes apreturas (se rozarían las piernas, a la señora Manoia se le quedó la falda algo subida —algo de más, se entiende—, tal vez eso exaltase a su chichisbeo) antes de hacer yo lo mismo sin estrecheces en una silla a la izquierda de Reresby, él prefería tener a la gente a ese lado si era posible, oía mejor con ese oído o veía mejor con el ojo diestro, me figuraba.

En seguida me preguntó cómo se decían en italiano cuatro o cinco palabras que previsoramente había anotado en el posavasos y en las que se habría encallado el inglés de Manoia, pobre de vocabulario. Una de ellas fue ‘vows’, extrañamente, o ‘to take the vows’ más en concreto; otra fue ‘toadstool’, igual de rara en otra gama; una tercera fue ‘nipples’, que no ayudaba a inferir nada. Era normal que Manoia las desconociese, no tanto que Tupra no hubiera recurrido a alternativas o aproximaciones para hacérselas entender, incluso a señas en el último caso (quizá, pese al apellido, era demasiado inglés para eso). Por suerte yo las había leído u oído antes y pude buscarles equivalentes (‘pronunciare i voti’, ahí me orienté por el castellano; ‘funghi, piuttosto quelli velenosi’, aquí la explicación me hizo falta; ‘capezzoli’, aventuré: la recordaba esdrújula pero no estaba seguro). También por suerte, mi curiosidad no se despertaba. Confié, sin embargo, en que los pezones, capezzoli o nipples no fueran en ningún caso los de la señora Manoia, cualquier referencia a ellos me habría resultado violenta (aunque hubiera sido sólo médica, o digamos patológica) tras haber sido ensartado como por dos saetas y aún resentir su punzadura en mi pecho. Me disponía a volver ya con ella, una vez cumplida mi tarea de diccionario andante; pero Tupra me detuvo con un gesto, me mostró el envés de la mano como advirtiéndome: ‘Espera, que todavía podemos necesitarte’. Manoia aprovechó la pausa de estas consultas (no reaccionó más que a la tercera, y sobriamente: ‘Ah, gabezzoli’, repitió con su pronunciación no romana sino más sureña) para alzar su barbilla azulada y larga y mirar con las gafas bien puestas, sujetadas por el pulgar, hacia la mesa que había acogido a su mujer con tanto y tan español descuido.

—Quiénes son —me preguntó en su lengua, en tono desdeñoso y desconfiado, o era casi disgustado.

—Españoles; escritores, diplomáticos —contesté dándome cuenta de que no tenía ni idea e ignoraba todos sus nombres, en la punta de la lengua (pero sin salirme) el del célebre y fundamental autor palmero—. Ese joven es de mi Embajada, el señor Reresby también lo conoce. —Y me volví en inglés hacia Tupra, para más involucrarlo y hacerlo compartir responsabilidades, preventivamente—. Te acuerdas del joven De la Garza, ¿verdad? Estaba en aquella cena de Oxford, es hijo de Don Pablo de la Garza, que ayudó aquí bastante durante la Guerra y luego fue muchos años Embajador de España en países africanos. —Se me ocurrió absurdamente que esta información gentilicia los tranquilizaría—. Buen muchacho, muy atento. —Y esto último se lo repetí en italiano a Manoia, por ver si así me lo creía (‘Un bravo ragazzo, molto premuroso’), mientras en español pensaba sin poder remediarlo: ‘Un gran melón, un mameluco y un plasta’.

Pese a los reflejos de sus lentes, le vi un momento la huidiza mirada gracias a que la mantuvo quieta un poco más de lo habitual, sobre Rafita y su panda. Percibí en ella burla, causticidad, también algo de encono, como si hubiera reconocido en ellos a una clase de gente a la que se la tenía jurada desde muy antiguo. Sí, parecía un hombre capaz de sentir furia hasta con provocaciones menores, pero si saltaba con ella sería seguramente sin que nada lo anunciara, sin que apenas pudiera preverse, aún menos impedirse. Una cólera tibia; controlada por él, y dosificada; podría pararla, incluso una vez desencadenada; para los demás desconcertante. Eso era. Eso encerraba. Pero Tupra tenía razón sin duda, en que también podía sacarla.

—Y qué es lo que lleva en la cabeza, ¿una mantilla? —preguntó Manoia, ahora con abierto desprecio.— ¿Será que piensa ir a misa al alba?

—Bueno, ya sabe que hoy los jóvenes se adornan con cosas raras cuando salen de noche, les gusta ser originales, distinguirse. —En verdad era un sarcasmo que yo me viera obligado a justificar la majeza y defender la majadería—. Es una prenda arcaica, pero muy española; eso es, taurina; del Setecientos, creo, o quizá de antes. —Miré a Rafita con rencor. A distancia me recordó al autorretrato que hay en el Louvre de Luis Meléndez, aunque en degradado y vicioso; y lo que el pintor lleva en el pelo no es comparable: un pañuelo anudado si no me equivoco, a modo de corona de laurel o buscando ese efecto. Hablaba animadamente y a voces, pontificaba o contaba chistes (una de dos), la señora Manoia no debía de cazar ni media, pero él se dirigía también a los otros, sobre todo a una joven rubiácea con permanente cara de asco, esa expresión se da mucho entre las españolas de adinerado linaje, carentes de atractivo y desdibujadas por norma, entre nosotros suele hacer falta estómago para dar un braguetazo autóctono. Supuse que Rafita estaba destinado a eso; no tendría prisa, sin embargo: todavía era afanoso, inexperto, coleccionista, aún querría pasar por muchas camas temibles, ocupadas por femeninas e incontinentes sosias del inolvidable actor Robert Morley o por aparentes y disolutas gemelas de Peter Lorre, a las que habría deseado en la nocturna rendición borracha para asustarse de sí mismo y de ellas en la matinal saciedad resacosa—. Y en suma —añadí, ya harto de paños calientes—, es un buen chico, pero un poco mameluco. —Se me había quedado la palabra rondando; probé a ver si existía tal cual en italiano, con las lenguas hermanas todo es posible y nunca se sabe.

Un po’? Eh. Mammalucco totale. Eh. Questo si vede, eh —me corrigió Manoia y yo estuve de acuerdo, lo era total y cabal e integral. Aunque en realidad lo que salió de sus labios fue ‘Mammaluggo dodale’, no parecía capaz de enmendar sus abreviadas vocales confusas ni sus consonantes invariablemente sonoras, me pregunté si también hablaría así de arrastrado con los delicados miembros de la curia romana, se me había metido en la cabeza que aquel era un matrimonio de súbditos vaticanos, tendría que haber algunos que no fueran cardenales ni obispos ni capellanes, ni monaguillos ni sobrinos del Papa—. Y además, no es tan joven para estas imbecilidades —dijo, pasando ahora a su inglés mal masticado, por no dejar fuera a Reresby de nuestros comentarios—. Ese bufón ya habrá cumplido los treinta, ¿no, Reresby?

—Treinta y uno —respondió Tupra como si supiera el dato. Y añadió, para desvincularse o zafarse de lo que yo había insinuado—: Nunca he hablado con él, lo conozco sólo de vista, en aquella ocasión de Oxford. Se pone nervioso con las mujeres, de eso sí me he dado cuenta. —No estuve seguro de si me advertía a mí con esta observación, para que anduviera listo, o al señor marido para que rescatara sin más a Flavia y no la expusiera a posibles puerilidades tardías, mal se resuelven cuando la noche ya va en retirada.

Y a continuación Tupra volvió a reclamar la atención de Manoia. Acercó de nuevo sus labios carnosos al oído de éste y siguió explicándole, o convenciéndolo, o solicitándole, o instigándolo. Yo no me dediqué a escuchar, me quedé con un ojo de guardia sobre la mesa española, con el otro les echaba a ellos vistazos por si me requerían, me llegaban retazos de su conversación de tanto en tanto, cuando la música amainaba un poco o bien uno u otro elevaban la voz más de la cuenta, palabras sueltas y algún nombre propio. No me cabía duda de que Tupra le acabaría sacando a Manoia lo que fuera que de él quisiese, un compromiso, una ayuda, una alianza, un secreto, una compra, una venta, un privilegio, un plan, una delación, o cualquier trabajo limpio o sucio. Siempre lo vi como al ser más persuasivo del mundo y además lo experimenté en carne propia, y eso contribuye sobremanera al arraigo de nuestras convicciones. Pero más allá de mis impresiones parciales, era seguro que aquella vehemencia suya postergada, aquella halagadora y permanente alerta, la sensación de hombre acogedor y despierto que transmitía a sus interlocutores cuando ello le convenía, y de que ninguna palabra de éstos era jamás desoída ni desperdiciada ni por lo tanto gastada o pronunciada en vano; su extraña tensión en reserva, que nunca obstaculizaba el trato (con él se estaba muy cómodo, bien a gusto si se concedía) pero que asomaba siempre por debajo de sus vanidades leves y sus ironías taciturnas y suaves, más como promesa de intensidad y significancia que como amenaza alguna de conflictos o turbulencias; era seguro que toda esa efervescencia suya, guardada en una recámara en interminable espera, o subterránea o cautiva, conseguía contagiar hasta a los más reacios y suspicaces, y lograba que éstos, si no de su parte, sí se pusieran en su posición, o en su perspectiva, o quizá a su altura solamente, que no era otra que la del hombre. Esa es la adecuada y la que no se esquiva.

Así que allí estaba, murmurando en medio del estruendo, ganándose minuto a minuto la oreja de su invitado, él sí como un Yago o Iago argumentador y diáfano y cuya buena ley quedara a salvo hasta que el telón bajara y aun más tarde, en el eco de sus parlamentos al volver a casa (la buena ley y la mala fe pueden ir juntas y ser compatibles, la primera amparar los recursos y la segunda el propósito, o los medios y el fin, si se prefieren términos más políticos); era como si no necesitara mucho de subterfugios y ardides ni tan siquiera de engaños simples, de la instilación subrepticia de los venenos y gérmenes para desviar o conducir voluntades y arrancar juramentos, entregas, renuncias, casi incondicionalidades. Tupra no tendría que pensar, decirse, proponerse nunca las muy feas palabras del abanderado del Moro: ‘Verteré esta pestilencia en su oído’, porque él convencía con el convencimiento, y rara vez urdiría nada sobre bases falsas o embustes, o eso a mí me parecía: que sus razonamientos razonaban, y sus entusiasmos entusiasmaban, y sus disuasiones en verdad disuadían, y que nada más le hacía falta, o tan sólo su silencio a veces, que sin duda silenciaba a aquellos ante quienes lo guardara. Pero quizá sí tendría que pensar o decirse a menudo, en cambio, otras palabras inquietantes de Yago: ‘Yo no soy lo que soy’. Para mí era difícil saber qué era, pese a mi don supuesto que con él compartía, o a mi maldición segura que acaso era sólo mía. Y tampoco resultaba fácil saber qué no era.

The Sismi’, ese fue uno de los nombres que en más de una ocasión salió de su boca o de la de Manoia, y cuando era éste el que lo decía, en aquel contexto de predominante lengua inglesa sonaba como ‘the sea’s me’, esto es, ‘el mar soy yo’, algo demasiado improbable hasta para nombre de barco y aun de purasangre (aunque me acordé de mí mismo en mi noche febril de lecturas en casa de Wheeler junto al río Cherwell, cuando pensé ya al acostarme: ‘Yo soy el río’), por lo que supuse que se trataría más bien de unas siglas, las de alguna organización o institución u orden, o facción vaticana o fratría (como la ‘ndrangheta o la Camorra, meridionales). También capté cinco apellidos o al menos esos retuve, por reiterados en aquel rato de charla y por mi excelente memoria para archivar cuantos mis ojos ven y mis oídos oyen: Pollari, Martini, Letta, Saltamerenda, Navarro, sobre todo los tres primeros. (Casi hacían juego con aquel falso italiano y semifalso británico, Incompara, del que la joven Pérez Nuix me había hablado la noche de su visita lluviosa y al que quería que protegiéramos o beneficiáramos, interesadamente y sin que se notara.) Me propuse buscarlos más tarde en un Who’s Who in Italy reciente, por combatir un poco la habitual inconstancia o desidia de mis curiosidades y por la risa que me provocaba el cuarto, aunque en esos catálogos aparecen sólo las personas de cierto mérito público, como Sir Peter Wheeler en el del Reino Unido, y no había motivo para imaginar que esos individuos fueran otra cosa que oscuros particulares, como Tupra o como yo mismo; pero quién sabía. (Acaso era más probable que figuraran en el viejo fichero del edificio sin nombre; y a lo mejor también Manoia, con su señora y todo.)

Yo estaba cada vez más preocupado, con De la Garza suelto a la caza verbal de Flavia (confiaba en que a la táctil o digital no se atreviese), o por Flavia sin escudo alguno contra los dardos que podía escupirle aquel gran bruto ordinario, a la vez que amanerado: de momento ella reía (buena o mala señal según el ojo que viese), yo procuraba no perderlos de vista más allá de unos segundos, cuando debía atender y mirar por fuerza a mis compañeros de mesa. Tupra no se había equivocado al impedirme que los abandonara en seguida, porque en efecto se precisó mi concurso de nuevo, ahora a instancias de Manoia para que lo ayudara en inglés con algunas palabras o frases, recuerdo que me preguntó por ‘invaghirsi’, por ‘sfregio’, por ‘bazza’, con esas tres me vi en apuros. La primera la desconocía, así que, tras ganar tiempo fingiendo asegurarme de que no había dicho ‘invanirsi’, la traduje intuitivamente de dos maneras distintas, como ‘to inebriate’ y ‘to swoon’ o ‘faint’, esto es, como ‘embriagarse’ y ‘desmayarse’ o ‘desvanecerse’ (alguna culpa tendría la proximidad fonética de nuestro ‘vahído’), que, si no desde luego sinónimas, sí podían ser consecutivas, o en ese orden no excluirse. No creí en todo caso que mi infidelidad fuera importante ni diera pie a equívocos graves, a aquel señor le gustaba rebuscar vocablos, me di cuenta (hasta regionales), o quizá quería someterme a prueba con el fin de perjudicarme. La segunda también la ignoraba, un desastre, y además no me fue fácil asociarla con nada; Manoia se impacientó ante mis vacilaciones, me apremió con malos modos (‘Uno sfregio! Sfregio, dai! Uno sfregio!’) al tiempo que se pasaba por la mejilla la uña de un pulgar de arriba abajo; pero como no me pegaba que significara ‘cicatriz’ tal palabra, al existir cicatrice en italiano, opté insensatamente por algo intermedio entre el sonido y el gesto, es decir por la española ‘estrago’, que en inglés convertí en ‘damage, havoc’. Más adelante, cuando consulté un diccionario, me pregunté si aquel sfregio concreto había amenazado Manoia con trazárselo en el rostro a algún prójimo mañana, y entonces mi traducción no habría sido del todo disparatada, o si formaba parte de la descripción de algún mafioso o monseñor, por ejemplo, y en ese caso me habría lucido, dado que el término se correspondía con ‘costurón’ o ‘chirlo’, más o menos. En cuanto al tercero, me puso en el mayor aprieto de todos, precisamente por conocerlo con dos sentidos dispares, lo había leído u oído durante una estancia ya lejana, en la Toscana, y mi buena memoria lo guardaba. Me quedé una vez más dudando, parado, porque una de sus acepciones era la de ‘barbilla alargada’ o ‘mentón saliente’, justo lo que Manoia no podía disimular en su cara y lo que seguramente habría hecho de él en su tierra un bazzone desde la infancia —un barbillón, cómo decirlo, un barbilludo—: ese aumentativo de chifla yo lo había oído a su vez en alguna película vieja de Alberto Sordi (al que desde luego recordaba en un papel de dentone), o del gran Totò más probablemente, ya que a este extraordinario cómico, bien mirado, jamás debió de ganarle a bazzone nadie. El otro significado, relacionado etimológicamente con nuestra ‘baza’ de los juegos de naipes, era el de ‘golpe de suerte’ y también el de ‘ganga’. Como yo no estaba por la conversación y ésta era además poco audible en conjunto, cuando Manoia me interpeló (‘Come si dice, bazza?’, o fue más bien ‘Gome si disce?’, el sonido ch lo convertía en sh aquel acento suyo irrenunciable), no tenía la menor idea del asunto de que trataban: ignoraba si él seguía describiendo a algún sicario o prelado —grato de ver quien fuese, bella figura con costurones en las mejillas y mandíbula elefantiásica—, o si invocaba a la fortuna para sus proyectos comunes, o si sólo convencía a Reresby de que el precio de su servicio o su pacto constituía una verdadera ganga. Si su ‘bazza’ se refería a esto último y yo lo traducía discretamente como ‘mentón agudo’, aun así corría el riesgo de que Manoia creyera que aludía sin venir a cuento a su más llamativo rasgo en son de escarnio, y ya desde el primer instante había notado que el tamaño de su quijada no habría sido algo ajeno a la configuración de su carácter, suspicaz como mínimo y vengativo no como máximo, pues aún se le adivinaban peores potencialidades. Si la cosa era a la inversa, mi traducción carecería de todo sentido pero no lo ofendería, a menos que atribuyera mi evitación de la palabra correcta a la presencia sobre la mesa de aquella barbilla suya que al fin y al cabo no llegaba nunca a prognática, ni aun bajo las luces de colores cambiantes que allí se la distorsionaban y lo asemejaban un poco a Fagin, el personaje de Dickens. Quizá me excedía en mis miramientos, dudé demasiado, y eso lo llevó a impacientarse de nuevo y en mayor medida:

Ma gosa suscede, eh. Non gabisci bene l’idaliano? —Me había tuteado desde el principio sin plantearse otra posibilidad, y me había llamado Jack por las buenas, siguiendo el uso de Tupra como si tuviera conmigo la misma confianza que él, o se la hubiera heredado instantáneamente (prerrogativas de los iguales, o de los que ordenan). Ahora su tono fue de represalia implícita, quiero decir que sonó a exigencia de las que no se incumplen sin escarmiento—. Bazza, bazza, gome si disce in inglese bazza, eh? Non lo sai?

Así que sin más demora me decidí por ‘bargain’, dentro de todo me parecía más propio que se hablara de costes en una charla de política o de finanzas, o de prebendas o aun de indulgencias.

A bargain —dije. Y por si acaso añadí lo de la suerte—: Or a stroke of luck.

Pero no me gustó nada la segunda irritación de aquel hombre. No es que me sintiera agraviado ni maltratado. O sí, pero eso daba lo mismo, yo no era lo que era (‘I am not what I am’, citaba para mis adentros a veces; ‘no del todo’, me decía, ‘no exactamente’) cuando salía por ahí con Reresby o con Ure o Dundas, ni siquiera cuando era a Tupra a quien acompañaba, solo o con los demás; en cierto sentido interpretaba un papel de subalterno o subordinado —lo que en el fondo era, circunstancialmente, mientras no me desligara de mis actividades a sueldo y conservara mi innombrado puesto— o de escolta y acólito —lo que no era nunca en modo alguno—, y así no acusaba como desaires propios los que aquel personaje mío pudiera sufrir en ocasiones, porque los recibía —cómo expresarlo— en nombre del grupo entero y como mera parte de él, la más advenediza y tardía e insignificante; y el grupo entero me parecía a su vez ficticio, o dedicado a las ficciones, tal vez eso sea más exacto. Y que casi todo discurriera en idioma ajeno acentuaba el carácter impostado, irreal, fingido, de los dichos y de los hechos: en otra lengua es inevitable tener la vaga sensación de estar siempre actuando o aun de estar traduciendo (no importa cuán bien se conozca), como si las palabras que uno pronuncia y oye pertenecieran a algún ausente, todas a un solo autor que las inventara y dictara y las tuviera ya repartidas, y entonces nada de lo que se le dice a uno acaba de hacerle mella. Cuánto más difícil resulta, en cambio, soportar los reproches y las humillaciones y ofensas que nos llegan en la nuestra de siempre, son más reales. (Quizá son esos agravios los únicos en verdad reales, y por eso los de Pérez Nuix posibles convenía abortarlos; impedir que nacieran, y que me escocieran, y que yo pudiera guardarlos. Como los de Luisa que aún resonaban, tal vez porque ya casi nada los disipaba ni los cubría, y ella estaba cada vez más taciturna conmigo, cuando nos llamábamos.)

Aquella noche terminaría, eso además, y era lo más probable que no volviera a ver nunca a Manoia, así que no me costaba nada que mi yo de aquella velada o de cualquier otra al servicio de Tupra —digamos Jack en efecto— quedara en mal lugar momentáneo, y seguramente vicario. Mi yo de antes y de después no era Jack, sino Jacques o Jacobo o Jaime; éste era más estricto y soberbio y también más justiciero, mientras que para aquél era irremediable ver todos los acontecimientos a que asistía o en que tomaba parte un poco en vano o en falso, como si a Jacques no le atañeran o no le pasaran, y estuviera a resguardo de ellos. Si no me gustó en absoluto la reacción de Manoia fue porque me alarmó lo bastante para sentirme concernido de pronto, en tanto que Jack al menos, chevalier servant negligente o incluso ya fracasado. Vi claro que sus malos modos tenían que deberse a otra causa que a mi lentitud o a mis titubeos (o a mi incompetencia, si no había acertado con la fortuna y la ganga). Estaban relacionados sin duda con la señora Manoia, y en aquel mismo instante volví la vista de nuevo hacia la mesa de los españoles, tras haberla apartado no más de veinte segundos, y De la Garza y Flavia ya no estaban.

Miré alrededor con nerviosismo, se me había escapado el momento en que se habían levantado, allí seguían todos los otros, incluidos el escritor coplero (ahora más ajetreado en sus palmas, parecía directamente un lolailo) y la deslucida heredera (invariable su expresión de víctima de pestíferos efluvios letárgicos), luego no se había producido un desplazamiento del grupo, ni siquiera de unos cuantos, hacia zonas más divertidas, se habían ausentado tan sólo mi señora y el agregado. La discoteca era grande, y en mi campo visual no cabía más que una mediana parte, podían haberse acercado a alguna de las muchas barras, o haberse ido a bailar a la pista más frenética y alejada; pero también podían haberse hecho sombras en un recoveco oscuro o —me negaba a imaginarlo— haber abandonado el local juntos, con sobrenatural urgencia y sin despedirse. ‘No, eso no es posible’, pensé aún no asustado en serio; ‘Tupra dijo que ella sólo quería cumplidos y galanterías, y que no daría un paso envenenado por dispuesta que pareciese a recorrer de ese modo una senda entera, y él no suele equivocarse. Esta noche, no obstante, es cierto, la señora ha bebido moderadamente unas cuantas veces, y lo que lleve De la Garza en líquido es mejor no calcularlo. Y no hay quien no dé pasos de esos algún día de su existencia, en compañía de un idiota o de un criminal o un adefesio, nadie fuera de peligro. Pero Rafita. Con su redecilla. Con su enorme chaqueta clara. Con su aro de cantante cubana o de bailarina puertorriqueña. Como si fuera Rita Moreno en West Side Story. Con su fallido aire negroide. Tanto envenenamiento equivaldría a un suicidio, y nadie desaprovecha el suyo torpedeándolo con tan mal gusto.’ La aprensión, sin embargo, me creció al recordar haber visto en mi vida inefables emparejamientos, así como haber sido informado fidedignamente de aberrantes coyundas coyunturales (‘one-night stands’, en inglés las llaman, un término teatral en origen, vendría a ser ‘funciones únicas’, denota un poco de narcisismo y otro poco de exhibicionismo, según mi criterio).

Notaron mi desazón en seguida, tanto Reresby como Manoia. Éste miró rápidamente hacia el vacío dejado por la pareja desaparecida, no se inmutó ni se tocó las gafas, pero yo lo sentí entenebrecerse de golpe, alzó las manos como acostumbraba, en aquella suspensión incómoda de reminiscencias piadosas escenificadas, una sobre otra en el aire sin apoyar los codos ni los antebrazos; las encontré amenazadoras, huesudas, rígidas —sus dedos eran amarillentas teclas de piano—, como si hicieran acopio de fuerza o quizá de calma; como si se prepararan, o se contuvieran, o mutuamente se sujetaran. En Tupra, en cambio, nunca se advertían religiosidad o piedad, ni siquiera como vestigio en un ademán o una postura inconscientes, ni siquiera en la forma cruel que con frecuencia adopta la primera. No había en él escenificaciones, ni disimulo apenas, jamás se trataba de eso: si resultaba a menudo opaco e indescifrable, no era por sus fingimientos inexistentes, sino porque uno no acababa nunca de conocer sus códigos. (Confiaba en que a él le ocurriera otro tanto conmigo, o no mucho menos: más me valía.) Tupra aguantaba demasiado bien el silencio, el suyo, el que dependía sólo de él, el voluntario, y quien calla queriendo hace estragos en los impacientes y en los locuaces, y en sus adversarios. Por eso lo que más me preocupó de todo fue que ahora hablara sin esperar y que disimulara un poco, al hacerlo (poco y mal, y un solo instante). Se metió un pulgar vuelto hacia atrás en el bolsillo pectoral exterior del chaleco, para aparentar desenfado: aunque no era un gesto a él ajeno y se parecía a otro de Wheeler, quizá lo había imitado de éste, en realidad lo más habitual era en ambos que se lo llevaran bajo la axila, como si el pulgar fuera una fusta, y que apoyaran sobre él todo el peso del tórax, o esa impresión diera. Y entonces, de medio lado, me dijo en un murmullo veloz (y para mí estaba claro que si me habló de este modo, con celeridad y entre dientes, fue para escamotearle las frases a su invitado):

—Mira antes de nada si están en los lavabos, Jack, el de damas o el de caballeros, mira en ambos, te lo ruego. Y también en el de los tullidos, suele ser el más vacío. Encuéntrala, haz el favor, y tráetela aquí de vuelta. —Empleó aquellas fórmulas de cortesía que en él yo ya sabía temibles, un mal presagio, solían ser el preludio de algún cabreo o disgusto si uno no rectificaba o cumplía. Constituían una de sus escasas señales interpretables, para mí lo eran al menos—. No te entretengas ni esperes. Tráetela. —Creo que fue eso lo que dijo en inglés, ‘Don’t linger or delay’, o tal vez no y fue otra cosa, tal vez ‘loiter’ o ‘dally’, es improbable. De lo que estoy seguro es de que no salió de sus labios la expresión ‘Date prisa’. Él tenía tanta conciencia de lo fácil y de lo dificultoso en las lenguas como yo pueda tenerla, y esas eran palabras demasiado reconocibles, ‘Date prisa’. Él sabía que Manoia podría haberlas entendido siempre, aun masculladas y en medio del ruido, o con la boca oculta y negra.