Ahora los elefantes se pondrán furiosos
Pero el pasado es un laberinto. ¿Dónde está la salida? En el pasillo delantero de su apartamento, donde no había ninguna mujer morena con tutú, el médico se detuvo al oír el sonido claro pero distante de la voz de su mujer, que llegó a sus oídos desde el balcón, donde ella estaba mimando al Inspector Dhar con el paisaje favorito de éste en Marine Drive. Algunas veces Dhar dormía en ese balcón, cuando se hacía tan tarde que prefería quedarse allí a pasar la noche o cuando acababa de llegar a Bombay y sentía la necesidad de volver a familiarizarse con los olores de la ciudad.
Dhar juraba que ése era el secreto de su lograda y casi instantánea adaptación a la India. Podía llegar de Europa, directamente desde el aire puro de Suiza —aunque contaminado en Zürich por los vapores de los restaurantes y el humo de los motores Diesel, por el carbón encendido y los efluvios de las cloacas no tan puros—, pero al cabo de dos o tres días en Bombay afirmaba que no le molestaba la contaminación, ni los dos o tres millones de pequeñas hogueras para cocinar en los barrios bajos, ni la podredumbre dulzona de la basura, ni siquiera el horror excrementicio de los cuatro o cinco millones que hacían sus necesidades agachados en el bordillo o a la orilla del mar circundante. Porque en una ciudad de nueve millones de habitantes, seguramente, la mierda de la mitad era perceptible en el aire bombayita; al doctor Daruwalla le llevaba dos o tres semanas adaptarse a su penetrante olor.
En el pasillo delantero, donde el olor predominante era a moho, Farrokh se quitó tranquilamente las sandalias, depositó su cartera y su viejo maletín de médico marrón oscuro. Notó que los paraguas estaban en el paragüero, polvorientos por la falta de uso: habían pasado tres meses desde que finalizaran las lluvias monzónicas. Aunque la puerta de la cocina estaba cerrada, distinguió el olor a cordero y a dhal —de modo que eso comeremos otra vez—, pero el aroma de la cena no logró distraerlo de la poderosa nostalgia de su esposa hablando en alemán, idioma al que ella siempre recurría cuando estaba sola con Dhar.
Farrokh se detuvo para escuchar los ritmos austriacos del alemán de Julia —siempre el sonido ich, nunca el ick—, y mentalmente la vio cuando era una joven de dieciocho o diecinueve años y él la cortejaba en la vieja casa de paredes amarillas de la madre de ella, en Grinzing, un hogar abarrotado de estilo Biedermeier. Había un busto de Franz Grillparzer junto al perchero del vestíbulo. La obra de un retratista obsesivamente dedicado a las expresiones inocentes de los niños dominaba la salita del té, pletórica de más monerías en forma de pájaros de porcelana y antílopes de plata. Farrokh recordó la tarde en que hizo un amplio ademán con la azucarera y rompió una pantalla de cristal pintado.
Allí había dos relojes. En uno podía escucharse un fragmento de un vals de Lanner al dar la media y un fragmento ligeramente más largo de Strauss al dar la hora; el segundo expresaba similares reconocimientos simbólicos a Beethoven y Schubert. Y estaba puesto, como es comprensible, con un minuto de atraso respecto del otro. Farrokh recordó que mientras Julia y su madre limpiaban el desastre que él había hecho con la pantalla, primero oyó el Strauss y luego el Schubert.
Cada vez que se retrotraía a las muchas tardes en que habían tomado juntos el té, imaginaba a su mujer de adolescente. Julia iba siempre vestida en un estilo que habría admirado Lady Duckworth; usaba una blusa color crema con las mangas rematadas en volantes y el cuello alto con chorrera. Hablaban en alemán porque el inglés de la madre de ella no era tan fluido como el de ellos dos. En la actualidad, Farrokh y Julia hablaban alemán en muy contadas ocasiones. Todavía era el idioma que empleaban para hacer el amor o para conversar en la oscuridad. Era la lengua en que Julia le había dicho: «Te encuentro muy atractivo». Pese a que ya llevaba dos años cortejándola, Farrokh sintió que esas palabras eran muy atrevidas y se había quedado mudo. Él estaba debatiéndose porque no sabía cómo preguntarle si no le molestaba su color más oscuro, cuando ella misma agregó: «Sobre todo tu piel. La imagen de tu piel contra la mía es muy atractiva». (Das Bild: «la imagen».)
«Cuando la gente dice que el alemán o cualquier otra lengua es romántica», pensó el doctor Daruwalla, «lo que en realidad quiere decir es que ha disfrutado de un pasado impregnado de ese idioma.» Incluso se imponía cierta intimidad oyendo a Julia hablar en alemán con Dhar, a quien ella siempre llamaba John D. Éste era el nombre con que se referían a él los criados y que Julia había adoptado, en la misma medida en que ella y su marido habían «adoptado» a los criados.
Estos eran una pareja de débiles ancianos, Nalin y Swaroop —las hijas de los Daruwalla y John D. siempre la habían llamado Roopa—, que habían sobrevivido a Lowji y Meher, a quienes habían servido con anterioridad. Trabajar para Farrokh y Julia era una forma de semirretiro, ya que éstos paraban en Bombay con muy poca frecuencia. El resto del tiempo, Nalin y Roopa se encargaban de cuidar el piso. Si el doctor Daruwalla vendía el apartamento, ¿adónde irían? Él y Julia habían acordado que tratarían de venderlo, pero sólo después de que murieran los ancianos criados. Aunque Farrokh siguiese regresando a la India, rara vez permanecía tanto tiempo en Bombay como para no poder permitirse el lujo de alojarse en un hotel decente. Una vez, cuando uno de sus colegas canadienses le había tomado el pelo por ser tan conservador, Julia observó: «Farrokh no es conservador sino absolutamente extravagante. ¡Mantiene un apartamento en Bombay para que los antiguos criados de sus padres tengan donde vivir!».
En ese momento el médico oyó que Julia decía algo acerca del Collar de la Reina, que era el nombre local de la ristra de luces a lo largo de Marine Drive. Este nombre se había originado cuando las farolas eran blancas; ahora las luces antiniebla eran amarillas y Julia estaba diciendo que el amarillo no era el color adecuado para el collar de una reina.
«¡Qué europea es!», pensó el doctor Daruwalla. Sentía el mayor cariño por la forma en que Julia había logrado adaptarse a la vida en Canadá y a sus esporádicas visitas a la India sin perder jamás su sensibilidad del viejo mundo, que seguía siendo tan claramente perceptible en su voz como en su costumbre de «vestirse» para cenar, incluso en Bombay. El doctor Daruwalla no estaba prestando atención al discurso de Julia, sino escuchando a hurtadillas; solamente quería oír el sonido de la voz de ella hablando en alemán, su acento suave combinado con una expresión precisa. Pero se dio cuenta de que si Julia se refería al Collar de la Reina, era imposible que hubiese transmitido a Dhar la inquietante noticia; al médico se le cayó el alma a los pies porque comprendió que había esperado que su mujer comunicara la novedad al querido muchacho.
Entonces tomó la palabra John D. Si oír el alemán en labios de Julia aliviaba a Farrokh, oírlo en boca del Inspector Dhar le perturbaba. En alemán apenas identificaba al John D. que conocía, y le desasosegaba notar cuánto más enérgicamente hablaba el alemán que el inglés, lo que acentuaba la distancia que había crecido entre ambos. Pero Dhar había hecho los estudios universitarios en Zürich y pasado la mayor parte de su vida en Suiza. Su serio (aunque no ampliamente reconocido) trabajo como actor teatral en el Schauspielhaus Zürich era algo de lo que John Daruwalla se enorgullecía más de lo que parecía enorgullecerse por el éxito comercial de su papel como Inspector Dhar. ¿Cómo no iba a ser perfecto su alemán entonces?
Tampoco había el menor deje de sarcasmo en la voz de Dhar cuando hablaba con Julia. Farrokh reconoció unos celos que le venían de tiempo atrás: John D. es más afectuoso con Julia que conmigo, pensó. «¡Después de todo lo que he hecho por él!» Había una amargura paternal ligada a esa idea que lo avergonzó.
Se deslizó calladamente en la cocina, donde el barullo aparentemente sin fin de los preparativos de la cena le impedía oír la voz bien educada del actor. Además, al principio Farrokh había supuesto (erróneamente) que Dhar sólo estaba contribuyendo a la conversación sobre el Collar de la Reina, pero de pronto oyó mencionar su propio nombre unido a la vieja historia acerca de «aquella vez que Farrokh me llevó a ver los elefantes en el mar». El médico no quiso oír más porque temía el tono de protesta detectable que percibía en el recuerdo de John D. Su querido muchacho rememoraba el día que se había asustado durante el festival de Ganesh Chaturthi; aparentemente la mitad de la ciudad se había lanzado en tropel a Chowpatty Beach, donde habían zambullido a sus ídolos del dios con cabeza de elefante, Ganesh. Farrokh no había preparado al niño para el orgiástico frenesí del gentío..., por no hablar del tamaño de las cabezas de elefante, mucho más grandes que las de los animales de carne y hueso. Farrokh recordaba aquella salida como la primera y única vez que había visto histérico a John D. Su querido muchacho chillaba: «¡Están ahogando a los elefantes! ¡Ahora los elefantes se pondrán furiosos!».
Y pensar que Farrokh había criticado al viejo Lowji por mantener tan protegido al chico. «Si sólo lo llevas al Duckworth Club», había dicho Farrokh a su padre, «¿qué puede llegar a saber de la India?» «¡Qué hipócrita me he vuelto!», pensó el doctor Daruwalla, pues no conocía en Bombay a nadie que se hubiese ocultado de la India con tanto éxito como lo había hecho él mismo en el Duckworth Club durante años.
Él había llevado a un niño de ocho años a Chowpatty Beach para ver a una muchedumbre; había cientos de miles de personas remojando en el mar sus ídolos del dios con cabeza de elefante. ¿Qué creía que interpretaría el chico? No era momento de explicar la prohibición británica de «reunirse», sus exasperantes críticas antiasamblearias; el histérico crío de ocho años era demasiado joven para apreciar esta manifestación simbólica de la libertad de expresión. Farrokh intentó arrastrar al niño que lloraba, a contracorriente del tumulto, pero cada vez apretaban contra ellos más ídolos gigantescos de Lord Ganesha, y volvían a ser empujados hacia el mar. «Sólo es una celebración», le había susurrado al oído. «No se trata de un motín.» Farrokh sentía que el chiquillo temblaba en sus brazos y comprendió entonces todo el peso de su ignorancia, no sólo de la India, sino de la fragilidad de los niños.
Ahora se preguntó si John D. estaría diciéndole a Julia: «Éste es mi primer recuerdo de Farrokh». «¡Y yo todavía sigo metiéndolo en dificultades!», pensó el doctor Daruwalla.
Se distrajo asomando la nariz en la gran olla con dhal. Hacía mucho que Roopa había agregado el cordero, y le recordó que llegaba tarde señalando que, afortunadamente, en general el cordero no se estropeaba si se recalentaba.
—El arroz se ha secado —agregó la mujer con tono triste.
El viejo Nalin, siempre optimista, intentó que el doctor Daruwalla se sintiera mejor. En su inglés fragmentario, le dijo:
—¡Pero mucha cerveza!
Farrokh se sintió culpable de que siempre hubiese tanta cerveza cerca; le alarmaba su capacidad para beberla, y la inclinación de Dhar por esa bebida parecía ilimitada. Dado que Nalin y Roopa hacían la compra, pensar en los dos ancianos acarreando con esfuerzo las botellas también le producía remordimientos. Además estaba la cuestión del ascensor: como eran sirvientes, Nalin y Roopa no estaban autorizados a usarlo, y aun cargados con todas esas botellas de cerveza, subían dificultosamente por la escalera.
—¡Y muchos mensajes! —dijo Nalin al médico. El anciano estaba muy contento con el nuevo contestador automático. Julia había insistido en instalarlo porque Nalin y Roopa eran un desastre para tomar recados; no sabían transcribir un número de teléfono ni escribir un solo apellido. Cuando el contestador atendía, el anciano se emocionaba escuchándolo porque se veía absuelto de toda responsabilidad en la recepción de mensajes.
Farrokh se llevó una botella de cerveza. El apartamento parecía pequeñísimo; en Toronto, los Daruwalla tenían una casa enorme. En Bombay, el médico tenía que abrirse paso a duras penas por la sala, que también era comedor, para llegar al dormitorio y al lavabo. Pero Dhar y Julia seguían hablando en el balcón y no lo vieron; John D. recitaba la parte más famosa de su relato, que siempre hacía reír a Julia.
—¡Están ahogando a los elefantes! —chillaba John—. ¡Ahora los elefantes se pondrán furiosos! —Farrokh nunca creyó que estas frases sonaran del todo correctas en alemán.
Si me baño, pensó Farrokh, me oirán y sabrán que estoy en casa. Será mejor que me asee en el lavamanos. Extendió una camisa blanca limpia sobre la cama. Eligió una corbata atípicamente chillona, con un loro verde brillante, un viejo regalo de Navidad de John D. que nunca usaría en público. No era consciente de hasta qué punto avivaría su traje azul marino; esa vestimenta era absurda en Bombay, especialmente para cenar en casa, pero Julia era Julia.
Después de lavarse, miró de reojo el contestador y vio que la luz de mensajes parpadeaba; no se molestó en contar cuántos había. No los escuches ahora, se aconsejó: en él estaba muy arraigado el espíritu dilatorio. Pero sumarse a la conversación entre John D. y Julia lo llevaría a la inevitable confrontación concerniente al gemelo. Mientras reflexionaba, vio el bulto de correspondencia sobre el escritorio. Dhar debía de haber ido al estudio a recoger el correo de sus seguidores, en su mayor parte correspondencia insultante.
Hacía tiempo habían acordado que el doctor Daruwalla merecía abrir y leer la correspondencia; aunque las cartas iban dirigidas al Inspector Dhar, rara vez se referían a su actuación o a su habilidad para la sincronización de los labios; invariablemente, la correspondencia trataba sobre la creación del personaje de Dhar o sobre un guión en particular. Dado que se suponía que Dhar era el autor de los guiones —y por tanto creador de su propio personaje—, el autor era la fuente de mayores agravios por parte de los corresponsales, que apuntaban sus ataques al hombre que había inventado todo.
Antes de las amenazas de muerte, en especial antes de los asesinatos de auténticas prostitutas en la vida real, el doctor Daruwalla no había tenido mucha prisa por leer su correspondencia. Pero los asesinatos en serie de las chicas enjauladas habían sido reconocidos públicamente como imitaciones de los crímenes cinematográficos y había empeorado el cariz de la correspondencia del Inspector Dhar; a la luz del asesinato del señor Lal, el doctor Daruwalla se sentía obligado a registrar la correspondencia en busca de amenazas de cualquier tipo. Miró el considerable bulto de cartas nuevas y se preguntó si, dadas las circunstancias, no debería pedir a Dhar y a Julia que le ayudaran a leerlas. ¡Como si la velada que iban a pasar juntos no se anunciara ya difícil! «Tal vez más tarde», pensó Farrokh..., «si la conversación ronda el tema.»
Pero mientras se vestía no pudo hacer caso omiso del insistente parpadeo de la luz de mensajes del contestador automático. Bien, no tenía por qué tomarse tiempo ahora para contestar una sola llamada, pensó mientras se anudaba la corbata. No le haría ningún daño oír de qué trataban los mensajes..., podía tomar nota y llamar más tarde a quien debiera. Buscó un bloc de papel y una pluma, algo nada fácil de encontrar sin que lo oyeran, porque el pequeño dormitorio estaba repleto de frágiles objetos de la época victoriana que había heredado de la mansión de Lowji en Ridge Road. Aunque sólo se había llevado lo que no soportaba subastar, hasta su propio escritorio estaba abarrotado con chismes de su infancia, por no hablar de las fotos de sus tres hijas, que ahora estaban casadas y por ende el escritorio también lucía las fotos de las bodas... y las de sus diversos nietos. Además estaban sus fotos predilectas de John D. —esquiando cuesta abajo en Wengen y en Klosters, practicando esquí de fondo en Pontresina y de excursión en Zermatt— y varios programas enmarcados del Schauspielhaus Zürich, con John Daruwalla tanto en papeles principales como secundarios. Había sido Jean en Fräulein Julie de Strindberg, Christopher Mahon en Ein wahrer Held de John Millington Synge, Aquiles en la Penthesilea de Heinrich von Kleist, Fernando en la Stella de Goethe, Ivan en Onkel Vanja de Chéjov, Antonio en Der Kaufmann von Venedig de Shakespeare, y una vez había interpretado a Bassanio. Shakespeare en alemán sonaba muy extraño a oídos de Farrokh; le deprimía haber perdido contacto con la lengua de sus tiempos románticos.
Por fin encontró una pluma. Luego divisó un bloc debajo de la estatuilla de plata de Ganesh como bebé; el pequeño dios con cabeza de elefante estaba sentado en el regazo de su madre humana, Parvati, una pose muy bonita. Lamentablemente, la grotesca reacción a El Inspector Dhar y el asesino de la chica enjaulada le había hartado de elefantes, lo que era una verdadera injusticia, ya que Ganesh sólo tenía la cabeza de elefante; el dios poseía cuatro brazos humanos con manos humanas, y dos pies humanos. Además, Lord Ganesha sólo lucía un colmillo entero, aunque a veces sostenía el colmillo roto en una de sus cuatro manos.
De hecho, Ganesh no se parecía en nada al dibujo del elefante inadecuadamente alegre que, en la película más reciente del Inspector Dhar, era la firma de un asesino en serie, esa impropia caricatura que el criminal cinematográfico dibujaba en el vientre de las prostitutas asesinadas. Ese elefante no era ningún dios. Además, ese elefante tenía los dos colmillos intactos. Aun así, el doctor Daruwalla estaba empalagado de elefantes en cualquiera de sus formas. Lamentó no haber interrogado al subcomisario Patel sobre los dibujos que estaba haciendo el auténtico asesino, pues la policía sólo había comunicado a la prensa que la obra de arte del asesino y dibujante en serie de la vida real era «una evidente variación del tema de la película». ¿Qué quería decir eso?
La cuestión perturbaba profundamente al doctor Daruwalla, quien tembló al recordar el origen de su idea del asesino dibujante; la fuente de inspiración había sido nada menos que un dibujo real en el vientre de una víctima real. Veinte años antes, había sido médico de instrucción en la escena de un crimen que nunca se resolvió. Ahora la policía decía que un asesino y dibujante había robado el burlón elefante de una película, pero el guionista sabía muy bien de dónde había salido la idea original. Él se la había robado a un asesino, tal vez al mismo asesino. ¿No estaría éste al tanto de que la última película del Inspector Dhar estaba imitándolo a él?
«He perdido la cabeza, como de costumbre», decidió el doctor Daruwalla. También llegó a la conclusión de que debía transmitir esa información al detective Patel por si, de alguna manera, éste no la conocía. ¿Pero cómo podía saberlo Patel? Hacer segundas conjeturas era la segunda naturaleza del médico. En el Duckworth Club le había impresionado la compostura del subcomisario; más aún, no podía quitarse de encima la impresión de que ese hombre había estado ocultándole algo.
Farrokh interrumpió estas ideas inoportunas tan pronto como se le cruzaron por la cabeza. Sentado junto a su contestador automático, bajó el volumen antes de pulsar el botón. Todavía escondido, el guionista incógnito se dispuso a escuchar los mensajes.
Los perros de la planta baja
Al oír la voz quejumbrosa de Ranjit, el doctor Daruwalla lamentó instantáneamente su decisión de privarse siquiera un minuto de la compañía de Dhar y Julia en beneficio de un solo mensaje telefónico. Aunque algunos años mayor que él, Ranjit había conservado, no obstante, unas expectativas impropias y una indignación juvenil; las primeras implicaban sus actuales anuncios matrimoniales, que el doctor Daruwalla consideraba inadecuados para un secretario de medicina que había dejado atrás los sesenta años. La «indignación juvenil» de Ranjit era más evidente en sus respuestas a las mujeres que, tras conocerlo, le daban calabazas. Desde luego, no se había pasado todo el tiempo publicando anuncios matrimoniales sin parar desde que se empleó como secretario del viejo Lowji. Después de exhaustivas entrevistas, Ranjit había estado satisfactoriamente casado, y el tiempo suficiente antes de la muerte de Lowji como para que éste hubiese disfrutado otra vez de la laboriosidad prematrimonial del secretario.
Pero la esposa de Ranjit había fallecido recientemente y a él sólo le faltaban unos años para jubilarse. Seguía trabajando para los médicos asociados del Hospital para Niños Lisiados, y hacía de secretario de Farrokh toda vez que éste volvía de Canadá y ejercía como cirujano asesor honorario en Bombay. Además, Ranjit había llegado a la conclusión de que era el momento oportuno para volver a casarse. Pensaba que debía hacerlo sin demora, ya que le hacía parecer más joven describirse como secretario de medicina en activo que confesar que estaba retirado; sólo para no correr riesgos, en sus últimos anuncios matrimoniales había tratado de destacar tanto su puesto de trabajo como su retiro inminente, citando que estaba «empleado con buena remuneración» y «a la espera de un temprano retiro m. activo».
Lo que el doctor Daruwalla encontraba indecoroso en los anuncios actuales eran cosas como «m. activo», y el hecho de que Ranjit fuese un desvergonzado embustero. En virtud de una política corriente en The Times of India —las novias y novios en perspectiva se abstenían de revelar sus nombres y preferían la confidencialidad de un número—, a Ranjit le resultaba posible publicar media docena de anuncios en las mismas páginas de un dominical. El secretario había descubierto que tenía aceptación afirmar que la casta no era «una barrera», y también que seguía teniendo aceptación declararse brahmán hindú «con conciencia de casta y espíritu religioso, horóscopos armoniosos imprescindibles». O sea, que Ranjit anunciaba simultáneamente varias versiones de sí mismo; le decía a Farrokh que estaba buscando la mejor esposa de todas con o sin conciencia de casta o religión. ¿Por qué no había de concederse el beneficio de conocer a todas las que estuviesen disponibles?
El doctor Daruwalla se sentía incómodo consigo mismo por haberse visto inexorablemente atraído al mundo de los anuncios de Ranjit: todos los domingos él y Julia leían uno por uno los anuncios matrimoniales que aparecían en The Times of India y competían para ver cuál de los dos era capaz de identificar todos los de Ranjit. Pero el mensaje telefónico del secretario no era de naturaleza matrimonial; de nuevo el cada vez más provecto Ranjit había llamado para quejarse de «la mujer del enano»; ésta era su manera condenatoria de referirse a Deepa, por la que experimentaba una severa desaprobación, del tipo que sólo el señor Sethna habría compartido. Farrokh se preguntó si los secretarios de medicina serían universalmente crueles y repudiarían a todos los que requirieran la atención de un médico. ¿Se engendraba semejante hostilidad exclusivamente en un sincero deseo de proteger a los profesionales de la salud para que no perdieran el tiempo?
Para ser justos con Ranjit, la verdad es que Deepa era excepcionalmente agresiva en su forma de hacerle perder el tiempo al doctor Daruwalla. Se había presentado a fin de concretar una cita por la mañana para la niña prostituta fugitiva, incluso antes de que Vinod convenciera al médico de que examinara a este nuevo miembro de la escudería de niñas callejeras de Garg. Ranjit describía a la paciente como «alguien supuestamente sin huesos», porque sin duda Deepa había empleado la terminología circense para referirse a ella. El secretario estaba comunicando su desdén por el vocabulario de la mujer del enano; según su descripción, la niña prostituta podía estar hecha de plástico puro, «otra maravilla médica y, sin duda, virgen», concluía Ranjit su sarcástico mensaje.
El siguiente mensaje era viejo, de Vinod. El enano debió de llamar mientras Farrokh todavía estaba en el Jardín de las Señoras del Duckworth Club. En realidad el mensaje era para el Inspector Dhar.
«Nuestro inspector favorito me ha dicho que esta noche dormirá en su balcón», decía el enano. «Si cambia de idea estaré patrullando para pasar el rato, ya sabe. Si el inspector me necesita, ya conoce a los porteros del Taj y del Oberoi, para dejar mensajes, quiero decir. Estaré hasta muy tarde recogiendo en el Wetness Cabaret», reconocía Vinod, «pero esto será mientras usted duerma. Por la mañana pasaré a buscarlo como de costumbre. ¡Dicho sea de paso, estoy leyendo una revista en la que salgo!», concluía el enano. Las únicas revistas que leía Vinod eran las dedicadas al mundo cinematográfico, en las que de vez en cuando se veía a sí mismo en las instantáneas de famosos, abriéndole la puerta de uno de sus Ambassador al Inspector Dhar. En la portezuela se veía el círculo rojo con la T (de taxi) y el nombre de la empresa del enano, a menudo parcialmente oscurecido.
VINOD’s
BLUE NILE LTD.
Farrokh suponía que «Vinod’s» era en oposición a «Great».
Dhar era la única estrella del séptimo arte que viajaba en los coches del enano, quien se deleitaba con sus ocasionales apariciones en compañía de su «inspector favorito» en las revistas de cotilleos de la farándula. Vinod abrigaba la esperanza de que otras estrellas siguieran el ejemplo de Dhar, pero Dimple Kapadia, Jaya Prada, Pooja Bedi y Pooja Bhatt —por no hablar de Chunky Pandey y Sunny Deol, o Madhuri Dixit y Moon Moon Sen, nombrando solamente a unos pocos— se habían negado a montar en sus taxis «lujosos». Muy probablemente pensaban que perjudicaría su imagen que les vieran con el matón de Dhar.
«Patrullar» entre el Oberoi y el Taj era el recorrido predilecto de Vinod para el pluriempleo. Los porteros lo reconocían y lo trataban bien, porque cada vez que Dhar estaba en Bombay paraba en el Oberoi y en el Taj. Manteniendo una suite en ambos hoteles, el actor se aseguraba un buen servicio; mientras el Oberoi y el Taj supieran que estaban compitiendo, se desvivirían por cerciorarse de que contara con la mayor intimidad. Los detectives de los hoteles eran duros con los cazadores de autógrafos y otros sabuesos de la gente famosa; en la recepción de ambos hoteles, si alguien no conocía el nombre en clave —que cambiaba constantemente—, se le informaba que el astro no era huésped del lugar.
Con «pasar el rato», Vinod quería decir que estaba ganando dinero extra. El enano era experto en detectar a turistas desventurados en los vestíbulos de los grandes hoteles y se ofrecía a llevar a los extranjeros a un buen restaurante o a donde quisieran ir. También estaba dotado para reconocer a los turistas que habían padecido experiencias angustiosas en los taxis y por tanto eran vulnerables a las tentaciones de su servicio «lujoso».
El doctor Daruwalla comprendía que el enano no podía mantenerse ejerciendo como chófer únicamente para él y para Dhar. El señor Garg era un cliente más regular. Farrokh también estaba familiarizado con la costumbre del enano de «dejar mensajes», pues Vinod se había aprovechado de la fama del Inspector Dhar con los porteros del Oberoi y el Taj. Podía ser incómodo, pero era el único medio que tenía el enano para estar «a disposición». En Bombay no había teléfonos celulares; los teléfonos en los coches eran desconocidos, un indudable inconveniente para el negocio de los taxis privados, del que Vinod se quejaba periódicamente. Había radiollamadas o «transmisores de señales», pero el enano no quería usarlos. «Prefiero esperar», afirmaba, con lo cual quería decir que aguardaba el día en que los teléfonos celulares elevaran la categoría de su empresa.
Por tanto, si Farrokh o John D. lo necesitaban, dejaban un mensaje a los porteros del Taj y del Oberoi. Además, Vinod llamaba por otro motivo. No le gustaba presentarse en el edificio de apartamentos del doctor Daruwalla sin anunciarse; en el vestíbulo no había teléfono y se negaba a verse como un «sirviente», es decir, que se negaba a subir por la escalera. Cuando se trataba de subir escaleras, su enanismo era un obstáculo, y el doctor Daruwalla había abogado en su favor ante la Asociación de Residentes. Al principio, había argumentado que se trataba de un lisiado y que no debía forzarse a los lisiados a usar escaleras. La Asociación de Residentes contraatacó manifestando que los lisiados no debían ser sirvientes. El doctor Daruwalla contestó que Vinod era un hombre de negocios independiente, no el sirviente de nadie; al fin y al cabo, era propietario de una empresa de taxis privados. Un chófer era un sirviente, decretó la Asociación de Residentes.
Al margen del absurdo reglamento, Farrokh había dicho a Vinod que si alguna vez tenía que subir a su piso de la quinta planta, debía tomar el ascensor restringido a los residentes. Pero cada vez que el enano permanecía en el vestíbulo esperando el ascensor —aunque fuese a altas horas de la noche—, los perros de la planta baja detectaban su presencia. Allí había un número desproporcionado de canes y aunque el médico no se sentía inclinado a creer en la interpretación de Vinod —según éste, todos los perros odiaban a todos los enanos—, tampoco podía dar una razón científicamente aceptable para explicar que todos los perros de la planta baja se despertaran de repente e iniciaran sus frenéticos ladridos cada vez que Vinod aguardaba el ascensor prohibido.
De modo que resultaba absolutamente indispensable que Vinod acordara una hora exacta para recoger a Farrokh o a John D. a fin de que pudiese esperar en el Ambassador junto al bordillo, o en el callejón cercano, sin entrar para nada en el vestíbulo del edificio. Además, el que Vinod atrajera a altas horas de la noche la furiosa atención de los perros de la planta baja ponía seriamente a prueba el delicado ecosistema del edificio, y Farrokh ya había tenido problemas con la Asociación de Residentes: el disentimiento por la cuestión del ascensor había ofendido a los demás ocupantes del edificio.
El hecho de ser hijo de un reconocido gran hombre —y encima un gran hombre famosamente asesinado— significaba más leña al fuego contra el doctor Daruwalla. Que viviese en el extranjero y pudiera darse el lujo de que sus sirvientes ocuparan el apartamento —con frecuencia sin una sola visita suya durante años enteros— lo había vuelto impopular, indudablemente, cuando no abiertamente despreciado.
El hecho de que estos perros pareciesen culpables de discriminación contra los enanos no era la única razón por la que disgustaban al doctor Daruwalla. Sus enloquecidos ladridos le fastidiaban como resultado de su absoluta irracionalidad; cualquier irracionalidad recordaba a Farrokh todo lo que no lograba comprender acerca de la India.
Justamente esa mañana estaba en el balcón y por casualidad oyó que su vecino del cuarto piso, el doctor Malik Abdul Aziz, un «sirviente modelo del Todopoderoso», oraba en el balcón de abajo. Cuando Dhar dormía en el balcón, solía comentar a Farrokh lo apaciguador que era despertar con las oraciones del doctor Aziz.
«Alabado sea Alá, Señor de la Creación», eso sí había entendido Farrokh; después oyó algo referente al «camino recto». Se trataba de una oración muy pura que le cayó bien, y además siempre había admirado al doctor Aziz por su fe inquebrantable, pero luego sus pensamientos se desviaron violentamente de la religión a la política, porque recordó los carteles que había visto por la ciudad. Los mensajes de esas vallas publicitarias eran esencialmente hostiles, cuando lo único que pretendían era ser religiosas.
EL ISLAM ES EL ÚNICO CAMINO
A LA HUMANIDAD PARA TODOS
Y eso no estaba tan mal como las consignas del Shiv Sena, que inundaban Bombay. (MAHARASHTRA PARA LOS MAHARASHTRIS. O TAMBIÉN, DILO CON ORGULLO: SOY HINDÚ.)
Cierto elemento diabólico había corrompido la pureza de la oración. Algo tan digno e íntimo como el doctor Aziz con su alfombrilla de rezos tendida en su propio balcón se había visto comprometido por el proselitismo, distorsionado por la política. Y si esa demencia tuviera un sonido, Farrokh lo sabía, sería el de unos perros ladrando irracionalmente.
Inoperable
En el edificio de apartamentos, el doctor Daruwalla y el doctor Aziz eran los madrugadores más coherentes, por cuestiones quirúrgicas en ambos casos: el doctor Aziz era urólogo. Si él reza todas las mañanas, yo debo hacer lo mismo, pensó Farrokh. Aquella mañana había esperado amablemente a que el musulmán terminara. Al rezo siguió el arrastrar de las zapatillas del doctor Aziz mientras enrollaba su alfombrilla al tiempo que Farrokh pasaba las hojas de su devocionario; estaba buscando algo apropiado o al menos conocido. Le avergonzaba que su ardor por el cristianismo estuviese diluyéndose aparentemente en el pasado..., ¿o acaso había retrocedido por completo su fe? Al fin y al cabo, sólo había sido un tipo de milagro poco importante el que lo había convertido, y tal vez necesitara otro igualmente pequeño para inspirarse. Comprendió que la mayoría de los cristianos eran fieles sin el incentivo de ningún milagro, comprensión que interfirió al instante en su búsqueda de una oración. Últimamente había empezado a preguntarse si no sería un impostor también como cristiano.
En Toronto, Farrokh era un canadiense no asimilado y un indio que evitaba a la comunidad de su país de origen. En Bombay, se veía constantemente confrontado a lo poco que conocía la India y a cuán distinto a un indio se consideraba. En realidad, él era ortopedista y duckworthiano, en ambos casos simplemente miembro de dos clubes privados. Hasta su conversión al cristianismo parecía falsa; sólo era practicante en las festividades de Navidad y Pascua, y no recordaba cuándo había participado por última vez en el placer íntimo de la oración.
Aunque era algo breve y contenía en pocas palabras toda la historia de aquello en lo que se suponía que creía, el doctor Daruwalla comenzó su experimento en la oración con el llamado credo de los apóstoles, la clásica confesión de la fe. «Creo en Dios Padre Todopoderoso, creador del Cielo y de la Tierra...», recitó Farrokh sin aliento, pero las letras mayúsculas lo distraían.
Más tarde, al entrar en el ascensor, meditaba en la facilidad con que había perdido el ánimo para rezar. Resolvió que en la primera oportunidad que tuviese, felicitaría al doctor Aziz por su fe tan disciplinada. Pero cuando éste entró en el ascensor en la cuarta planta, Farrokh se puso colorado como un tomate y apenas logró decir:
—Buenos, días, doctor, tiene usted muy buen aspecto.
—Vaya, gracias..., lo mismo digo, doctor —respondió el doctor Aziz, con cierto aire furtivo y conspirador. Cuando se cerró la puerta del ascensor y se quedaron dentro solos, el doctor Aziz preguntó—: ¿Se ha enterado de lo del doctor Dev?
Farrokh se preguntó a cuál doctor Dev se referiría. Había un doctor Dev cardiólogo y otro doctor Dev anestesiólogo, había un montón de Dev, pensó. Incluso el doctor Aziz era conocido en la comunidad médica como Urología Aziz, la única forma sensata de diferenciarlo de otra media docena de doctores Aziz.
—¿El doctor Dev? —inquirió prudentemente el doctor Daruwalla.
—Gastroenterología Dev —aclaró Urología Aziz.
—Ah, sí, ese doctor Dev —dijo Farrokh.
—¿Pero se ha enterado? —preguntó el doctor Aziz—. Tiene sida, se lo contagió una paciente. Y no estoy hablando de ningún contacto sexual.
—¿Por examinar a una paciente? —preguntó el doctor Daruwalla.
—Por una colonoscopia, me parece. Era una prostituta.
—Por una colonoscopia..., ¿cómo? —quiso saber el doctor Daruwalla.
—Como mínimo el cuarenta por ciento de las prostitutas tiene que estar infectada con el virus —puntualizó el doctor Aziz—. ¡Entre mis pacientes, los que tienen tratos con prostitutas dan VIH positivo el veinte por ciento de las veces!
—Pero sigo sin entender cómo es posible contagiarse en una colonoscopia —insistió Farrokh, aunque el doctor Aziz estaba demasiado excitado para prestarle atención.
—¡Yo tengo pacientes que me dicen a mí, un urólogo, que se han curado el sida bebiendo su propia orina! —exclamó el doctor Aziz.
—Ah, sí, la terapia con orina —comentó el doctor Daruwalla—. Muy generalizada, pero...
—¡Pero aquí está el problema! —gritó el doctor Aziz mientras sacaba del bolsillo un papel en el que había unas palabras garabateadas—. ¿Sabe qué dice el Kamasutra? —le preguntó.
He ahí a un musulmán preguntándole a un parsi (y converso al cristianismo) acerca de la colección de aforismos de un hindú referentes a proezas sexuales..., algunos dirían al «amor». El doctor Daruwalla consideró sensato ser prudente y no respondió. También sería sensato no decir nada sobre la terapia con orina. Moraji Desai, el antiguo primer ministro, la practicaba, ¿no había algo que se llamaba Agua del Fundamento de la Vida? Farrokh llegó a la conclusión de que lo mejor sería morderse la lengua también sobre eso. Además, Urología Aziz quería leerle algo del Kamasutra. Lo mejor sería escuchar.
—Entre las muchas situaciones en que se permite el adulterio, escuche ésta: «Cuando tales relaciones clandestinas carecen de riesgo y son un método seguro para ganar dinero». —El doctor Aziz volvió a doblar el papel tantas veces plegado y devolvió esta prueba a su bolsillo—. ¿Comprende?
—¿Qué quiere decir? —preguntó Farrokh.
—Bien, ¡ése es, obviamente, el problema! —contestó el doctor Aziz.
Farrokh todavía trataba de imaginar cómo se había contagiado el sida el doctor Dev haciendo una colonoscopia; entretanto, el doctor Aziz había llegado a la conclusión de que el sida entre las prostitutas era directamente provocado por los malos consejos del Kamasutra. (Farrokh dudaba de que la mayoría de las prostitutas supiera leer.) Éste era otro ejemplo de los perros de la planta baja: estaban ladrando otra vez. El doctor Daruwalla sonrió nervioso hasta la entrada al callejón sin salida, donde Urología Aziz había aparcado su coche.
Hubo una breve confusión porque el Ambassador de Vinod tenía bloqueado momentáneamente el callejón, pero el doctor Aziz emprendió enseguida su camino. Farrokh esperó allí a que el enano invirtiera la orientación del coche. El callejón era cerrado y estrecho, de olor salobre por la proximidad del mar, tan caluroso y humeante como una alcantarilla atascada, y un refugio para los mendigos que frecuentaban los pequeños hoteles costeros de Marine Drive. El doctor Daruwalla suponía que esos pordioseros estaban especialmente interesados en la clientela árabe, famosa por sus propinas más generosas. Pero el mendigo que surgió de pronto del callejón no era uno de ésos.
Se trataba de un chico cojo al que de vez en cuando se veía haciendo el pino en Chowpatty Beach. El médico sabía que no era una acrobacia lo bastante promisoria para que Vinod y Deepa le ofrecieran un hogar en el circo. El golfillo había dormido en la playa —tenía el pelo apelmazado con arena— y las primeras luces lo habían atraído al callejón para dormir unas horas más. Con toda probabilidad, los dos coches que entraron y salieron habían llamado su atención. Cuando Vinod entró conduciendo el Ambassador marcha atrás, el mendigo bloqueó a Farrokh el camino al coche. Permaneció con ambos brazos extendidos y las palmas hacia arriba; tenía un velo mucoso sobre los ojos y una pasta blanquecina le marcaba la comisura de los labios.
Los ojos del cirujano ortopédico se fijaron al instante en la cojera del mendigo, cuyo pie derecho estaba rígidamente cerrado en ángulo recto, como si pie y tobillo estuviesen permanentemente soldados; el doctor Daruwalla estaba familiarizado con esa deformidad llamada anquilosis, causada por el abundante mal congénito denominado pie de zopo. Pero en este caso tanto el pie como el tobillo se veían insólitamente achatados —una lesión aplastante, supuso el doctor Daruwalla—, y el chico apoyaba todo su peso sólo en el talón. Asimismo, el pie malo era considerablemente más pequeño que el sano, lo que llevó al médico a imaginar que la lesión había dañado las láminas epifisiales, la zona de los huesos donde tiene lugar el crecimiento. No se trataba sólo de que el pie del chico estuviese soldado con su tobillo, sino que también había dejado de crecer. Farrokh tuvo la certeza de que era inoperable.
En ese momento Vinod abrió la portezuela del conductor. El mendigo temía al enano, aunque éste no empuñaba sus mangos de raquetas de squash y lo que quería era abrirle la puerta trasera al doctor Daruwalla, el cual observó que el mendigo era más alto pero más frágil que Vinod, quien se limitó a apartarlo de un empellón. Farrokh vio que el chico tropezaba con su pie machacado tan tieso como un martillo. Una vez en el interior del Ambassador, el médico bajó la ventanilla sólo lo suficiente para que el chico lo oyera.
—Maaf karo —dijo el doctor Daruwalla amablemente.
Era lo que siempre decía a los mendigos: «Disculpa».
El mendigo contestó en inglés.
—No lo disculpo.
También en inglés, Farrokh preguntó lo que estaba pensando.
—¿Qué te ocurrió en el pie?
—Me lo pisó un elefante —respondió el tullido.
Eso explicaría todo, pensó el médico, pero no creía semejante historia: los mendigos son mentirosos.
—¿Un elefante de circo? —inquirió Vinod.
—Sólo era un elefante que se apeaba de un tren —contestó el chico al enano—. Yo era un bebé y mi padre me dejó tendido en el andén de la estación, él estaba en una tienda de bidi.
—¿Quieres decir que a ti te pisó un elefante mientras tu padre compraba cigarrillos? — preguntó Farrokh, seguro de que era una patraña—. Entonces supongo que te llamas Ganesh, por el dios elefante —agregó.
Sin dar muestras de percibir el sarcasmo del médico, el tullido asintió.
—Ese nombre no era para mí —respondió el chico.
Aparentemente, Vinod le creyó.
—Él es médico —dijo el enano, señalando a Farrokh—. A lo mejor te cura. —Ahora Vinod señaló al mendigo, que ya se alejaba cojeando del coche.
—No se puede curar lo que hacen los elefantes —dijo Ganesh.
El médico tampoco creía estar en condiciones de curar lo que había hecho el elefante.
—Maaf karo —repitió.
Sin detenerse ni molestarse en volver la vista, esta vez el lisiado no respondió a la expresión predilecta de Farrokh.
Luego el enano llevó al médico al hospital, donde lo aguardaba una operación de pie zopo y otra por una tortícolis. Farrokh procuró distraerse soñando despierto con una operación de espalda, una laminectomía con soldadura. Después soñó con algo más ambicioso: la colocación de bastoncillos de Harrington por una grave infección de vértebras, con colapso vertebral. Pero incluso mientras preparaba las operaciones de pie zopo y tortícolis seguía pensando en cómo sería posible reparar el pie del mendigo. Podía cortar a través del tejido fibroso y los tendones contraídos, encogidos; existían procedimientos plásticos para alargar tendones, pero el problema con esa lesión era la soldadura ósea. Tendría que aserrar a través del hueso. Si dañaba los haces vasculares alrededor del pie, comprometería el suministro sanguíneo y el resultado podía ser una gangrena. Siempre existía la posibilidad de amputar y colocar una prótesis, por supuesto, pero probablemente el chico se negaría a semejante intervención. De hecho, Farrokh sabía que su propio padre se habría negado a practicar esa operación; como cirujano, Lowji había vivido según el antiguo dicho primum non nocere: por encima de todo, no hacer daño.
«Olvida a ese chico», había pensado Farrokh; operó el pie zopo y la tortícolis, y más tarde enfrentó al Comité de Admisión del Duckworth Club donde había almorzado con el Inspector Dhar, un almuerzo muy perturbado por el deceso del señor Lal y la molestia que les había causado S. de P. Patel. (El doctor Daruwalla había tenido un día muy ajetreado.)
Y ahora, mientras escuchaba los mensajes telefónicos en el contestador automático, estaba tratando de imaginar el momento preciso en que Lal había sido golpeado en la buganvilla junto al hoyo nueve. Quizá cuando él estaba en el quirófano; posiblemente antes, en el momento en que se encontró con el doctor Aziz en el ascensor, o una de las veces en que había dicho «Maaf karo» al mendigo tullido que hablaba en un inglés increíblemente correcto.
Indudablemente el chico era uno de esos mendigos emprendedores que se alquilaba como guía de turistas a extranjeros. Farrokh sabía que los tullidos eran los más espabilados; muchos se habían mutilado a sí mismos y otros habían sido heridos adrede por sus padres, pues el ser lisiados mejoraba sus oportunidades como mendigos. Estas ideas de mutilación, especialmente de heridas autoinfligidas, llevaron al médico a pensar otra vez en los hijras. Luego sus pensamientos retornaron al crimen en el campo de golf.
En retrospectiva, lo que asombraba al doctor Daruwalla era cómo alguien podía haberse acercado lo suficiente a Lal para golpearlo con su propio putter. ¿Cómo es posible caer furtivamente sobre un hombre que está azotando las flores? Seguramente había estado girando el cuerpo de un lado a otro e inclinándose para toquetear la estúpida bola. ¿Y dónde estaba su bolsa de golf? No muy lejos. ¿Cómo había podido alguien acceder a la bolsa de golf, sacar al putter y luego golpearlo, todo sin que él mirara en esa dirección? Farrokh sabía que en el cine no funcionaría..., ni siquiera en una película del Inspector Dhar.
En ese momento se dio cuenta de que el asesino tenía que ser alguien a quien la víctima conocía, pero si había sido otro golfista —probablemente con su propia bolsa—, ¿para qué necesitaba usar el putter de Lal? Pero al menos de momento, qué podría haber estado haciendo alguien que no jugaba al golf en los alrededores del hoyo nueve —y sin despertar las sospechas del señor Lal— estaba fuera del alcance de las facultades imaginativas del creador del Inspector Dhar.
Farrokh se preguntó qué tipo de perros estarían ladrando en la cabeza del asesino. Perros furiosos, supuso, porque en la mente del criminal residía una irracionalidad aterradora, en comparación con la cual pasaría por razonable la del doctor Aziz. Pero entonces las especulaciones de Farrokh sobre este tema fueron interrumpidas por el tercer mensaje telefónico: su contestador automático era francamente implacable.
«¡Dios mío!», gritó la voz no identificada, una voz de exuberancias tan lunáticas que el doctor Daruwalla supuso que no era de nadie que él conociera.