Por una vez, los jesuitas no lo saben todo
Al principio Farrokh no reconoció el entusiasmo histérico que caracterizaba la voz del eternamente optimista padre Cecil, quien tenía setenta y dos años y por ende era fácil presa del pánico ante el reto que significaba hablar clara y serenamente a un contestador automático. El padre Cecil era el sacerdote decano de San Ignacio, un jesuita indio siempre animoso; en tal sentido, actuaba en sorprendente yuxtaposición con el rector —el padre Julian—, un inglés de sesenta y ocho años y uno de esos jesuitas intelectuales de cáustica disposición. El padre Julian era tan sarcástico que para el doctor Daruwalla resultaba fuente instantánea de renovación de su temor reverencial, combinado con la suspicacia, por los católicos. Pero el mensaje era del padre Cecil y, por tanto, nada gracioso. «¡Dios mío!», empezó diciendo el padre Cecil, como si brindara una descripción general del mundo que veía a su alrededor.
«¿Y ahora qué?», pensó el doctor Daruwalla. En su condición de distinguido ex alumno de la escuela de San Ignacio, con frecuencia le pedían que pronunciara discursos inspiradores ante los estudiantes; otros años también había hablado en la Asociación Cristiana Femenina. En una ocasión había sido miembro casi activo de la Comunidad Católica y Anglicana por la Unidad Cristiana y del llamado Comité de la Esperanza Viva, actividades que ya no le interesaban. El doctor Daruwalla abrigó la sincera esperanza de que el padre Cecil no lo llamara para solicitarle una vez más que volviera a relatar la tan trillada experiencia de su conversión.
Al fin y al cabo, pese a su pasado compromiso con la unidad católica y anglicana, él era anglicano; se sentía incómodo en presencia de cierto porcentaje excesivamente fanático, aunque poco numeroso, de fieles seguidores de la iglesia de San Ignacio. Había declinado una invitación reciente para hablar en el Centro de Información Católica Carismática, sobre el tema sugerido de «Renovación carismática en la India». Había replicado que su insignificante experiencia —el totalmente pequeño y mínimo milagro de su conversión— no tenía punto de comparación con experiencias religiosas de éxtasis (hablar en lenguas desconocidas, curaciones espontáneas y así sucesivamente). «¡Pero un milagro es un milagro!», había replicado el padre Cecil. Para gran sorpresa de Farrokh, el rector se había puesto de su lado.
«Estoy totalmente de acuerdo con el doctor Daruwalla», había dicho el padre Julian. «Su experiencia no puede calificarse en absoluto de milagro.»
El doctor Daruwalla se había sentido herido en su susceptibilidad. Estaba dispuesto a retratar su experiencia de conversión como un tipo de milagro tenue y siempre era humilde al relatarla. En su cuerpo no había marcas que se parecieran siquiera remotamente a las heridas del cuerpo crucificado de Cristo. La suya no era una historia de estigmas. ¡Él no era un sangrante continuo! Pero que el padre rector restara importancia a su experiencia, diciendo que en absoluto podía catalogarse de milagro, le ofendió profundamente. El insulto alimentó las inseguridades y prejuicios de Farrokh respecto de la educación superior de los jesuitas. ¡No sólo eran más santos que uno, sino más conocedores! Pero el mensaje se refería al gemelo de Dhar y no a su conversión.
¡Naturalmente! El gemelo de Dhar era el primer misionero estadounidense en la sumamente apreciable historia de ciento veinticinco años de San Ignacio; ni la iglesia ni la escuela habían sido bendecidas antes con un misionero de Estados Unidos. El gemelo de Dhar era lo que los jesuitas denominan «escolástico», término cuyo significado ya había aprendido el doctor Daruwalla: quería decir que había soportado muchos estudios religiosos y filosóficos y que había hecho sus votos simples. No obstante, sabía que al gemelo de Dhar aún le faltaban algunos años para ordenarse sacerdote. Éste era un periodo de búsqueda del alma, suponía el doctor Daruwalla, la prueba final de esos votos simples.
Los votos propiamente dichos ponían la piel de gallina a Farrokh; la pobreza, la castidad, la obediencia... no eran tan «simples». Resultaba difícil imaginar a la progenie de un guionista hollywoodense como Danny Mills optando por la pobreza, y más difícil todavía concebir a los descendientes de Veronica Rose escogiendo la castidad. En cuanto a las hábiles ramificaciones jesuíticas de la obediencia, el doctor Daruwalla tenía conciencia de que no sabía lo suficiente. También sospechaba que, en caso de que uno de esos astutos jesuitas intentara explicarle la «obediencia», la explicación propiamente dicha sería una maravilla de ambigüedad —de razonamiento más que sutil—, y que en última instancia no comprendería más a fondo que antes qué era un voto de obediencia. A juicio del doctor Daruwalla, los jesuitas eran intelectualmente hábiles y astutos, precisamente la condición que más le costaba imaginar: que un hijo de Danny Mills y Veronica Rose fuese intelectualmente hábil y astuto. Ni siquiera Dhar, que había recibido una decente educación europea, era un intelectual.
Pero entonces Farrokh se recordó a sí mismo que Dhar y su gemelo también podían ser una creación genética de Neville Eden, quien siempre le había impresionado como alguien hábil y astuto. ¡Qué rompecabezas! ¿Qué hacía un hombre de casi cuarenta años convirtiéndose —o tratando de convertirse— en sacerdote? ¿Qué fracasos le habían llevado a eso? Él suponía que sólo los fiascos o las desilusiones podían llevar a un hombre a hacer votos de naturaleza tan radicalmente depresiva.
Y ahora el padre Cecil decía que «el joven Martin» había mencionado, en una carta, que el doctor Daruwalla era «un viejo amigo de la familia». De modo que se llamaba Martin, Martin Mills. Farrokh recordó que en la carta que le escribió a él, Vera ya se lo había dicho. Y «el joven Martin» no era tan joven, por lo que el doctor Daruwalla sabía, salvo para el padre Cecil, que tenía setenta y dos años. Pero el motivo principal del mensaje telefónico le cogió por sorpresa.
«¿Sabe exactamente cuándo llega?», preguntaba el padre Cecil.
«¿Qué quiere decir con eso de si yo lo sé?», pensó Farrokh. «¿Por qué no lo sabe él?» Pero ni el padre Julian ni el padre Cecil recordaban exactamente cuándo llegaría Martin Mills y culpaban al hermano Gabriel de haber perdido su carta.
El hermano Gabriel había llegado a Bombay y a San Ignacio después de la guerra civil española, en la que había pertenecido al bando comunista; su primera contribución en San Ignacio consistió en coleccionar los iconos rusos y bizantinos por los que eran famosas la capilla de la misión y su sala de colección de iconos. El hermano Gabriel también estaba a cargo de la correspondencia.
Cuando Farrokh tenía diez o doce años y estudiaba en San Ignacio, el hermano Gabriel tendría veintiséis o veintiocho; recordaba que en aquella época estaba empeñado en aprender hindi y marathi, y que su inglés era melodioso, con acento español. Perduraba en su memoria como un hombre bajo y robusto, de sotana negra, exhortando a un ejército de barrenderos a levantar más y más nubes de polvo de los suelos de piedra. Farrokh también recordaba que al mismo tiempo el hermano Gabriel estaba a cargo de los demás criados, y del jardín y de la cocina, y de la ropa blanca, además de la correspondencia. Pero su pasión eran los iconos. Se trataba de un hombre simpático y vigoroso, ni intelectual ni sacerdote, y el doctor Daruwalla calculó que ahora rondaría los setenta y cinco años. «No es de extrañar que pierda cartas», pensó.
¡De manera que nadie sabía exactamente en qué momento llegaría el gemelo de Dhar! En su mensaje, el padre Cecil agregaba que las obligaciones docentes del estadounidense comenzarían casi de inmediato; San Ignacio no reconocía como vacaciones la semana que transcurre entre Navidad y Año Nuevo; sólo el día de Navidad y el de Año Nuevo eran festivos escolares, fastidio que él mismo recordaba de su propia época escolar. Conjeturó que la escuela aún era susceptible a la acusación hecha por muchos padres no cristianos en el sentido de que se enfatizaba en exceso la Navidad.
Era posible, opinaba el padre Cecil, que el joven estadounidense se pusiera en contacto con el doctor Daruwalla antes de comunicarse con alguien de San Ignacio. ¿O ya se había puesto en contacto con él? ¿Ya?, pensó el doctor Daruwalla, presa del pánico.
¡El gemelo llegaría en cualquier momento y Dhar todavía no lo sabía! Para colmo, el ingenuo estadounidense aterrizaría en Sahar Airport a las dos o las tres de la madrugada, hora en que llegaban todos los vuelos de Europa y Estados Unidos. (El doctor Daruwalla presuponía que todos los estadounidenses que viajaban a la India eran «ingenuos».) A esa hora horrorosamente temprana, San Ignacio estaría literalmente cerrada..., como un castillo, como un cuartel del ejército, como el recinto cercado que era. Si los sacerdotes y los hermanos desconocían en qué momento llegaría exactamente Martin Mills, nadie dejaría ninguna luz encendida ni ninguna puerta abierta para él, nadie estaría esperándolo cuando bajara del avión, de modo que el desconcertado misionero podía acudir directamente a él, podía aparecer en el umbral de su casa, sencillamente, a las tres o las cuatro de la madrugada. (El doctor Daruwalla presuponía que todos los misioneros que viajaban a la India estaban «desconcertados».)
Farrokh no recordaba con exactitud qué le había escrito a Vera. ¿Había dado a esa espantosa mujer su domicilio particular o la dirección del Hospital para Niños Lisiados? Como cabía esperar, ella le había escrito al Duckworth Club. Era muy probable que de Bombay, de toda la India, Vera sólo recordara el Duckworth Club. (Sin duda había reprimido el recuerdo de la vaca.)
«¡Malditos sean los follones de los demás!», murmuró entre dientes el doctor Daruwalla. Él era un cirujano y como tal un hombre sumamente pulcro y ordenado. Le espantaba la dejadez de las relaciones humanas, sobre todo aquellas de las que él sentía que se había responsabilizado y cuidado especialmente: hermano-hermana, hermano-hermano, hijos-padres, padres-hijos. ¿Qué pasaba con los seres humanos que habían hecho semejante jaleo de estas relaciones fundamentales?
El doctor Daruwalla no quería esconder a Dhar de su gemelo; no quería herir a Danny —con la cruel evidencia de lo que había hecho su esposa y de cómo había mentido—, pero sentía que estaba protegiendo principalmente a Vera al ayudarla a mantener intacta su mentira. En cuanto a Dhar, estaba tan asqueado por todo lo que había oído decir sobre su madre, que dejó de sentir curiosidad por ella tras cumplir los veinte años; jamás había expresado el deseo de conocerla, o siquiera de verla. Cierto es que su curiosidad respecto del padre había persistido hasta pasados los treinta años, aunque en los últimos tiempos parecía haberse resignado a que nunca lo conocería. Tal vez el término correcto fuera endurecido y no «resignado».
A los treinta y nueve años John D. se había acostumbrado, lisa y llanamente, a no conocer a su madre ni a su padre. ¿Pero quién no querría conocer, o al menos ver, a su propio gemelo? El médico se preguntó por qué no podía presentar, sencillamente, al tonto del misionero a su mellizo: «Martin, éste es tu hermano, será mejor que te vayas haciendo a la idea». (El doctor Daruwalla presuponía que todos los misioneros eran, de una u otra forma, tontos.) Contar la verdad al gemelo de Dhar le estaría bien empleado a Vera, pensó Farrokh. Eso podría evitar que Martin Mills hiciera algo tan restrictivo como convertirse en sacerdote. Decididamente, era el anglicano que moraba en el doctor Daruwalla el que hacía parar en seco la idea misma de la castidad, a sus ojos del todo restrictiva.
Farrokh recordaba lo que había dicho sobre la castidad el belicoso de su padre. Lowji había analizado el tema a la luz de la experiencia de Ghandi. El Mahatma se había casado a los trece años y tenía treinta y siete cuando hizo votos de abstinencia sexual. «Según mis cálculos», había dicho Lowji, «eso suma veinticuatro años de vida sexual. Mucha gente no tiene tantos años de intercambio sexual en toda su vida. De manera que el Mahatma había optado por la abstinencia después de veinticuatro años de actividad sexual. ¡Era un mujeriego de cuidado, flanqueado por una sarta de Marías Magdalenas!»
Como ocurría con todos los pronunciamientos de su padre, esa voz de autoridad inquebrantable seguía sonando en sus oídos a través de los años, porque el viejo Lowji proclamaba todo con el mismo tono estridente e incendiario: se mofaba, difamaba, provocaba y aconsejaba. Ya fuese para dar buenos consejos (en general de naturaleza médica) o para emitir los más terribles prejuicios —o expresar la opinión más excéntrica y simplista—, Lowji tenía el tono de voz de quien se ha autoproclamado experto. Con todos, y respecto de todos los temas, empleaba el mismo tono de voz famoso que le había dado renombre en los tiempos de la Independencia y durante la Partición, cuando tan autoritariamente abordara la cuestión de los Médicos contra el Desastre. («En orden de importancia, buscar las amputaciones dramáticas y las lesiones graves de las extremidades, antes de tratar fracturas o laceraciones. Conviene dejar todos los daños de la cabeza en manos de los expertos, si los hay.») Era una pena que tan sensato consejo se hubiese perdido en un movimiento de corta vida, aunque los voluntarios actuales en ese campo todavía hablaran de los Médicos contra el Desastre como una causa digna.
Tras este recuerdo, el doctor Farrokh Daruwalla intentó desprenderse del pasado. Se obligó a considerar el melodrama del gemelo de Dhar como la crisis concreta más inminente. Con refrescante e insólita claridad mental, llegó a la conclusión de que era Dhar quien tenía que decidir si el pobre Martin Mills debía saber o no que tenía un mellizo. Martin Mills no era el gemelo que él conocía y amaba, y debía respetarse lo que deseara el entrañable John D.: conocer o no a su hermano. Al cuerno con Danny y Vera y el embrollo que pudieran haber hecho de su vida, en especial al cuerno con Vera. Farrokh se dio cuenta de que ahora ella debía rondar los sesenta y cinco años, y Danny era casi diez años mayor; ambos tenían edad suficiente para afrontar las consecuencias como adultos.
Pero el doctor Daruwalla dejó totalmente de lado su razonamiento a causa del siguiente mensaje telefónico, con el que todo lo que tuviese que ver con Dhar y su gemelo se rebajaba a un chismorreo, a una trivialidad.
«Aquí Patel», dijo la voz que de inmediato impresionó a Farrokh por un desapego moral que nunca había conocido. ¿Anestesiología Patel? ¿Radiología Patel? Era un apellido gujarati y no había demasiados Patel en Bombay. Entonces, con una sensación de súbita frialdad —casi tan fría como la voz que sonaba en el contestador automático—, supo de quién se trataba. Era el subcomisario Patel, el auténtico policía. Tiene que ser el único gujarati de toda la fuerza policial bombayita, pensó Farrokh, porque sin la menor duda las fuerzas del orden local estaban compuestas en su mayor parte por agentes maharashtris.
«Doctor», dijo el detective, «debemos hablar de un tema completamente distinto... y sin la presencia de Dhar, por favor. Necesito hablar a solas con usted.» El corte de la comunicación fue tan brusco como el mensaje.
De no haber estado tan agitado por la llamada, el doctor Daruwalla se habría enorgullecido de su intuición como guionista, porque siempre había otorgado al Inspector Dhar una concisión similar cuando hablaba por teléfono, en especial con contestadores automáticos. Pero no se enorgulleció por la exactitud de su caracterización y en cambio se sintió abrumado de curiosidad respecto del «tema completamente distinto» del que quería hablar el detective Patel, por no hablar de a qué se debía que no pudiera hacerlo delante de Dhar. Al mismo tiempo, a Farrokh le aterrorizó lo que presuntamente sabía del delito el comisario.
¿Había otra pista en el crimen del señor Lal, u otra amenaza para Dhar? ¿O este «tema completamente distinto» era la matanza de las chicas enjauladas, los asesinatos de esas prostitutas de la vida real, no las de la versión cinematográfica?
Pero no tuvo tiempo de meditar sobre este misterio. Con la siguiente llamada telefónica, el doctor Daruwalla se vio una vez más atrapado en el pasado.
El mismo susto de siempre; una amenaza totalmente nueva
El mensaje era antiguo y lo había oído durante veinte años. Había recibido esas llamadas en Toronto y en Bombay, tanto en su casa como en el consultorio. Intentó hacerlas rastrear, pero fue en vano: se hacían desde teléfonos públicos, oficinas de correos, vestíbulos de hoteles, aeropuertos, hospitales; al margen de lo familiarizado que estuviese Farrokh con el contenido de las llamadas, el odio que las inspiraba nunca dejó de requerir toda su atención.
La voz, plena de burla cruel, empezaba citando el consejo del viejo Lowji a los voluntarios de la Medicina de Desastres. «... buscar las amputaciones dramáticas y las lesiones graves de las extremidades», decía al principio la voz, para luego interrumpirse y agregar: «¡Si a “amputaciones dramáticas” nos referimos, la cabeza de tu padre voló por los aires y quedó completamente decapitado! Lo vi sentado en el asiento del acompañante antes de que las llamas envolvieran el coche. ¡Y si a “lesiones graves de las extremidades” nos referimos, sus manos no pudieron soltar el volante, aunque tenía los dedos incendiados! Vi el vello quemado en el dorso de sus manos antes de que se reuniera el gentío y tuviese que alejarme. ¡Y tu padre dijo que convenía “dejar todos los daños de la cabeza en manos de los expertos” y en lo referente a “daños en la cabeza”, el experto soy yo! Yo lo hice. Yo le arranqué la cabeza. Lo vi quemarse. Y he de decirte que se lo merecía. Toda vuestra familia se lo merece».
Era el mismo viejo susto —lo había estado oyendo durante veinte años—, pero siempre le afectaba de la misma manera. Se sentó estremecido en su dormitorio tal como se había sentado a temblar un centenar de veces antes. En Londres, su hermana jamás había recibido estas llamadas. Farrokh suponía que sólo se había librado de ellas porque el autor no conocía su apellido de casada. Su hermano Jamshed las había recibido en Zürich. Las llamadas a ambos hermanos habían quedado registradas en diversos contestadores automáticos y en varias cintas grabadas por la policía. Una vez, en Zürich, los hermanos Daruwalla varones y sus mujeres habían escuchado una de esas grabaciones repetidas veces. Nadie reconoció la voz, pero para gran sorpresa de Farrokh y Jamshed, las esposas estaban seguras de que quien llamaba era una mujer. Los hermanos siempre habían considerado que la voz era, inconfundiblemente, de un hombre. Como hermanas, Julia y Josefine eran inexorables respecto de la corrección mística de cualquier cosa en la que coincidieran. Estaban seguras de que quien llamaba era una mujer.
La discusión todavía era feroz cuando John D. llegó al apartamento de Jamshed y Josefine para cenar. Todos insistieron en que el Inspector Dhar debía dirimir la cuestión. Al fin y al cabo, un actor tiene la voz educada y una aguda capacidad para estudiar e imitar las voces de otros. John D. escuchó una sola vez la grabación.
—Es un hombre que trata de parecer una mujer —sentenció.
El doctor Daruwalla se ofendió, no tanto por la opinión, que consideró simplemente extravagante, sino por la exasperante autoridad con que había hablado John D. El que hablaba era el actor, Farrokh estaba seguro, el actor en su papel de detective. ¡De ahí salía el estilo arrogante y seguro de sí, de la ficción!
Todos pusieron objeciones a la conclusión de Dhar, así que éste rebobinó la cinta; la escuchó de nuevo..., de hecho, la escuchó dos veces más. Luego se desvaneció de pronto el estilo que el doctor Daruwalla asociaba con el Inspector Dhar; fue un John D. serio, que se excusaba, quien les habló.
—Lo siento..., estaba equivocado —dijo—. Es una mujer que trata de parecer un hombre.
Dado que su aseveración fue pronunciada con un tipo de confianza diferente en sí mismo, y en nada semejante a como lo habría dicho el Inspector Dhar, Farrokh dijo:
—Rebobínala. Ponla otra vez.
Entonces todos mostraron su acuerdo con John D.: era una mujer y trataba de hacerse pasar por un hombre. También coincidieron todos en que nunca habían oído esa voz con anterioridad. La mujer hablaba un inglés casi perfecto, muy británico. Apenas tenía un vestigio de acento hindi.
«Yo lo hice. Yo le arranqué la cabeza. Le vi quemarse y he de decirte que se lo merecía. Toda vuestra familia se lo merece», había dicho la mujer durante veinte años, probablemente más de cien veces. ¿Pero quién era? ¿A qué se debía su odio? ¿Lo había hecho realmente?
Su odio podía ser incluso más intenso si no era ella quien lo había hecho. Pero en tal caso, se preguntaba el médico, ¿para qué adjudicarse el mérito? ¿Cómo podía alguien haber detestado tanto a Lowji? Farrokh sabía que su padre había dicho lo suficiente para ofender a todo el mundo, pero por lo que él sabía no había agraviado personalmente a nadie. En la India resultaba fácil suponer que la fuente de toda violencia era la ofensa política o religiosa. Cuando alguien tan destacado y sin pelos en la lengua como Lowji saltaba por los aires en un coche-bomba, automáticamente su muerte se etiquetaba de homicidio político o religioso. Pero Farrokh no tenía más remedio que preguntarse si su padre no habría inspirado una ira más personal, y si su muerte no había sido, sencillamente, un homicidio común y corriente.
Para Farrokh era difícil imaginar a alguien, en especial a una mujer, que tuviese un motivo de queja personal contra su padre. Después pensó en el aborrecimiento hondamente personal que debía de sentir el asesino de Lal por el Inspector Dhar (MÁS MIEMBROS MORIRÁN SI DHAR SIGUE SIENDO SOCIO). Luego se le ocurrió que quizá todos se habían precipitado a suponer que era el personaje cinematográfico de Dhar el que había inspirado una furia tan malévola. ¿No se habría metido su querido muchacho, el entrañable John D., en dificultades personales? ¿No sería el caso de una relación personal que había derivado en un odio asesino? El doctor Daruwalla se avergonzó de sí mismo por haber averiguado tan pocas cosas sobre la vida personal de Dhar. Ahora temía haberle dado la impresión de que él era indiferente a sus asuntos personales.
Por cierto, John D. permanecía casto cuando estaba en Bombay, o al menos eso decía. Estaban las apariciones públicas con aspirantes a estrellas —los siempre a mano bomboncitos del cine—, pero tales parejas eran coreografiadas para crear un escándalo deseado, que más adelante ambas partes desmentirían. No podía llamárseles «relaciones», sino «publicidad».
Las películas del Inspector Dhar siempre eran ofensivas, y, en la India, una empresa arriesgada. Sin embargo, el sinsentido del asesinato de Lal indicaba un odio más enconado que cualquier cosa que el doctor Daruwalla pudiese detectar en las reacciones habituales a Dhar. Como si respondiera a una señal, como movido por la mera idea de provocar ofensa o ser ofendido, el siguiente mensaje telefónico era del director de todas las películas del Inspector Dhar. Balraj Gupta se había dedicado a acosar al doctor Daruwalla acerca del peliagudo tema de cuándo estrenar la nueva película del Inspector Dhar. Debido a la matanza de prostitutas y a la desaprobación general que había despertado El Inspector Dhar y el asesino de la chica enjaulada, Gupta había demorado el estreno y estaba cada vez más impaciente.
Personalmente, el doctor Daruwalla había decidido que prefería que nunca se viera la nueva película del Inspector Dhar, aunque sabía que sería estrenada y que él no podía impedirlo. Tampoco estaba en condiciones de apelar mucho más al deficiente instinto de Balraj Gupta por la responsabilidad social; los torpes sentimientos que podía haber experimentado éste por las prostitutas asesinadas de la vida real duraron poco.
«¡Aquí Gupta!», dijo el director. «Considera las cosas de la siguiente manera: la nueva provocará nuevas ofensas. ¡Quienquiera que sea quien está matando a las chicas enjauladas dejaría de hacerlo para matar a otros! Nosotros damos al público algo nuevo para volverle loco, y, al mismo tiempo, ¡hacemos un favor a las prostitutas!» Balraj Gupta poseía la lógica de un político; el médico no albergaba ninguna duda de que la nueva película del Inspector Dhar haría que un nuevo grupo de aficionados al cine «se volviera loco».
Se titulaba El Inspector Dhar y las Torres del Silencio, y el mismísimo título podía resultar ofensivo para toda la comunidad parsi, dado que las Torres del Silencio eran los hoyos de enterramiento para los parsis fallecidos. Siempre había cadáveres de parsis desnudos en las Torres del Silencio, motivo por el cual el doctor Daruwalla había supuesto en principio que ellos fueron lo que atrajo al primer buitre que habían visto sobrevolar el campo de golf del Duckworth Club. Era comprensible que los parsis protegieran sus Torres del Silencio, algo que él sabía muy bien en su condición de parsi. No obstante, en la nueva película del Inspector Dhar alguien se dedica a asesinar a hippies occidentales y a depositar sus cadáveres en las Torres del Silencio. Muchos indios se sentían insultados por la presencia de hippies europeos y estadounidenses cuando estaban vivos. Doongarwadi es una parte aceptada de la cultura de Bombay: como mínimo, todos los parsis estarían disgustados. Y todos los bombayitas rechazarían la premisa del filme por absurda: nadie puede acercarse a las Torres del Silencio, ¡ni siquiera otros parsis! (A no ser muertos.) Pero por supuesto, pensaba orgulloso el doctor Daruwalla, eso era lo que tenía de ingenioso y hábil la película: cómo se depositan allí los cadáveres y cómo resuelve todo el misterio el intrépido Inspector Dhar.
Resignado, Farrokh comprendió que no podía seguir retrasando mucho más el estreno de El Inspector Dhar y las Torres del Silencio; no obstante, estaba en condiciones de rebobinar velozmente los restantes argumentos del director en favor de estrenar inmediatamente la película. Además, con la distorsión de la voz de Balraj Gupta a alta velocidad disfrutó mucho más que con sus palabras.
Mientras jugueteaba llegó al último mensaje del contestador. Quien llamaba era una mujer. Al principio pensó que no la conocía. «¿Es el doctor?», preguntó la mujer con una voz que estaba mucho más allá del agotamiento, la voz de alguien con una depresión terminal. Hablaba como si tuviera la boca demasiado abierta, como si su mandíbula inferior estuviera caída permanentemente. La voz contenía una cualidad inexpresiva de me-importa-un-comino con acento monocorde, norteamericano, sin duda, pero el doctor Daruwalla (que era experto en acentos) conjeturó más específicamente que la mujer era originaria del Medio Oeste de Estados Unidos o de las praderas canadienses. Omaha o Sioux City, Regina o Saskatoon.
«¿Es el doctor?», preguntó. «Sé quién es usted realmente, sé lo que realmente hace», prosiguió la mujer. «Dígaselo al subcomisario, al policía auténtico. Dígale quién es usted. Dígale lo que hace.» La mujer colgó con cierto descontrol, como si tuviera la intención de golpear el auricular contra la horquilla pero hubiese errado en medio de su cólera contenida.
Farrokh se sentó tembloroso en su dormitorio. Oyó que Roopa ponía la cena en la mesa con superficie de cristal del comedor. En cualquier momento la criada anunciaría a Dhar y a Julia que él se encontraba en casa y que por fin estaba servida la comida extraordinariamente tardía. Julia se preguntaría por qué se había escabullido a su dormitorio como si fuera un ladrón. De hecho, Farrokh se sentía como un ladrón, aunque ignorante de qué había robado y a quién.
Rebobinó la cinta y volvió a pasar el último mensaje. Ésta era una amenaza nueva y como estaba tan concentrado en el significado de la llamada estuvo a punto de perderse la clave más importante, es decir, quién era la autora de la llamada. Farrokh siempre había sabido que un día alguien lo descubriría como el creador del Inspector Dhar y esa parte del mensaje no era inesperada. ¿Pero por qué tenía que ser eso competencia del policía auténtico? ¿Por qué pensaba alguien que el subcomisario Patel debía saberlo?
«Sé quién es usted realmente, sé lo que hace realmente.» ¿Y qué?, pensó el guionista. «Dígale quién es usted. Dígale lo que hace.» Farrokh se preguntó por qué. Luego, accidentalmente se descubrió prestando atención repetidas veces a la primera frase de la mujer, la que casi había pasado por alto. «¿Es el doctor?» Escuchó el mensaje una y otra vez, hasta que las manos le temblaron tanto que rebobinó la cinta del contestador hasta la lista de motivos que daba Balraj Gupta para estrenar de inmediato la nueva película del Inspector Dhar.
«¿Es el doctor?»
Farrokh nunca pensó que su corazón pudiera paralizarse de tal manera. «¡No puede ser ella!», pensó. Pero era ella, ahora tenía la certeza. Después de tantos años..., no podía ser. Pero naturalmente, comprendió, si era ella, tenía que saberlo; mediante una conjetura inteligente, podía haberlo imaginado.
En ese momento su esposa irrumpió en el dormitorio.
—¡Farrokh! —exclamó Julia—. ¡No sabía que estabas en casa!
Es que no estoy «en casa», pensó él; estoy en un país donde me siento muy, muy extranjero.
—Liebchen —dijo en voz baja a su mujer. Cada vez que empleaba la expresión cariñosa en alemán, Julia sabía que se sentía tierno..., o que estaba en apuros.
—¿De qué se trata, Liebchen? —le preguntó ella.
Farrokh le tendió la mano y Julia se acercó; se sentó lo bastante cerca de él como para sentir que estaba temblando, y lo rodeó con sus brazos.
—Por favor, escucha esto —le dijo Farrokh—. Bitte.
La primera vez que Julia lo oyó, Farrokh percibió por su expresión que estaba cometiendo el mismo error que él: se concentraba demasiado a fondo en el contenido del mensaje.
—No te preocupes por lo que dice, piensa en quién es —dijo el doctor Daruwalla.
Sólo a la tercera vez, Farrokh vio que cambiaba la expresión de Julia.
—Es ella, ¿verdad? —preguntó a su esposa.
—Pero ésta es una mujer mucho mayor —se apresuró a decir Julia.
—¡Han transcurrido veinte años, Julia! —exclamó Farrokh—. ¡Tendría que ser una mujer mucho mayor ahora! ¡Es una mujer mucho mayor!
Escucharon juntos unas veces más. Por fin, Julia dijo:
—Sí, creo que es ella, ¿pero qué tiene que ver con lo que está sucediendo ahora?
En el frío dormitorio —con su fúnebre traje azul marino, cuya gravedad quedaba cómicamente compensada por el loro verde brillante de la corbata—, el doctor Daruwalla sospechó que sabía qué tenía que ver.
Caminata por el Cielo
El pasado lo rodeaba como rostros en una multitud. Entre ellos había uno que conocía, pero ¿a quién pertenecía? Como siempre, algo del Great Royal Circus lo iluminó como un faro. El jefe de pista, Pratap Singh, estaba casado con una mujer encantadora, Sumitra, a la que todos llamaban Sumi. Tenía más de treinta años —probablemente más de cuarenta— y no sólo interpretaba el papel de madre de muchos niños artistas, sino que ella misma era una acróbata acabada. Sumi actuaba en el ítem La Bici de Doble Rueda con su cuñada Suman, la hermana adoptiva y soltera de Pratap, quien tendría más de veinte años —probablemente más de treinta— cuando el doctor Daruwalla la vio por última vez: una belleza menuda y musculosa, la mejor acróbata de la compañía de Pratap. Su nombre significaba «flor de rosal», ¿o era «aroma a rosas», o simplemente aroma de flores en general? En realidad Farrokh nunca lo había sabido, del mismo modo que no conocía la historia concerniente a cuándo había sido adoptada Suman ni por quién.
No tenía importancia. El dúo de Suman y Sumi era muy apreciado; montaban en sus bicicletas hacia atrás, o se tendían encima y pedaleaban con las manos; sabían andar en una rueda, como si fueran uniciclos, o pedalear sentadas en los manillares. Tal vez se debía a una debilidad especial por lo que Farrokh experimentaba tanto placer viendo a dos mujeres bonitas haciendo algo tan elegantemente airoso. Pero la estrella era Suman y su ítem Caminata por el Cielo era el mejor del Great Royal Circus.
Pratap Singh había enseñado a Suman a «caminar por el cielo» después de haber visto por televisión cómo lo hacían. Farrokh sospechaba que el número se había inspirado en algún circo europeo. (El jefe de pista no podía resistirse a entrenar a todo el mundo.) Pratap había instalado un artilugio semejante a una escala en el techo de la tienda de su familia en la compañía; los peldaños eran lazos de cuerda y la escala propiamente dicha tenía brazos para extenderse en horizontal a través del techo de la tienda. Suman colgaba boca abajo con los pies trabados en los lazos; se balanceaba atrás y adelante, mientras los lazos le rozaban la parte de arriba de los pies, que ella mantenía rígidos, en ángulo recto con respecto a los tobillos. Cuando cogía suficiente impulso, «caminaba» patas arriba —de un extremo de la escala al otro— mediante el simple recurso de meter y sacar los pies de los lazos al tiempo que oscilaba. Cuando practicaba a través del techo de la tienda familiar, su cabeza quedaba a pocos centímetros del suelo de tierra. Pratap Singh permanecía a su lado para cogerla si caía.
Pero cuando Suman interpretaba el número en lo alto de la tienda principal, estaba a veinticinco metros del suelo de tierra y se negaba a usar red. En caso de que Pratap Singh hubiese intentado cogerla —si Suman caía—, se habrían matado los dos. Si el jefe de pista arrojaba su cuerpo debajo de ella, calculando dónde aterrizaría, amortiguaría la caída de Suman y sólo él moriría.
En la escala había dieciocho lazos. El público contaba en silencio los pasos de Suman, pero ella nunca lo hacía; según decía, era mejor «limitarse a andar». Pratap le decía que no era buena idea bajar la vista. Entre lo más alto de la tienda y el suelo a lo lejos sólo se ven los rostros del revés del público, contemplándola..., esperando que caiga.
Así era el pasado, pensó el doctor Daruwalla: puros rostros del revés, oscilantes. Sabía que no era buena idea mirarlos.