Cuatro baños
Sentado en su dormitorio de Bombay, el doctor Daruwalla se estremecía mientras Julia lo abrazaba, estaba deprimido porque casi todos los mensajes telefónicos correspondían a cuestiones irresueltas: las quejas quisquillosas de Ranjit sobre la mujer del enano, las expectativas de Deepa respecto de las posibilidades potenciales de una niña sin huesos, el miedo de Vinod a los perros de la planta baja, la consternación del padre Cecil porque ninguno de los jesuitas de San Ignacio sabía exactamente cuándo llegaría el gemelo de Dhar, y el ávido deseo del director Balraj Gupta por estrenar la nueva película del Inspector Dhar en medio de los crímenes inspirados por la última. Desde luego, estaba también la conocida voz de la mujer que intentaba parecer un hombre y que se deleitaba reiteradamente con los detalles del coche bomba del viejo Lowji. Este mensaje no estaba irresuelto, sino amortiguado por un exceso de repetición. Y al doctor no le parecía «irresuelto» el frío comunicado del detective Patel con la novedad de que tenía que hablarle de una cuestión privada; aunque Farrokh no sabía qué significaba el mensaje, el subcomisario daba la impresión de tener resuelta la cuestión. Pero todo esto era apenas deprimente en comparación con la memoria que guardaba Farrokh de la rubia corpulenta con el pie lastimado.
—Liebchen —susurró Julia a su marido—, no deberíamos dejar solo a John D. Piensa en la hippy en otro momento.
Para sacarlo de su trance y como recordatorio físico de su cariño por él, Julia, sencillamente, apretó el abrazo más o menos en la zona inferior del tórax, o un poco más arriba de la pancita de cerveza, y se sorprendió al ver la mueca de dolor de su marido. El tirón en el costado del cuerpo —debía de ser una costilla— retrotrajo instantáneamente a Farrokh a su choque con la segunda señora Dogar en el vestíbulo del Duckworth Club. Entonces contó a Julia que el cuerpo de esa mujer vulgar era duro como una piedra.
—Pero dijiste que te habías caído —le recordó Julia—. Supongo que te hiciste daño al chocar contra el suelo de piedra.
—¡No! ¡Fue esa bruta..., su cuerpo es una roca! —exclamó el doctor Daruwalla—. ¡El señor Dogar también se cayó al suelo! La única que se mantuvo en pie fue ella.
—Bueno, se supone que es una fanática de la gimnasia para estar en forma —dijo Julia.
—¡Es una levantadora de pesas! —concluyó Farrokh.
Entonces se acordó de que la segunda señora Dogar le había recordado a alguien, decididamente a una estrella cinematográfica de los viejos tiempos. Supuso que alguna noche descubriría quién era en la pequeña pantalla; tanto en Bombay como en Toronto tenía tantas cintas de viejas películas que le resultaba difícil recordar cómo había vivido antes de que inventaran el vídeo. Suspiró y su costilla resentida respondió con un pequeño retorcimiento de dolor.
—Deja que te dé unas friegas con linimento, Liebchen —propuso Julia.
—El linimento es para los músculos, y lo que esa mujer me golpeó fue una costilla —se quejó Farrokh.
Aunque Julia todavía se inclinaba por la teoría de que el origen del dolor de su marido estaba en el suelo de piedra, resolvió seguirle la corriente.
—¿La señora Dogar te golpeó con el hombro o con el codo? —le preguntó.
—Te parecerá raro —admitió Farrokh—, pero juro que choqué directamente contra su pecho.
—Entonces no es extraño que te haya hecho daño, Liebchen —replicó Julia, a cuyos ojos la segunda señora Dogar no tenía pechos.
El doctor Daruwalla percibió la impaciencia de su mujer por la espera de John D., pero no tanto porque lo hubiesen dejado solo como por no haberle advertido de la inminente llegada de su gemelo. No obstante, este dilema parecía trivial al médico —tan inconsistente como el pecho de la segunda señora Dogar— comparado con la rubia corpulenta en la bañera del Hotel Bardez. Veinte años no podían amortiguar el impacto de lo que le había ocurrido allí, porque aquello lo había cambiado más que ninguna otra cosa en su vida, y el recuerdo perduraba sin desdibujarse, aunque nunca había regresado a Goa. Para él todos los balnearios playeros quedaron echados a perder por tan desagradable asociación mental.
Julia reconoció la expresión de su marido, notó lo lejos que estaba y supo exactamente dónde. Aunque quería tranquilizar a John D. en el sentido de que Farrokh se reuniría enseguida con ellos, habría sido inhumano de su parte abandonar a su marido, y permaneció sentada a su lado, deferente. A veces pensaba que debía decirle que lo que le había creado problemas era su propia curiosidad. Pero ésta no era una acusación del todo justa y, deferente, se mordió la lengua. Su propia memoria, aunque no la torturaba con los mismos detalles que hacían desdichado a Farrokh, era sorprendentemente vívida. Julia todavía veía a Farrokh en el balcón del Hotel Bardez, tan inquieto y aburrido como un niño pequeño.
—¡Qué baño más largo está dándose la hippy! —había comentado el médico a su mujer.
—Daba la impresión de necesitar un baño bien largo, Liebchen —le había respondido Julia.
Entonces Farrokh acercó la mochila de la hippy de un tirón y espió la solapa de arriba, que no cerraba del todo.
—¡No fisgonees en sus cosas! —le regañó Julia.
—Sólo es un libro —contestó Farrokh y tiró de Clea, que cubría la parte de arriba de la mochila—. Sentí curiosidad por saber qué está leyendo.
—Vuelve a ponerlo en su sitio.
—¡Lo pondré! —protestó Farrokh, pero estaba leyendo el párrafo subrayado, el mismo fragmento acerca de «violeta umbroso» y «cáscara de terciopelo» que tan fascinante habían encontrado un funcionario de aduanas y dos policías—. Esa chica tiene sensibilidad poética.
—Me cuesta creerlo —comentó Julia—. ¡Vuelve a ponerlo en su sitio!
Pero devolver el libro planteó una nueva dificultad a Farrokh: algo se interponía.
—¡Deja de toquetear sus cosas! —exclamó Julia.
—Es que el condenado libro no encaja —explicó Farrokh—. Y no estoy toqueteando sus cosas.
Lo envolvió un abrumador olor viciado desde las profundidades de la mochila, una exhalación rancia. La ropa de la hippy estaba húmeda. En su condición de hombre casado y con hijas, el doctor Daruwalla era especialmente sensible a una abundancia de bragas usadas en la ropa sucia de cualquier mujer. Un sostén harapiento se quedó enganchado a su muñeca cuando intentó sacar la mano, y Clea seguía sin poder quedar plano en lo alto de la mochila; algo chocaba contra el libro. «¿Qué cuernos es esto?», se preguntó el médico. En ese momento Julia lo oyó resollar y vio que se apartaba de la mochila como si un animal le hubiese mordido la mano.
—¿Qué pasa? —gritó Julia.
—¡No sé! —gimió Farrokh.
El doctor Daruwalla fue tambaleándose hasta la barandilla del balcón, donde aferró las ramas enmarañadas de la enredadera. Varios pinzones de color amarillo brillante se dispersaron como una explosión de entre las flores, mientras caían semillas de sus picos; una salamanquesa huyó de la rama más cercana a la mano derecha de Farrokh y se deslizó hasta el extremo abierto de un tubo de desagüe en el preciso instante en que él se inclinaba sobre el balcón y vomitaba en el patio de abajo, donde afortunadamente no había nadie tomando el té. Sólo había un barrendero del hotel, que se había quedado dormido hecho un ovillo a la sombra de la planta inmensa de un tiesto: el vómito del médico no perturbó su sueño.
—Liebchen! —gritó Julia
—Estoy bien —afirmó Farrokh—. No es nada, en realidad..., sólo es... el almuerzo.
Julia tenía la vista fija en la mochila de la hippy, como a la espera de que algo saliera arrastrándose de debajo del ejemplar de Clea.
—¿Qué es? ¿Qué has visto? —preguntó Julia.
—No estoy seguro —respondió Farrokh, pero ella ya estaba exasperada con él.
—No sabes, no estás seguro, no es nada, en realidad... ¡Sólo te ha hecho vomitar! —Julia alargó la mano para coger la mochila—. Bien, si no me lo dices tendré que verlo con mis propios ojos.
—¡No! —gritó Farrokh.
—Entonces, dímelo.
—Vi un pene —le confió Farrokh, y ni siquiera Julia atinó a hacer algún comentario—. Quiero decir..., no puede ser un pene de verdad, no me refiero a que sea el pene que le han cercenado a alguien ni nada tan horrendo.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que parece un miembro masculino natural, muy gráfico, muy grande... ¡es una polla enorme con cojones!
—¿Te refieres a un consolador? —le preguntó Julia.
A Farrokh le impresionó que Julia conociera esa palabra, de cuya existencia él apenas estaba enterado. Un colega cirujano de Toronto tenía una colección de revistas pornográficas en su armario del hospital y sólo allí había visto el doctor Daruwalla un consolador; el anuncio no era ni remotamente tan realista como ese objeto aterrador guardado en la mochila de la hippy.
—Me parece que es un consolador, sí —reconoció Farrokh.
—Deja que lo vea —dijo Julia e intentó esquivar a su marido para llegar a la mochila.
—¡No, Julia! ¡Por favor! —gritó Farrokh.
—Bueno, tú lo has visto, yo también quiero verlo.
—No creo que debas —protestó el médico.
—Por Dios, Farrokh —insistió Julia.
Él se hizo sumisamente a un lado y dirigió una mirada nerviosa a la puerta del baño, detrás de la cual la hippy corpulenta seguía bañándose.
—Date prisa, Julia, no desordenes sus cosas —dijo Farrokh.
—No da la impresión de que todo esté pulcramente doblado. ¡Oh, cielo santo! —exclamó Julia.
—Bien, ahí está..., ya lo has visto. ¡Ahora apártate! —dijo él, un tanto sorprendido de que su mujer no hubiese retrocedido horrorizada.
—¿Funciona con pilas? —preguntó Julia, sin apartar la vista del consolador.
—¡Pilas! —gritó Farrokh—. ¡Por Dios, Julia, apártate!
El concepto de que semejante instrumento funcionara con pilas acechó los sueños de Farrokh durante veinte años, idea que acentuó sin duda la agonía de aguardar a que la hippy terminara de bañarse. Temeroso de que ese monstruo se hubiera ahogado, se aproximó tímidamente a la puerta del baño, a través de la cual no oyó cantar ni salpicar: no había señales de vida en la bañera. Pero antes de llamar a la puerta se vio sorprendido por los extraños poderes de la hippy dentro del agua, quien aparentemente percibió que había alguien rondando.
—Hola —dijo la chica lacónicamente—, ¿puede traerme la mochila? Me la olvidé.
Farrokh fue a buscar la mochila, que para su tamaño resultaba muy pesada. Llena de pilas, supuso. Entreabrió con cautela y sólo parcialmente la puerta del baño, apenas lo suficiente para alargar la mano con la mochila hacia el interior, y se vio envuelto en un vapor de mil aromas contrapuestos.
—Gracias. Déjela caer —le indicó la hippy.
Farrokh retiró la mano y cerró la puerta, sin saber a qué atribuir el sonido metálico que produjo la mochila al chocar contra el suelo. Un machete o una metralleta, imaginó. Prefería ignorarlo.
Julia había colocado una mesa resistente en el balcón y la cubrió con una sábana blanca limpia. Incluso bien entrada la tarde, fuera había mejor luz para una operación que en las habitaciones. El doctor Daruwalla reunió su instrumental y preparó la anestesia.
En el baño, Nancy logró alcanzar la mochila sin salir de la bañera; inició un registro en busca de cualquier prenda aunque sólo fuese un poquitín más limpia que la que había llevado puesta. Se trataba de cambiar un tipo de suciedad por otra, pero tenía ganas de ponerse una blusa de algodón de mangas largas, un sostén y pantalones largos; también quería lavar el consolador y —si tenía fuerza suficiente— desenroscarlo para contar cuánto dinero quedaba. Le resultaba repelente tocar la polla, pero consiguió sacarla de la mochila apretando uno de los huevos entre el pulgar y el índice de la mano derecha y después la dejó caer en el agua, donde flotó (por supuesto), con los cojones ligeramente sumergidos y la cabeza circuncidada levantada, casi como un perplejo nadador solitario. El único ojo maligno del consolador estaba fijo en ella.
La creciente ansiedad de Farrokh y su esposa no se vio en modo alguno paliada por los inconfundibles sonidos de la bañera vaciada y vuelta a llenar: era el cuarto baño de la hippy.
Es comprensible que Farrokh y Julia interpretaran erróneamente los gruñidos y gemidos de Nancy mientras se esforzaba por desenroscar el extravagante pene para averiguar qué cantidad de marcos alemanes contenía. Después de todo, y a pesar de que habían reavivado la llama sexual — cuyo placer debían en parte a James Salter—, los Daruwalla eran, sexualmente, almitas ingenuas. Dado el tamaño del intimidador instrumento en la mochila de la hippy y los sonidos del esfuerzo físico que se colaban por la puerta del baño, es perdonable que Farrokh y Julia dejaran volar su imaginación. ¿Cómo podían saber ellos que los gritos y maldiciones de frustración en labios de Nancy eran, sencillamente, el resultado de su incapacidad para desenroscar el consolador? Y por muy lejos que dejaran volar su imaginación, jamás habrían concebido qué le había ocurrido realmente a Nancy.
Ni cuatro baños lavarían lo que le había ocurrido.
Con Dieter
Desde el momento en que dejaron el Taj, para Nancy todo fue de mal en peor. El nuevo alojamiento era una casucha en Marine Drive, la Sea Green Guest House, de un color que a Nancy le pareció blancuzco, o quizás, en medio de la bruma, una especie de azul grisáceo. Dieter dijo que prefería ese lugar porque tenía mucha clientela árabe y los árabes eran gente segura. Nancy no notó la presencia de muchos árabes, aunque supuso que tal vez no sabía distinguirlos a todos. Tampoco sabía qué quería decir Dieter con eso de «gente segura». Él únicamente quería decir que los árabes eran indiferentes al tráfico de drogas en una escala tan pequeña como la suya.
En la Sea Green Guest House, Nancy conoció una de las principales actividades que comporta la compra de estupefacientes de alta calidad: concretamente, esperar. Dieter hizo unas cuantas llamadas telefónicas y luego los dos esperaron. Según él, los mejores negocios llegaban indirectamente. Por mucho que uno tratara de hacer una conexión directa, y de hacerla en Bombay, siempre terminaba en Goa, cerrando el negocio con el amigo de un amigo. Y siempre había que esperar.
Esta vez se sabía que el amigo de un amigo frecuentaba los bajos fondos de Bombay, aunque en la calle corría el rumor de que el tipo ya se había ido a Goa y Dieter tendría que encontrarlo allí. La forma de encontrarlo consistía en alquilar una casita en cierta playa y después esperar. Uno podía preguntar por él, pero aun así nunca lo encontraría; siempre era él quien lo encontraba a uno. En esta ocasión se llamaba Rahul, un nombre muy común, y no se conocía el apellido, solamente Rahul. En el barrio de los burdeles lo apodaban «Beldad».
—Un sobrenombre curioso para un tipo —observó Nancy.
—Seguro que es una pollita con pito —dijo Dieter, empleando una expresión novedosa para Nancy, quien dudó de que la hubiese aprendido en las películas norteamericanas.
Dieter intentó explicarle el ambiente de los travestidos, pero él mismo nunca había entendido que los hijras eran eunucos que estaban realmente castrados. Confundía a éstos con los zenanas, los travestidos sin alteraciones físicas. Una vez un hijra se había exhibido ante él, pero Dieter había confundido la cicatriz con una vagina y se creyó que el hijra era una mujer de verdad. En cuanto a los zenanas, los llamados «pollitas con pito», Dieter también les decía «chiquillos con pechos». Afirmaba que eran todos maricas que tomaban estrógenos para agrandar sus tetas, pero los estrógenos también iban empequeñeciendo su pene hasta parecer el de un chiquillo.
Dieter solía explayarse en las cuestiones sexuales y usó la remota esperanza de encontrar a Rahul en Bombay como excusa para llevar a Nancy a la zona de los burdeles. Ella no quería ir, pero él parecía destinado a encarnar siempre el antiguo dicho de que al menos hay alguna certeza en la degradación, porque es algo concreto. En la corrupción sexual existe algo específico que probablemente Dieter encontraba reconfortante, en comparación con la vaguedad de buscar a Rahul. En el caso de Nancy, el calor húmedo y el olor a maduro de Bombay se vieron acentuados por la estrecha cercanía de las chicas enjauladas de Falkland Road.
—¿No son sorprendentes? —le preguntó Dieter.
Pero Nancy no entendió qué tenían de «sorprendentes». En la planta baja de los viejos edificios de madera había cuchitriles, semejantes a jaulas, con chicas que hacían señas llamando desde el interior; encima de estas jaulas los edificios no se elevaban más de tres o cuatro pisos, con más chicas en los alféizares de las ventanas, a menos que hubiese una cortina echada, para indicar que una prostituta estaba con un cliente.
Nancy y Dieter bebieron té en el Olympia de Falkland Road, una vieja cafetería bordeada de espejos y frecuentada por las prostitutas callejeras y sus chulos, algunos de los cuales parecían conocidos de Dieter. Pero estos contactos no pudieron o no quisieron arrojar ninguna luz sobre el paradero de Rahul; ni siquiera quisieron hablar de Rahul, excepto para decir que pertenecía al ambiente de los travestidos, con el que ellos no querían tener nada que ver.
—Te advertí que era una de esas pollitas con pito —dijo Dieter a Nancy.
Estaba oscureciendo cuando salieron de la cafetería y las chicas enjauladas demostraron en ese momento un interés más agresivo por ella cuando pasó con Dieter. Algunas se levantaron las faldas e hicieron gestos obscenos, otras le arrojaron basura, y grupos imprevistos de hombres la rodeaban en la calle. Dieter los apartaba de ella casi con indiferencia; daba la impresión de que le divirtiese tanta atención hacia Nancy: cuanto más vulgar fuese la atención, más le divertía.
Nancy parecía demasiado confundida para interrogarlo y comprendió (mientras se hundía más profundamente en la bañera del doctor Daruwalla) que se trataba de una pauta que por fin había roto. Sumergió el consolador y lo sostuvo contra el vientre. Dado que el instrumento no había vuelto a ser sellado con lacre, aparecieron burbujas. Por miedo a que se mojaran los billetes, Nancy dejó de jugar con el consolador. Comenzó a pensar en cambio en la herramienta excavadora de trincheras que llevaba en la mochila; seguro que el médico la había oído chocar contra el suelo.
Dieter la había comprado en una tienda de excedentes del ejército en Bombay. La herramienta tenía un color pardo verdoso; extendida totalmente era una pala con un mango corto, de sesenta centímetros, que podía doblarse por medio de una bisagra de hierro, y también podía volverse la hoja en ángulo recto hacia el mango hasta formar una azada de treinta centímetros. Si Dieter estuviese vivo, sería el primero en coincidir en que también podía usarse provechosamente como hacha de guerra. Había comentado a Nancy que la pala de cavar trincheras podría resultar útil en Goa, tanto para defenderse de los dacoits —bandidos que de vez en cuando atacaban a los hippies que pululaban por allí—, como para cavar alguna letrina improvisada. Ahora Nancy sonrió pesarosa al reflexionar en las características expansivas de la herramienta. Por cierto, había resultado adecuada para cavar la tumba de Dieter.
Cuando cerró los ojos y se hundió más en la bañera, volvió a saborear con la imaginación el dulce té humeante que servían en el Olympia; también recordó su regusto seco, amargo. Con los ojos cerrados y el agua tibia a su alrededor rememoró su expresión cambiante en los espejos con hoyitos de la cafetería. El té la había mareado un poco. No estaba familiarizada con los escupitajos rojos del buyo del betel que expectoraban en derredor, y ni siquiera las canciones de películas hindis y el Qawwali que sonaban en la caja de música del Olympia la habían preparado para la agresión de ruidos reinantes en Falkland Road. Un borracho la siguió y le tiró del pelo hasta que Dieter lo molió a patadas.
—Los mejores burdeles están en las habitaciones encima de las jaulas —le dijo Dieter con tono de entendido.
Un chico que llevaba un odre de piel de cabra lleno de agua chocó con ella; Nancy tuvo la certeza de que había tenido la intención de pisarla. Alguien le pellizcó un pecho, pero no vio si era hombre, mujer o niño. Dieter la arrastró a un bidi, donde además de tabaco vendían artículos de escritorio, objetos de plata y las pequeñas pipas que se utilizan para fumar ganja.
—¡Hola, hombre-ganja, señor bhang-walla! —saludó el propietario a Dieter y luego sonrió dichoso a Nancy, señalando al alemán—. ¡Él es señor amo-bhang..., el mejor ganja-walla! — concluyó apreciativamente.
Nancy estaba toqueteando un bolígrafo poco común, de plata auténtica, que llevaba escrito MADE IN INDIA a todo lo largo, en letra cursiva. En la parte de abajo se leía MADE IN y, en el capuchón, INDIA; no se cerraba herméticamente si la leyenda no quedaba alineada a la perfección, lo que a juicio de Nancy era un fallo estúpido. Además, al escribir con el bolígrafo, las palabras quedaban mal, decía: IN MADE INDIA, y además IN MADE estaba del revés.
—De la mejor calidad —le dijo el dueño de la tienda—. Made in England!
—Aquí dice que está hecha en la India —lo corrigió Nancy.
—Sí..., ¡también las hacen en la India! —aceptó el hombre.
—Eres un mentiroso de mierda —le espetó Dieter, pero le regaló el bolígrafo a Nancy.
Ella pensó que le gustaría ir a algún sitio para escribir postales. ¿No se sorprenderían en Iowa al saber dónde se encontraba? Pero al mismo tiempo pensaba: nunca volverán a saber nada de mí. Bombay era una ciudad que la aterraba y al mismo tiempo le levantaba el ánimo, tan extranjera y aparentemente anárquica que tenía la impresión de que podía ser quien se le ocurriera. Era el borrón y cuenta nueva que andaba buscando y en lo más recóndito de su mente, con la persistencia de algo permanente, arraigaba ese imposible objetivo de pureza hacia el que se había sentido atraída en la persona del inspector Patel.
A la manera excesivamente dramática de muchas jóvenes corrompidas, Nancy estaba convencida de que sólo se abrían ante ella dos caminos: seguir cayendo hasta ser indiferente a su propia deshonra o aspirar a actos de conciencia social tan grandiosos y abnegados que le permitieran recuperar la inocencia y redimirse. En el mundo al que había descendido sólo se planteaban estas alternativas: seguir con Dieter o acudir al inspector Patel. ¿Pero qué podía darle ella a Vijay Patel? Sospechaba que nada que el buen policía pudiera desear.
Más tarde, en el vano de la puerta de un burdel de travestidos, un hijra se exhibió tan audaz y repentinamente que Nancy no tuvo tiempo de apartar la mirada. Hasta Dieter se vio obligado a reconocer que no había evidencias de un pene, ni siquiera pequeñito. Nancy no estaba segura de qué había visto en su lugar. Dieter llegó a la conclusión de que Rahul podía ser uno de ésos, «una especie de eunuco radical», calculó.
Las preguntas de Dieter acerca de Rahul eran recibidas con hosquedad, cuando no con hostilidad; el único hijra que les permitió entrar en su jaula era un quisquilloso travestido de mediana edad sentado ante un espejo, cada vez más decepcionado con su peluca. En el mismo cuartucho, un hijra más joven hacía mamar de un biberón lleno de una aguada leche gris a una cabra recién nacida.
Acerca de Rahul, lo único que dijo el más joven fue: «No es uno de los nuestros». El de más edad sólo informó que Rahul estaba en Goa; ninguno de los dos quiso decir una sola palabra sobre el mote de Rahul. Al oír mencionar a «Beldad», el que estaba alimentando al cabrito tiró bruscamente del biberón, quitándoselo de la boca; el movimiento brusco produjo un chasquido y un balido de sorpresa del animal. El hijra más joven señaló a Nancy con el biberón e hizo un gesto despectivo, que ella interpretó como indicativo de que no era tan bonita como Rahul. Le alivió que Dieter no pareciera inclinado a pelear, aunque percibió que estaba rabioso. No fue exactamente galante con ella, pero al menos se enfurruñó.
De nuevo en la calle, para convencer a Dieter de que se había tomado con filosofía el insulto de salir perdedora al ser comparada con Rahul, Nancy dijo algo que, esperaba, sonaría tolerante al estilo de vivir-y-dejar-vivir.
—No fueron muy amables —observó—, pero era tierna la forma en que se ocupaban del cabrito.
—No seas imbécil —le advirtió Dieter—, algunos tipos joden con chicas, otros joden con eunucos disfrazados de mujer... y algunos joden con cabras. —Esta terrible idea volvió a angustiar a Nancy; sabía que se engañaba a sí misma si creía que había dejado de caer.
En Kamathipura había otros burdeles. En la puerta de una conejera con cuartuchos, una gorda cubierta con un sari color magenta estaba cruzada de piernas encima de una cama de sogas aguantada por cajas de naranjas; la mujer —o la cama— oscilaba ligeramente. Era la madama de una clase de prostitutas superiores a las que podían encontrarse en Falkland Road o Grant Road. Por supuesto, Dieter no le contó a Nancy que era el mismo burdel donde él se había follado a la cría de trece años por sólo cinco rupias, porque habían tenido que hacerlo de pie.
Nancy tuvo la sensación de que Dieter conocía a la robusta madama, pero no pudo entender la conversación que mantuvieron; dos de las prostitutas más descaradas habían salido del burdel y se dedicaban a mirarla de cerca.
Otra chica, de unos doce o trece años, se mostró especialmente curiosa: recordaba a Dieter de la noche anterior. Nancy vio el tatuaje azul en su brazo, que según él le informó después sólo era el nombre de la prostituta; para Nancy era imposible saber si los otros adornos del cuerpo de la chica tenían algún significado religioso o únicamente eran decorativos. Su bindi —el lunar falso sobre la frente— era de color azafrán bordeado en dorado, y llevaba un arete de oro en la ventanilla izquierda de la nariz.
A Nancy, la curiosidad de la chica le resultó un tanto exagerada y se volvió; Dieter seguía hablando con la madama y la conversación se había vuelto acalorada: cualquier divagación enfurecía a Dieter y todos divagaban con respecto a Rahul.
—Ve a Goa —le aconsejó la gorda madama—. Dices que tú lo buscas. Entonces él te encuentra.
Pero Nancy sabía que Dieter prefería un mayor control de la situación. También sabía qué ocurriría después. De regreso en la Sea Green Guest House, Dieter rebosaba de deseo; con frecuencia la ira tenía ese efecto en él. Primero hizo que Nancy se masturbara y luego le introdujo el consolador con cierta brutalidad. Ella se sorprendió al sentirse excitada, aunque sólo fuera remotamente. Luego, Dieter seguía rabioso. Mientras esperaban un autocar nocturno a Goa, Nancy empezó a imaginar cómo lo abandonaría. El país le resultaba tan intimidatorio que era difícil verse a sí misma abandonándolo si no había alguien más a su lado.
En el autocar vieron a una chica estadounidense bastante menuda, a la que estaban molestando unos indios. Nancy dijo en voz alta:
—¿Es que eres un cobarde, Dieter? ¿Por qué no les dices a esos tipos que dejen en paz a la chica? ¿Por qué no le pides a ella que se siente con nosotros?
Nancy se pone enferma
Recordando el momento en que su relación con Dieter había tomado el cariz tan anunciado, Nancy sintió una renovación de la confianza en sí misma en el cuarto de baño del Hotel Bardez. ¿Y qué si no podía desenroscar el consolador? Ya encontraría a alguien con manos más fuertes, o unos alicates. Tras este pensamiento tranquilizador, lo arrojó al otro lado del baño; el consolador golpeó la pared de azulejos azules y rebotó. Entonces Nancy tiró del tapón de la bañera, la tubería borboteó audiblemente y el doctor Daruwalla se escabulló desde el otro lado de la puerta. En el balcón, dijo a su mujer:
—Creo que por fin ha terminado. Me parece que ha lanzado la polla contra la pared..., al menos algo ha arrojado.
—Es un consolador —puntualizó Julia—. Preferiría que no siguieras llamándole polla.
—Sea lo que fuere, creo que lo arrojó —dijo Farrokh.
Prestaron atención a los sonidos de la bañera y oyeron todavía el borboteo. Abajo, en el patio, el barrendero se había despertado de su siesta a la sombra de la planta; le oyeron hablar con Punkaj, el sirviente, sobre el vómito del médico. Punkaj opinaba que el culpable era un perro.
Sólo cuando Nancy se incorporó en la bañera para secarse, el dolor en el pie le recordó por qué se encontraba allí. Le alegró pensar en la pequeña intervención necesaria para extraer el vidrio: era una joven en condiciones de encontrar casi purificador cierto dolor anticipado.
«¿Eres un cobarde, Dieter?», susurró Nancy, con el único propósito de oírselo repetir de nuevo, pues la frase había resultado fugazmente gratificadora.
La chica bajita del autocar, originaria de Seattle, resultó ser aficionada a los ashrams y recorría el subcontinente cambiando constantemente de religión. Contó que la habían echado del Punjab por haber hecho algo insultante para los sijs, aunque no entendía en qué había herido su susceptibilidad. Llevaba puesta una camiseta escotada y ceñida, y era evidente que no llevaba sostén. También había adquirido unas ajorcas de plata, que usaba en las muñecas y que, según le habían dicho, habían formado parte de una dote. (No eran el tipo de objeto habitual de una dote.) Se llamaba Beth; había perdido su inclinación por el budismo cuando un bodhisattva que ocupaba una posición elevada intentó seducirla con chang; Nancy supuso que era algo que se fumaba, pero Dieter le informó que se trataba de una cerveza tibetana de arroz que, según se rumoreaba, enfermaba a los occidentales.
En Maharashtra, prosiguió Beth, había estado en Poona, pero sólo para expresar el desdén por sus conciudadanos que meditaban en el ashram de Rajneesh. Había perdido el gusto, además, por lo que definía como «meditación californiana». No se dejaría convencer por ningún «piojoso gurú de exportación».
Ahora Beth estaba iniciando un enfoque erudito del hinduismo; no estaba dispuesta a estudiar los Vedas —los antiguos textos espirituales, las escrituras ortodoxas hindúes— bajo ningún tipo de supervisión. Empezaría por sus propias interpretaciones de los Upanishads, que estaba leyendo actualmente. Les mostró el pequeño libro de tratados espirituales, uno de esos volúmenes delgados en los que la introducción y la nota sobre la traducción ocupan más páginas que el texto.
A Beth no le sonaba raro proseguir sus estudios de hinduismo viajando a Goa, que atraía más peregrinos cristianos que de ningún tipo; reconoció que iba por las playas y por la compañía de gente como ella. Además, pronto el monzón estaría en todos lados y por entonces ella se encontraría en Rajasthan; los lagos eran un encanto en la época monzónica, y había oído hablar de un ashram sobre un lago. Entretanto, les agradecía la compañía: no era divertido ser una mujer sola en la India, les aseguró.
Alrededor del cuello llevaba una tira de cuero sin curtir, de la que colgaba una piedra pulida en forma de vulva. Beth explicó que se trataba de su yoni, un objeto de veneración en los templos de Shiva. El lingam fálico, que representa el pene de Lord Shiva, está situado en el yoni vulvar, que representa la vagina de Parvati, la esposa de Shiva. Los sacerdotes vierten una libación sobre los dos símbolos; los devotos participan de una especie de comunión con el goteo.
Por último, tras esta enigmática explicación de su insólito collar, Beth quedó exhausta y se acurrucó en el asiento junto a Nancy, en cuyo regazo apoyó la cabeza y se quedó dormida. Dieter también se durmió en el asiento del otro lado del pasillo, aunque no antes de decirle a Nancy que pensaba que sería graciosísimo mostrarle el consolador a Beth. «Que se ponga ese lingam en su estúpido yoni», dijo groseramente. Nancy permaneció despierta, aborreciéndolo, mientras el autocar cruzaba Maharashtra.
En la oscuridad, el sonido más constante era el magnetófono del conductor del autocar, que sólo emitía el Qawwali; el magnetófono funcionaba a bajo volumen y Nancy se serenó escuchando los versos religiosos. Naturalmente, ignoraba que se trataba de versículos musulmanes, y además le tenía sin cuidado. La respiración de Beth era tan suave y regular contra su muslo, que la condujo a pensar cuánto tiempo hacía que no tenía una amistad, sólo una amistad.
La luz del alba en Goa tenía el color de la arena. Nancy se maravilló de lo infantil que parecía Beth dormida; en sus dos manos pequeñas, la niña desamparada aferraba la vagina de piedra como si ese yoni tuviera poder suficiente para protegerla de todo mal en el subcontinente, incluso de Dieter y Nancy.
En Mapusa cambiaron de autocar porque el que habían cogido ellos en Bombay seguía hasta Panjim. Pasaron un largo día en Calangute mientras Dieter se ocupaba de sus asuntos, lo que significó acosar repetidamente a los clientes de la parada del autocar en busca de cualquier información relacionada con Rahul. A lo largo de Baga Road, también se detuvieron en los bares, hoteles y puestos de bebida fría; en todos estos sitios Dieter hablaba en privado con alguien mientras Beth y Nancy esperaban. Todos habían oído hablar de Rahul, pero nadie lo había visto nunca.
Dieter había reservado una casita cercana a la playa. Sólo había un baño, en el que el inodoro y la bañera tenían que llenarse a mano con cubos de agua de un pozo al aire libre, pero había dos grandes camas que parecían bastante limpias y un tabique de madera enrejada que casi era una pared y casi proporcionaba intimidad. Había un hornillo de propano para calentar agua. Vieron un ventilador de techo inmóvil instalado con la optimista fe de que algún día llegaría la electricidad; aunque faltaban telas metálicas en las aberturas, había mosquiteros bien remendados sobre la cama. Fuera había una cisterna de agua potable (aunque sucia); el agua del pozo que tiraban en el inodoro y que usaban para bañarse era ligeramente salada. Junto a la cisterna había un refugio de hojas de palma y si las mantenían húmedas resultaba un adecuado refrigerador para las gaseosas, los zumos y la fruta fresca. A Beth le decepcionó que estuviesen a cierta distancia de la playa. Aunque oían el mar de Omán, especialmente de noche, tenían que recorrer a pie una zona de frondas marchitas y podridas antes de pisar la arena o avistar siquiera el agua.
Nancy desaprovechó tanto estos lujos como estos inconvenientes; nada más llegar cayó enferma. Vomitaba, estaba tan debilitada por la diarrea que Beth tenía que ir en su lugar a buscar el agua para el inodoro y también le llenaba la bañera para que se higienizara. Nancy tenía fiebre, sudaba muchísimo y le daban unos escalofríos tan violentos que guardaba cama día y noche, excepto cuando Beth sacaba las sábanas y se las daba al dhobi, que iba todos los días a recogerlas desde la lavandería.
Dieter estaba disgustado con ella y siguió buscando a Rahul. Beth le preparaba té y le llevaba plátanos; cuando Nancy se recuperó un poco, le preparó arroz. A causa de la fiebre, Nancy se sacudía toda la noche, y Dieter se negó a acostarse en la misma cama que ella. Beth dormía en un rinconcito de la cama, junto a ella, y Dieter solo, al otro lado del tabique de madera enrejada. Nancy se decía que cuando estuviera sana iría a Rajasthan con Beth; abrigaba la esperanza de que ésta no estuviese asqueada por su enfermedad.
Luego, una noche, Nancy se despertó sintiéndose algo mejor. Pensó que ya no tenía fiebre porque sentía la cabeza despejada; creyó que habían quedado atrás los vómitos y la diarrea porque estaba hambrienta. Dieter y Beth no estaban en la casita; habían ido a la discoteca de Calangute, un local con un nombre estúpido, algo así como Coco Banana, donde Dieter hizo un montón de preguntas sobre Rahul. Él había dicho que era mejor ir con una chica antes que parecer un fracasado, que era lo que, aparentemente, se pensaba de cualquiera que iba solo.
Lo único comestible que había en la casita eran plátanos, y después de comerse tres, Nancy se preparó un té. Luego entró y salió varias veces, juntando agua para bañarse; la sorprendió el cansancio después de acarrear agua y, ya sin fiebre, el baño le pareció helado.
Después de bañarse, salió, se dirigió al refrigerador de palmeras y bebió jugo de caña de azúcar embotellado, con la esperanza de que no volviera a provocarle diarrea. No podía hacer otra cosa aparte de aguardar a que regresaran Dieter y Beth; procuró leer los Upanishads, pero les había encontrado más sentido cuando tenía fiebre y Beth se los leía en voz alta. Además, había encendido una lámpara de aceite para leer y de pronto aparecieron mosquitos a millones; encontró un párrafo exasperante en el «Katha Upanishad», en el que se repetía como un estribillo una frase irritante: «Esto es en verdad Eso». Pensó que se volvería loca si la leía una sola vez más. Apagó de un soplido la lámpara y retrocedió debajo del mosquitero.
Se llevó consigo a la cama la pala y la dejó a su lado, porque le daba miedo estar sola de noche en la casita. No sólo estaba la amenaza de los bandidos, las bandas de dacoits; había una salamanquesa que vivía detrás del espejo del baño y corría por las paredes y el techo mientras ella se bañaba. Esa noche no la había visto; lamentó no saber dónde estaba.
Febril, había sentido curiosidad por las sombras proyectadas por las extrañas gárgolas que bordeaban la parte superior del tabique de madera enrejada; luego, una noche las gárgolas habían desaparecido y otra solamente había una. Ahora que no tenía fiebre, se dio cuenta de que las «gárgolas» estaban casi constantemente en movimiento: eran ratas. Estas preferían la posición ventajosa que les daba el tabique, desde donde bajaban la vista y la fijaban en ambas camas. Nancy las observó hasta quedarse dormida.
Empezaba a comprender que se encontraba muy lejos de Bombay, que a su vez estaba muy lejos de cualquier otro lado. Ni siquiera el joven Vijay Patel —Inspector de policía, Comisaría de Colaba— podía ayudarla allí.