Una bella desconocida
Cuando Nancy volvió a tener fiebre, no fue el sudor sino los temblores lo que la despertó. Sabía que estaba delirando porque era imposible que una hermosa mujer envuelta en un sari estuviera sentada en la cama a su lado y le hubiera cogido la mano. De treinta y uno o treinta y dos años, la mujer estaba en la cúspide de su esplendor, y la sutil fragancia a jazmín tendría que haber hecho saber a Nancy que la bella mujer no era resultado del delirio. Una mujer de aroma tan maravilloso jamás podía soñarse. Cuando le habló, hasta Nancy dudó de que se tratase de algún tipo de alucinación.
—Tú eres la que está enferma, ¿verdad? —le preguntó—. Y te han dejado sola, ¿verdad?
—Sí —susurró Nancy; temblaba tanto que le castañeteaban los dientes. Aunque apretó la pala, dudaba de tener fuerza suficiente para levantarla.
Luego, como ocurre a menudo en los sueños, no hubo transición, ninguna lógica en el orden de los acontecimientos, porque la bella desconocida se desató el sari, desnudándose por completo. Incluso bajo la palidez fantasmal de la luz de la luna, tenía el color del té; sus miembros eran tan suaves y duros como la madera fina, como la madera del cerezo. Sus pechos eran apenas más grandes que los de Beth, pero mucho más erguidos; cuando se deslizó bajo el mosquitero y se metió en la cama junto a Nancy, ésta aflojó la pala y dejó que la abrazara.
—No tendrían que dejarte sola, ¿verdad? —preguntó la hermosa mujer a Nancy.
—No —susurró Nancy; los dientes ya no le castañeteaban y sus temblores disminuyeron en los fuertes brazos de la bella desconocida.
Al principio permanecieron frente a frente, los pechos firmes de la mujer contra los más blandos de Nancy, las piernas entrelazadas. Luego Nancy se volvió hacia el otro lado y la mujer se apretó contra su espalda; en esta posición, los senos de la recién llegada tocaban los omóplatos de Nancy, su aliento le agitaba los cabellos. A Nancy le impresionó la flexibilidad de esa cintura larga y esbelta, la forma en que se curvaba para acomodar sus caderas anchas y sus nalgas redondeadas. Para su gran sorpresa, las manos de la mujer, que le apretaban suavemente los pesados pechos, eran más grandes incluso que las suyas.
—Así estás mejor, ¿verdad? —preguntó la mujer.
—Sí —susurró Nancy, pero su propia voz sonó increíblemente ronca y distante.
Una inquebrantable modorra acompañaba el abrazo de la mujer, o puede que se tratara de una nueva etapa de la fiebre que señalaba el inicio de un dormir más profundo que los sueños.
Nancy nunca había dormido con los pechos de una mujer contra la espalda; se maravilló de lo tranquilizador que resultaba y se preguntó si eso era lo que sentían los hombres cuando se quedaban dormidos en esa posición. Con anterioridad, Nancy sí se había quedado dormida con la sensación extraña del pene inerte y habitualmente pequeño contra las nalgas. Al darse cuenta de ello y al borde del sueño, de pronto tuvo conciencia de una situación insólita, perteneciente sin duda al ámbito del sueño o del delirio, o de ambas cosas, porque sintió —¡al mismo tiempo!— los pechos de una mujer apretados contra la espalda y el pene adormilado de un hombre acurrucado contra sus nalgas. Llegó a la conclusión de que era otro sueño febril.
—¿No te parece que se sorprenderán cuando lleguen? —le preguntó la bella desconocida, pero la mente de Nancy ya se había alejado demasiado a la deriva para responder.
Nancy es testigo
Al despertar, estaba acostada a solas a la luz de la luna, oliendo el ganja y escuchando a Dieter y Beth, que susurraban al otro lado del tabique. Las ratas del enrejado estaban tan quietas que también daban la impresión de escuchar, a no ser que estuviesen colocadas, porque Dieter y Beth fumaban como chimeneas.
Nancy oyó que Dieter preguntaba:
—¿Cuál es la primera experiencia sexual en la que tuviste alguna confianza? —Nancy contó para sus adentros en medio del silencio; sabía, naturalmente, qué estaba pensando Beth. Entonces Dieter agregó—: La masturbación ¿no?
Nancy oyó que Beth susurraba:
—Sí.
—Cada persona es distinta —reveló Dieter a Beth, filosóficamente—. Basta con que aprendas cuál es la mejor manera para ti.
Nancy observaba las ratas mientras prestaba atención a Dieter, quien logró que Beth se relajara, aunque ésta tuvo la decencia de preguntarle, aunque sólo fuera una vez:
—¿Y Nancy?
—Nancy está dormida —contestó Dieter—, no pondrá objeciones.
—Yo tengo que hacerlo de tripita —dijo Beth a Dieter, cuyos conocimientos del inglés coloquial no eran lo bastante sólidos para entender la expresión «de tripita».
Nancy oyó que Beth se daba la vuelta, boca abajo. Durante un rato, no se escuchó un solo sonido y luego hubo un cambio en la respiración de Beth, ante el cual Dieter susurró alguna palabra de estímulo. Sonido de besos, jadeos de Beth, y luego ésta emitió el sonido especial que hizo correr a las ratas por la parte superior del tabique de madera enrejada y provocó que Nancy alargara el brazo para coger la pala con sus manazas. Mientras Beth seguía gimiendo, Dieter le dijo:
—Espera así. Te daré una sorpresa.
La sorpresa para Nancy fue que la pala había desaparecido; estaba segura de que la había metido en la cama, a su lado. Quería golpearle las espinillas a Dieter, sólo para que cayera de rodillas y ella pudiera decirle qué pensaba de él. Daría otra oportunidad a Beth. Mientras tanteaba bajo el mosquitero y en el suelo, debajo de la cama, en busca de la pala excavadora, abrigaba la esperanza de que ella y Beth fueran juntas a Rajasthan. En ese momento descubrió con la mano el sari con aroma a jazmín que llevaba puesto la bella mujer de su sueño. Nancy metió el sari en la cama y aspiró; la fragancia devolvió a su mente a la hermosa mujer, sus manos fuertes y extraordinariamente grandes, los pechos firmes y extrañamente erguidos. Por último llegó a su memoria el extraordinario pene de la mujer, que se había acurrucado como un caracol contra sus nalgas mientras ella derivaba hacia el sueño.
«¿Dieter?», intentó susurrar Nancy, pero no salió un solo sonido de su garganta. Era exactamente como le habían contado a Dieter en Bombay: uno iba a Goa no para encontrar a Rahul, sino para que éste lo encontrara a uno. En algo tenía razón Dieter: había pollitas con pito. Al fin y al cabo, Rahul no era un hijra sino un zenana.
Nancy oyó que Dieter buscaba en la penumbra del baño el consolador. Oyó que se rompía una botella contra el suelo de piedra. Dieter debía de haberla colocado mal sobre el borde de la bañera; la luz de la luna que entraba en el baño era escasa y probablemente tenía que buscar el consolador con las dos manos. Dieter soltó una breve maldición; debió de hacerlo en alemán porque Nancy no entendió la palabra.
Beth llamó a Dieter en voz alta: obviamente había olvidado que se suponía que Nancy estaba dormida.
—¿Se te ha roto la Coca, Dieter? —gritó Beth; su propia pregunta se disolvió en una serie de risitas estúpidas: Dieter era adicto a la Coca-Cola.
—¡Chist! —gritó Dieter desde el baño.
—¡Chist! —repitió Beth e hizo un fallido esfuerzo por ahogar su risa.
El siguiente sonido que oyó Nancy era uno que ya sospechaba, aunque había sido incapaz de expresar en voz alta: advertir a Dieter que allí había otra persona. Estaba segura de haber oído el sonido de la herramienta para excavar, del extremo de la pala al golpear lo que parecía ser la base del cráneo de Dieter. Al golpe siguió un tintineo metálico, pero asombrosamente muy poco ruido acompañó la caída de Dieter. Luego se oyó el segundo sonido de un impacto violento, casi como el de una pala oscilando contra el tronco de un árbol. Nancy comprendió que Beth no lo había oído porque estaba chupando la pipa de ganja como si se hubiera apagado el fuego en la cazoleta y tratara de reavivarlo.
Nancy permaneció inmóvil, sujetando el sari con aroma a jazmín entre sus brazos. La figura espectral con pequeños pechos erguidos y pene de chiquillo pasó junto a su cama sin hacer ruido. No era de extrañar que llamaran Beldad a Rahul, pensó Nancy.
«¡Beth!», trató de llamar, pero también esta vez la voz la había abandonado. Desde el otro lado del tabique, manchones de luz se colaron por el enrejado repentinamente; las sombras de las ratas sobresaltadas se reflejaron en el techo. A través del enrejado, Nancy vio que Beth había abierto por completo el mosquitero a fin de encender una lámpara de aceite; estaba buscando más ganja para la pipa cuando apareció junto a su cama el cuerpo desnudo de color té. Las manazas de Rahul sujetaban la herramienta de excavar con el mango anidado en la delicada curva de la zona lumbar y el extremo de la pala oculto entre sus omóplatos.
—Hola —dijo Rahul a Beth.
—Hola. ¿Quién eres? —le preguntó Beth.
Luego la estadounidense bajita emitió un jadeo que hizo que Nancy dejara de mirar a través de las aberturas del enrejado; se quedó de espaldas, cubriéndose la cara con el sari con aroma a jazmín; tampoco quería mirar al techo, pues sabía que allí encontraría las ratas retorciéndose.
—Oye, ¿qué eres tú? —oyó preguntar a Beth—. ¿Chico o chica?
—Soy una belleza, ¿verdad? —dijo Rahul.
—Seguro que eres... diferente —replicó Beth.
Por la respuesta de la herramienta, Nancy conjeturó que a Rahul le disgustaba que le dijesen «diferente». Su apodo preferido era «Beldad». Nancy apartó completamente de la cama el sari con aroma a jazmín, dejándolo fuera del mosquitero; esperaba que cayese al suelo muy cerca de donde lo había dejado Rahul. A continuación se echó de espaldas y con los ojos abiertos, fijos en el techo donde las ratas se escabullían de un lado a otro; parecía que el segundo y el tercer golpe de la herramienta les hubiesen dado una especie de señal de partida.
Al cabo de un rato Nancy se apoyó de costado para poder espiar a través del enrejado y ver qué hacía Rahul, quien en apariencia realizaba una especie de cirugía en el vientre de Beth, pero enseguida se dio cuenta de que estaba dibujándole algo en esa parte del cuerpo. Nancy cerró los ojos y rogó que le volviese la fiebre; aunque no tenía fiebre, era presa de tanto miedo que se puso a temblar. Y los temblores la salvaron. Cuando Rahul se acercó a ella, los dientes le castañeteaban tan incontrolablemente como antes. Al instante sintió que no despertaba el menor interés sexual en él, quien estaba burlándose de ella o, simplemente, sentía curiosidad.
—¿Otra vez esa mala fiebre? —le preguntó Rahul.
—Sigo soñando —contestó Nancy.
—Sí, claro que sí, querida —dijo Rahul.
—Quiero dormirme pero sigo soñando —dijo Nancy.
—¿Pesadillas?
—Bastante malas.
—¿Quieres contármelas, querida? —le preguntó Rahul.
—Sólo quiero dormir —replicó Nancy.
Para su gran sorpresa, él la dejó en paz. Apartó el mosquitero y se sentó en la cama, a su lado; le dio masajes entre los omóplatos hasta que desaparecieron los temblores y Nancy logró imitar la respiración regular de un sueño profundo; incluso separó los labios e intentó imaginar que ya estaba muerta. Él le dio un beso en la sien y otro en la puntita de la nariz. Por fin, Nancy sintió que el peso de Rahul dejaba la cama. También notó la herramienta cuando él se la colocó suavemente entre las manos. Aunque no oyó cómo abría y cerraba la puerta, supo que Rahul no estaba cuando sintió que las ratas correteaban temerariamente por toda la casa, incluso debajo del mosquitero y por la cama, como si tuvieran la certeza de que en la casita había tres muertos y no dos. En ese momento, Nancy comprendió que no era peligroso levantarse. Si Rahul todavía estuviese allí, las ratas lo sabrían.
Con las primeras luces, vio que Rahul había usado la pluma del dhobi —y tinta indeleble de lavandería— para decorar el vientre de Beth. El portaplumas consistía en un mango de madera basta, con un simple plumín de trazo grueso; la tinta era negra. Rahul había dejado el tintero y el lapicero sobre la almohada de Nancy, quien recordó que había recogido ambos objetos antes de volver a ponerlos sobre la cama; sus huellas digitales también estaban en el mango de la pala.
Se había puesto enferma inmediatamente después de llegar, pero tenía la firme impresión de encontrarse en un paraje más bien rústico. Dudaba de poder convencer a la policía local de que una hermosa mujer con el pene de un chiquillo había asesinado a Dieter y a Beth. Además, Rahul había sido tan listo como para no vaciar el cinturón guardavalores de Dieter: se lo había llevado. No había evidencias de robo. Las joyas de Beth estaban intactas e incluso había algo de dinero en el billetero de Dieter; tampoco habían desaparecido los pasaportes. Nancy sabía que la mayor parte del dinero estaba en el consolador, que ni siquiera intentó abrir porque Dieter había sangrado encima y estaba pegajoso al tacto. Lo limpió con una toalla húmeda y lo guardó en la mochila con todas sus cosas.
Pensó que el inspector Patel la creería si lograba volver a Bombay antes de que la pillara la policía local.
A juzgar por las apariencias, pensó Nancy, lo considerarían un crimen pasional, una de esas relaciones triangulares que se habían vuelto un tanto retorcidas, y el dibujo en el vientre de Beth daba a los crímenes un toque de satanismo, o al menos cierto gustillo a sarcasmo. El elefante era sorprendentemente pequeño y sin adornos, visto de frente. La cabeza era más ancha que larga, los ojos se veían desparejos y uno de ellos parpadeaba, de hecho, parecía fruncido, pensó Nancy. La trompa colgaba floja, directamente apuntada hacia abajo; desde la punta, el artista había dibujado varias líneas anchas en forma de abanico, una forma infantil de indicar que la trompa del elefante rociaba agua, como si fuera una ducha o la boquilla de una manguera. Estas líneas se extendían hasta el vello púbico de Beth. La totalidad del dibujo tenía el tamaño de una mano pequeña.
Entonces Nancy percibió por qué el dibujo estaba ligeramente descentrado y por qué un ojo parecía «fruncido». Uno de los ojos era el ombligo de Beth, perfilado con tinta de dhobi; el otro era una imperfecta imitación del ombligo. Dado que éste tenía una profundidad real, los ojos no eran iguales y uno parecía guiñado. El ombligo de Beth era el ojo guiñado. Lo que además contribuía a la expresión de alegría o mofa del elefante era que uno de sus colmillos caía en la posición normal, mientras el opuesto estaba levantado, casi como si un elefante pudiera elevar un colmillo a la manera en que un ser humano enarca una ceja. Se trataba de un elefante pequeño e irónico, un elefante con un inadecuado sentido del humor, por supuesto.
La huida
Nancy vistió el cadáver de Beth con la camiseta que llevaba puesta cuando la conoció; al menos así quedaba cubierto el dibujo. Dejó el sagrado yoni donde estaba, colgado del cordón que rodeaba su cuello, como para demostrarse a sí mismo que en el otro mundo iba a traerle más suerte que en éste.
El sol se elevaba tierra adentro y una luz bronceada se colaba a través de las arecas y los cocoteros, dejando la mayor parte de la playa en sombras, una bendición para Nancy, que trabajó arduamente más de una hora con la herramienta, aunque sólo logró cavar un hoyo poco profundo cerca de la línea de la marea alta. Encontró el hoyo lleno hasta la mitad de agua cuando arrastró el cadáver del alemán por la playa y lo echó dentro. Tras colocar el cadáver de Beth al lado del de Dieter, Nancy vio los cangrejos azules que había puesto al descubierto con la excavación y que corrían en todas direcciones para volver a enterrarse. Había escogido una franja de arena especialmente blanda, la zona de playa más cercana a la casita, y en ese momento comprendió por qué el suelo era tan blando. Un entrante de marea atravesaba la playa y desaguaba en la selva enmarañada: había excavado demasiado cerca de ese entrante y, comprendió, los cadáveres no permanecerían enterrados mucho tiempo. Para colmo, en su precipitación por recoger los vidrios rotos del baño, había pisado el pico mellado de la botella de Coca-Cola y varios trozos se le habían clavado en un pie. Se equivocaba al pensar que había extraído todos los fragmentos, pero tenía prisa; sangró tanto en el felpudo del baño que no tuvo más remedio que enrollarlo y meterlo (con los vidrios rotos) en la tumba; lo enterró junto con el resto de las cosas de Dieter y Beth, incluidas las ajorcas de plata —que eran muy pequeñas para ella— y el ejemplar de los Upanishads, tan entrañables para Beth, y que ella no tenía el menor interés en leer.
Nancy se sorprendió de que excavar la tumba fuese un trabajo más agotador que arrastrar el cadáver de Dieter hasta la playa, pero pesaba menos de lo que ella imaginaba. Entonces se le ocurrió que podría haberlo abandonado en cualquier momento en que lo hubiera deseado: podría haberlo alzado y arrojado contra una pared. Ahora Nancy se sentía increíblemente fuerte, pero en cuanto terminó de rellenar la tumba estaba exhausta.
Estuvo a punto de acometerla el pánico cuando descubrió que no podía encontrar el capuchón del bolígrafo de plata que le había regalado Dieter y que llevaba escrito a lo largo MADE IN INDIA, en letra cursiva. En la parte de abajo se leía MADE IN, y en la faltante, INDIA. Nancy ya había descubierto el defecto del diseño: el bolígrafo no cerraba herméticamente si la leyenda no quedaba perfectamente alineada; el capuchón y la parte de abajo se separaban constantemente si no eran encajados como correspondía. Registró la casita en busca del capuchón; le parecía increíble que se lo hubiera llevado Rahul, pues no era la mitad con la que se escribe. Ella tenía esa mitad y se la guardó; como era pequeña, se abrió paso hasta el fondo de la mochila. Al menos era de plata auténtica.
Supo que por fin le había desaparecido la fiebre porque fue lo bastante astuta para coger los pasaportes de Dieter y Beth; también se recordó a sí misma que en breve encontrarían los cadáveres. Quienquiera que fuese la persona que había alquilado la casita a Dieter, sabía que eran tres. Sospechaba que la policía supondría que se había marchado en autocar desde Calangute o en el transbordador desde Panjim. Su plan era extraordinariamente lúcido: dejaría los pasaportes de Dieter y Beth en un lugar llamativo de la parada del autocar en Calangute, pero viajaría en el transbordador de Panjim a Bombay. De esa manera, con un poco de suerte —mientras ella estaba en el transbordador—, la policía la buscaría en las estaciones del autocar.
Pero Nancy saldría beneficiada por una suerte mejor. Cuando se descubrieron los cadáveres, el casero que había alquilado la casita admitió que sólo había visto de lejos a las otras dos personas. Dado que Dieter era alemán, el hombre supuso que Beth y Nancy también lo eran, y además confundió a Nancy con un hombre. Al fin y al cabo, era muy corpulenta, sobre todo al lado de Beth. El casero diría a la policía que debían buscar a un hippy alemán. Cuando se encontraron los pasaportes en Calangute, la policía se enteró de que Beth era estadounidense, aunque persistió en la creencia de que el asesino era un alemán que viajaba en autocar.
La tumba no fue descubierta enseguida; la marea sólo erosionaba la arena cercana al entrante muy paulatinamente. Tampoco quedaría claro si las aves carroñeras o los perros callejeros habían sido los primeros en percibir algo, pero por entonces Nancy ya había desaparecido.
Sólo esperó a que el sol cubriera las palmeras e inundara de luz blanca la playa; apenas fueron necesarios unos minutos para que el sol secara la arena húmeda de la tumba. Nancy alisó con una hoja de palma la franja de playa que llevaba a la selva desde la casita y luego emprendió la marcha cojeando. Todavía corrían las primeras horas de la mañana cuando dejó Anjuna. Creyó haber descubierto un filón aislado de excéntricos cuando vio a los bañistas y nadadores desnudos que eran casi una tradición en la zona: había estado enferma y lo ignoraba.
El primer día el pie no le hizo mucho daño, pero tuvo que cruzar todo Calangute después de dejar los pasaportes. No había un solo médico en el Hotel Meena ni en el Varma. Alguien le dijo que en el Concha Hotel se alojaba un médico que hablaba inglés; cuando llegó, éste ya había abandonado el hotel, donde le informaron que en Baga, en el Hotel Bardez, se hospedaba otro médico que hablaba inglés. Al día siguiente, cuando se presentó allí, la echaron. En ese momento ya se había desarrollado la infección en el pie.
Al emerger de los infinitos baños en la bañera del doctor Daruwalla, Nancy no recordaba si los crímenes se habían cometido hacía dos o tres días. Sin embargo, recordó un error de apreciación; ya le había comentado al doctor Daruwalla que cogería el ferry a Bombay, una verdadera imprudencia de su parte. Cuando el médico y su mujer la ayudaron a subir a la mesa en el balcón, confundieron su silencio con la angustia por la pequeña operación, pero Nancy estaba pensando en la manera de rectificar su equivocación. Apenas pestañeó con la anestesia, y mientras el doctor Daruwalla sondeaba el pie en busca del vidrio roto, Nancy dijo tranquilamente:
—He cambiado de idea respecto de Bombay. He decidido dirigirme al sur; tomaré el autocar en Calangute hasta Panjim, donde me subiré al que va a Margao. Quiero visitar Mysore, donde fabrican el incienso, y después ir a Kerala. ¿Qué le parece? —preguntó al médico: quería que guardara en la memoria su itinerario falso.
—¡Me parece que es una viajera muy ambiciosa! —exclamó él.
El doctor Daruwalla extrajo de su pie un trozo de vidrio sorprendentemente grande, en forma de medialuna, con toda probabilidad un fragmento del pico grueso de una botella de Coca-Cola, le dijo. Desinfectó los tajos más pequeños en cuanto quedaron libres de astillas de vidrio. Cubrió la herida más grande con gasa impregnada en yodoformo. El doctor Daruwalla también le dio un antibiótico que se había llevado a Goa para sus hijas. Le advirtió que era indispensable que pocos días después la examinara un médico, y antes si aparecía alguna rojez alrededor de la herida o si tenía fiebre.
Nancy no estaba prestándole atención, preocupada por cómo haría para pagarle. No consideraba correcto pedirle que desenroscara el consolador, además de que no le parecía un hombre lo bastante fuerte. A su manera, Farrokh también estaba distraído pensando en el consolador.
—¡No puedo pagarle mucho! —le informó Nancy.
—¡No quiero que me pague nada! —replicó el doctor Daruwalla, y le entregó su tarjeta, por costumbre.
Nancy la leyó y dijo:
—Ya le he dicho que no pienso ir a Bombay.
—Lo sé, pero si vuelve a tener fiebre o empeora la infección, debe llamarme... esté donde esté. O si consulta a un médico que no la entiende, pídale que me llame —dijo Farrokh.
—Gracias.
—Y no camine más de lo necesario —le aconsejó Farrokh.
—Viajaré en autocar —insistió Nancy.
Mientras cojeaba hacia la escalera, el médico le presentó a John D. Nancy no estaba de humor para conocer a un joven tan apuesto, y aunque él se mostró muy amable con ella —se ofreció incluso a bajarla por la escalera—, Nancy era muy susceptible a ese estilo de superioridad europea. John D. no evidenció la menor chispa de interés sexual por ella, lo que le dolió más que el pie. Pero se despidió del doctor Daruwalla y dejó que el joven la llevara en brazos escaleras abajo: sabía que era pesada, pero él parecía fuerte. Su deseo de impresionarlo resultó incontenible; además, sabía que tenía fuerza suficiente para desenroscar el consolador.
—Si no es demasiada molestia —le dijo en el vestíbulo del hotel—, podría hacerme un gran favor. —Le mostró el consolador sin sacarlo de la mochila—. La punta se desenrosca —le informó, mirándolo a los ojos—, pero para mí está muy fuerte.
Nancy continuó observando la cara de John D. mientras él apretaba la enorme polla con ambas manos; siempre lo recordaría por su aplomo. En cuanto él aflojó la punta, Nancy le pidió que lo dejara así.
—Ya es suficiente —le dijo: no quería que él viese el dinero. Le decepcionó que fuese un hombre inmutable, pero insistió. Resolvió que lo miraría a los ojos hasta hacerlo apartar la vista—. Le ahorraré saber qué hay dentro —agregó en voz baja.
Asimismo, Nancy lo recordaría por su instintiva sonrisa socarrona, ya que John D. era actor mucho antes de ser el Inspector Dhar. Recordaría esa mueca burlona, la misma con que más adelante el Inspector Dhar sulfuraría a todo Bombay. Fue ella quien tuvo que apartar la mirada, y también recordaría ese detalle.
Esquivó la parada del autocar en Calangute; procuraría que la llevaran en autoestop hasta Panjim, aunque eso significara caminar, o tener que defenderse con la herramienta para excavar. Esperaba que transcurriera un día o dos hasta que los cadáveres fueran descubiertos. Pero antes de localizar la carretera a Panjim se acordó del trozo de vidrio grande que el médico le había extraído del pie y que había dejado en un cenicero, encima de una mesa pequeña próxima a la hamaca; probablemente el médico lo tiraría a la basura, pensó. ¿Pero qué pasaría si llegaba a sus oídos que había vidrios rotos en el sepulcro hippy? (dentro de poco sería etiquetado de «el sepulcro hippy»), y se preguntaba si el trozo de vidrio de su pie coincidía con los demás fragmentos.
Bien entrada la noche, Nancy regresó al Hotel Bardez. La puerta que daba al vestíbulo había sido cerrada con llave y el chico que dormía allí toda la noche, sobre una estera de juncos, todavía estaba hablando con el perro que lo acompañaba siempre; por eso el animal no oyó que Nancy trepaba por la enredadera hasta el balcón de los Daruwalla en la primera planta. Ya se había acabado el efecto de la inyección de procaína y le palpitaba el pie, pero podría haber gritado de dolor y volcado todo el mobiliario sin despertar al doctor Daruwalla.
Ya hemos descrito el almuerzo y sería superfluo ofrecer detalles similares respecto de su cena; baste decir que sustituyó el pescado a la vindaloo por cerdo en el mismo estilo, y que además se regaló un guiso porcino llamado sorpotel, que contiene hígados de cerdo y está abundantemente regado con vinagre. Pero lo que dominaba el aroma de la pesada respiración de Farrokh era el patito seco con tamarindo, y sus ronquidos estaban aromatizados con violentas ráfagas de un vino tinto puro de cuya ingestión se arrepentiría profundamente a la mañana siguiente. Tendría que haberse conformado con la cerveza. Julia agradeció que hubiese decidido dormir en el balcón, donde solamente el mar de Omán —además de las lagartijas e insectos que de noche aparecían en legiones— se vería perturbado por los ruidos ventosos del médico. Julia también quería descansar de las pasiones inspiradas por el arte de James Salter; de momento, sus especulaciones personales concernientes al consolador de la hippy habían enfriado su ardor sexual.
Los insectos y lagartijas pegados al mosquitero que rodeaba al querubínico médico en su hamaca, las salamanquesas y los mosquitos, parecían encantados tanto por su música como por sus vapores. Farrokh se había bañado inmediatamente antes de retirarse a dormir, por lo que su regordete cuerpo moreno claro estaba empolvado con Cuticura desde el cuello hasta los espacios entre los dedos de los pies. Las mejillas y el cuello pulcramente afeitados habían sido refrescados por medio de un penetrante astringente con fragancia a limón. Se había afeitado incluso el bigote, dejando apenas un pequeño penacho de barba en el mentón, y tenía la cara casi tan tersa como la de un bebé. El doctor Daruwalla estaba tan limpio y olía tan bien que Nancy tuvo la impresión de que solamente el mosquitero impedía que las salamanquesas y los mosquitos lo devoraran.
Sumergido en un sueño tan profundo que creía estar muerto y enterrado en algún lugar de la China, Farrokh soñaba que sus admiradores más ardientes estaban desenterrando su cadáver a fin de demostrar algo. Lamentó que lo perturbaran, porque sentía que estaba en paz; de hecho, se había dormido en la hamaca en el estupor de un atracón, por no hablar de los efectos del vino. Soñar que era víctima de los sepultureros señalaba, sin la menor duda, sus excesos.
«¿Y si mi cuerpo es un milagro?», soñaba. «¡Por favor, dejadlo en paz!»
Entretanto, Nancy descubrió lo que estaba buscando; en el cenicero, donde sólo había dejado un punto de sangre seca, reposaba el trozo de vidrio en forma de medialuna. Mientras lo cogía, oyó gritar al doctor Daruwalla: «¡Dejadme en China!». Farrokh movió las piernas y Nancy notó que uno de sus hermosos pies color cáscara de huevo se había salido del mosquitero y asomaba fuera de la hamaca, expuesto a los terrores nocturnos. La conmoción hizo que las salamanquesas salieran como rayos en todas direcciones y los mosquitos se reunieran en tropel.
Bien, pensó Nancy, el médico le había hecho un favor, ¿no? Permaneció inmóvil hasta tener la seguridad de que estaba profundamente dormido; no quería despertarlo, pero le resultaba difícil abandonarlo cuando su atractivo pie era presa de los elementos. Nancy pensó de qué manera podría devolver el pie de Farrokh al interior del mosquitero, pero su recién descubierta sensatez la convenció de que no debía correr ese riesgo. Bajó por la enredadera desde el balcón hasta el patio, lo que le exigió el uso de ambas manos, por lo que sujetó delicadamente el vidrio entre los dientes, procurando no cortarse la lengua ni los labios. Iba cojeando por el oscuro camino a Calangute cuando tiró el fragmento de vidrio, que se perdió en un denso palmar, donde desapareció sin hacer ruido, y tan invisible para cualquier ojo humano viviente como su inocencia perdida.
El dedo del pie equivocado
Nancy tuvo la suerte de dejar atrás el Hotel Bardez en el momento en que lo hizo. No sabía que uno de los huéspedes era Rahul, ni éste se enteró de que ella había sido paciente del doctor Daruwalla. Una suerte increíble, porque, esa misma noche, Rahul se encaramó también por la enredadera hasta el balcón de los Daruwalla en el primer piso. Nancy llegó y se fue, pero cuando Rahul apareció en el balcón, el pobre pie de Farrokh todavía era vulnerable a los depredadores nocturnos.
El propio Rahul había llegado como un depredador. Enterado por boca de las inocentes niñas Daruwalla de que John D. solía dormir en la hamaca del balcón, se presentó allí con el propósito de seducirlo. A quienes invada la curiosidad sexual, les resultará interesante especular si Rahul habría tenido éxito o no en su intento de seducir al bello joven, pero John D. se ahorró esta prueba porque aquella noche ajetreada quien estaba durmiendo en la hamaca era el doctor Daruwalla.
En la oscuridad —además de que lo cegaba el ansia—, Rahul estaba confundido. El cuerpo dormido bajo el mosquitero emanaba, por cierto, una fragancia deseable. Tal vez la luz de la luna trucaba el color de la piel; posiblemente sólo era la luz lunar la que le produjo la impresión de que John D. se había dejado crecer un penacho de barbita. Los dedos del pie descubierto eran diminutos y lampiños, y el pie propiamente dicho tan pequeño como el de una jovencita. Rahul descubrió que la eminencia plantar era entrañablemente carnosa y suave, y la planta del pie de un rosa casi indecente, en contraste con el brillante tobillo moreno.
Rahul se arrodilló junto al piecezuelo del médico. Lo acarició con su manaza, rozó los dedos recién perfumados con su mejilla. Naturalmente, se habría sobresaltado si el doctor Daruwalla hubiese gritado: «¡Pero yo no quiero ser un milagro!».
Farrokh estaba soñando que era Francisco Javier, exhumado de su tumba y llevado contra su voluntad a la basílica de Bom Jesus en Goa. Más concretamente, estaba soñando que era el cadáver milagrosamente conservado de Francisco Javier y que estaban haciéndole cosas también contra su voluntad. Pero a pesar del terror de lo que le ocurría, en el sueño no podía expresar sus temores: estaba tan sedado con comida y vino que no tenía más remedio que sufrir en silencio, aunque previó que una peregrina delirante estaba a punto de comerle un dedo del pie. Al fin y al cabo, conocía la historia.
Rahul pasó la lengua por la planta del fragante pie, que sabía intensamente a polvo Cuticura y vagamente a ajo. Dado que el pie del doctor Daruwalla era la única parte de su cuerpo no protegida por el mosquitero, Rahul sólo podía manifestar su intensa atracción por el delicioso John D. encerrando en su boca tibia el que suponía era el dedo gordo del pie derecho del joven. A continuación chupó este dedo gordo con tanta fuerza que el doctor Daruwalla gimió. Al principio, Rahul se debatió contra el deseo de morderlo, pero cedió a este apremio y lentamente hundió los dientes en el dedo que se retorcía; después se resistió al impulso compulsivo de morder, pero fue débil y mordió más fuerte. Para Rahul era una tortura no poder llegar más lejos, no tragarse entero o a bocados al doctor Daruwalla. Cuando por fin soltó el pie, tanto él como Farrokh jadeaban. En el sueño, el médico estaba seguro de que la obsesiva mujer ya le había hecho daño; había arrancado de un mordisco la reliquia sagrada de su dedo gordo, y ahora había, trágicamente, menos cuerpo milagroso del que estaba enterrado.
Mientras Rahul se desnudaba, el doctor Daruwalla retiró el pie mutilado de ese mundo peligroso; se hizo un ovillo apretado en la hamaca, bajo el mosquitero, porque en el sueño temía que estuvieran acercándose los emisarios del Vaticano... para llevarse un brazo a Roma. En tanto él luchaba por dar voz a su terror a la amputación, Rahul intentó penetrar los misterios del mosquitero.
Rahul pensó que lo mejor sería que John D. se despertara y se encontrara el rostro firmemente sujeto entre sus senos, pues estas últimas creaciones se contaban, sin duda, entre sus mejores atributos. Pero dado que Rahul creía que el joven parecía haberse excitado por la extrañeza de que le chuparan y mordieran el dedo gordo, quizá funcionara una aproximación más audaz. Rahul se frustró al tener que proceder sin ningún tipo de aproximación hasta resolver el enigma de la entrada al mosquitero, un verdadero laberinto. Y en esta compleja coyuntura de su intento seductor, Farrokh encontró por fin la voz para expresar sus temores. Rahul, que la reconoció, le oyó gritar con toda claridad:
—¡No quiero ser un santo! ¡Necesito ese brazo! ¡Es un brazo buenísimo!
Ante estos gritos, el perro del chico del vestíbulo lanzó un breve gañido y el chico empezó a hablarle otra vez. Rahul odiaba al doctor Daruwalla con tanto fervor como deseaba a John D.; por ende le repugnó haberle acariciado el pie y le acometieron náuseas por haberle chupado y mordido el dedo gordo. Se vistió a toda prisa, incómodo. El resabio de polvo Cuticura tenía un gusto amargo en su lengua mientras bajaba por la enredadera hasta el patio, donde el perro del vestíbulo le oyó escupir y volvió a ladrar; en esta ocasión el chico abrió la puerta y se asomó para escudriñar angustiado la playa neblinosa, momento en que oyó que el doctor Daruwalla gritaba en el balcón:
—¡Caníbales! ¡Católicos maniacos!
Aun para un chico inexperto, esa combinación resultaba temible. Luego estalló el concierto de ladridos del perro ante la puerta del vestíbulo, donde tanto el chico como el animal se vieron sorprendidos por la súbita aparición de Rahul.
—No me dejes fuera —dijo Rahul; el chico le abrió la puerta y le dio la llave de su habitación.
Rahul llevaba una falda suelta, fácil de poner y sacar, y una blusa sin espalda color amarillo brillante, que atrajo la torpe atención del chico a sus senos bien formados. En otros tiempos, Rahul le habría cogido la cara con ambas manos y lo habría apretado contra su pecho; luego habría jugado con su pilila, o quizá lo habría besado, en cuyo caso le habría hundido tanto la lengua en la garganta que el chico habría tenido arcadas. Pero ahora Rahul no estaba de humor para esas cosas.
Subió a su habitación y se cepilló los dientes hasta que desapareció el gusto a Cuticura del doctor Daruwalla. Después se desnudó y se echó en la cama, desde donde podía mirarse en el espejo. Tampoco estaba de humor para masturbarse. Hizo unos cuantos dibujos pero nada le salía bien. Estaba furioso con el doctor Daruwalla por haber ocupado la hamaca de John D., algo que le hacía rabiar hasta el extremo de que no podía calentarse siquiera. En la habitación contigua, roncaba la tía Promila.
Abajo, en el vestíbulo, el chico procuraba calmar al perro. Le parecía curioso que el animal estuviese tan excitado, ya que normalmente las mujeres no ejercían el menor efecto en él. Sólo los hombres le ponían los pelos de punta o lo incitaban a dar vueltas con las patas rígidas, husmeando hasta el último rincón en que hubiesen estado. Al chico le desconcertaba que el perro hubiese reaccionado así ante Rahul, y también él tenía que tranquilizarse; había reaccionado ante los senos de Rahul a su manera habitual: estaba tan caliente que tuvo una erección considerable... para tratarse de un crío. Sabía muy bien que el vestíbulo del Hotel Bardez no era el lugar indicado para dar rienda suelta a sus fantasías. No podía hacer nada. Se tendió en la estera de juncos, donde por fin logró engatusar al perro para que se recostara a su lado y siguió hablándole, como antes.
Farrokh se convierte
Al amanecer, en la carretera a Panjim, Nancy tuvo la suerte de despertar la simpatía de un motociclista que la vio cojear. El vehículo no era gran cosa como moto, pero serviría; se trataba de una Yezdi de 250 cc con bolas de plástico rojo colgadas del manillar, un punto negro pintado en el faro y un salva-sari montado en la rueda trasera del lado izquierdo. Nancy llevaba vaqueros y se sentó a horcajadas detrás del conductor, un adolescente flacucho. Le rodeó la cintura y cruzó las manos delante sin decir palabra: sabía que así el chico no podía alcanzar tanta velocidad como para asustarla.
La Yezdi estaba equipada con barras amortiguadoras que sobresalían como un carenado integral. En la profesión del doctor Daruwalla, estos amortiguadores eran famosos como barras de fractura de tibia, pues solían quebrar las tibias de los motociclistas, con el único propósito de no abollar el depósito de combustible.
Al principio el peso de Nancy resultó desconcertante para el joven motociclista, pues ejercía un efecto peligrosamente amplio en las curvas, lo que le obligaba a no acelerar.
—¿Este aparato no puede ir más rápido? —le preguntó ella. El muchacho la entendió a medias, o puede que la voz junto a su oído le resultase emocionante; posiblemente lo que había notado no era su cojera sino lo ceñidos que llevaba los vaqueros, o el cabello rubio, o incluso el balanceo de sus pechos, que el adolescente sentía apretados contra su espalda—. Así está mejor — dijo Nancy cuando el chico se atrevió a acelerar un poco. Ondulantes en el manillar, las bolas de plástico rojo eran azotadas por el viento impetuoso y parecían atraer a Nancy hacia el muelle del transbordador y su destino elegido en Bombay.
Había convivido con el mal y lo echaba a faltar. Era una pecadora en busca de la salvación imposible; pensaba que sólo el policía incorrupto e incorruptible podía restablecer su bondad esencial. Había detectado algo conflictivo en el inspector Patel. Nancy creía que era un hombre virtuoso y honorable, pero al mismo tiempo estaba convencida de que era capaz de seducirlo; su sentido de la lógica la llevó a pensar que la virtud y el honor del inspector le serían transferidos. Su ilusión no era rara ni estaba limitada a las mujeres. Se trata de una antigua creencia: varias decisiones sexualmente erróneas pueden remediarse —incluso borrarse por completo— mediante una decisión sexualmente acertada. Nadie debe reprocharle a Nancy que lo intentara.
Mientras Nancy circulaba en la Yezdi rumbo al transbordador y a su destino, un dolor sordo pero persistente en el dedo gordo del pie derecho despertó al doctor Daruwalla de una noche de sueños alborotados y de indigestión. Se liberó del mosquitero y balanceó las piernas desde la hamaca, pero cuando apoyó ligeramente el peso en el pie derecho, el dedo gordo lo apuñaló con un dolor agudo; por un instante imaginó que seguía soñando que era el cadáver de San Francisco. Inspeccionó su dedo gordo con las primeras luces, de un pardo apagado, no muy distinto al color de su tez. La piel no estaba desgarrada, pero profundos moratones de matiz carmesí y púrpura indicaban a simple vista que eran marcas de mordiscos. El doctor Daruwalla gritó.
—¡Julia! ¡Me ha mordido un fantasma!
Su esposa llegó corriendo.
—¿Qué ocurre, Liebchen? —interrogó.
—¡Mírame el dedo gordo!
—¿Te has mordido? —le preguntó Julia, con asco no disimulado.
—¡Es un milagro! —gritó Farrokh—. ¡Fue el fantasma de esa delirante que mordió a san Francisco!
—No seas blasfemo —lo regañó Julia.
—¡Estoy siendo un creyente, no un blasfemo! —gritó Farrokh, y se aventuró a apoyar el pie derecho, pero el dolor en el dedo gordo le debilitó de tal manera que cayó de rodillas, gritando.
—¡Cállate o vas a despertar a las niñas, vas a despertar a todo el mundo! —le advirtió Julia.
—Alabado sea el Señor —susurró Farrokh mientras volvía a arrastrarse hasta la hamaca—. ¡Creo, Dios mío..., por favor no me tortures más! —Se desplomó en la hamaca y se rodeó el pecho con ambos brazos—. ¿Y si vienen a llevarse el brazo? —preguntó a su esposa.
Julia estaba enfadada con él.
—Supongo que tiene que ser algo que comiste —le dijo—. O de lo contrario has estado soñando con el consolador.
—Sospecho que tú has estado soñando con eso —le espetó Farrokh, ceñudo—. ¡Yo he experimentado una especie de conversión y tú estás pensando en una polla enorme!
—Lo que yo pienso es que estás comportándote de una forma muy peculiar —respondió Julia.
—¡Pero he vivido una suerte de experiencia religiosa! —insistió Farrokh.
—No veo qué tiene de religiosa.
—¡Mírame el dedo gordo!
—Tal vez te lo mordiste dormido —sugirió la mujer.
—¡Julia! —exclamó Farrokh—. Creía que tú ya eras cristiana.
—No por eso voy por ahí chillando y gimiendo al respecto —dijo Julia.
John D. apareció en el balcón, sin saber que la experiencia religiosa del doctor Daruwalla por poco no había sido su propia experiencia... de otro tipo.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—Al parecer es peligroso dormir en el balcón —le informó Julia—. Algo mordió a Farrokh..., algún animal.
—¡Son marcas de dientes humanos! —declaró el médico.
John D. examinó con su habitual desapego el dedo gordo mordido.
—Tal vez haya sido un mono —dijo.
El doctor Daruwalla se acurrucó en la hamaca: resolvió no intercambiar con su mujer y su joven predilecto una sola palabra. Julia y John D. desayunaron con las niñas en el patio de debajo del balcón; de vez en cuando levantaban la vista por la enredadera en la dirección en la que suponían estaba Farrokh, enfurruñado. Pero se equivocaban; él no se dedicaba a mascullar sino a rezar. Dado que no tenía experiencia en la oración, sus rezos parecían monólogos interiores de un estilo confesional bastante corriente, especialmente del tipo que provoca la resaca.
—¡Dios! —oraba Farrokh—. No es necesario que te lleves mi brazo..., el dedo gordo me ha convencido. No necesito que insistas más. Me cogiste a la primera, Dios. —Hizo una pausa—. Por favor, te ruego que me dejes el brazo en paz —concluyó.
Más tarde, desde el vestíbulo del Hotel Bardez, el camarero sifilítico creyó oír voces en el balcón de los Daruwalla en el primer piso. Ay, se sabía que Ali Ahmed era casi sordo como una tapia, además de tener los incisivos en forma de clavijas y los ojos empañados. Se suponía que el pobre, con toda probabilidad, siempre oía voces. Pero el camarero sifilítico había oído realmente los rezos del doctor Daruwalla, quien a media mañana murmuraba en voz alta y el tono de sus oraciones correspondía precisamente a un registro que él podía captar.
—¡Lamento sinceramente si te he ofendido, Dios! —rezaba Farrokh—. ¡Lo lamento sinceramente..., lo lamento mucho, de verdad! Nunca quise burlarme de nadie..., sólo estaba bromeando —confesó—. ¡San Francisco, perdóname... tú también! —Un número insólito de perros empezó a ladrar, como si el tono de las oraciones correspondiera precisamente a un registro que también podían captar los perros—. Yo soy cirujano, Dios —gimió—. ¡Necesito el brazo..., los dos brazos!
De este modo se negaba el doctor Daruwalla a abandonar la hamaca de su conversión religiosa, mientras Julia y John D. pasaban la mañana poniéndose de acuerdo sobre la forma de impedirle que pasara otra noche en el balcón.
Más entrado el día, a medida que disminuía la resaca, Farrokh recuperó algo de la seguridad en sí mismo. Dijo a Julia que le parecía suficiente si se convertía al cristianismo: quería decir que quizá no fuese necesario que se hiciera católico. ¿Opinaba ella que convertirse en protestante sería suficiente? Tal vez fuera conveniente hacerse anglicano. A esas alturas, Julia estaba bastante asustada por la profundidad y el color de las marcas de mordiscos en el dedo gordo del pie de su marido; aunque la piel estaba intacta, Julia temía que fuese la rabia.
—¡Julia! —protestó Farrokh—. ¡Mientras yo me preocupo por mi alma mortal, tú piensas en la rabia!
—Muchos monos tienen la rabia —terció John D.
—¿Qué monos? —gritó el doctor Daruwalla—. ¡Yo no veo ningún mono por aquí! ¿Vosotros habéis visto alguno?
Con tanta discusión, no notaron que Promila Rai y su sobrino-con-senos pagaban la cuenta y se marchaban del hotel. Regresarían a Bombay, pero no esa noche; Nancy tuvo suerte una vez más: Rahul no viajaría en su transbordador. Promila sabía que para su sobrino las vacaciones habían sido decepcionantes, por lo que había aceptado una invitación para pasar esa noche en la villa de un conocido en la Goa Antigua; habría un baile de disfraces en el que quizá Rahul podría divertirse.
Las vacaciones no habían sido del todo decepcionantes para Rahul. Su tía era generosa con el dinero, pero esperaba que él contribuyera personalmente para un discutido viaje a Londres; Promila lo ayudaría económicamente, pero quería que él llevara algo de dinero propio. Había unos cuantos miles de marcos alemanes en el cinturón guardavalores de Dieter, pero Rahul esperaba más, dada la calidad y la cantidad de hachís que el alemán, según había dicho a todo el mundo, quería comprar. Había más, por supuesto, mucho más... en el consolador.
Promila creía que su sobrino estaba interesado en la escuela de arte londinense. También sabía que pretendía un cambio de sexo completo y que esas operaciones eran muy caras; dada la magnitud de su odio por los hombres, ella estaba encantada con la elección de su sobrino —de convertirse en su sobrina—, pero se engañaba a sí misma si creía que lo que más motivaba a Rahul para proponer su traslado a Londres era la «escuela de arte».
Si la criada que limpió la habitación de Rahul hubiese mirado más atentamente los dibujos descartados que llenaban la papelera, podría haber informado a Promila que el talento de Rahul con la pluma era de un tinte pornográfico que la mayoría de las escuelas de arte desalentarían. Los autorretratos habrían perturbado especialmente a la criada, pero para ella los dibujos descartados sólo eran papeles arrugados y hechos una pelota: no se tomó la molestia de observarlos.
Iban camino de la villa en la Goa Antigua cuando Promila registró el bolso de Rahul y vio su curioso clip nuevo para sujetar los billetes; al menos él estaba usándolo con ese fin..., pero sólo era el capuchón de un lapicero de plata.
—¡Mira que eres excéntrica, querida mía! —exclamó Promila—. ¿Por qué no te compras un sujetabilletes de verdad si te gustan esas cosas?
—Bueno, tiíta —explicó Rahul pacientemente—, los sujetabilletes de verdad son demasiado flojos, salvo que lleves un fajo enorme de dinero. A mí me gusta llevar sólo unos pocos billetes fuera del billetero, algo, que esté a mano para pagar un taxi o para dar una propina. —Hizo la demostración de que el capuchón del lapicero de plata tenía un clip muy fuerte y apretado en el punto destinado a prenderse al bolsillo de una chaqueta o de una camisa, y que era perfecto para sujetar sólo unas cuantas rupias—. Además, es de plata auténtica —agregó.
Promila lo sostuvo en su mano venosa.
—Es cierto, querida —observó y leyó en voz alta la única palabra en letra cursiva grabada en el capuchón—: India..., ¿no te parece extraño?
—Yo pensé lo mismo —contestó Rahul mientras devolvía el extraño objeto a su bolso.
Entretanto, a medida que el doctor Daruwalla sentía más hambre, también fue sintiéndose más relajado con las oraciones, y reavivó prudentemente su sentido del humor. Después de comer estaba casi en condiciones de bromear acerca de su conversión.
—¡Me pregunto qué me pedirá después el Todopoderoso! —comentó a Julia, quien una vez más advirtió a su marido sobre la blasfemia.
Lo que vendría después puso a prueba su fe recién descubierta de una forma que le resultaría muy perturbadora. Por los mismos medios que Nancy había detectado su paradero, lo descubrió la policía. Estaban buscando a un médico de vacaciones. Un doctor lugareño se iría de la lengua acerca del crimen; al menos eso le dijo la policía local. Habían encontrado lo que ahora todo el mundo llamaba «el sepulcro hippy» y solicitaron al doctor Daruwalla que aventurara una conjetura concerniente a la causa de la muerte de sus horrendos ocupantes.
—¡Pero yo no hago autopsias! —protestó el médico, aunque fue a Anjuna a examinar los restos.
En general se suponía que los cangrejos azules eran la razón por la que los cuerpos se viesen tan estropeados, y si bien el agua salada demostró ser un modesto conservante, fue muy poco lo que hizo para amortiguar el hedor. Farrokh llegó fácilmente a la conclusión de que varios golpes en la cabeza habían acabado con ambos, pero el cuerpo femenino presentaba peor aspecto. Tenía los antebrazos y el dorso de las manos magullados, lo que sugería que había intentado defenderse; era evidente que el de sexo masculino nunca supo con qué había sido golpeado.
Lo que Farrokh recordaría era el dibujo del elefante. El ombligo de la chica asesinada había sido transformado en un ojo guiñado y el colmillo opuesto estaba frívolamente levantado, a la manera en que un caballero se toca el ala de un sombrero imaginario para saludar. Unos trazos breves, simples e infantiles indicaban que el elefante estaba salpicando con la trompa: el «agua» en abanico encima del vello púbico de la chica. Esa burla intencionada acompañaría al doctor Daruwalla durante veinte años: nunca olvidaría ese pequeño dibujo.
Cuando vio los vidrios rotos, sólo sufrió una leve incomodidad, pero esta sensación desapareció enseguida. De regreso en el Hotel Bardez, no logró encontrar el trozo de vidrio que había extraído del pie de la joven. ¿Qué importaba si los de la tumba coincidieran con ése?, pensó. Había botellas de gaseosa por todos lados; además, la policía ya le había dicho que el sospechoso era un alemán.
Farrokh pensó que esta teoría estaba en consonancia con los prejuicios de la policía local, concretamente, que sólo un hippy europeo o norteamericano podría cometer un doble asesinato y luego vulgarizarlo con un dibujo caricaturesco. Paradójicamente, estas matanzas y aquel dibujo estimularon su necesidad de ser más creativo y se encontró fantaseando con que él era detective.
Su éxito en el campo ortopédico le había dado ciertas expectativas económicas y sin duda estas consideraciones devolvieron a su imaginación la idea de sí mismo como guionista. Una sola película no podía satisfacer la repentinamente insaciable creatividad de Farrokh, a sus ojos era necesaria una serie de películas, con el mismo detective como protagonista. Por último, así ocurrió. Al final de sus vacaciones, en el transbordador que lo llevaba de regreso a Bombay, el doctor Daruwalla inventó al Inspector Dhar.
Farrokh estaba observando que las jóvenes que iban a bordo no podían quitar los ojos de encima al apuesto John D. De pronto concibió al héroe que imaginaban esas jóvenes cuando miraban a un joven como John D. La excitación que el ejemplo de James Salter le había inspirado iba transformándose ya en un momento del pasado sexual, empezaba a formar parte de la segunda luna de miel que el doctor Daruwalla estaba dejando atrás. Para él, el crimen y la corrupción eran más importantes que el arte. Y además, ¡qué carrera podía hacer John D.!
A Farrokh jamás se le habría pasado por la imaginación que la joven del enorme consolador había visto a las mismas víctimas de asesinato que él. Pero veinte años después, hasta la versión cinematográfica de ese dibujo en el vientre de Beth le resultaría conocida a Nancy. ¿Cómo podía ser simple casualidad que el ombligo de la víctima fuese el ojo guiñado del elefante o que el colmillo opuesto estuviese levantado? En la película no se mostraba el vello púbico, pero esos trazos infantiles indicaron a Nancy que la trompa del elefante salpicaba... como una ducha o como la boquilla de una manguera.
Tampoco olvidaría al bello e inconmovible joven que le había presentado el doctor Daruwalla. Cuando vio por vez primera una película del Inspector Dhar, recordó la primera ocasión en que había visto esa sonrisa burlona de sabiondo. El futuro actor había sido lo bastante fuerte como para acarrearla escaleras abajo sin esfuerzo aparente; el futuro astro del séptimo arte había tenido aplomo suficiente para desenroscar sin inmutarse el escandaloso consolador.
Y a todo esto se refería cuando dejó su rotundo mensaje en el contestador automático del doctor Daruwalla. «Sé quién es usted realmente, sé lo que hace realmente», había informado al médico. «Dígaselo al subcomisario, al policía auténtico. Dígale quién es usted. Dígale lo que hace», había ordenado Nancy al guionista incógnito, porque había deducido quién era el creador del Inspector Dhar.
Nancy sabía que nadie podía haber imaginado la versión cinematográfica de ese dibujo en el vientre de Beth: el creador del Inspector Dhar tenía que haber visto lo mismo que ella. Por su parte, el apuesto John D., que ahora era conocido como Inspector Dhar, nunca habría sido invitado a examinar a las víctimas. Esa tenía que haber sido tarea del médico; por ende, Nancy sabía que Dhar no se había creado a sí mismo, que el Inspector Dhar también había sido tarea del médico.
El doctor Daruwalla estaba confundido. Recordaba haberle presentado a Nancy a John D. y la galantería con que éste había llevado en brazos a la pesada joven escaleras abajo. ¿Nancy había visto alguna película del Inspector Dhar o todas? ¿Había reconocido a un John D. más maduro? De acuerdo, ¿pero cómo había dado el imaginativo salto para llegar a la conclusión de que él era el creador del personaje? ¿Y cómo podía conocer Nancy al «policía auténtico», como le llamaba?
El doctor Daruwalla sólo estaba en condiciones de suponer que se refería al subcomisario Patel. Naturalmente, Farrokh no sabía que Nancy había conocido al detective Patel veinte años antes..., por no hablar de que estaba casada con él.
El doctor y su paciente vuelven a reunirse
Recordemos que todo este tiempo el doctor Daruwalla estuvo sentado en su dormitorio de Bombay, donde había vuelto a quedarse solo. Finalmente Julia se fue de su lado para ir a pedirle disculpas a John D. y cerciorarse de que la cena todavía estaba lo bastante caliente para empezar a comer. El doctor Daruwalla sabía que haber hecho esperar a su joven predilecto era una grosería sin precedentes, pero a la luz del mensaje telefónico de Nancy se sintió obligado a hablar con S. de P. Patel. El tema que el subcomisario quería discutir en privado con él sólo era una parte de lo que impulsó a éste a hacer la llamada; a Farrokh le interesaba más saber dónde estaba Nancy ahora y por qué conocía al «policía auténtico».
Dada la hora, el doctor Daruwalla telefoneó al detective Patel a su casa. Estaba pensando que había familias Patel a todo lo ancho y lo largo de Gujara, y que también había muchos Patel en África. Conocía una cadena de hoteles Patel y unos grandes almacenes Patel en Nairobi. Estaba pensando que solamente conocía a un Patel de la policía, cuando la suerte quiso que Nancy atendiera el teléfono. Sólo dijo «Hola», pero esa única palabra fue suficiente para que Farrokh reconociera su voz. Él estaba demasiado confundido para hablar, pero su silencio era todo lo que necesitaba Nancy para identificarlo.
—¿Es el doctor? —preguntó, en su estilo conocido.
El doctor Daruwalla supuso que sería una estupidez de su parte colgar el teléfono, pero por un instante no se le ocurrió qué otra cosa podía hacer. Por la sorprendente experiencia de su largo y feliz matrimonio con Julia sabía que no era la comprensión lo que atraía a la gente entre sí o la mantenía unida. De haber sabido que la relación entre Nancy y el detective Patel estaba profundamente vinculada al consolador, habría reconocido que su comprensión de la atracción y la compatibilidad sexuales era inferior a lo que creía. El médico sospechó de algunos elementos de interés racial por ambas partes, algo que sin la menor duda él y Julia sentían. Y en el curioso caso de Nancy y el subcomisario Patel, también sospechó que era muy probable que el aspecto de mala chica de Nancy ocultara un corazón de buena chica; Farrokh imaginó fácilmente que Nancy quería un policía en su vida. En cuanto a qué había atraído al subcomisario hacia Nancy, Farrokh tenía tendencia a sobreestimar el valor de una tez clara; al fin y al cabo, él adoraba la claridad de la piel de Julia, y ésta ni siquiera era rubia. Lo que sus indagaciones para las películas del Inspector Dhar no habían logrado descubrir era una característica común a muchos policías: el amor a la confesión. El pobre Vijay Patel era proclive a disfrutar de la confesión de delitos, y Nancy no se había guardado nada. Había empezado por entregarle el consolador.
—Usted tenía razón —le había dicho—. Se desenrosca. Pero estaba sellado con lacre. Yo no sabía que se separaba. Tampoco qué había dentro. Pero mire lo que he introducido en el país —le había dicho; mientras el inspector Patel contaba los marcos alemanes, Nancy siguió hablando—. Había más, pero Dieter gastó algo y le robaron una parte. —Tras una breve pausa, había agregado—: Hubo dos asesinatos, pero un único dibujo. —Luego le contó absolutamente todo, empezando por los futbolistas. Hay gente que se ha enamorado por razones más extrañas.
Entretanto, todavía a la espera de la respuesta del médico por teléfono, Nancy se impacientó.
—Hola —dijo—. ¿Hay alguien ahí? ¿Es el doctor? —repitió.
Aunque era un indeciso nato y sabía que Nancy no le permitiría negarse, al doctor Daruwalla no le gustaba que lo intimidaran. Infinitas observaciones estúpidas cruzaron su mente de guionista, todas astutas, sagaces, de tipo duro, la habitual voz superpuesta de las viejas películas del Inspector Dhar. («Habían ocurrido cosas malas, y cosas peores estaban ocurriendo. La mujer se lo tenía bien merecido..., al fin y al cabo, algo tenía que saber. Había llegado la hora de poner las cartas sobre la mesa.») Tras toda una carrera tan fecunda, al doctor Daruwalla no le era fácil saber qué decirle a Nancy. Después de veinte años, era difícil parecer indiferente, pero lo intentó con poca convicción.
—¡Ah..., es usted! —dijo.
Del otro lado de la línea, Nancy se limitó a aguardar, como si esperara nada menos que una confesión completa. Farrokh sintió que lo trataba injustamente. ¿Por qué quería hacerle sentir culpable? Él tendría que haber sabido que no era fácil localizar el sentido del humor de Nancy, pero estúpidamente siguió intentándolo.
—Y... ¿cómo va ese pie? —le preguntó—. ¿Ha mejorado?