Una mujer completa, aunque odie a las mujeres
El vacío del tonto chiste del médico contribuyó a un sonido hueco que produjo el receptor contra su oreja, porque Nancy no estaba hablando. Su silencio resonaba como si la llamada fuese transoceánica. Luego Farrokh oyó que Nancy decía a otra persona: «Es él». Su voz no era clara, aunque el esfuerzo por cubrir el auricular del teléfono con la mano no había sido muy entusiasta. Farrokh no podía saber hasta qué punto veinte años habían despojado de entusiasmo muchos empeños de Nancy.
Sin embargo, veinte años antes, ella había vuelto a presentarse ante el joven inspector Patel con admirable decisión, no sólo para ofrecerle el consolador (y los sórdidos pormenores de los delitos de Dieter), sino para reforzar su confesión con la intención de cambiar. Nancy le dijo que buscaba una vida que le permitiese desfacer entuertos y declaró la magnitud de su atracción por él en términos tan gráficos que hizo vacilar al correcto policía. Asimismo, tal como había previsto, Nancy logró producir en el inspector punzadas de intenso deseo que él no quiso llevar a la práctica, pues era al mismo tiempo un detective sumamente profesional y un caballero: ni un futbolista zoquete ni un europeo disoluto. Si la atracción física que actuaba como un imán entre la joven y el inspector había de concretarse alguna vez, Nancy sabía que era ella quien debía dar el primer paso.
Aunque confiaba en que en última instancia se casaría con ese detective idealista, ciertos asuntos que escapaban a su control contribuyeron a que Nancy dilatara la cuestión. Por ejemplo, estaba la congoja provocada por la desaparición de Rahul; como reciente y ansiosa conversa a la búsqueda de la justicia, Nancy se sintió profundamente decepcionada de que Rahul no apareciera. El zenana presuntamente asesino, que sólo fugazmente había alcanzado una posición legendaria en los bajos fondos de Bombay, había desaparecido de Falkland Road, de Grant Road y de Kamathipura. Además, el inspector Vijay Patel había averiguado que el travestido conocido como Beldad siempre había sido un marginado; los hijras —los pocos que lo conocían— lo detestaban y sus colegas zenanas sentían lo mismo por él.
Rahul había vendido sus servicios a un precio desorbitado, pero únicamente vendía su apariencia; su buena pinta, resultado de su sobresaliente feminidad en yuxtaposición con su dominante fuerza y tamaño físico, lo convertían en una pieza atractiva para cualquier prostíbulo de travestidos. En cuanto un cliente entraba en el burdel atraído por la presencia de Rahul, los demás zenanas —o los hijras— eran los únicos travestidos disponibles para el contacto sexual. De ahí que su mote, Beldad, fuese al mismo tiempo una sincera apreciación de su capacidad para atraer y una denigración de su carácter, porque mediante su negativa a hacer algo más que exhibirse, Rahul esgrimía unos elevados principios que eran un insulto para los prostitutos travestidos. Estos percibían que a él le resultaba indiferente la ofensa que provocaba; además era demasiado robusto, fuerte y seguro de sí para que ellos lo amenazaran. Los hijras lo detestaban porque era un zenana; los zenanas lo aborrecían porque les había dicho que tenía la intención de volverse «completa». Pero todos los prostitutos travestidos odiaban a Rahul porque no era puto. Circulaban algunos rumores desagradables sobre él, aunque el inspector Patel no encontró ninguna prueba que los confirmara. Algunos travestidos prostitutos afirmaban que Rahul frecuentaba un burdel femenino de Kamathipura; indignaba aún más a los travestidos imaginar que, cuando decidía anunciarse en sus burdeles de Falkland Road y de Grant Road, sólo estaba de visita en los barrios bajos. También corrían historias desagradables concernientes a la forma en que usaba a las prostitutas de Kamathipura; se decía que nunca tenía relaciones sexuales con ellas, pero que las pegaba; se mencionaba una porra de goma flexible. Si estos rumores eran ciertos, las chicas aporreadas sólo podrían mostrar verdugones rojos, marcas que se desvanecían rápido y eran consideradas insignificantes en comparación con los huesos rotos o las decoloraciones más profundas y oscuras de los moratones provocados por un arma más contundente. Las prostitutas que podían haber sufrido esas palizas no tenían ningún recurso legal; fuera quien fuese Rahul, no podía negarse que era listo. Inmediatamente después de asesinar a Dieter y a Beth, abandonó el país.
El inspector Patel sospechaba que Rahul se había ido de la India, lo que desconsoló a Nancy; tras escoger el bien sobre el mal, anticipaba la solución de este asunto. Fue una pena que Nancy esperara veinte años para mantener una conversación sencilla pero informativa con el doctor Daruwalla, reveladora para ambos de que habían estado relacionados con el mismo Rahul. Pero no podía esperarse que siquiera un detective tan avezado como el subcomisario Patel adivinara que era posible encontrar a un asesino sexualmente alterado en el Duckworth Club. Más todavía, a lo largo de quince años, nadie habría encontrado allí a Rahul, al menos no muy a menudo. Él estaba con mayor frecuencia en Londres, donde —tras la prolongada y dolorosa conclusión de su operación de cambio de sexo— podía dedicar más energía y concentración a lo que denominaba su arte. Mas ningún exceso de energía o concentración expandiría mucho su talento ni su alcance: persistía el trazo de dibujos animados en los vientres, perduraba su tendencia a la caricatura sexualmente explícita.
Rahul era monotemático: un elefante inadecuadamente alegre con un colmillo levantado, un ojo guiñado y agua saliendo del extremo de la trompa que apuntaba directamente hacia abajo. El tamaño y la forma de los ombligos de las víctimas permitían al artista una considerable diversidad de ojos entornados; también variaban la cantidad y el color del vello púbico de las víctimas; el agua de la trompa del elefante era constante y salpicaba, con aparente indiferencia, todo. Muchas de las prostitutas asesinadas llevaban el vello púbico afeitado, aunque el elefante no parecía notarlo, o le daba igual.
Pero no sólo se trataba de que su imaginación fuese sexualmente perversa, porque en el interior de Rahul se estaba librando una verdadera guerra por la auténtica identidad de su personalidad sexual que, para su gran asombro, no había quedado apreciablemente esclarecida por la lograda culminación de su largamente esperado cambio de sexo. Al parecer, Rahul era ahora una mujer hecha y derecha; si bien no podía tener hijos, el deseo de tenerlos nunca le había impulsado a transformarse en mujer. Sin embargo, había vivido con la ilusión de que una nueva identidad sexual le proporcionaría una tranquilidad de espíritu duradera.
Había aborrecido su condición de hombre. Tampoco se había sentido nunca como uno más en compañía de homosexuales. Pero al mismo tiempo había experimentado muy poca afinidad con sus colegas travestidos; tanto con hijras como con zenanas se había sentido diferente y superior. No se le ocurrió que ellos estaban contentos siendo lo que eran: él nunca lo había estado. Existe más de una forma de ser un tercer género, pero la singularidad de Rahul era inseparable de la depravación, que se extendía incluso hacia sus colegas travestidos.
Detestaba los gestos excesivamente femeninos de la mayoría de los hijras y de los zenanas; pensaba que la picardía con que se vestían indicaba una frivolidad demasiado femenina. En cuanto a los tradicionales poderes de los hijras para bendecir o maldecir, Rahul no creía que los poseyeran; estaba convencido de que solían jactarse, ya fuese para arrogante diversión de fastidiosos heterosexuales o para excitación de homosexuales más convencionales. En la comunidad homosexual, al menos había unos pocos —como Subodh, el difunto hermano de Rahul— que descollaban desafiantes: iban anunciando su orientación sexual, no para entretenimiento de los tímidos, sino con el propósito de intimidar a los intolerantes. No obstante, Rahul imaginaba que hasta los homosexuales intrépidos como Subodh eran vulnerables al servilismo con que buscaban el afecto de otros homosexuales. Él detestaba que Subodh se hubiese dejado dominar como una jovencita por Neville Eden.
Había imaginado que solamente como mujer ella podría dominar tanto a hombres como mujeres. También creía que ser mujer le haría envidiar menos, o nada, a otras mujeres; pensaba incluso que de alguna manera se esfumaría su deseo de hacer daño y humillar a las mujeres. No estaba preparado para aceptar la forma en que continuaría odiándolas y deseando hacerles daño; las prostitutas —y otras mujeres de una conducta que él consideraba licenciosa— le ofendían en especial, parcialmente porque se tomaban a la ligera sus propios favores sexuales, y porque daban por sentado como un bien personal sus partes sexuales, que él había estado obligado a adquirir con tanta perseverancia y dolor.
Rahul había atravesado voluntariamente los rigores de lo que creía que era necesario para hacerle feliz, pero todavía bramaba. Como algunas (aunque afortunadamente pocas) mujeres auténticas, desdeñaba a los hombres que intentaban llamar su atención y al mismo tiempo deseaba fervientemente a los que permanecían indiferentes ante su propia belleza. Y todo esto sólo era la mitad de su problema; la otra mitad consistía en que su necesidad de matar a ciertas mujeres siguió sorprendentemente (para él) inalterable. Después de estrangularlas o matarlas a golpes —prefería esta última forma de ejecución— no podía resistirse a firmar la obra de arte en sus vientres fláccidos; el estómago blando de una mujer muerta era el medio predilecto de Rahul, su lienzo favorito.
Beth había sido la primera; ni siquiera se acordaba de haber matado a Dieter. Pero la espontaneidad con que había liquidado a Beth y la total pasividad de su abdomen a la pluma del dhobi fueron estímulos tan intensos que seguía cediendo a ellos.
En este sentido se había complicado su tragedia, porque el cambio de sexo no había hecho posible que viese a las demás mujeres como seres humanos compatibles con su persona. Y dado que todavía las aborrecía, sabía que había fracasado convirtiéndose en mujer. El hecho de que también detestaba a sus colegas transexuales había contribuido en Londres a que se aislara aún más. Antes de la operación, se había sometido a un sinnúmero de entrevistas psicológicas; evidentemente fueron superficiales, porque Rahul logró transmitir una ausencia absoluta de ira sexual. Había observado que la amigabilidad —que él interpretaba como un impulso hacia una simpatía de tipo empalagoso— impresionaba a los psiquiatras y terapeutas sexuales que lo evaluaban.
Se organizaban reuniones con otros transexuales en perspectiva, tanto los que aspiraban a operarse como quienes se encontraban en la etapa más avanzada de «entrenamiento», para las mujeres que pronto iban a ser tras la operación. También asistían a esas dolorosas reuniones transexuales que ya habían pasado por la operación; se suponía que era estimulante la sociabilidad con transexuales integrales, sólo para ver hasta qué punto eran mujeres de verdad. Rahul encontraba todo esto tan nauseabundo, que se indignaba cuando alguien se atrevía a sugerir que era como él: sabía que él no era «como» nadie.
Le espantaba que tal o cual transexual integral compartiera incluso los nombres y números de teléfono de antiguos novios. Estos eran hombres, decían, que no sentían ninguna repulsión por mujeres «como nosotras»: posiblemente estos hombres tan interesantes se sentían atraídos por ellas. «¡Vaya concepto!», pensaba Rahul. Él no estaba convirtiéndose en mujer para ser miembro de un club de transexuales; si la operación era completa, nadie se enteraría jamás de que Rahul no había nacido mujer.
Claro que había alguien que lo sabía: la tía Promila. Ella lo había apoyado tanto que gradualmente Rahul fue resintiéndose por la forma en que intentaba controlarlo. En cuanto a su vida en Londres, Promila seguiría siendo su más generosa ayuda financiera, pero solamente si le prometía no olvidarla, sólo si le prestaba alguna atención de vez en cuando. Rahul no se oponía a estas visitas periódicas a Bombay, pero le fastidiaba, simplemente, que su tía manipulara la frecuencia y el momento en que debía ir a visitarla. Y a medida que envejecía se volvió más dependiente; desvergonzada y con frecuencia se refería al puesto elevado que ocupaba Rahul en su testamento.
Hasta con las considerables influencias de Promila, legalizar el cambio de nombre llevó a Rahul más tiempo del que le había llevado cambiar de sexo..., a pesar de los sobornos. Y aunque habría preferido otros nombres de mujer, eligió Promila por razones políticas, lo que encantó a su tía y le aseguró un lugar más que favorable en su tan mencionado testamento. No obstante, el nuevo nombre y el nuevo pasaporte hicieron que Rahul se sintiera incompleta. Tal vez sentía que nunca podría ser Promila Rai mientras viviera su tía Promila Rai. Dado que ella era la única persona de esta tierra a quien Rahul amaba, se sintió culpable por su propia impaciencia debido a lo mucho que debía esperar a que ella muriera.
Recordando a la tía Promila
Tenía cinco o seis años, quizá sólo cuatro; él nunca lo recordaría exactamente; lo que sí recordaba era que pensaba que tenía edad suficiente para ir solo al servicio de caballeros. La tía Promila lo llevaba al de señoras, incluso entraba con él en el excusado. Rahul le había contado que en el servicio de caballeros había urinarios y que los hombres orinaban de pie.
—Yo conozco una forma mejor de hacer pis —había contestado ella.
En el Duckworth Club el servicio de señoras estaba plagado de motivos de elefantes; en el de caballeros, el decorado de cacerías de tigres era más soportable. Por ejemplo, en los excusados del servicio de señoras, del lado de adentro de la puerta, había una plataforma que bajaba. Era un simple estante que se abatía contra la puerta cuando no se lo usaba. Por medio de un tirador, podía bajarse el estante; en esta plataforma una señora podía apoyar su bolso de mano o cualquier cosa con la que entrara en el excusado. El tirador era una anilla que pasaba como un arete a través de la base de la trompa de un elefante.
Promila se levantaba la falda y se bajaba las bragas; luego se sentaba en el inodoro y Rahul —que también se había bajado los pantalones y los calzoncillos— se sentaba en su regazo.
—Baja el elefante, tesoro —decía la tía Promila y Rahul se inclinaba hacia delante hasta alcanzar la anilla que atravesaba la trompa del elefante. Ese elefante no tenía colmillos y, en general, Rahul lo encontraba carente de realismo; por ejemplo, tampoco tenía una abertura en la punta de la trompa.
Primero orinaba Promila y después Rahul. Él permanecía en su regazo, escuchándola. Cuando Promila se secaba, Rahul sentía el dorso de la mano de ella contra su traserito desnudo. A continuación ella alargaba la mano hasta las piernas de él y apuntaba el pequeño pene hacia el interior de la taza del inodoro. A él le resultaba difícil mear desde el regazo de la tía.
—No falles —le susurraba ella al oído—. Tienes que tener mucho cuidado. —Rahul trataba de tener mucho cuidado. Cuando terminaba, la tía Promila le secaba el pene con un poco de papel higiénico y después se lo palpaba con la mano desnuda—. Debemos cerciorarnos de que estás bien seco, tesoro —le decía y siempre le sujetaba el pene hasta que se le ponía duro—. Mira qué chico más grande eres —le susurraba.
Cuando terminaban, siempre se lavaban juntos las manos.
—El agua caliente es demasiado caliente y podrías quemarte —le advertía la tía Promila. Se ponían juntos ante el lavamanos delirantemente adornado; había un único grifo con forma de cabeza de elefante y a través de la trompa emergía el agua en un chorro ancho; había que levantar un solo colmillo para el agua caliente y el otro era para la fría—. Sólo hay que usar agua fría, tesoro —decía la tía Promila y dejaba que Rahul abriera y bajara el grifo para los dos; él levantaba y bajaba el colmillo del agua fría: un solo colmillo—. Siempre hay que lavarse las manos, tesoro.
—Sí, tiíta —respondía Rahul. Suponía que la preferencia de su tía por el agua fría era una cuestión generacional; debía de recordar una época anterior a la instalación de grifos para agua caliente.
Cuando fue un poco mayor, quizás ocho o nueve años —podía tener diez—, Promila hizo que lo examinara el doctor Lowji Daruwalla preocupada por lo que etiquetaba de inexplicable ausencia de vello corporal, o eso le dijo al médico. En retrospectiva, Rahul comprendió que había decepcionado a su tía en más de una ocasión. También comprendió que la decepción de Promila era de carácter sexual: su llamada ausencia de vello corporal tenía muy poco que ver. Pero Promila Rai no conocía otra forma para quejarse del tamaño y de la corta vida de la rigidez del pene de su sobrino, ¡y por descontado no ante el doctor Lowji Daruwalla! La cuestión de si Rahul era o no impotente tendría que esperar hasta que tuvo doce o trece años, momento en que el médico que lo examinó fue el viejo doctor Tata.
Rahul comprendería, en retrospectiva, que su tía estaba principalmente interesada en saber si era impotente o sólo impotente con ella. Por supuesto, no había informado al doctor Tata que mantenía una experiencia sexual reiteradamente decepcionante con su sobrino; insinuó que el propio Rahul estaba preocupado porque no había podido mantener una erección con una prostituta. La respuesta del doctor Tata también decepcionó a la tía Promila.
—Tal vez la causa fuera la prostituta —le había respondido el viejo doctor Tata.
Años más tarde, cuando pensaba en su tía Promila, Rahul recordaría esas palabras. Tal vez la causa era la prostituta, pensaba; era posible que, después de todo, no hubiera sido impotente. Bien pensado, ahora que era mujer, ¿qué importancia tenía, en realidad? Amaba sinceramente a su tía Promila. En lo que a lavarse las manos se refiere, el recuerdo del elefante con un colmillo levantado nunca dejaría de ejercer su efecto en Rahul, aunque prefería lavarse las manos con agua caliente.
Una pareja sin hijos busca a Rahul
Con una percepción retrospectiva, resulta impresionante la forma en que el subcomisario Patel descubrió el apego de Rahul al dinero de la familia, en la India. El detective pensó que un pariente acaudalado podía explicar las pocas pero periódicas visitas del asesino a Bombay. Durante quince años, las víctimas decoradas con el elefante guiñador eran siempre prostitutas de los burdeles de Kamathipura, o de los de Grant Road y Falkland Road. Los asesinatos en estos sitios ocurrían en grupos de dos o tres, en el plazo de dos o tres semanas, y los crímenes no se repetían durante aproximadamente nueve meses o un año. No se registraban crímenes en los meses más calurosos, inmediatamente antes del monzón o durante la época monzónica propiamente dicha; el homicida golpeaba en una época del año más llevadera. Sólo los dos primeros crímenes, en Goa, habían ocurrido en la época de altas temperaturas.
El detective Patel no encontró evidencias de crímenes con dibujos de elefantes en ninguna otra ciudad del país, por lo que llegó a la conclusión de que el asesino vivía en el extranjero. No fue difícil descubrir los relativos pocos crímenes de la misma naturaleza en Londres, donde aunque no se limitaban a la comunidad india, las víctimas siempre eran prostitutas o estudiantes, y en este último caso por lo general con inclinaciones artísticas, conocidas por haber vivido de manera bohemia o como mínimo poco convencional. Cuanto más estudiaba la personalidad del asesino, y cuanto más amaba a Nancy, mejor comprendía el subcomisario que ella tenía suerte de estar viva.
Pero con el paso del tiempo, la expresión de Nancy era cada vez menos la de una mujer que se consideraba afortunada. Los marcos alemanes del consolador —una cantidad tan exagerada que, al principio, tanto ella como el joven inspector Patel se habían sentido totalmente liberados— fueron el comienzo de la sensación de que se encontraban en situación comprometida. Apenas hizo mella en la cifra el hecho de que Nancy enviara a sus padres lo que había robado en la ferretería, pensando que ésa era la mejor forma de borrar el pasado, pero su recién descubierta cruzada en beneficio de la justicia se entremetió con la pureza de su intención. El dinero era para saldar la deuda con la ferretería, pero al enviárselo a sus padres no pudo resistirse a enumerar a los hombres (de granos y forrajes) que la habían hecho sentir una basura. Si sus padres querían devolver el dinero a la ferretería después de saber qué le había ocurrido a su hija allí, la decisión sería de ellos.
De este modo creó un dilema moral a sus padres, dilema que tuvo el efecto contrario al que ella deseaba. En lugar de borrar el pasado, le había dado vida a los ojos de sus padres y durante casi veinte años (hasta que murieron) le describieron fielmente su constante tormento en Iowa, implorándole sin cesar que volviera «a casa», pero negándose a visitarla en la India. Para Nancy nunca estuvo claro qué hicieron sus padres con el dinero.
Tampoco hizo mella en la suma de marcos alemanes de Dieter lo que necesitó el hasta ese momento incorrupto joven inspector Patel para comprometerse en su primer y último soborno. Se trataba sencillamente de la cifra habitual y necesaria para un ascenso, para un puesto más lucrativo; no debemos olvidar que Vijay Patel no era maharashtri. Que un gujarati pasara de inspector del cuartelillo de Colaba a subcomisario del Departamento General de Homicidios de Crawford Market exigía lo que suele llamarse untar la mano. Pero —con los años y en combinación con su incapacidad para encontrar a Rahul— el soborno había dejado su impronta en una parte del susceptible amor propio del subcomisario. El gasto había sido razonable e indudablemente no podía etiquetarse de una suma desmesurada de dinero; contrariamente a la exasperante ficción reflejada en las películas del Inspector Dhar, no había progreso significativo en las fuerzas policiales de Bombay sin un pequeño soborno.
Aunque Nancy y el detective componían una verdadera historia amorosa, eran desdichados. No se trataba únicamente de que la simple desazón de servir a la justicia se hubiese convertido en un deber, ni sencillamente de que Rahul hubiese escapado impune. Tanto el señor como la señora Patel suponían que a ellos les había sido aplicada una justicia superior, ya que Nancy era infértil y se habían pasado casi una década averiguando la razón, y luego otra década, primero tratando de adoptar a un niño y decidiendo, en última instancia, no recurrir a la adopción.
En la primera década de sus esfuerzos por concebir un hijo, tanto Nancy como el joven Patel —ella le llamaba Vijay— creían que estaban recibiendo el castigo por haber echado mano de los marcos alemanes. Nancy había olvidado por completo un breve periodo de molestia física a su regreso a Bombay con el consolador; un ligero ardor en la uretra y la aparición de una insignificante supuración vaginal en las bragas habían contribuido a su demora en iniciar las relaciones sexuales con Vijay Patel. Los síntomas eran leves y se superpusieron, hasta cierto punto, con una cistitis (inflamación de la vejiga) e infección del tracto urinario. Ella no quería ni pensar en que Dieter le hubiese contagiado alguna enfermedad venérea, aunque su recuerdo del burdel de Kamathipura y la familiaridad con que aquél había hablado con la madama eran buenas razones para preocuparse.
Además, en esa época Nancy vio, lisa y llanamente, que ella y el joven Patel estaban enamorándose: no podía pedirle a él que le recomendara un médico adecuado. Pero en la ajada guía de viajes —que seguía acarreando fielmente— aparecía la receta de una irrigación apta para viajes; Nancy interpretó erróneamente la proporción acertada de vinagre, lo que le produjo un ardor mucho más intenso que el que ya sentía. Durante una semana apareció en sus bragas una mancha más amarilla todavía, que ella adjudicó al insensato remedio de su irrigador de confección casera. Tuvo dolor abdominal al principio de su regla, que fue insólitamente abundante, con muchos retortijones e incluso alguna tiritona. Llegó a preguntarse si su cuerpo no estaría tratando de rechazar el DIU. Luego se recuperó por completo y sólo recapacitó en este episodio diez años después. Estaba sentada con su marido en el consultorio de un elegante especialista en enfermedades venéreas, mientras con ayuda de él rellenaba un cuestionario muy detallado que formaba parte de las indagaciones referentes a la infertilidad. Lo que había ocurrido era que Dieter le había contagiado una gonorrea que a su vez había pescado de la putilla de trece años con la que folló de pie en el burdel de Kamathipura. No era cierto, como le había dicho la madama, que no hubiese cubículos disponibles con colchones o catres, sino que la joven prostituta necesitaba practicar las relaciones sexuales de pie, dado que su gonorrea había avanzado hasta los más incómodos síntomas de la etapa de enfermedad pélvica inflamatoria. En ese momento padecía del llamado síntoma de la araña de luces, en el que levantar y bajar el cuello del útero produce intenso dolor en las trompas y los ovarios; en síntesis, el peso de un hombre golpeando su vientre le hacía daño. A ella le iba mejor hacerlo de pie.
Por su parte, Dieter era un joven alemán aprensivo, que se aplicó una dosis de penicilina antes de salir del burdel; un amigo estudiante de medicina le había dicho que eso funcionaba bien para prevenir la incubación de una sífilis. La inyección, sin embargo, no sirvió para abortar la Neisseria gonorrhea productora de la penicilinasa. Nadie le había dicho que estas cepas eran endémicas en los trópicos. Además, menos de una semana después de su contacto con la prostituta infectada, Dieter fue asesinado: apenas había empezado a notar unos ligerísimos síntomas.
Los síntomas relativamente ligeros que había experimentado Nancy antes de su curación espontánea eran el resultado de la extensión de la inflamación desde el cuello hasta el revestimiento del útero y las trompas. Cuando el infectólogo explicó al joven matrimonio que ésa era la causa de la infertilidad de Nancy, la angustiada pareja se convenció de que la desagradable enfermedad de Dieter —incluso desde el sepulcro hippy— era prueba definitiva de la condena que pesaba sobre ellos: jamás tendrían que haber tocado uno solo de esos sucios marcos alemanes que estaban en el interior del consolador.
En los posteriores esfuerzos por adoptar a un niño, su experiencia no fue poco común. Los mejores organismos de adopción, que llevaban registros prenatales además de una historia clínica de la madre natural, fueron poco caritativos en la cuestión de su matrimonio «mixto», lo que no habría disuadido a los Patel en última instancia, pero prolongó el proceso de entrevistas humillantes y el papeleo interminable. En el ínterin, mientras aguardaban la aprobación, primero Nancy y luego Vijay, fueron expresando cualquier duda por ligera que ésta fuera acerca de la decepción de adoptar un hijo cuando habían albergado la esperanza de tener uno propio. Si hubiesen podido adoptarlo enseguida, habrían empezado a amarlo antes de que se plantearan sus dudas; el prolongado periodo de espera les hizo retroceder; no es que creyeran que habrían amado poco a un hijo adoptivo, sino que se convencieron de que la sentencia contra ellos condenaría al niño a un destino insoportable.
Habían hecho algo malo y estaban pagando por ello. No le pedirían a ningún niño que también pagara. De modo que los Patel aceptaron no tener descendencia. Tras casi quince años a la espera de un hijo, esta aceptación tuvo un coste considerable para ellos. En la forma de andar, en el letargo detectable con que levantaban sus muchas tazas y vasos de té, reflejaban su propia conciencia de esta resignación a su destino. Aproximadamente en esa época Nancy empezó a trabajar, primero en uno de los organismos de adopción que con tanta severidad la habían entrevistado, luego como voluntaria en un orfanato. No era el tipo de trabajo que pudiera mantener mucho tiempo: le recordaba al niño que había abandonado en Texas.
Y tras más o menos quince años, S. de P. Patel empezó a creer que Rahul había vuelto a Bombay, esta vez para quedarse. Ahora los crímenes se espaciaban regularmente en el calendario a lo largo del año; en Londres habían cesado por completo. Ocurría que por fin había muerto la tía Promila y su propiedad en el viejo Ridge Road —por no hablar de la suculenta renta que había legado a su única sobrina— había pasado a manos de su homónima, anteriormente Rahul. Él se había convertido en el heredero de Promila, o —para ser más anatómicamente más correctos— ella se había convertido en la heredera de Promila. La nueva Promila no tuvo que esperar mucho para ser aceptada en el Duckworth Club, donde la tía había solicitado la admisión de su nueva sobrina, incluso antes de tener, técnicamente, una sobrina.
La sobrina fue lenta y deliberada respecto de su ingreso en la sociedad que le ofrecería el Duckworth Club: no tenía prisa alguna en que la vieran. Algunos duckworthianos, al conocerla, la encontraban un pelín grosera, y casi todos coincidían en que aunque debería haber sido una gran beldad en la flor de la vida, ya estaba bien entrada en la etapa que se denomina edad mediana, sobre todo tratándose de alguien que nunca se había casado. Esto último resultaba extraño para casi todos, pero antes de que se comenzara a hablar al respecto, la nueva Promila Rai —a velocidad sorprendente, teniendo en cuenta que casi nadie la conocía realmente— se comprometió en matrimonio. ¡Y con otro duckworthiano, un anciano caballero de riqueza tan abultada que se rumoreaba que su propiedad en el viejo Ridge Road avergonzaba la mansión de la difunta Promila! No fue sorprendente que la boda se celebrara en el Duckworth Club, pero es una lástima que ocurriera en un momento en que el doctor Daruwalla estaba en Toronto, porque él —o sin la menor duda Julia— habría reconocido a esta nueva Promila que con tanto éxito pasaba por sobrina de la antigua Promila. Cuando los Daruwalla y el Inspector Dhar volvieron a Bombay, la nueva Promila Rai se identificaba por su nombre de casada; de hecho, por dos nombres, uno de los cuales nunca se empleaba si ella estaba delante. Rahul, que se había convertido en Promila, ahora se había convertido en la hermosa señora Dogar, como normalmente se dirigía a ella el anciano señor Sethna.
Sí, por supuesto, el ex Rahul no era otro que la segunda señora Dogar, y cada vez que el doctor Daruwalla sentía la punzada de dolor en las costillas —donde ella lo había golpeado al chocar con él en el vestíbulo del Duckworth Club—, registraba erróneamente su mente olvidadiza pensando en las estrellas cinematográficas ya apagadas que veía una y otra vez en muchísimos de sus vídeos favoritos. Jamás la encontraría allí: Rahul no estaba oculto en las viejas películas.
La policía sabe que la película es inocente
Precisamente cuando el subcomisario Patel llegó a la conclusión de que nunca encontraría a Rahul, se estrenó en Bombay otra película previsiblemente temible del Inspector Dhar. El policía auténtico no experimentaba el menor deseo de que volvieran a insultarlo, pero cuando se enteró de qué trataba El Inspector Dhar y el asesino de la chica enjaulada, no solamente fue a ver la película, sino que la segunda vez llevó a Nancy. No existían dudas en cuanto a la fuente de inspiración de ese dibujo del elefante. Nancy estaba segura de saber de dónde había salido ese pequeño y gracioso animal. Dos mentes no podían imaginar el ombligo de una muerta como un ojo guiñado; además, en la versión cinematográfica, el elefante levantaba un solo colmillo, y siempre el mismo. Y el agua que rociaba la trompa del elefante..., Nancy se había preguntado a lo largo de veinte años a quién podía ocurrírsele semejante idea. A un niño, le había respondido siempre el subcomisario.
La policía nunca había divulgado estos detalles a la prensa, pues prefería no desvelar sus propios asuntos; ni siquiera habían informado al público de la existencia de un asesino en serie con inclinación tan artística. A menudo aparecían prostitutas asesinadas. ¿Para qué invitar a la prensa a dar sensacionalismo a la presencia de un único malvado? De manera que, en realidad, la policía —especialmente el detective Patel— sabía que esos crímenes se habían adelantado con mucho al estreno de una fantasía como El Inspector Dhar y el asesino de la chica enjaulada. Lo único que hizo la película fue atraer la atención del público hacia los crímenes de la vida real. Los medios de comunicación supusieron, equivocadamente, que la culpable era la película.
Fue idea del subcomisario Patel dejar pasar el malentendido. Él quería ver si el filme inspiraba celos a Rahul, pues opinaba que si su esposa reconocía la fuente de inspiración del creador del Inspector Dhar, también la reconocería el criminal. El asesinato del señor Lal —sobre todo el interesante billete de dos rupias en la boca— indicaba que el subcomisario tenía razón. Rahul debía de haber visto la película..., suponiendo que él no fuese el guionista.
Lo que desconcertaba al detective era que el billete dijese: MÁS MIEMBROS MORIRÁN SI DHAR SIGUE SIENDO SOCIO. Dado que Nancy había sido lo bastante lista para calcular que sólo un médico podía haber observado el cadáver decorado de Beth, sin duda Rahul también sabía que no era el propio Dhar quien había visto una de sus obras de arte, y que sólo podía ser el médico que tan a menudo estaba con él.
El tema del que Vijay Patel quería hablar con el doctor Daruwalla en privado era, sencillamente, este rompecabezas; quería que el médico confirmara las teorías de Nancy en el sentido de que él era el auténtico creador de Dhar y que había visto el dibujo en el vientre de Beth. Pero además el subcomisario deseaba prevenir al doctor Daruwalla. MÁS MIEMBROS MORIRÁN... podía significar que el futuro blanco de Rahul era Farrokh. El detective Patel y Nancy creían que éste era un blanco más probable que el propio Dhar. Al policía le llevó tiempo transmitir tan complicadas novedades por teléfono y hacer que el médico las entendiera. Y dado que Nancy había pasado el aparato a su marido, el que el verdadero asesino fuera un travestido, o incluso una mujer del todo convincente, no formó parte de su conversación con Farrokh. Lamentablemente, en ningún momento se mencionó el nombre Rahul. Acordaron que el doctor Daruwalla fuera al Departamento General de Homicidios donde el subcomisario le mostraría fotos de los elefantes dibujados en las mujeres asesinadas —sólo como confirmación—, y que tanto Dhar como el médico debían actuar con la máxima cautela. Aparentemente el verdadero asesino se había sentido provocado por El Inspector Dhar y el asesino de la chica enjaulada, aunque no exactamente a la manera en que creía el público en general y muchas prostitutas enfurecidas.
Visión de dos matrimonios a una hora vulnerable
En cuanto colgó el teléfono, el doctor Daruwalla trasladó su agitación a la mesa, donde Roopa se disculpó por el total estropicio del cordero, que era su forma de decir que de la carne deshecha de su adorado dhal tenía la culpa el médico, lo que era la pura verdad. Luego Dhar preguntó a Farrokh si había leído la correspondencia insultante recién llegada. La respuesta fue negativa. «Una pena», dijo John D., «porque muy bien podían ser las últimas misivas de las indignadas prostitutas.» Balraj Gupta, el director, le había informado que su nueva película (El Inspector Dhar y las Torres del Silencio) se estrenaría al día siguiente. Después, agregó irónicamente John D., lo más probable era que el correo insultante proviniera de parsis ofendidos.
—¡Mañana! —exclamó el doctor Daruwalla.
—Bueno, de hecho hoy, después de medianoche —puntualizó Dhar.
El doctor Daruwalla tendría que haberlo sabido: cada vez que el director Balraj Gupta lo llamaba para hablar con él de algo que quería hacer, invariablemente significaba que ya lo había hecho.
—¡Basta de trivialidades! —dijo Farrokh a su esposa y a John D. Respiró hondo y a continuación les informó de todo lo que el subcomisario Patel le había contado.
Lo único que preguntó Julia fue:
—¿Cuántos crímenes ha cometido este asesino, cuántas víctimas hay?
—Sesenta y nueve —contestó Farrokh.
El jadeo de Julia fue menos sorprendente que la inadecuada calma de John D.
—¿Contando al señor Lal? —preguntó.
—Con el señor Lal son setenta..., si es que su muerte está vinculada al mismo asesino — respondió Farrokh.
—Por supuesto que está vinculada —sentenció el Inspector Dhar, lo que irritó al doctor Daruwalla como de costumbre.
Otra vez su creación ficticia hablaba como una autoridad; pero lo que Farrokh no sabía reconocer es que Dhar era un buen actor y además estaba bien preparado. Había estudiado fehacientemente su papel y asimilado muchos componentes del personaje; por puro instinto se había convertido en un buen detective, mientras el doctor Daruwalla sólo había creado el personaje. Para Farrokh el personaje era una ficción absoluta, pues él apenas recordaba sus indagaciones sobre diversos aspectos del trabajo policial de un guión al otro; por su parte, Dhar rara vez olvidaba estos aspectos menudos o frases que no eran ni originales. Como guionista, el doctor Daruwalla era en el mejor de los casos un aficionado bien dotado, pero el Inspector Dhar estaba más próximo a un inspector auténtico de lo que creían John D. o su creador.
—¿Puedo acompañarte a ver las fotos? —preguntó John D. a su creador.
—Me parece que el subcomisario Patel quería que yo las viese en privado —respondió el médico.
—Me gustaría verlas, Farrokh —dijo John D.
—¡Debería verlas si eso es lo que quiere! —intervino Julia.
—No estoy seguro de que la policía acepte... —empezó a decir el doctor Daruwalla, pero el Inspector Dhar hizo un ademán muy resabido y despectivo, un gesto perfecto de desdén.
Farrokh sintió que el cansancio se abatía sobre él, como viejos amigos y familiares reunidos alrededor de su imaginario lecho de enfermo. Cuando John D. se retiró al balcón para acostarse a dormir, Julia se apresuró a cambiar de tema, incluso antes de que Farrokh terminara de desnudarse.
—¡No se lo dijiste! —le reprochó.
—¡Por favor, para ya con ese condenado asunto del gemelo! ¿Qué te hace pensar que es prioritario? ¡Especialmente ahora!
—En mi opinión, la llegada de su gemelo podría ser más prioritaria para John D. —señaló Julia con tono resuelto, y dejó a su marido solo en el dormitorio mientras iba al baño.
Cuando Farrokh volvió a su vez del baño, notó que Julia ya se había dormido, o que se hacía la dormida. Al principio, Farrokh procuró conciliar el sueño de costado, su posición preferida, pero se dio cuenta de que así era consciente del dolor en las costillas; boca abajo, el dolor era más evidente. De espaldas —postura en la que se esforzó por dormir en vano y en la que era proclive a roncar— se devanó inútilmente los exaltados sesos en busca de la imagen precisa de la actriz cinematográfica que, estaba seguro, había cruzado por su mente cuando fijó la vista descaradamente en la segunda señora Dogar. Empezó a adormilarse sin querer. Nombres de actrices le llegaban a la punta de la lengua. Vio la boca llena de Neelam y también la bella boca de Rekha; pensó en la sonrisa maliciosa de Sridevi... y en casi todo lo pensable sobre Sonu Walia. Luego se despertó a medias y pensó: no, no..., no es una contemporánea y con toda probabilidad ni siquiera es india. ¿Jennifer Jones?, se preguntó. ¿Ida Lupino? ¿Rita Moreno? ¡Dorothy Lamour! No, no, ¿en qué estaba pensando? Se trataba de alguien cuya belleza era mucho más cruel que la de cualquiera de éstas; esta revelación estuvo a punto de desvelarlo por completo. De haber despertado simultáneamente con el recuerdo provocado por el dolor en las costillas, habría acertado. Pero aunque según el reloj ya era tarde, aún era demasiado temprano para que lo supiera.
En el lecho conyugal de los Patel había más comunicación a esa misma hora. Nancy estaba llorando; sus lágrimas, como de costumbre, eran una mezcla de desdicha y frustración. El subcomisario Patel intentaba, como de costumbre, consolarla.
De pronto Nancy había recordado lo que le había ocurrido... tal vez dos semanas después de la desaparición de su último síntoma de gonorrea. Le había brotado un terrible sarpullido rojo, doloroso y con una picazón insoportable; supuso que era una nueva fase de algo venéreo que se había contagiado de Dieter. Para colmo, no había forma de ocultar esta fase a su amado policía; el joven inspector Patel la había llevado directamente a ver a un médico, quien le informó que había ingerido demasiadas píldoras contra la malaria y que estaba sufriendo, sencillamente, una reacción alérgica. ¡Pero cuánto se había asustado! Y sólo entonces recordó las cabras.
Durante todos esos años había pensado en las cabras de los burdeles, pero sin recordar hasta qué punto había temido al principio que fueran las cabras las que le habían contagiado esa horrible erupción y el incontrolable escozor. Éste había sido su máximo miedo. Durante veinte años, cuando pensaba en esos burdeles y en las mujeres allí asesinadas, olvidaba a los hombres de los que le había hablado Dieter, esos hombres espantosos que follaban con cabras. Quizá Dieter también lo había hecho. No es extraño que al menos intentara olvidar esto.
—Nadie folla con esas cabras —le informó ahora Vijay.
—¿Qué?
—Bien, no creo saberlo todo sobre Estados Unidos, o siquiera sobre ciertas zonas rurales de la India, pero en Bombay nadie folla con las cabras —le aseguró su marido.
—¿Qué? —volvió a preguntar Nancy—. Dieter me dijo que follaban con cabras.
—Pero no es cierto —reiteró el detective—. Esas cabras son animalitos domésticos. Algunas dan leche, por supuesto, lo que es beneficioso... para los niños, supongo. Pero son animalitos domésticos. Sólo mascotas.
—¡Oh, Vijay! —gimió Nancy, y él tuvo que abrazarla—. ¡Dieter me mintió! —gritó—. Cuánto me mintió... ¡Y todos estos años creí que era verdad! ¡El muy cabrón! —Esta última palabra fue dicha con tal violencia que un perro que estaba en la callejuela, abajo, dejó de revolver la basura y ladró. Por encima de sus cabezas, el ventilador del techo apenas movía el aire viciado, que siempre parecía oler a alcantarillas perpetuamente atascadas y al mar, que en su barrio no era especialmente limpio ni bien oliente—. ¡Sólo era otra mentira! —gritó Nancy. Vijay no dejó de abrazarla, aunque si se mantenían así mucho tiempo, los dos sudarían a mares: donde ellos vivían el aire estaba paralizado.
Las cabras sólo eran mascotas. No obstante, durante veinte años lo que le había dicho Dieter le había hecho mucho mal; a veces la había enfermado físicamente. El calor, el olor del alcantarillado y el hecho de que Rahul, fuera quien fuese, siguiera impune..., lo había aceptado todo, pero como había aceptado no tener hijos, muy lentamente y sólo después de lo que había sentido como una derrota crónica y cruel.
Lo que el enano ve
Era tarde. Mientras Nancy lloraba hasta quedarse dormida y el doctor Daruwalla no llegaba a caer en la cuenta de que la segunda y hermosa señora Dogar le había recordado a Rahul, Vinod llevaba a una de las bailarinas exóticas del señor Garg desde el Wetness Cabaret a su casa.
La mujer era una maharashtri de mediana edad que usaba un nombre inglés, Muriel —no era su verdadero nombre, sino el de bailarina exótica—; estaba alterada porque uno de los clientes del Wetness Cabaret le había arrojado una naranja mientras bailaba, y había llegado a la conclusión de que toda la clientela del lugar era vil. Aun así, razonaba, el señor Garg era un caballero: había reconocido que ella estaba alterada por el episodio de la naranja y había llamado personalmente el taxi «lujoso» de Vinod para que la llevara a casa.
Aunque el enano había alabado los esfuerzos humanitarios de Garg por las niñas prostitutas que se escapaban, nunca habría llegado a etiquetarlo de caballero; quizá Garg era más caballero con las mujeres de mediana edad. Respecto de las chicas más jóvenes, Vinod no estaba tan seguro. Aunque no compartía totalmente las sospechas del doctor Daruwalla relacionadas con el dueño del Wetness Cabaret, de vez en cuando él y Deepa habían encontrado a una niña prostituta que daba la impresión de necesitar que la salvaran de Garg. Salva a esta pobre niña, parecía decir Garg; quizá quería decir: sálvala de mí.
No habría contribuido a las operaciones de rescate de Vinod y Deepa el que el doctor Daruwalla tratara a Garg como un criminal. La nueva fugada, la niña sin huesos —una mujer de plástico en potencia—, era uno de esos casos. Aunque por lo visto estaba más comprometida de lo que debía con Garg, tales insinuaciones no la ayudarían con el doctor Daruwalla, quien tenía que declararla sana, pues de lo contrario el Great Blue Nile no la aceptaría.
Vinod notó que la mujer de mediana edad que como bailarina exótica se llamaba Muriel se había quedado dormida; lo hacía con una expresión avinagrada, la boca desagradablemente abierta y las manos apoyadas en sus pródigos pechos. El enano pensó que tenía más sentido arrojarle una naranja que verla bailar. Pero su instinto humanitario se extendía incluso a las desnudistas maduras: redujo la velocidad porque las calles estaban llenas de baches, pues pensaba que no había razón alguna para despertar a la pobre antes de llegar a la casa. En sueños, de pronto Muriel se encogió. «Está esquivando naranjas», imaginó el enano.
Después de dejar a Muriel, era demasiado tarde para que Vinod se dirigiese a cualquier otro lado que no fuese la zona de los burdeles; los bajos fondos era la única parte de Bombay donde la gente necesitaba un taxi a las dos de la madrugada; en breve llegarían los viajeros internacionales al Oberoi y al Taj, pero nadie que acabara de llegar en avión desde Europa o Estados Unidos sentiría la menor inclinación a pasear por la ciudad.
Vinod pensó que esperaría a que terminara la última actuación del Wetness Cabaret; otra de las bailarinas exóticas de Garg podría querer llegar sana y salva a su casa. A Vinod le asombraba que el Wetness Cabaret, el edificio propiamente dicho, fuera el «hogar» del señor Garg; el enano no podía imaginarse durmiendo allí. Suponía que arriba había habitaciones; encima del bar resbaladizo, las mesas pringosas y el escenario inclinado. Se estremeció al pensar en el bar tenuemente iluminado, el escenario con luces brillantes, las mesas oscuras con hombres sentados alrededor..., algunos masturbándose, aunque el olor dominante del Wetness Cabaret era el de la orina. ¿Cómo podía dormir Garg en semejante lugar, aunque fuese encima?
Pero por desagradable que le resultara —circular por los bajos fondos como si llevara a un pasajero en potencia en el asiento trasero del Ambassador—, Vinod había decidido permanecer despierto. Le fascinaba la hora en que la mayoría de los burdeles cambiaban; en Kamathipura, en Falkland Road y en Grant Road llegaba una hora de la madrugada en que la mayoría de los burdeles sólo aceptaban clientes que se quedaban a pasar la noche. En opinión del enano, éstos eran hombres diferentes y desesperados. De lo contrario, ¿quién iba a querer pasar toda la noche con una prostituta?
A esa hora, el enano taxista siempre se ponía alerta y nervioso, como si —particularmente en esos pequeños carriles de Kamathipura— pudiese divisar a un hombre que no fuera del todo humano. Cuando se cansaba, dormitaba en el coche, que para él era más hogar que el suyo, al menos cuando Deepa estaba de viaje con el circo. Y cuando se aburría, rodaba por los burdeles de travestidos de Falkland Road y de Grant Road. Le gustaban los hijras: eran muy descarados y extravagantes, y en apariencia a ellos también les caían bien los enanos. Con toda probabilidad los hijras pensaban que los enanos eran extravagantes.
Vinod era consciente de que caía mal a algunos hijras, los que sabían que era el chófer del Inspector Dhar..., los que detestaban El Inspector Dhar y el asesino de la chica enjaulada. En los últimos tiempos, había tenido que cuidarse un poco en la zona de los burdeles; los asesinatos de prostitutas habían vuelto a Dhar y a su enano más que un poco impopulares. Así, la hora en que la mayoría de los burdeles «cambiaban» ponía a Vinod un poco más alerta y nervioso que de costumbre.
Mientras circulaba, el enano fue de los primeros en notar qué se había modificado en Bombay; el cambio estaba operándose ante sus propios ojos. Habían desaparecido el póster de la película de su cliente más famoso —la imagen en tamaño mayor que el natural del Inspector Dhar, a la que Vinod y todo Bombay estaban habituados—, las vallas publicitarias, las carteleras altas que anunciaban El Inspector Dhar y el asesino de la chica enjaulada, el rostro agraciado de Dhar, aunque ligeramente sangrante; la camisa blanca desgarrada, abierta para mostrar el pecho musculoso del actor; la bonita joven desolada colgada de su hombro fuerte y, siempre, la pistola semiautomática de color gris azulado en la mano derecha. En su lugar, de un lado a otro de Bombay había un póster flamante. Vinod pensó que sólo la semiautomática era la misma, aunque la sonrisa socarrona del Inspector Dhar resultaba notablemente familiar. El Inspector Dhar y las Torres del Silencio: esta vez, la joven colgada del hombro de Dhar estaba evidentemente muerta: y..., más evidente aún, era una hippy occidental.
Ésa era la única hora poco peligrosa para emplazar los pósters; si la gente estuviera despierta, atacaría sin la menor duda a los póster-wallas. Los anteriores carteles de los bajos fondos habían sido destruidos tiempo atrás; quizás esa noche las prostitutas no harían daño a los colocadores de carteles porque estaban contentas al ver que El Inspector Dhar y el asesino de la chica enjaulada sería sustituida por una nueva ofensa..., esta vez a otro grupo de personas.
Pero tras observarlo de cerca, Vinod notó que el nuevo póster no se diferenciaba tanto del anterior como había creído al principio. La postura de la joven sobre el hombro de Dhar era prácticamente idéntica, viva o muerta; también en este caso, aunque de un punto ligeramente distinto, sangraba el rostro cruel y agraciado del Inspector Dhar; cuanto más miraba Vinod el nuevo póster, más parecido lo encontraba al anterior, incluso tuvo la impresión de que Dhar llevaba puesta la misma camisa desgarrada. Probablemente esto explicaba por qué el enano había dado vueltas más de dos horas por Bombay antes de percibir que había llegado al mundo una nueva película del Inspector Dhar. Vinod no veía la hora de verla.
La indecible vida de los bajos fondos pululaba a su alrededor: los trueques, las traiciones, las aterradoras palizas invisibles..., o eso imaginaba el enano exaltado. Aproximadamente lo más esperanzador que podía decirse es que a lo largo y a lo ancho de toda la zona de burdeles de Bombay nadie —absolutamente nadie— estaba follándose a una cabra.