Tres misioneros ancianos se quedan dormidos
Durante la semana entre Navidad y Año Nuevo, cuando debía llegar a San Ignacio de Mazagaon el primer misionero estadounidense, la misión jesuita preparaba una celebración para recibir el año 1990. San Ignacio era un hito en Bombay; pronto cumpliría 125 años y en todo ese tiempo había llevado a término sus tareas sagradas y seculares sin la ayuda de ningún estadounidense. La dirección de San Ignacio era de responsabilidad tripartita y esas tres personas habían tenido casi tanto éxito como la Santísima Trinidad. El rector (padre Julian, de sesenta y ocho años e inglés), el sacerdote decano (padre Cecil, de setenta y dos años e indio) y el hermano Gabriel (que rondaba los setenta y cinco y había huido de España al concluir la guerra civil) formaban un triunvirato de una autoridad rara vez cuestionada y nunca rechazada; también eran unánimes en su opinión de que San Ignacio podía continuar sirviendo a la humanidad y al reino celestial sin ayuda de ningún estadounidense, pero les habían ofrecido uno. Por cierto, habrían preferido a otro indio, o al menos a un europeo, pero dado que estos tres sabios tenían una edad promedio de setenta y un años y ocho meses, se sintieron atraídos por un aspecto del «joven» escolástico, como decían para referirse a él. A los treinta y nueve años, Martin Mills no era ningún chico. Sólo el doctor Daruwalla habría considerado al «joven» Martin inadecuadamente viejo para alguien que todavía estaba preparándose para ser sacerdote. Que el llamado escolástico tuviese casi cuarenta años era al menos levemente reconfortante para el padre Julian, el padre Cecil y el hermano Gabriel, aunque compartían el convencimiento de que el 125 aniversario de la misión se vería empañado por su obligación de dar la bienvenida al californiano, que según se decía era aficionado a usar camisas hawaianas.
Conocían esta absurda excentricidad porque figuraba en el expediente por otro lado poco impresionante de Martin Mills, cuyas cartas de recomendación desbordaban entusiasmo. No obstante, el padre rector opinaba que cuando de angloamericanos se trataba, había que leer entre líneas. Por ejemplo, señaló, evidentemente Martin Mills había evitado su California natal, aunque no lo dijera en ningún punto de su expediente. Había estudiado en otra ciudad de Estados Unidos y había ocupado un puesto en la enseñanza en Boston, aproximadamente el punto más distante posible de California. Era un claro indicativo, decía el padre Julian, de que Martin Mills provenía de una familia con problemas. Tal vez había querido «evitar» a su propia madre o a su propio padre.
Y junto con la inexplicable atracción del joven Martin por lo chillón, dato que según el padre Julian era la raíz de la informada afición del escolástico por las camisas hawaianas, en el expediente se mencionaba su éxito con el trabajo apostólico, incluso como novicio y en especial con los jóvenes. San Ignacio de Bombay era una buena escuela y se esperaba que Martin Mills fuese un buen profesor; la mayoría de los estudiantes no eran católicos y muchos ni siquiera cristianos.
—No servirá de nada tener a un estadounidense delirante a la caza de prosélitos entre nuestros alumnos —advirtió el padre rector, aunque en el expediente no se mencionaba que Martin Mills fuese «delirante» ni cazador ni proselitista.
En el expediente figuraba que había emprendido un peregrinaje de seis semanas y que durante dicho peregrinaje no había gastado dinero, ni un céntimo. Logró encontrar lugares donde vivir y trabajar a cambio de servicios humanitarios; entre otros sitios había parado en comedores de beneficencia para indigentes, hospitales para niños subnormales, hogares de ancianos, refugios para enfermos de sida y una clínica para bebés que padecían el síndrome de alcoholismo fetal..., esto último en una reserva indígena.
El hermano Gabriel y el padre Cecil se inclinaban por considerar el expediente de Martin Mills bajo una luz positiva. El padre Julian, por su lado, citó Imitación de Cristo, de Tomás de Kempis: «Estate rara vez con jóvenes y extranjeros». El padre lector había leído todo el expediente de Martin Mills como si fuera un código que hay que descifrar. La tarea de dar clases en San Ignacio y además servir a la misión formaba parte del típico servicio trienal de preparación para el sacerdocio, que se llamaba regencia, y al que seguían otros tres años de estudios teológicos. A la teología seguía la ordenación; Martin Mills completaría un cuarto año de estudios teológicos después de su ordenación.
Había concluido el noviciado jesuita de dos años en San Aloysius de Massachusetts, que según el padre Julian era la elección de un extremista, debido al famoso rigor de los inviernos del lugar. Esto sugería proclividad a la autoflagelación y otros castigos de la carne, incluida la inclinación a ayunar, que los jesuitas desalentaban; sólo estimulaban el ayuno con moderación. Pero también en este caso el padre rector parecía registrar el expediente del escolástico en busca de alguna evidencia oculta de un carácter defectuoso. El hermano Gabriel y el padre Cecil señalaron al padre Julian que Martin había ingresado en la provincia de Nueva Inglaterra de la Compañía de Jesús mientras se dedicaba a la enseñanza en Boston. El noviciado de la provincia estaba en Massachusetts y era natural que Martin Mills hubiese sido novicio en San Aloysius, en realidad no había sido ninguna «elección».
¿Pero por qué había dado clases durante diez años en una lamentable escuela parroquial de Boston? El expediente no decía que la escuela fuera «lamentable»; no obstante, era generalmente admitido que no estaba acreditada. De hecho, se trataba de una especie de reformatorio en el que se instaba a los delincuentes juveniles a renunciar a su conducta delictiva; por lo que el padre rector sabía, el medio por el que se lograba este cambio era el teatro. ¡Martin Mills había dirigido obras en las que todos los papeles eran desempeñados por antiguos malhechores, forajidos y maleantes! En semejante entorno había sentido Martin Mills por primera vez su vocación..., concretamente, había sentido la presencia de Cristo y había sido atraído al sacerdocio, pero, se preguntaba el padre rector, ¿por qué le llevó diez años? Tras concluir el noviciado, enviaron a Martin Mills al Boston College para estudiar filosofía, lo que contó con la aprobación del padre Julian. Pero luego, en medio de su regencia, el joven Martin había solicitado un «experimento» de tres meses en la India. El padre Julian se preguntaba si eso significaba que el escolástico tenía dudas con respecto a su vocación.
—Bien, pronto lo sabremos —dijo el padre Cecil—. A mí me parece perfectamente bien. — El padre Cecil había estado en un tris de decir que Martin Mills le parecía perfectamente «semejante a Loyola», pero se lo había pensado mejor porque sabía cuánto desconfiaba el padre rector de los jesuitas que en su conducta seguían demasiado conscientemente la vida de Ignacio de Loyola, el fundador de la orden jesuita, la Compañía de Jesús.
Hasta un peregrinaje podía ser una empresa descabellada si la emprendía un tonto. Los Ejercicios espirituales, de san Ignacio, es un manual para el retiro espiritual del maestro, no para el neófito que se retira; no estaba destinado a ser publicado, y mucho menos memorizado por futuros sacerdotes, aunque el expediente de Martin Mills no sugería que éste hubiese seguido hasta tal punto los Ejercicios espirituales; también en este caso la sospecha del padre rector respecto de la beatería extrema de Martin Mills era puramente intuitiva. El padre Julian sospechaba que todos los estadounidenses poseían un fanatismo infatigable, a su juicio envalentonado por una temible confianza en el autodidactismo, o «leer en una isla desierta», como denominaba a la educación en Estados Unidos. Por su parte, el padre Cecil era un hombre bondadoso, de la escuela que decía que había que conceder a Martin Mills la oportunidad de dar pruebas de sus aptitudes. El sacerdote decano reprendió al padre rector por su cinismo:
—Tú no sabes con certeza si nuestro Martin quiso ser novicio en San Aloysius porque buscaba el rigor de los inviernos de Nueva Inglaterra.
El padre Cecil insinuó además que el padre Julian solamente conjeturaba que Martin Mills había abrigado la esperanza de asistir a San Aloysius como una forma de penitencia, un castigo de la carne. Por cierto, el padre Julian se equivocaba. De haber conocido la verdadera razón por la que Martin Mills quería hacer el noviciado en San Aloysius se habría preocupado realmente, pues Martin Mills quería ser novicio allí exclusivamente por su identificación con san Aloysius Gonzaga, aquel ávido italiano cuya castidad era tan ferviente que se negó a mirar a su propia madre después de hacer los votos permanentes.
Para Martin Mills éste era su ejemplo favorito de la «custodia de los sentidos» que todo jesuita pretende alcanzar. A sus ojos, era mucho lo que había que admirar en la sola idea de no volver a mirar nunca a la propia madre. Al fin y al cabo la suya era Veronica Rose, y negarse a sí mismo incluso a dirigirle una mirada de despedida a ella realzaría sin duda su objetivo jesuítico de dominar la voz, el cuerpo y la curiosidad. Martin Mills era muy controlado, y tanto sus intenciones piadosas como la vida que las había alimentado estaban más fanáticamente impregnadas de celo de lo que podía imaginar el padre Julian.
Y ahora el hermano Gabriel —el coleccionista de iconos de setenta y cinco años— había perdido la carta del escolástico. Si ignoraban cuándo llegaría el nuevo misionero, ¿cómo podían ir a buscarlo al aeropuerto?
—Después de todo —dijo el padre Julian—, parece que a nuestro Martin le gustan los desafíos.
Al padre Cecil le pareció una crueldad por parte del rector. El hecho de que Martin Mills llegara a Bombay en las horas muertas de la noche en que aterrizaban en Sahar los vuelos internacionales, y luego tuviera que encontrar por su cuenta el camino a la misión, que estaría cerrada con llave y sería prácticamente impenetrable hasta la misa de primera hora de la mañana, era mucho peor que cualquier peregrinaje que el misionero hubiera emprendido con anterioridad.
—Después de todo —dijo el padre Julian con su sarcasmo típico—, Ignacio de Loyola encontró por su cuenta el camino a Jerusalén. Nadie fue a buscarlo al aeropuerto.
«Es injusto», pensó el padre Cecil, de modo que llamó al doctor Daruwalla para preguntarle si sabía cuándo llegaría Martin Mills. También rezó por el escolástico en general. En particular, rezó porque el misionero no tuviese un primer encuentro demasiado traumático con Bombay a su llegada.
El hermano Gabriel también rezó por Martin Mills en general. En particular rezó por encontrar la carta perdida del escolástico. Pero la misiva nunca se encontró. Mucho antes de que el doctor Daruwalla conciliara el sueño en medio de sus esfuerzos por localizar a una estrella cinematográfica parecida a la segunda señora Dogar, el hermano Gabriel renunció a seguir buscando la carta, fue a acostarse y también él se quedó dormido. Cuando Vinod llevaba a Muriel a su casa —mientras él y la bailarina exótica conversaban sobre la vileza de la clientela del Wetness Cabaret—, el padre Cecil dejó de rezar y también se quedó dormido. Y poco después de que el enano notara que El Inspector Dhar y las Torres del Silencio estaba a punto de ser estrenada en la ciudad dormida, el padre Julian cerró la puerta del claustro y la puerta del autocar escolar y la puerta de entrada a la iglesia de San Ignacio. Muy poco después, el padre rector también estaba profundamente dormido.
Primeras muestras de una confusión de identidad
Alrededor de las dos de la madrugada —la misma hora en que los póster-wallas estaban fijando los anuncios de la nueva película del Inspector Dhar por todo Bombay, y Vinod patrullando los burdeles de Kamathipura—, el avión que llevaba al gemelo de Dhar aterrizó sin incidentes en Sahar. En ese momento el propio Dhar dormía en el balcón del doctor Daruwalla.
No obstante, el oficial de aduanas que pasaba de la expresión intensa del nuevo misionero a la de la foto absolutamente blanda del pasaporte de Martin Mills, estaba convencido de encontrarse ante el Inspector Dhar. La camisa hawaiana era una leve sorpresa, pues el aduanero no lograba imaginar por qué intentaría Dhar hacerse pasar por turista; además, haberse afeitado el típico bigote era un disfraz poco convincente: con el labio superior descubierto, algo de la inimitable sonrisa socarrona de Dhar aparecía más pronunciado aún.
El pasaporte era de Estados Unidos —«¡Qué astuto!», pensó el aduanero—, aunque allí figuraba que el que se hacía pasar por Martin Mills había nacido en Bombay. El aduanero señaló esta evidencia del pasaporte y luego hizo un guiño al misionero, como para indicar al Inspector Dhar que a él no le daban gato por liebre.
Martin Mills estaba muy cansado; el vuelo había sido largo y pasó todo el tiempo estudiando hindi e informándose sobre los detalles de las «costumbres nativas». Estaba bien enterado del salam, por ejemplo, pero sin lugar a dudas el aduanero le había guiñado el ojo —no le había hecho una zalema—, y él no había topado con ninguna información al respecto en sus lecturas sobre las costumbres nativas. El misionero no quería ser desatento, por lo que devolvió el guiño y también hizo una pequeña zalema... para ir sobre seguro.
El aduanero estaba muy satisfecho consigo mismo. Poco antes había visto el guiño en una película reciente de Charles Bronson, pero no estaba seguro si le caería bien al Inspector Dhar; por encima de todo, en su trato con el actor, el aduanero quería pasar por una persona moderada. A diferencia de la mayoría de los bombayitas y de todos los policías, el aduanero adoraba las películas del Inspector Dhar. Hasta ese momento ningún oficial de aduanas había sido retratado en los filmes y, por ende, ninguno se había sentido ofendido. Antes de entrar a prestar servicio como oficial de aduanas había sido rechazado en las fuerzas policiales; en consecuencia, el aduanero adoraba la constante mofa de la policía, el predominio de la aceptación de sobornos esencial en todas las películas del Inspector Dhar.
Sin embargo, era muy irregular que alguien entrara en el país bajo una identidad falsa, y el aduanero quería que Dhar supiese que había notado su disfraz, pero al mismo tiempo que no haría nada por entrometerse con el genio creativo que estaba ante sí. Además, Dhar no tenía muy buen aspecto. Tenía muy mal color —estaba pálido y enrojecido— y daba la impresión de haber adelgazado mucho.
—¿Es la primera vez que pisa Bombay desde su nacimiento? —le preguntó a Martin Mills.
De inmediato el aduanero volvió a guiñar el ojo y sonrió. Martin Mills retribuyó ambos gestos.
—Sí, pero pienso quedarme como mínimo tres meses.
Esto era absurdo para el oficial de aduanas, pero insistió en ser moderado. Se percató de que en el visado decía «condicional»; era posible ampliarlo a tres meses. El examen del visado provocó más guiños. También era competencia del aduanero registrar las pertenencias del pasajero. Para una visita de tres meses, el escolástico había llevado una sola maleta, aunque grande y pesada, y en su destartalado equipaje había algunas sorpresas: las camisas negras con los collarines blancos de quita y pon, pues aunque Martin Mills no era sacerdote ordenado, se le permitía usar esas vestiduras clericales. También había un traje negro arrugado y alrededor de media docena de camisas hawaianas, las cuentas de disciplina y el látigo de treinta centímetros de largo con las cuerdas trenzadas, por no hablar de la pernera de hierro que se usaba alrededor del muslo, las púas de alambre apuntadas hacia dentro, hacia la carne. Pero el aduanero conservó la calma; se limitó a sonreír y a hacer guiños, pese al horror de estos instrumentos de autotortura.
El padre rector, Julian, también se habría horrorizado al ver semejantes antiguallas de mortificación, que eran objetos de épocas pretéritas; hasta el padre Cecil se habría horrorizado, o de lo contrario se habría divertido. Los látigos y perneras de hierro nunca habían formado parte destacada del «camino de la perfección» jesuítico. Hasta las cuentas de disciplina eran indicativas de que tal vez Martin Mills no poseía una auténtica vocación jesuítica.
Para el oficial de aduanas, los libros contribuían al «disfraz» del Inspector Dhar, que es como él interpretó todo eso: los complejos accesorios de un actor. Sin duda Dhar estaba preparándose para otro papel provocativo. El aduanero se preguntó si ahora interpretaría a un sacerdote. Echó un vistazo a los libros, haciendo guiños y sonriendo en incesante aprobación mientras el desconcertado misionero hacía guiños y sonreía a la recíproca. Estaba la edición de 1988 del Almanaque católico y muchos opúsculos de algo titulado Estudios sobre la espiritualidad de los jesuitas; había un Catecismo católico de bolsillo y un Diccionario conciso de la Biblia; también había una Biblia y un leccionario, además de un delgado librillo titulado Sadhana: un camino a Dios, de Antonio de Mello, S.J.; apareció la Autobiografía de san Ignacio de Loyola y un ejemplar de los Ejercicios espirituales, y había muchos libros más. En conjunto, había más libros que camisas hawaianas y cuellos clericales combinados.
—¿Y dónde va a alojarse... durante tres meses? —preguntó el aduanero a Martin Mills, cuyo ojo izquierdo estaba cansándose de tanto guiñarlo.
—En San Ignacio de Mazagaon —respondió el jesuita.
—¡Ah, por supuesto! —exclamó el aduanero—. ¡Admiro mucho su obra! —susurró y dedicó al sorprendido jesuita otro guiño para el camino.
«¡Un correligionario cristiano donde uno menos espera encontrarlo!», pensó el nuevo misionero.
Tantos guiños prepararon mal al pobre Martin Mills para las «costumbres nativas» de la mayoría de los bombayitas, que consideraban los guiños de ojos como un gesto excepcionalmente agresivo, insinuante y grosero. Pero así fue como el escolástico pasó por la aduana y salió al aire nocturno con olor a mierda, en todo momento a la expectativa de un saludo cordial de alguno de sus hermanos jesuitas.
El nuevo misionero se preguntó dónde estarían. ¿Demorados por el tráfico? Fuera del aeropuerto reinaba la confusión, aunque al mismo tiempo había poco tráfico. Se veían muchos taxis aparcados en el límite de una inmensa oscuridad, cual si el aeropuerto no fuese enorme y un hervidero de gente (como había pensado al principio Martin Mills), sino un frágil yermo en el puesto fronterizo de un vasto desierto, donde hogueras invisibles se apagaban y ocupantes invisibles defecaban, sin interrupción, a lo largo de la noche.
Luego, como moscas, los taxis-wallas cayeron sobre él; le pellizcaban la ropa, le tiraban de la maleta que, por muy pesada que fuera, él no quería soltar.
—No, gracias, vendrán a buscarme —decía.
Se dio cuenta de que el hindi que sabía lo había abandonado, ya que de todos modos lo hablaba muy mal. El fatigado misionero sospechó que padecía de la paranoia de quienes viajan por primera vez a Oriente, porque a cada instante se sentía más inquieto por la forma en que lo miraban los taxistas. Algunos lo hacían con respeto reverencial, otros daban la impresión de tener ganas de matarlo. Suponían que era el Inspector Dhar y aunque revoloteaban a su alrededor y se alejaban de él zumbando como moscas, parecían demasiado peligrosos para ser moscas.
Al cabo de una hora, Martin Mills seguía allí de pie, espantando moscas recién llegadas; las anteriores acechaban a distancia, todavía con la vista fija en él, pero sin molestarse en acercarse de nuevo. Sentía tal cansancio que se le ocurrió que los taxis-wallas pertenecían a la especie de la hiena y estaban a la espera de que mostrara alguna pérdida de los síntomas vitales para lanzarse en enjambre sobre él. Una oración aleteó en sus labios, pero estaba demasiado agotado para expresarla. Pensó que quizá los otros misioneros eran muy viejos para ir a buscarlo, dado que estaba informado de su avanzada edad. También sabía que era inminente la celebración del aniversario; sin duda el correcto reconocimiento de 125 años de servicio a Dios y a la humanidad era más digno que ir al encuentro del avión de un recién llegado. En pocas palabras, así era Martin Mills: practicaba la desvalorización de sí mismo en tal medida que la había convertido en una vanidad.
Pasó la maleta de una mano a la otra; de ninguna manera la apoyaría en el pavimento, no solamente porque esa señal de debilidad invitaría a acercarse a los taxis-wallas, sino también porque el peso se estaba convirtiendo poco a poco en un bienvenido castigo de la carne. Martin Mills descubrió cierto epicentro, un propósito agradable en la especificidad de ese dolor. No se trataba de un dolor tan exquisito ni tan interminable como el cilicio de hierro adecuadamente ceñido alrededor del muslo, no era un dolor tan repentino ni punzante como el látigo en la espalda desnuda. Empero, recibió el dolor de la maleta con calidez, la maleta misma contenía un recordatorio de la tarea actual de su formación, de su búsqueda de la voluntad de Dios y la fuerza de la negación de sí mismo. Inscrito en el cuero viejo se leía la palabra latina nostris («nuestros»), en referencia a nosotros los jesuitas, en referencia a «la Vida» (como se denominaba) en la Compañía de Jesús.
La maleta propiamente dicha retrotrajo a Martin a los dos años pasados en San Aloysius; su habitación sólo tenía una mesa, una silla de respaldo recto, una cama y un reclinatorio de madera de unos cinco centímetros de altura. Mientras sus labios formaban la palabra nostris, evocó en la memoria la campanilla que señalaba la flagellatio; rememoró los treinta días de su primer retiro de silencio. Aún sacaba fuerzas de esos dos años: rezar, afeitarse, trabajar, guardar silencio, estudiar, rezar. Lo suyo no era un ataque de devoción sino un ordenado sometimiento a las reglas: pobreza perpetua, castidad, obediencia. Obediencia a un superior religioso, sí, pero más importante todavía, obediencia a una vida comunitaria. Esas reglas le hacían sentir libre. No obstante, en el tema de la obediencia, le atormentaba que su anterior superior lo hubiese criticado una vez porque lo consideraba más idóneo para una orden monástica, una orden más estricta, por ejemplo la de los cartujos. Los jesuitas están destinados a salir al mundo; si bien no «mundanos» en nuestros términos, tampoco son monjes.
—Yo no soy un monje —dijo Martin Mills en voz alta.
Los taxis-wallas cercanos interpretaron sus palabras como una llamada y volvieron a rodearlo como un enjambre.
—Evita la mundanalidad —se aconsejó prudentemente Martin. Sonrió tolerante a los taxistas arremolinados. Encima de su cama de San Aloysius había una admonición en latín, recordatorio indirecto de que cada uno debía hacerse su propia cama... etiam si sacerdotes sint («aunque sean sacerdotes»). En consecuencia, decidió Martin Mills, llegaría por su cuenta a Bombay.
El taxi-walla equivocado
Entre los taxistas había uno solo que parecía lo bastante fuerte para manipular la maleta, un individuo alto y barbudo, de piel atezada y una prominencia de la nariz sumamente aguda y agresiva.
—A San Ignacio, Mazagaon.
El taxi-walla impresionó al misionero como un estudiante universitario con un exigente trabajo nocturno, un joven admirable que probablemente se pagaba así los estudios. Con una mirada feroz, el taxista cogió la maleta y la arrojó al maletero de su coche. Todos los taxis-wallas habían estado esperando el Ambassador con el enano matón al volante, pues ninguno de ellos creía en el fondo que el Inspector Dhar se rebajaría a viajar en cualquier otro taxi. En las películas del Inspector Dhar había muchas descripciones de taxistas, siempre retratados como tipos imprudentes y chalados.
El taxi-walla concreto que había agarrado la maleta del misionero y ahora observaba cómo éste se deslizaba en el asiento trasero era Bahadur, un joven de inclinaciones violentas. Acababan de expulsarlo de una escuela de administración hotelera por haber hecho trampa en un examen de servicios de alimentación: había plagiado la respuesta a una pregunta sencilla sobre abastecimiento de alimentos. («Bahadur» significa «arrojado».) Además, acababa de llegar al aeropuerto, desde la ciudad, y había visto los carteles de El Inspector Dhar y las Torres del Silencio, que habían ofendido en gran medida su leal sensibilidad. Aunque conducir un taxi no era su oficio preferido, Bahadur sentía gratitud por su actual empleador, el señor Mirza, que era parsi; sin duda El Inspector Dhar y las Torres del Silencio sería monstruosamente ofensiva para Mirza, y para Bahadur era una cuestión de honor representar la susceptibilidad de su patrón.
No es sorprendente que a Bahadur le hubiesen caído mal todas las películas anteriores de Dhar. Bahadur había abrigado la esperanza de que antes del estreno de esta nueva ofensa, el Inspector Dhar fuese asesinado por hijras ofendidos o por prostitutas ofendidas. El taxista apoyaba en un sentido general la idea de asesinar a la gente famosa, pues consideraba hiriente para los no famosos que sólo muy pocos tuvieran renombre. Aparte, sentía que conducir un taxi estaba por debajo de sus aptitudes; sólo lo hacía para demostrarle a un tío rico que era capaz de «mezclarse con las masas». Bahadur esperaba que su tío le enviara en breve a otra escuela. El intermedio actual era desafortunado pero había cosas peores que trabajar para el señor Mirza, quien al igual que Vinod dirigía una compañía de taxis de propiedad privada. Entretanto, en su tiempo libre, Bahadur intentaba perfeccionar su inglés concentrándose en expresiones vulgares y profanas. Si alguna vez encontraba a una persona famosa, quería tener dichas expresiones en la punta de la lengua.
El taxista sabía que el prestigio de los famosos estaba del todo inflado; había oído hablar de lo duro que se suponía que era el Inspector Dhar y también que éste era levantador de pesas. Una mirada a los brazos flacuchos del misionero demostró que se trataba de un embuste típico. «¡Exageraciones del cine!», pensó. Le gustaba conducir por los estudios cinematográficos con la esperanza de llevar a alguna actriz. Pero nunca eligió su taxi una sola persona importante, y en Asha Pictures —y en Rajkamal Studio y en Famous Studio y en Central Studio— la policía lo había abordado por merodear. «¡Que le den por el culo a los artistas!», pensó.
—Supongo que sabrá dónde está San Ignacio —dijo Martin Mills con tono nervioso en cuanto arrancaron—. Es una misión jesuítica, una iglesia, una escuela —agregó, buscando alguna señal de reconocimiento en los ojos feroces del taxi-walla.
Cuando el escolástico vio que el joven lo observaba por el espejo retrovisor, hizo el gesto más amistoso que conocía..., suponía al menos, que era la expresión de costumbres nativas que correspondía: guiñó el ojo. «¡Ya está bien!», pensó Bahadur. Tanto si se trataba de un gesto condescendiente como de la invitación lasciva de un homosexual, Bahadur había tomado una decisión. No podía permitirse que el Inspector Dhar saliera bien librado de la violenta farsa que montaba con su vida en Bombay. ¡En plena noche Dhar quería ir a San Ignacio! ¿Qué iba a hacer allí? ¿Rezar?
Sumado a todo lo demás que era falso en el Inspector Dhar, Bahadur llegó a la conclusión de que el hombre también era un falso hindú. ¡El Inspector Dhar era un maldito cristiano!
—Se supone que usted es hindú —dijo Bahadur al jesuita.
A Martin Mills le recorrió un estremecimiento de emoción. ¡Su primera confrontación religiosa en el reino misionero, su primer hindú! Sabía que allí era la religión mayoritaria.
—Bueno..., bueno —dijo alegremente—. Los hombres de todas las doctrinas tienen que ser hermanos.
—Que le den por el culo a su Jesús y a usted —observó Bahadur fríamente.
—Bueno..., bueno —dijo Martin.
Probablemente hay un momento para guiñar el ojo y un momento para no guiñarlo.
Proselitismo entre prostitutas y prostitutos
A través de la ardiente oscuridad apestosa, el taxi dio un bandazo, pero la oscuridad nunca había intimidado a Martin Mills. En medio de multitudes podía sentir angustia, pero para él no era ninguna amenaza la negrura nocturna. Tampoco le inquietaba correr el riesgo de alguna violencia. Meditó en el sueño incumplido de la Edad Media, que consistía en recuperar Jerusalén para Cristo. Reflexionó en que el peregrinaje del mismísimo Ignacio de Loyola a Jerusalén había sido un viaje plagado de infinitos peligros y accidentes. El intento de Ignacio por conquistar la Tierra Santa fue un fracaso, pues lo enviaron de vuelta; no obstante, el deseo del santo por salvar almas perdidas se mantuvo encendido. El propósito de Ignacio siempre había sido el de ajustarse a la voluntad de Dios. No era casual que con este fin los Ejercicios espirituales de Ignacio empezaran por una vívida representación del infierno con todo su horror. El temor a Dios era purificador y así había sido para Martin Mills durante mucho tiempo. Con el propósito de ver tanto los fuegos del infierno como una unión con Dios en éxtasis místico, bastaba seguir los Ejercicios espirituales e invocar «el ojo de la imaginación», pues el misionero no tenía dudas de que éste era el ojo más claro.
—Trabajo y voluntad —dijo Martin Mills en voz alta: ése era su credo.
—¡He dicho que le den por el culo a su Jesús y a usted! —repitió el taxi-walla.
—Bendito seas —dijo el nuevo misionero—. Hasta tú, y todo lo que me hagas, es la voluntad de Dios..., aunque no sepas lo que haces.
Por encima de todas las cosas, Martin Mills admiraba el notable encuentro de Ignacio de Loyola con el moro montado en una mula y la consiguiente discusión sobre la Santa Virgen. El moro decía que podía llegar a creer que Nuestra Señora había concebido sin un hombre, pero no podía creer que hubiese seguido siendo virgen después de dar a luz. Cuando el musulmán siguió su camino, el joven Ignacio pensó que debía perseguirlo y matarlo. Se sentía obligado a defender el honor de Nuestra Señora. La difamación del estado vaginal posparto de la Virgen era una grosería inaceptable. Como de costumbre, Ignacio buscó la voluntad de Dios sobre la cuestión. Donde el camino se separaba, aflojó las riendas de su mula; si el animal seguía al infiel, Ignacio lo mataría. Pero la mula eligió el otro camino.
—¡Y que le den por el culo a su san Ignacio! —exclamó el taxi-walla.
—San Ignacio es el sitio adonde quiero ir —respondió serenamente el misionero—. Pero llévame a donde quieras. —Fueran donde fuesen, creía Martin, sería la voluntad de Dios: él sólo era el pasajero.
Pensó en el libro del difunto Antonio de Mello, los famosos Ejercicios cristianos en su forma oriental; muchos de estos ejercicios le habían ayudado en el pasado. Por ejemplo, estaba el concerniente a la «oración de recuerdos hirientes». Cada vez que Martin Mills se alteraba por la vergüenza que le habían provocado sus padres, o por su aparente incapacidad para amarlos, perdonarlos y honrarlos, seguía al pie de la letra el ejercicio del padre De Mello. «Retorna a algún acontecimiento desagradable»; tales acontecimientos nunca eran difíciles de traer a la memoria, pero siempre resultaba ardua la selección de qué horror recordar. «Ahora colócate ante Cristo crucificado», algo que siempre ejercía cierto poder. Hasta las depravaciones de Veronica Rose empalidecían ante semejante dolor; hasta la autodestrucción de Danny Mills parecía una bagatela. «Sigue pasando del acontecimiento desagradable a la escena de Jesús en la cruz»; durante años, Martin Mills se había dedicado a pasar de uno a otro. Para él, Antonio de Mello era un héroe; nacido en Bombay y hasta su muerte director del Instituto de Asesoramiento Pastoral de Sadhana (en las cercanías de Poona), el padre De Mello había inspirado el viaje de Martin Mills a la India.
Ahora, mientras la oscuridad que los envolvía cedía gradualmente ante las luces de Bombay, aparecían los cuerpos amontonados de quienes dormían en las aceras. La luz de la luna se reflejaba desde la bahía de Mahim. Martin no pudo oler los caballos cuando el taxi pasó como un cohete por el hipódromo de Mahalaxmi, pero vio la oscura silueta de la tumba de Haji Ali; los esbeltos minaretes sobresalían contra el brillo de escama de pez del mar de Omán. Luego el taxi se desvió del océano iluminado por la luna y el misionero vio que cobraba vida la ciudad dormida..., si es que en justicia podía llamarse vida a la eterna actividad sexual de Kamathipura. Era una vida que Martin Mills nunca había conocido —nada que hubiese imaginado— y oró porque su breve vislumbre del mausoleo musulmán no fuese el último edificio sagrado que viera en el tiempo que tenía asignado en esta tierra.
Vio el desbordamiento de burdeles en las callejuelas, las caras estragadas de sexo de los hombres que salían del Wetness Cabaret; la última función había terminado y los hombres que no soportaban volver tan pronto a su casa deambulaban por allí. Precisamente en el momento en que Martin Mills pensó que había descubierto un mal mayor del que había encontrado san Ignacio de Loyola en las calles de Roma, el taxi-walla se abrió paso hacia un infierno más tenebroso aún. Aparecieron de improviso las prostitutas en jaulas humanas de Falkland Road.
—¡A las chicas enjauladas les encantará echarle un vistazo! —gritó Bahadur, que se veía a sí mismo como el perseguidor señalado del Inspector Dhar.
El nuevo misionero recordó que Ignacio había recaudado dinero entre los ricos y fundado un asilo para mujeres perdidas. Fue en Roma donde el santo anunció que sacrificaría su vida entera si pudiese evitar los pecados de una prostituta en una sola noche.
—Gracias por traerme aquí —dijo Martin Mills al taxi-walla, quien hizo chirriar los frenos delante de una irresistible exposición de eunucos travestidos en sus jaulas.
Bahadur suponía que los prostitutos hijras eran, con mucho, quienes estaban más furiosos con el Inspector Dhar. Pero para su gran sorpresa, el pasajero abrió alegremente la puerta trasera y pisó Falkland Road con aspecto de ansiosa anticipación. Cogió su pesada maleta, y cuando el taxi-walla tiró a sus pies el importe del viaje y escupió sobre él —porque el servicio desde el aeropuerto había sido pagado con anticipación—, Martin recogió los billetes mojados y se los tendió.
—No, no, tú has hecho tu trabajo, yo estoy donde debo —dijo el misionero.
Un corro de carteristas y prostitutas callejeras con sus chulos iban rodeando lentamente al escolástico, pero Bahadur quería cerciorarse de que los hijras vieran a su enemigo, por lo que se abrió paso a empellones en sentido contrario al del gentío.
—¡Dhar..., el Inspector Dhar! ¡Dhar! ¡Dhar! —gritaba el taxi-walla, algo del todo innecesario porque el rumor de que el actor estaba en Falkland Road se había adelantado a sus gritos.
Martin Mills se abrió paso tranquilamente a través de la muchedumbre: quería hablar con las degradadas mujeres que ocupaban las jaulas. (En ningún momento se le pasó por la imaginación que no eran verdaderas mujeres.)
—Por favor, dejadme hablar con vosotras —dijo el misionero a un travestido enjaulado. Al principio casi todos los hijras estaban demasiado atónitos para atacar al abominable actor—. ¡Sin duda estáis enteradas de las enfermedades..., de la muerte segura, hoy en día, a que os exponéis! Pero os digo que si queréis salvaros, esto es todo lo que necesitáis..., desearlo.
Los carteristas y algunos chulos se peleaban por el dinero que Martin había intentado devolverle al taxi-walla. Ya habían golpeado a Bahadur hasta postrarlo de rodillas y varias prostitutas callejeras seguían pateándolo. Pero Martin Mills era ajeno a lo que ocurría a sus espaldas. Las aparentes mujeres de las jaulas estaban frente a él y sólo allí debía hablar.
—San Ignacio —les dijo—. En Mazagaon. Tenéis que conocerlo. Siempre me encontraréis allí. Bastará con que acudáis.
Es curioso imaginar cómo habrían respondido el padre Julian y el padre Cecil, pues sin duda el 125 aniversario de la misión sería una celebración mucho más colorida con la presencia añadida de varios eunucos-travestidos-prostitutos en busca de la salvación. Lamentablemente, el padre rector y el sacerdote decano no estaban cerca para presenciar la extraordinaria proposición de Martin Mills. ¿Suponía éste que si esos seres dedicados a la prostitución llegaban a San Ignacio en horas de clase, los colegiales se beneficiarían de la visible conversión de sus almas perdidas?
—Si sentís aunque sea el mínimo remordimiento debéis interpretarlo como una señal de que podéis salvaros —les dijo el escolástico.
No fue un hijra quien asestó el primer golpe, sino una de las prostitutas callejeras; probablemente se sentía dejada de lado. Empujó a Martin con un manotazo a los riñones y él cayó hacia delante, sobre una rodilla, momento que aprovecharon los chulos y carteristas para quitarle la maleta, y entonces intervinieron los hijras. Al fin y al cabo, Dhar les había hablado a ellos; no querían que les fuera usurpado su territorio ni su venganza, y mucho menos todavía por esa chusma vulgar de la calle. Los prostitutos travestidos derrotaron sin dificultades a las prostitutas callejeras y a sus chulos, y ni siquiera los carteristas lograron escapar con la pesada maleta, que abrieron los hijras.
No tocaron el traje negro arrugado ni las camisas negras o los cuellos clericales —no se correspondían con su estilo—, pero les resultaron atractivas las camisas hawaianas, de las que se apoderaron deprisa. Luego uno de ellos le arrancó la camisa a Martin Mills, con cuidado para no desgarrarla, y cuando el misionero quedó desnudo de la cintura para arriba, otro de los hijras descubrió el látigo con cuerdas trenzadas, demasiado tentador para dejarlo pasar. Con los primeros latigazos urticantes, Martin cayó boca abajo y entonces se acurrucó hecho un ovillo. No se cubrió la cara porque le interesaba demasiado unir las manos para rezar; así seguía manteniendo la extrema convicción de que hasta semejante paliza era ad majorem Dei gloriam («a mayor gloria de Dios»).
Los prostitutos travestidos fueron respetuosos con todas las evidencias de educación que contenía la maleta; a pesar de su exaltación —se turnaban con el látigo— no querían ni romper ni arrugar una sola página de un solo libro. Sin embargo, interpretaron mal el uso del cilicio, y lo mismo pasó con el rosario; uno intentó comerse las cuentas antes de tirarlas. En cuanto al cilicio, los hijras ignoraban que debía rodear el muslo..., o sencillamente pensaron que era más conveniente rodear el cuello del Inspector Dhar y eso hicieron. El artilugio no quedó demasiado ceñido, pero las púas de alambre arañaron la cara del misionero: los hijras estaban tan impacientes que pasaron la pernera de hierro por la cabeza de su víctima, y ahora las púas le pinchaban el cuello, provocando una multitud de cortes menores. El torso de Martin estaba rayado de sangre.
Valerosamente, trató de ponerse de pie. Mientras lo intentaba, se enfrentó al látigo. Los travestidos retrocedieron, pues no se comportaba como esperaban; no se resistía ni imploraba por su vida.
—¡Sois vosotras y todo lo que os ocurre lo que a mí me importa! —les gritó Martin Mills—. Aunque me injuriéis y yo no sea nada, sólo deseo vuestra salvación. Puedo enseñaros cómo podéis salvaros, pero sólo si me lo permitís.
Los hijras seguían pasándose el látigo, pero se notaba que ahora había menos entusiasmo. El que lo tenía se lo pasaba enseguida al siguiente, sin hacerlo restallar. Los verdugones morados cubrían la carne expuesta del nuevo misionero —resultaban especialmente sobrecogedores en la cara—, y la sangre provocada por la pernera de hierro mal colocada caía a rayas por su pecho. ¡No protegió su cuerpo sino sus libros! Cerró la maleta para proteger sus tesoros de conocimiento y siguió implorándoles que se unieran a él.
—Llevadme a Mazagaon —les dijo—. Llevadme a San Ignacio, donde se os dará la bienvenida.
A los pocos que entendieron lo que dijo, el concepto les resultó ridículo. Para su gran sorpresa, el hombre que tenían ante sí era físicamente débil pero su coraje no tenía parangón; no era ése el tipo de dureza que habían previsto. De pronto, nadie quería hacerle daño; lo odiaban y sin embargo les hacía sentirse avergonzados.
Pero las prostitutas callejeras y sus chulos, además de los carteristas, lo habrían despachado en un abrir y cerrar de ojos en cuanto los hijras lo dejaron en paz, si no fuera porque en ese preciso momento pasó otra vez el conocido Ambassador blancuzco que toda la noche había patrullado entre Kamathipura, Grant Road y Falkland Road. En la ventanilla del lado del conductor, mirándolos tranquilamente, iba el chófer al que todos consideraban como el camorrista enano de Dhar.
Cabe imaginar la sorpresa de Vinod al ver a su cliente famoso medio desnudo y ensangrentado. ¡Los muy canallas habían afeitado incluso el bigote al Inspector Dhar! Esto resultaba más humillante que el obvio dolor que había padecido el entrañable artista. ¿Y qué horrendo instrumento de tortura habían colocado alrededor de su cuello esos sucios prostitutos? Parecía un collar de perro, excepto que los pinchos iban en el lado interior. Para colmo, el pobre Dhar estaba pálido y delgado como un cadáver. Vinod tuvo la impresión de que su famoso cliente había perdido diez kilos.
Un chulo con un enorme llavero de latón raspó con una llave la puerta del lado del volante del Ambassador, sin dejar de mirar a Vinod a los ojos en ningún momento. No vio que éste alargaba la mano bajo el asiento de su coche especialmente construido, donde guardaba una buena provisión de mangos de raquetas de squash. Hubo cierta confusión respecto de lo que ocurrió después. Algunos afirmaban que el taxi del enano viró y pasó deliberadamente por encima del pie del chulo; otros explicaban que el Ambassador había saltado el bordillo y que fue la muchedumbre presa del pánico la que empujó al chulo; fuera como fuese, el coche le pisó un pie. Todos coincidieron en que resultaba difícil ver a Vinod entre la multitud, ya que era mucho más bajo que todos los demás. No obstante, los precavidos detectaron su presencia, pues por los cuatro costados caía gente apretándose las rodillas o las muñecas, o retorciéndose en el suelo lleno de basura. Vinod hacía oscilar los mangos de raquetas al nivel de las rodillas de la mayoría de la gente. Sus gritos se mezclaban con las voces de las chicas enjauladas de Falkland Road, que pregonaban su mercancía.
Cuando Martin Mills vio el rostro huraño del enano que a golpes se encaminaba hacia él, pensó que le había llegado la hora. Repitió lo que había dicho Jesús a Pilato (Juan, 18, 36).
—Mi reino no es de este mundo. —El misionero se volvió hacia el enano—. Yo te perdono —dijo. E inclinó la cabeza como si aguardara el golpe del verdugo. No se le ocurrió que si no inclinaba la cabeza, Vinod nunca podría llegar a esa altura con los mangos de raquetas.
Pero el enano se limitó a coger al misionero por el bolsillo trasero de los pantalones y a guiarlo hacia al taxi. Cuando Martin quedó a salvo e inmovilizado por el peso de la maleta en el asiento trasero del coche, hizo un esfuerzo tonto aunque breve por volver a Falkland Road.
—¡Espera! —gritó—. ¡Necesito mi látigo..., ese látigo es mío!
Vinod ya había restallado un mango de raqueta en la muñeca del desafortunado hijra que fue el último en sujetar el látigo. El enano recuperó fácilmente el juguete de mortificación de Martin Mills y se lo entregó.
—¡Bendito seas! —exclamó. Las puertas del Ambassador golpearon sólidamente a su alrededor; la aceleración repentina lo apretó contra el asiento—. San Ignacio —indicó al brutal conductor.
Vinod pensó que Dhar estaba rezando, lo que le consternó, porque nunca había creído que fuese un hombre religioso. En el cruce de Falkland Road y Grant Road, un chico que era camarero de uno de los burdeles arrojó un vaso de té al taxi que pasaba. Vinod siguió su camino, aunque tanteó con sus dedos rechonchos bajo el asiento para cerciorarse de que los mangos de raquetas de squash seguían en su lugar. Antes de girar por Marine Drive, paró el coche y bajó las ventanillas traseras: sabía cuánto disfrutaba Dhar del aroma del mar.
—Vaya si me engañó —dijo a su vapuleado cliente—. ¡Creía que dormiría toda la noche en el balcón del doctor Daruwalla!
Pero el misionero estaba dormido. Vinod se quedó sin aliento cuando lo miró por el retrovisor. No se trataba de las marcas de latigazos en la cara hinchada, ni siquiera de su torso desnudo y ensangrentado, sino del cilicio alrededor del cuello, pues el enano había visto las espantosas representaciones que los cristianos veneraban —sus versiones de Cristo sangrante en la cruz— y a sus ojos el Inspector Dhar había asumido el papel de Cristo. Sin embargo, su corona de espinas se había deslizado: el cruel artilugio tenía agarrado por el cuello al famoso actor.
Todos juntos en un pequeño apartamento
Entretanto Dhar, el Dhar auténtico, seguía durmiendo en el balcón del doctor Daruwalla, sobre el que se había tendido una niebla espesa de la consistencia y el color de la clara de huevo. No podría haber visto a través de esa espesura, al menos no cinco pisos más abajo, de haber mirado hacia la acera antes del amanecer, donde Vinod se debatía con su gemelo semiconsciente. Dhar tampoco oyó el previsible estallido de ladridos de los perros de la planta baja. Vinod hizo que el misionero se inclinara pesadamente sobre él, al tiempo que arrastraba la maleta con toda la educación de Martin Mills a través del vestíbulo, hacia el ascensor prohibido. El dueño de un apartamento de la planta baja, miembro de la Asociación de Residentes, echó un vistazo al chófer matón y su maltrecho compañero antes de que se cerrara la puerta del ascensor.
Martin Mills, aunque vapuleado e inconsciente de su entorno, se asombró por el ascensor y la modernidad del edificio, pues sabía que la escuela de la misión y su venerable iglesia tenían 125 años de antigüedad. Los ladridos de unos perros salvajes parecían fuera de lugar.
—¿San Ignacio? —preguntó el misionero al buen samaritano del enano.
—¡Usted no necesita ningún santo, necesita a un médico! —respondió Vinod.
—De hecho, conozco a un médico en Bombay. Es amigo de mis padres..., un tal doctor Daruwalla.
Ahora Vinod se alarmó de verdad. Los latigazos e incluso la sangre del cilicio alrededor del cuello de ese pobre hombre parecían superficiales, pero estos incomprensibles refunfuños acerca del doctor Daruwalla eran indicadores de que el astro cinematográfico sufría algún tipo de amnesia. ¡Una herida grave en la cabeza, quizá!
—¡Por supuesto que conoce al doctor Daruwalla! —gritó Vinod—. ¡Vamos a ver al doctor Daruwalla!
—Ah, ¿tú también le conoces? —preguntó el atónito escolástico.
—Procure no mover la cabeza —le aconsejó el enano, preocupado.
Con referencia al barullo de los perros, Martin Mills dijo algo que Vinod no entendió del todo:
—Por lo que oigo es veterinario..., yo creía que era ortopedista.
—¡Claro que es ortopedista!
De puntillas, el enano intentó asomarse al interior de las orejas de Martin, como si esperara ver allí alguna materia gris extraviada. Pero no era lo suficientemente alto.
El doctor Daruwalla despertó con la orquesta lejana de los perros. En la quinta planta, sus ladridos y aullidos sonaban ahogados, pero de todos modos identificables, y no tuvo ninguna duda en cuanto a la causa de su cacofonía.
—¡Ese maldito enano! —protestó en voz alta.
Julia no respondió: estaba acostumbrada a las muchas cosas que decía su marido en sueños. Pero cuando Farrokh se levantó y se puso la bata, despertó al instante.
—¿Otra vez Vinod? —le preguntó.
—Supongo —contestó él.
Aún no habían dado las cinco de la mañana cuando el médico cruzó arrastrándose las puertas corredizas de cristal que llevaban al balcón completamente envuelto en una lúgubre calina. La niebla se había mezclado con una densa bruma marina; no vio el coy de Dhar ni las espirales de mosquitos Tortoise de que se rodeaba el actor cada vez que dormía en el balcón. En el recibidor, Farrokh cogió un paraguas polvoriento: tenía la esperanza de darle un buen susto a Vinod. Luego abrió la puerta del apartamento. El enano y el misionero acababan de bajar del ascensor; al ver a Martin Mills, el médico temió que Dhar se hubiese afeitado violentamente el bigote en plena neblina —infligiéndose así una ingente cantidad de cortes con la navaja— y que después, sin duda deprimido, el tan vilipendiado actor había saltado desde el balcón del quinto piso.
Por su parte, el misionero se quedó estupefacto al ver a un hombre con kimono negro empuñando un paraguas también negro. Una imagen amenazadora. Pero el paraguas dejó impávido a Vinod, que se acercó al doctor Daruwalla y le susurró:
—¡Lo encontré predicando ante los prostitutos travestidos! ¡Los hijras casi lo matan!
Farrokh supo quién era Martin Mills en cuanto lo oyó hablar:
—Creo que usted ha conocido a mis padres. Me llamo Martin, Martin Mills.
—Pasa, por favor..., estaba esperándote —dijo Farrokh y lo cogió del brazo.
—¿Sí? —se asombró el misionero.
—¡Tiene lesiones cerebrales! —susurró Vinod.
Farrokh sostuvo al tambaleante misionero hasta llegar al baño, donde le dijo que se desnudara. Luego preparó un baño de sales de magnesio. Mientras se llenaba la bañera, sacó a Julia de la cama y le pidió que se librara del enano.
—¿Quién está bañándose a estas horas? —preguntó Julia a su marido.
—El gemelo de John D.
Libre albedrío
Julia había logrado engatusar a Vinod para que no pasara del recibidor cuando sonó el teléfono, que atendió al instante. El enano oyó toda la conversación porque el que estaba en el otro extremo de la línea vociferaba. Era el señor Munim, el miembro de la Asociación de Residentes de la planta baja.
—¡Lo he visto subir al ascensor! ¡Ha despertado a todos los perros! ¡He visto a... su enano! —gritó el señor Munim.
—Disculpe..., nosotros no somos dueños de ningún enano —replicó Julia.
—¡A mí no me engaña! —aulló el señor Munim—. ¡El enano de ese astro cinematográfico! ¡A ése me refiero!
—Tampoco somos dueños de ningún astro cinematográfico.
—¡Están violando una regla establecida! —chilló el señor Munim.
—No sé de qué habla..., usted tiene que haber perdido la cabeza.
—¡El taxi-walla, ese enano matón, usó el ascensor!
—No me obligue a llamar a la policía —dijo Julia y colgó.
—Antes usaba la escalera, pero cojeo si tengo que subir los cinco pisos —explicó Vinod.
El martirio le caía extrañamente bien, pensó Julia, pero comprendió que Vinod se rezagaba en el recibidor con algún propósito.
—Hay cinco paraguas en su paragüero —observó el enano.
—¿Quiere llevarse uno prestado, Vinod? —le preguntó Julia.
—Únicamente para apoyarme al bajar la escalera. Necesito un bastón.
Vinod había dejado los mangos de raqueta en su taxi y, si se encontraba con un perro de la planta baja o con el señor Munim, necesitaba un arma, por lo que se llevó un paraguas. Julia le hizo salir por la puerta de la cocina, que daba a la escalera de atrás.
—Tal vez nunca vuelva a verme —le dijo Vinod.
Cuando el enano se asomó por el hueco de la escalera, Julia notó que era ligeramente más bajo que el paraguas que había elegido, el más grande de todos los que había en el paragüero.
En la bañera, Martin Mills no parecía molesto por las punzadas de sus verdugones rojos levantados y ni siquiera parpadeó mientras el doctor Daruwalla le limpiaba con una esponja las múltiples heridas nimias provocadas por la espantosa pernera de hierro; el médico pensó que, aparentemente, el misionero echaba de menos el cilicio cuando se lo quitó, y éste expresó dos veces su preocupación por haber dejado el látigo en el coche del heroico enano.
—Sin duda Vinod te lo devolverá —dijo Farrokh.
El médico no estaba tan sorprendido con la historia del misionero como el propio misionero; dada la magnitud de la identidad confundida, Farrokh estaba más bien atónito de que Martin Mills siguiera vivo..., por no hablar de que sus heridas fuesen nimias. Y cuando más parloteaba el jesuita sobre su experiencia, menos se asemejaba, a juicio de Farrokh, a su taciturno gemelo: Dhar nunca parloteaba.
—Bien, me refiero a que sabía que no me encontraba entre cristianos —dijo Martin Mills—, pero no esperaba la violenta hostilidad que encontré hacia la cristiandad.
—Bueno, bueno..., en tu lugar yo no me precipitaría a sacar esa conclusión —advirtió Farrokh al agitado escolástico—. Existe cierta sensibilidad, no obstante, por el proselitismo... de cualquier tipo.
—Salvar almas no es hacer proselitismo —afirmó Martin Mills, a la defensiva.
—Bien, como tú has dicho, no estás exactamente en territorio cristiano —reconoció el doctor Daruwalla.
—¿Cuántas de esas prostitutas son portadoras del virus del sida? —le preguntó Martin.
—Yo soy ortopedista —recordó Farrokh al escolástico—, pero gente que conozco dice que el cuarenta por ciento, y algunos afirman que el sesenta.
—Sea como fuere, eso corresponde a la esfera cristiana —afirmó Martin Mills.
Por primera vez, Farrokh pensó que el loco que tenía ante él significaba para sí mismo una amenaza que podía exceder el peligro de su sorprendente parecido con el Inspector Dhar.
—Pero yo creía que tú eras profesor de inglés —dijo el doctor Daruwalla—. Como antiguo estudiante, te aseguro que San Ignacio es, sobre todo, una escuela.
Farrokh conocía al rector, el padre Julian, y preveía que eso era exactamente lo que habría dicho éste acerca de la cuestión de salvar las almas de las prostitutas. Pero mientras observaba salir a Martin desnudo de la bañera y, despreocupado por sus heridas, comenzar a secarse vigorosamente con la toalla, Farrokh previó también que al padre rector y a todos los ancianos defensores de la fe de san Ignacio les costaría convencer a tan fanático escolástico de que sus obligaciones se limitaban a perfeccionar el inglés de las clases altas. Porque mientras frotaba y frotaba la toalla contra las señales dejadas por el látigo hasta que la cara y el torso le quedaron a rayas de un rojo tan brillante como cuando el látigo acababa de golpearlo, Martin Mills estuvo todo el tiempo pensando la respuesta. Como astuto jesuita que era, inició la respuesta con una pregunta.
—¿Usted no es cristiano? —le preguntó el misionero—. Creo que mi padre decía que era converso, pero no al catolicismo romano.
—Sí, es cierto —replicó prudentemente Farrokh, mientras tendía a Martin Mills uno de sus mejores pijamas de seda, pero éste prefirió seguir desnudo.
—¿Conoce la posición calvinista, jansenista, respecto del libre albedrío? —le preguntó Martin—. Estoy simplificando demasiado, pero en esto se basaba la disputa planteada por Lutero y los teólogos protestantes de la Reforma..., concretamente la idea de que estamos condenados por el pecado original y sólo podemos esperar la salvación por gracia divina. Lutero negaba que las buenas obras pudiesen contribuir a nuestra salvación. Calvino negaba además que nuestra fe pudiera salvarnos. Según Calvino, todos estamos predestinados a salvarnos..., o no. ¿Usted cree en eso?
Por la inclinación que iba adquiriendo la lógica del jesuita, Farrokh calculó que no debía creer en eso, de modo que dijo:
—No, no exactamente.
—Bien, entonces usted no es jansenista —dijo el escolástico—. Estos fueron muy desalentadores..., su doctrina de la gracia por encima de la del libre albedrío era en realidad bastante derrotista. Nos hacían sentir a todos que no podíamos hacer absolutamente nada por nuestra salvación, en síntesis, que para qué íbamos a tomarnos la molestia de hacer buenas obras, y que daba igual que pecáramos.
—¿Sigues simplificando demasiado? —preguntó Farrokh.
El jesuita consideró al médico con furtivo respeto, y también aprovechó la interrupción como un momento útil para ponerse el pijama de seda.
—Si está sugiriendo que es casi imposible conciliar el concepto de libre albedrío con nuestra fe en un Dios omnipotente y omnisciente, coincido con usted: es difícil —dijo Martin—. La cuestión de la voluntad humana y la omnipotencia divina..., ¿a eso se refiere su pregunta?
El doctor Daruwalla calculó que ésa debía ser su pregunta, por lo que respondió:
—Sí, algo parecido.
—Bien, de hecho es una pregunta interesante —reconoció el jesuita—. No me gusta que la gente trate de reducir el mundo espiritual con teorías puramente mecánicas, los conductistas, por ejemplo, ¿a quién le importan las teorías de Loeb sobre el pulgón, o el perro de Pavlov?
El doctor Daruwalla asintió, pero no se atrevió a decir una sola palabra: nunca había oído hablar del pulgón. Sí del perro de Pavlov, por supuesto, pero no recordaba qué le hacía salivar ni qué significaba la saliva.
—A vosotros debemos de pareceros excesivamente rigurosos, nosotros los católicos a vosotros los protestantes, me refiero —dijo Martin, y Farrokh meneó la cabeza—. ¡Sí que os lo parecemos! —exclamó el misionero—. Tenemos una teología de recompensas y castigos que se distribuyen después de la muerte. En comparación con vosotros, le damos demasiada importancia al pecado. Los jesuitas, sin embargo, solemos restarle importancia a los pecados de pensamiento.
—En oposición a los de hecho —lo interrumpió el doctor Daruwalla, pues aunque obviamente era del todo innecesario decirlo, sentía que sólo un tonto no tendría nada que decir, y hasta ese momento eso era lo que había demostrado él.
—Para nosotros, para nosotros los católicos me refiero, a veces los protestantes nos dais la impresión de subrayar exageradamente la propensión humana por el mal...
El misionero hizo una pausa, pero Farrokh, vacilante entre asentir o negar con la cabeza, se limitó a fijar estúpidamente la vista en el agua de la bañera que bajaba en espiral por la cañería, como si fueran sus propios pensamientos que escapaban de él.
—¿Conoce a Leibniz? —preguntó de improviso el jesuita.
—Bien, en la universidad..., pero eso fue hace muchos años...
—Leibniz supone que al hombre no se le quitó libertad por su caída, lo que lo vuelve bastante amigo nuestro..., de nosotros los jesuitas, me refiero —dijo Martin—. Hay algunas cosas de Leibniz que no puedo olvidar, como: «Aunque el impulso y la ayuda vengan de Dios, en todo momento van acompañados por cierta cooperación del hombre; de lo contrario, no podríamos decir que hemos actuado», pero usted está de acuerdo, ¿no?
—Sí, naturalmente.
—Bien, ya ve, por eso no puedo ser solamente profesor de inglés —concluyó el jesuita—. Desde luego, me empeñaré en mejorar el inglés de los niños..., y en el grado más perfecto posible. Pero dado que soy libre de actuar, «aunque el impulso y la ayuda vengan de Dios», claro, debo hacer lo que pueda, no sólo para salvar mi alma, sino la de otros.
—Comprendo —dijo Farrokh, quien también empezaba a entender por qué los enfurecidos prostitutos travestidos no habían logrado hacer mella en la carne ni en la indomable voluntad de Martin Mills.
Más aún, el médico descubrió que estaba de pie en el salón de su casa y observando cómo se tumbaba Martin en el sofá sin el menor recuerdo de haber salido del baño. En ese momento el misionero le tendió el cilicio, que él recibió a regañadientes.
—Veo que aquí no lo necesitaré —dijo el escolástico—. Habrá suficientes adversidades sin este instrumento. San Ignacio de Loyola también cambió de idea respecto de esas armas de mortificación.
—¿Sí? —preguntó Farrokh.
—Creo que las empleó en exceso..., aunque sólo por un aborrecimiento positivo a sus anteriores pecados —explicó el jesuita—. De hecho, en la última versión de los Ejercicios espirituales, san Ignacio nos exhorta contra la flagelación de la carne, y también se opone al ayuno absoluto.
—Yo también —dijo el doctor Daruwalla sin saber qué hacer con la cruel pernera de hierro.
—Tírela, por favor —le pidió Martin—. Y le ruego que le diga al enano que se quede con el látigo, yo no lo necesito.
El doctor Daruwalla estaba enterado del uso que daba Vinod a los mangos de raquetas y la perspectiva de qué pudiera hacer con el látigo resultaba escalofriante. Entonces se dio cuenta de que Martin Mills se había quedado dormido; con los dedos entrelazados sobre el pecho y expresión beatífica, el misionero parecía un mártir camino del reino celestial.
Farrokh fue a buscar a Julia para que lo viera. Al principio, ella no quiso llegar más allá de la mesa con la superficie de cristal —desde donde lo ojeó como si mirara a un cadáver contaminado—, pero su marido la instó a que lo mirara de cerca. Cuanto más se aproximaba a Martin Mills, más relajada se sentía Julia. Era como si el misionero —al menos dormido— tuviese un efecto pacificador sobre quienes lo rodeaban. Por último, Julia se sentó en el suelo, junto al sofá. Más adelante diría que le había recordado a John D. cuando era mucho más joven, más despreocupado, aunque Farrokh afirmaba que Martin Mills era el resultado, sencillamente, de no haber levantado pesas ni bebido cerveza, cuando lo que quería decir era que no tenía músculos, pero tampoco panza.
Sin recordar en qué momento se sentó, el médico se encontró en el suelo, al lado de su mujer. Los dos estaban sentados junto al sofá como transfigurados por el durmiente cuando entró Dhar desde el balcón, para ducharse y lavarse los dientes; desde su perspectiva, Farrokh y Julia daban la impresión de estar rezando. Luego el astro vio al muerto —al menos le pareció una persona muerta— y sin mirar dos veces, preguntó:
—¿Quién es?
A Farrokh y Julia les impresionó que John D. no reconociera de inmediato a su gemelo; al fin y al cabo, un actor está especialmente familiarizado con sus facciones —bajo una diversidad de maquillajes, incluida la alteración extrema de la edad—, pero él nunca había visto una expresión semejante en su propio rostro. Es dudoso que la cara de Dhar haya reflejado beatitud alguna vez, pues ni siquiera en sueños había imaginado la dicha del cielo. Dhar sabía poner muchas expresiones, pero ninguna de ellas era santa. Finalmente, susurró:
—Bien, de acuerdo, ya veo quién es, ¿pero qué está haciendo aquí? ¿Va a morirse?
—Está tratando de ser sacerdote —susurró Farrokh.
—¡Por Cristo! —exclamó John D.
Pero tendría que haber susurrado, o quizá Martin Mills era proclive a oír ese nombre en particular. Una sonrisa de tan inmensa gratitud cruzó el rostro dormido del misionero que de repente Dhar y los Daruwalla se sintieron avergonzados. Sin intercambiar una sola palabra fueron de puntillas a la cocina, como si les hubiera turbado unánimemente haber espiado a alguien que dormía; lo que en realidad les había turbado y hecho sentir que no les correspondía estar donde estaban, fue el pleno contento de un hombre momentáneamente en paz con su alma, aunque ninguno de ellos habría podido identificar que ésa era la causa.
—¿Le pasa algo malo? —preguntó Dhar.
—¡No le pasa nada malo! —contestó Farrokh y luego se preguntó por qué había dicho eso acerca de un hombre al que habían azotado y golpeado mientras hacía proselitismo entre unos prostitutos travestidos—. Tendría que haberte avisado de que vendría —agregó el médico tímidamente.
John D. se limitó a poner los ojos en blanco: él solía manifestar su ira con sordina; Julia también puso los ojos en blanco.
—En lo que a mí respecta —dijo Farrokh a Dhar—, a ti te corresponde decidir si quieres que conozca tu existencia o no. Aunque no sé si éste sería el momento adecuado para decírselo.
—Olvídate de este momento —contestó John D.—. Cuéntame cómo es.
El doctor Daruwalla no pudo articular la primera palabra que llegó a sus labios: «Loco». La segunda vez estuvo a punto de decir: «Como tú, excepto que habla». Pero éste era un concepto sumamente contradictorio: la sola idea de un Dhar que hablara podía ser insultante para él.
—He preguntado cómo es —repitió John D.
—Yo sólo lo he visto dormido —dijo Julia.
Tanto ella como John D. fijaron la vista en Farrokh, cuya mente —sobre la cuestión de «cómo» era Martin Mills— estaba totalmente en blanco. No aparecía en su cabeza una sola imagen, aunque el misionero se las había arreglado para discutir con él, sermonearlo e incluso educarlo..., y casi todo mientras ese fanático estaba desnudo.
—Es algo fanático —dijo con gran cautela.
—¿Fanático? —preguntó Dhar.
—Liebchen, ¿eso es todo lo que puedes decir de él? —le preguntó Julia—. Le oí hablar sin parar en el baño. ¡Tiene que haber estado diciendo algo!
—¿En el baño? —inquirió John D.
—Es muy resuelto —dijo bruscamente Farrokh.
—Supongo que eso se desprende de ser «fanático» —acotó el Inspector Dhar, de lo más sarcástico.
Para Farrokh era exasperante que Julia y John D. esperaran que fuese capaz de sintetizar la índole del jesuita sobre la base de esa única y peculiar reunión.
Él no conocía la historia del otro fanático, el más grande fanático del siglo XVI, san Ignacio de Loyola, que tanto había inspirado a Martin Mills. Cuando Ignacio falleció sin haber permitido jamás que le hicieran un retrato, los hermanos de la orden trataron de que lo pintaran muerto. Un famoso pintor lo intentó y fracasó. Los discípulos declararon que la máscara mortuoria —que era obra de un desconocido—, tampoco correspondía al verdadero rostro del padre de los jesuitas. Otros tres artistas hicieron el intento y no lograron captarlo, pero su único modelo era la máscara mortuoria. Por último llegaron a la conclusión de que Dios no quería que Ignacio de Loyola, Su sirviente, fuese plasmado en un lienzo. El doctor Daruwalla no podía saber hasta qué punto Martin Mills adoraba esa historia, pero sin duda éste se habría sentido complacido al ver cómo se esforzaba por describir incluso a un sirviente de Dios tan novato como un simple escolástico. Farrokh sintió que tenía la palabra adecuada en la punta de la lengua, pero al instante se le escapó.
—Es bien educado —consiguió articular. Tanto John D. como Julia gruñeron—. Está bien, maldición, ¡es un hombre complicado! —gritó—. ¡Aún es pronto para saber cómo es!
—Baja la voz si no quieres despertarlo —le regañó Julia.
—Si es demasiado pronto para saber cómo es —dijo John D.—, es demasiado pronto para que yo sepa si quiero conocerlo.
El doctor Daruwalla se irritó; sintió que ésa era una expresión típica del Inspector Dhar; Julia sabía qué estaba pensando su marido.
—Muérdete la lengua —le aconsejó.
Julia preparó café para ella y John D., y una tetera llena para Farrokh. Juntos, los Daruwalla vieron salir a su entrañable astro cinematográfico por la puerta de la cocina. A Dhar le gustaba usar la escalera de atrás para que nadie lo viera. Las primeras horas de la mañana —aún no habían dado las seis— eran de los pocos momentos en que podía ir andando desde Marine Drive hasta el Taj sin que lo reconocieran y lo rodearan. A esa hora sólo le fastidiarían los mendigos, que fastidiaban a todo el mundo por igual. A ellos les daba lo mismo, sencillamente, que fuese el Inspector Dhar; muchos pordioseros iban al cine, ¿pero a ellos qué les importaba un astro del séptimo arte?
Inmovilidad: un ejercicio
A las seis en punto de la mañana, mientras Farrokh y Julia se bañaban juntos —ella le enjabonaba la espalda, él le enjabonaba los pechos, pero allí terminaban sus retozos—, Martin Mills se despertó con los tranquilizantes sonidos emitidos por el doctor Aziz, el urólogo orante. «Alabado sea Alá, Señor de la Creación»: los conjuros del doctor Aziz a Alá flotaban hacia arriba desde el balcón del cuarto piso e hicieron que el nuevo misionero se levantara al instante. Aunque había dormido menos de una hora, se sentía tan fresco como cualquier hombre normal que hubiera pasado toda la noche en brazos de Morfeo; vigorizado, llegó de un salto al balcón del doctor Daruwalla, desde donde podía supervisar el ritual matinal de Urología Aziz en su alfombrilla de rezos. Desde la situación ventajosa del apartamento del doctor Daruwalla en el quinto piso, la vista de Back Bay era imponente. Martin Mills veía Malabar Hill y Nariman Point; en lontananza, ya se había reunido un hormiguero de gente en Chowpatty Beach. Pero el jesuita no había ido a Bombay por el paisaje. Siguió con la mayor concentración las oraciones del doctor Aziz: siempre podía aprenderse algo de la santidad de los demás.
Martin Mills no daba por sentado que la oración fuese suficiente. Sabía que orar no era lo mismo que pensar, ni tampoco una forma de escapatoria del pensamiento. Nunca era algo tan sencillo como limitarse a pedir; se trataba, en cambio, de la búsqueda de instrucción; conocer a Dios era el deseo más íntimo del misionero y alcanzar ese estado de perfección —la unión con Dios en éxtasis místico— exigía la paciencia de un cadáver.
Observando a Urología Aziz enrollar su alfombrilla, Martin comprendió que era el momento perfecto para otra práctica de los Ejercicios cristianos en su forma oriental, del padre De Mello, concretamente la «inmovilidad». La mayoría de la gente no sabía apreciar que permanecer en absoluta parálisis era prácticamente imposible, y también podía ser doloroso, pero Martin Mills lo hacía muy bien. Permaneció tan quieto, que diez minutos después un milano de cola bifurcada que pasaba por allí estuvo a punto de aterrizar sobre su cabeza. El pájaro no se desvió repentinamente porque el misionero parpadeara, sino que la luz reflejada en la brillantez de esos ojos lo ahuyentó.
Entretanto, el doctor Daruwalla se dedicaba a romper la correspondencia insultante, entre la que encontró un preocupante billete de dos rupias. El sobre estaba dirigido al estudio fílmico, a la atención del Inspector Dhar; en la cara del número de serie alguien había mecanografiado, en letras mayúsculas, la siguiente advertencia: ESTÁS TAN MUERTO COMO LAL. Farrokh se la mostraría al subcomisario Patel, por supuesto, aunque sentía que no necesitaba de la confirmación del detective para saber que el dactilógrafo era el mismo lunático que había mecanografiado el mensaje del billete encontrado en la boca del señor Lal.
En ese momento irrumpió Julia en el dormitorio. Se había asomado al salón para ver si Martin Mills seguía durmiendo, pero no lo vio en el sofá. Las puertas corredizas que llevaban al balcón estaban abiertas, pero tampoco lo vio en el balcón: él estaba tan inmóvil que no notó su presencia. El doctor Daruwalla se metió el billete de dos rupias en el bolsillo y corrió al balcón.
Cuando llegó, el misionero había pasado a una nueva táctica oradora, uno de los ejercicios de Antonio de Mello correspondiente al campo de «sensaciones corporales» y «control mental». Martin levantaba el pie derecho, lo adelantaba, lo bajaba. Mientras lo hacía, entonaba: «Levantar..., levantar..., levantar...» y luego (naturalmente) «adelantar..., adelantar..., adelantar», y (por último) «apoyar..., apoyar..., apoyar...». En resumidas cuentas, solamente estaba andando por el balcón, aunque con una lentitud exagerada y exclamando sin cesar sus movimientos exactos. A ojos del doctor Daruwalla, el jesuita parecía un paciente de terapia física —alguien en proceso de recuperación de un ataque reciente—, pues daba la impresión de estar enseñándose a sí mismo a hablar y caminar al mismo tiempo, con un éxito apenas modesto.
Farrokh volvió de puntillas al dormitorio y a Julia.
—Tal vez he subestimado sus lesiones —comentó a su mujer—. Tendré que llevarlo conmigo al consultorio. Al menos por un tiempo, será mejor vigilarlo.
Pero cuando los Daruwalla se le acercaron cautamente, lo encontraron con vestiduras clericales y revisando su maleta.
—Solamente se han llevado mis cuentas de disciplina y mi ropa informal —observó Martin—. Tendré que comprar algo de ropa barata..., ¡sería una ostentación presentarme así en San Ignacio! —Tras estas palabras se echó a reír y se arrancó de un tirón el collarín sorprendentemente blanco.
Sin duda no convenía que se paseara así por Bombay, pensó Farrokh. Lo que se necesitaba era el tipo de atuendo que de alguna manera permitiera que el loco encajara. «Quizá yo consiga que le afeiten la cabeza», pensó. Julia se limitó a mirar boquiabierta a Martin Mills, pero en cuanto éste empezó a relatar (¡otra vez!) la historia de su incorporación a la ciudad, la dejó fascinada, por lo que ella se volvió alternativamente coqueta y tímida como una colegiala. Farrokh pensó que para tratarse de un hombre que había hecho votos de castidad, el jesuita se sentía notablemente a sus anchas con las mujeres..., al menos con una mujer mayor.
Las complicaciones del día que se le avecinaba eran para el doctor Daruwalla casi tan aterradoras como la idea de pasar las doce horas siguientes metido en el cilicio descartado por el misionero..., o seguido por un Vinod furioso blandiendo su látigo.
No había tiempo que perder. Mientras Julia preparaba una taza de café para Martin, Farrokh echaba un rápido vistazo a la biblioteca reunida en la maleta del jesuita. Sadhana: un camino a Dios, del padre De Mello, mereció una mirada especialmente furtiva, porque Farrokh encontró una página marcada con un doblez en la esquina y una frase subrayada: «Uno de los mayores enemigos de la oración es la tensión nerviosa». «Supongo que por eso yo no puedo rezar», pensó.
En el vestíbulo, el médico y el misionero no pasaron inadvertidos para el miembro de la Asociación de Residentes de la planta baja, el mortífero señor Munim.
—¡Ya! ¡Aquí está su astro cinematográfico! ¿Y dónde está su enano? —gritó el señor Munim.
—No le prestes atención a este hombre —dijo Farrokh a Martin—. Está loco de atar.
—¡El enano está en la maleta! —gritó el señor Munim, tras lo cual pateó la maleta del escolástico, una malísima idea, dado que sólo llevaba unas sandalias sueltas y poco consistentes; por su instantánea mueca de dolor, fue evidente que había topado con uno de los volúmenes más sólidos de la biblioteca de Martin Mills, puede que el Diccionario conciso de la Biblia, que era conciso pero no blando.
—Le aseguro, señor, que en esta maleta no hay ningún enano... —empezó a decir el nuevo misionero, pero Farrokh tiró de él; estaba comenzando a comprender que ésa era la tendencia más elemental de Martin Mills: hablar con cualquiera.
En el callejón, encontraron a Vinod dormido en el Ambassador, con las puertas del coche cerradas con llave. Apoyado contra la del lado del volante se encontraba el idóneo «cualquiera» a quien más temía el médico, pues imaginaba que nadie podía inspirar más el celo misionero que un niño tullido..., salvo que hubiese estado allí un chico al que le faltaran los dos brazos y las dos piernas. Por el brillo de exaltación en los ojos del escolástico, Farrokh supo que el chico con el pie mutilado era suficientemente inspirador para él.
El niño Caca de Pájaro
Era el mendigo del día anterior, el crío que hacía el pino en Chowpatty Beach, el tullido que dormía en la arena; el pie derecho aplastado resultó nuevamente ofensivo para el nivel de pulcritud quirúrgica del médico, pero Martin Mills se sintió fatalmente atraído por el flujo legañoso que rodeaba los ojos del chico; para su mente misionera, era lo mismo que si el niño vapuleado empuñara ya un crucifijo. El escolástico sólo apartó la mirada de él un instante fugaz —para elevar la mirada al cielo— pero fue suficiente para que el pordiosero lo engañara con la infame triquiñuela bombayita de la cagada del pajarito.
En la experiencia del doctor Daruwalla, se trataba de un truco sucio que habitualmente seguía la siguiente secuencia: mientras el pequeño gamberro apuntaba con una mano a lo alto — hacia un ave de paso inexistente—, con la otra manchaba el zapato o los pantalones de la víctima. El instrumento que aplicaba la supuesta «caca de pájaro» era semejante a una perilla para rociar carnes, pero cualquier tipo de esfera de goma hueca con una jeringuilla resultaba útil. El líquido que contenía era una materia blancuzca —en general leche cuajada o harina y agua—, pero en los zapatos o en los pantalones parecía excremento de algún pájaro. Cuando la víctima bajaba la vista sin haber divisado al pájaro, encontraba la mierda —ya le había acertado— y el solapado mendicante le limpiaba el zapato o los pantalones con un trapo que tenía a mano. Entonces era recompensado como mínimo con una o dos rupias.
Pero en este caso, Martin Mills no comprendió que se esperaba una recompensa. Había mirado en dirección celestial sin que el chico necesitara señalar; en ese momento, el crío sacó la jeringa y le manchó un zapato negro y estropeado. El tullido fue tan rápido en sacar la jeringa y tan suave en ocultarla bajo la camisa, que el doctor Daruwalla no vio que la sacara, ni el disparo del líquido, sino apenas el diestro retorno del artilugio a la camisa. Martin Mills creyó que un pájaro le había cagado sin miramientos el zapato y que el chiquillo trágicamente mutilado estaba limpiándole la mierda con la pernera rota de sus holgados pantalones cortos. Para el misionero, ese niño mutilado había llovido del cielo.
Al pensar en ello, en el callejón, el escolástico cayó de rodillas, postura que no era la respuesta habitual a la mano tendida del mendigo, además el niño estaba asustadísimo por el abrazo del misionero.
—¡Gracias, Dios mío! —gritó Martin Mills, mientras el tullido miraba a Farrokh pidiendo socorro—. Hoy es tu día de suerte —dijo el misionero al desconcertado mendigo—. Este hombre es médico. Este hombre puede curarte el pie.
—¡Yo no puedo curarle ese pie! —gritó el doctor Daruwalla—. ¡No le digas eso!
—¡Seguro que puede darle al menos mejor aspecto! —replicó Martin.
El lisiado se encogió como un animal acorralado, pasando la mirada de un hombre al otro.
—No se trata de que no lo haya pensado con anterioridad —dijo Farrokh a la defensiva—. Pero tengo la certeza de que no puedo proporcionarle un pie que funcione. ¿Y crees que a un niño como éste le importa el aspecto que tenga su pie? ¡Seguiría cojeando igualmente!
—¿No te gustaría que tu pie tuviese mejor aspecto? —preguntó Martin Mills al mendigo—. ¿No te gustaría que se pareciese menos a una azada o a un garrote?
Mientras hablaba, el nuevo misionero ahuecó la mano cerca de la soldadura ósea del tobillo con el pie, que el crío apoyaba torpemente en el talón. De cerca, el médico confirmó su sospecha previa: tendría que serrar a través del hueso, con poquísimas posibilidades de éxito y mayor riesgo.
—Primum non nocere —dijo Farrokh a Martin Mills—. Supongo que sabes latín.
—«Por encima de todo, no hacer daño» —tradujo el jesuita.
—Le pisó un elefante —le explicó Farrokh; entonces recordó lo que había dicho el propio lisiado y se lo repitió al misionero, aunque mirando al chiquillo mientras lo decía—: No puede curarse lo que hacen los elefantes.
El chico asintió, aunque cautamente.
—¿Tienes madre o padre? —preguntó el jesuita. El mendigo meneó la cabeza—. ¿Te cuida alguien? —insistió Martin, y el chico volvió a negar con la cabeza.
El doctor Daruwalla sabía que era imposible calcular cuánto entendía el chico, pero recordó que sabía más inglés de lo que aparentaba, recurso típico de un chico inteligente.
—Hay toda una pandilla en Chowpatty —dijo Farrokh—. En su forma de mendigar rige la ley del más fuerte.
Pero Martin Mills no le prestaba la menor atención; aunque manifestó cierto «pudor de la mirada», algo que se estimulaba entre los jesuitas, sus pupilas clavadas en los ojos legañosos del tullido mostraban una gran intensidad. El doctor Daruwalla se dio cuenta de que el niño estaba hipnotizado.
—Pero hay alguien que te cuida —aseguró el misionero al mendigo, que lentamente asintió—. ¿Tienes otra ropa además de la que llevas puesta?
—No ropa —se apresuró a contestar el chiquillo; era pequeño, pero estaba endurecido por la vida callejera; podía tener ocho o diez años.
—¿Cuánto hace que no comes? —le preguntó Martin—. Me refiero a comer un montón.
—Mucho tiempo —respondió el mendigo. Como máximo podía tener doce.
—No puedes hacer esto, Martin —dijo Farrokh—. En Bombay hay más chicos como éste que los que caben en San Ignacio. No cabrían ni en la escuela, ni en la iglesia ni en el claustro. ¡No cabrían siquiera en el patio ni en el aparcamiento! —gritó—. Hay demasiados críos como éste..., ¡no puedes empezar tu primer día en la India adoptándolos!
—A todos no, sólo a éste —replicó el misionero—. San Ignacio decía que sacrificaría su vida si pudiese impedir los pecados de una prostituta en una sola noche.
—Comprendo —dijo el doctor Daruwalla—. Ya veo que eso ya lo has probado.
—En realidad es muy sencillo. Pensaba comprarme ropa, ahora compraré la mitad para mí y el resto para él. Supongo que en algún momento, más tarde, comeré. La mitad de lo que comería normalmente...
—No necesitas decírmelo: el resto es para él —le interrumpió furioso el doctor Daruwalla— . Una idea brillante. ¡Me pregunto por qué no se me ocurrió a mí hace años!
—Todo es un comienzo —dijo serenamente el jesuita—. Nada es abrumador si uno avanza paso a paso.
Entonces se incorporó con el niño en brazos, dejando que el doctor Daruwalla se las arreglara con la maleta. Dio la vuelta hasta el otro lado del taxi del enano, que seguía durmiendo.
—Levantar..., levantar..., levantar... —iba diciendo Martin Mills—. Mover..., mover..., mover... —repetía—. Apoyar..., apoyar..., apoyar. —El chico creyó que se trataba de un juego y rió—. ¿Ha visto? ¡Es feliz! —anunció Martin Mills a Farrokh—. Primero la ropa, después la comida y luego, aunque no el pie, usted podrá hacer al menos algo con esos ojos, ¿no?
—Yo no soy médico de ojos —replicó el doctor Daruwalla—. Las enfermedades de los ojos son muy comunes aquí. Podría remitírselo a alguien...
—Bien, ya es un principio, ¿no? —dijo Martin, y luego se dirigió al chico—: Te pondremos en marcha.
Farrokh golpeó la ventanilla y Vinod se despertó sobresaltado, buscando a tientas con sus dedos rechonchos los mangos de las raquetas antes de reconocer al médico. Luego se apresuró a destrabar el seguro de las puertas del coche. Si a la luz del día el enano vio que Martin Mills guardaba un parecido menos exacto con su famoso gemelo, no dio muestras de notarlo. Ni siquiera el collarín pareció desconcertarlo. Si Dhar le pareció diferente, Vinod supuso que era el resultado de la paliza de los prostitutos travestidos. Furioso, Farrokh arrojó la maleta del loco en el maletero.
No había tiempo que perder. Farrokh comprendió que tenía que dejar a Martin Mills en San Ignacio lo antes posible. El padre Julian y los demás lo encerrarían. Martin tendría que obedecerlos, al fin y al cabo, ¿no era eso lo que significaba un voto de obediencia? Su consejo al padre rector sería sencillísimo: mantener a Martin Mills en la misión o mantenerlo en la escuela. ¡No dejarlo suelto en el resto de Bombay! ¡El caos que provocaría era inconcebible!
Mientras Vinod ponía el Ambassador marcha atrás para sacarlo del callejón, el doctor Daruwalla vio que tanto el escolástico como el tullido sonreían. En ese momento pensó en la palabra que se le había escapado; ahora flotó hasta sus labios, en demorada respuesta a la pregunta de John D. respecto a cómo era Martin Mills. La palabra era «peligroso». El médico no pudo contenerse.
—¿Sabes qué eres? —preguntó al misionero—. Eres peligroso.
—Gracias —dijo el jesuita.
No se habló más hasta que el enano se esforzaba por aparcar el taxi en la concurrida franja de Cross Maidan cercana al Bombay Gymkhana. El doctor Daruwalla estaba llevando a Martin Mills y al tullido a Fashion Street, donde podrían comprar ropa de algodón baratísima —artículos de fábrica con pequeñas taras—, cuando notó la gota de falsa mierda endurecida en la tira de su sandalia derecha, al tiempo que sintió que algo de la inmunda pasta se le había secado también entre los dedos de los pies. El chico debía de haberle manchado mientras discutía con el escolástico, aunque existía la leve posibilidad de que la cagada fuera auténtica.
—¿Cómo te llamas? —preguntó el misionero al mendigo.
—Ganesh —replicó el chico.
—Por el dios con cabeza de elefante, el más popular de Maharashtra —explicó Farrokh a Martin Mills. Era el nombre de uno de cada dos chicos que pululaban por Chowpatty Beach—. Ganesh..., ¿puedo llamarte Caca de Pájaro? —preguntó al mendigo.
Pero no había forma de interpretar la mirada de un negro profundo que centelleó en la cara tenebrosa del tullido; no comprendió o pensó que la mejor política era el silencio: un chico inteligente.
—¡Por supuesto que no puede llamarle Caca de Pájaro! —protestó el misionero.
—Ganesh —dijo el doctor Daruwalla—. Sospecho que tú también eres peligroso.
Los ojos negros se desviaron rápidamente a Martin Mills y luego volvieron a clavarse en Farrokh.
—Gracias —dijo Ganesh.
Vinod tuvo la última palabra; a diferencia del misionero, no se sentía automáticamente movido a apiadarse de los lisiados.
—Eh, tú, Caca de Pájaro —dijo el enano—. Decididamente, eres peligroso.