Listo para la rabia
Esta vez Julia lo encontró por la mañana con la cara apretada a un lápiz, contra la mesa de cristal del comedor. Por los últimos apuntes de Farrokh era evidente que estaba buscando un título. Aparecía Pis de león (afortunadamente tachado) y Hormonas voraces (Julia se alegró al verlo también tachado), pero el que parecía haber satisfecho al guionista antes de quedarse dormido estaba rodeado por un círculo. Como título de una película, Julia tuvo sus dudas. Era Limo Roulette, lo que le recordó una de esas películas francesas que desafían el sentido común..., incluso cuando uno logra leer todas las palabras de los subtítulos.
Pero era una mañana demasiado ajetreada para que Julia tuviese tiempo de leer las nuevas páginas. Despertó a Farrokh soplándole una oreja; mientras él estaba en la bañera, ella le preparó el té. Ya había guardado sus artículos de aseo y una muda de ropa; también le había tomado el pelo por su costumbre de llevar consigo un equipo de emergencia de naturaleza complejamente paranoide; al fin y al cabo, pasaría una sola noche fuera.
Pero el doctor Daruwalla nunca viajaba por la India sin llevar consigo algunos elementos precautorios: eritromicina, el antibiótico preferido para la bronquitis, y Lomotil, para la diarrea; hasta cargaba con un juego de instrumentos quirúrgicos, incluidas suturas y gasa con yodoformo, además de un polvo antibiótico y un ungüento. Con la temperatura habitual, en la herida más sencilla solían prosperar las infecciones. Farrokh tampoco viajaba nunca sin un surtido de condones que distribuía gratuitamente sin que se los solicitaran. Los indios tenían fama de no usar preservativos; al doctor Daruwalla le bastaba con conocer a un hombre que bromeaba sobre las prostitutas: para él, eso equivalía a una confesión. «Aquí tiene, la próxima vez úselo», le decía el doctor Daruwalla.
También acarreaba media docena de agujas y jeringas estériles y desechables, sólo por si alguien necesitaba algún tipo de inyección. En los circos eran constantes las mordeduras de perros y monos. Alguien le había dicho que la rabia era endémica entre los chimpancés. Para ese viaje en particular, Farrokh se llevó tres dosis iniciales de vacuna antirrábica, junto con tres frascos de diez mililitros de inmunoglobulina contra la rabia humana. Tanto la vacuna como la inmunoglobulina tenían que estar refrigeradas, pero para un viaje de menos de cuarenta y ocho horas un termo con hielo sería suficiente.
—¿Esperas que te muerda algo? —le había preguntado Julia.
—Estaba pensando en el nuevo misionero —respondió Farrokh, pues estaba convencido de que si él fuese un chimpancé rabioso del Great Blue Nile, sin duda se sentiría inclinado a morder a Martin Mills.
Sin embargo, Julia sabía que llevaba suficientes vacunas e inmunoglobulina para tratarse a sí mismo, al misionero y a ambos niños, por si un chimpancé rabioso los atacaba a todos.
El día de suerte
Por la mañana, Farrokh ansiaba leer y corregir las nuevas páginas de su guión, pero tenía demasiadas cosas por hacer. El niño elefante había vendido todas las prendas que le comprara Martin Mills en Fashion Street, tal como Julia había previsto; ella misma le compró más ropa a ese pillo desagradecido. Fue una verdadera lucha lograr que Ganesh se bañara, al principio porque lo único que quería era subir y bajar en el ascensor, después porque nunca había estado en un edificio que tuviera un balcón con vistas a Marine Drive y lo único que le interesaba era mirar el paisaje. Además protestó cuando tuvo que ponerse una sandalia en el pie sano, y hasta Julia dudó de la sensatez de ocultar el pie aplastado en un calcetín blanco limpio, que no conservaría su color durante mucho tiempo; en cuanto a Ganesh, también se quejó de que la tira que cruzaba el empeine de su única sandalia le producía mucho dolor y apenas podía andar.
Tras despedirse de Julia con un beso, Farrokh guió al niño contrariado hasta el taxi de Vinod, que estaba esperándolos; en el asiento delantero, al lado del enano, estaba Madhu, también ceñuda. Le irritaba la dificultad del doctor Daruwalla para comprender lo que decía; tuvo que probar tanto en marathi como en hindi para que él entendiera que estaba descontenta con la forma en que la había vestido el enano, a quien Deepa había dado instrucciones sobre la manera de ataviarla.
—No soy una niña —dijo la ex niña prostituta, aunque resultaba evidente que la intención de Deepa había sido justamente hacer que pareciera una niña.
—El circo quiere que parezcas una niña —le dijo el doctor Daruwalla.
Pero Madhu puso mala cara y tampoco respondió a Ganesh como una hermana. Echó un breve vistazo de asco a los ojos viscosos del niño, donde había una película de pomada de tetraciclina recién aplicada que le dejaba los ojos vidriosos. El chico tendría que seguir con la medicación durante más de una semana para que sus ojos tuvieran un aspecto normal.
—Creía que te estaban curando los ojos —dijo Madhu cruelmente, en hindi.
Farrokh había tenido la impresión, estando a solas con Madhu o con Ganesh, de que los dos se esforzaban por hablar en inglés; ahora que estaban juntos, retomaban el hindi y el marathi. Farrokh hablaba el hindi con vacilaciones, en el mejor de los casos, y apenas sabía el marathi.
—Es importante que os comportéis como hermanos —les recordó Farrokh.
Pero Ganesh estaba de tan mal humor como Madhu y respondió:
—Si fuera mi hermana la pegaría.
—No podrías, con ese pie —le espetó Madhu.
—Ya está bien, ya está bien —intervino Farrokh, decidido a hablar en inglés, pues estaba casi seguro de que tanto Madhu como el tullido lo entendían, y suponía que en inglés tenía más autoridad—. Hoy es vuestro día de suerte —les dijo.
—¿Qué es un día de suerte? —preguntó Madhu.
—Eso no significa nada —dijo Ganesh.
—Sólo es una expresión —reconoció el doctor Daruwalla—, pero significa algo. Significa que hoy tenéis la fortuna de dejar Bombay para ir al circo.
—Entonces quiere decir que nosotros somos los que tenemos suerte, no el día —respondió el niño con pie de elefante.
—Aún es pronto para decir que tenemos suerte —acotó la niña prostituta.
En esa tesitura llegaron a San Ignacio, donde los esperaba el leal misionero, quien subió al asiento trasero del Ambassador envuelto en un aire de entusiasmo desbordante.
—¡Hoy es vuestro día de suerte! —anunció a los niños.
—Ya hemos analizado esa cuestión —dijo el doctor Daruwalla.
Sólo eran las siete y media de la mañana de un sábado.
Fuera de lugar en el Taj
A las ocho y media llegaron a la terminal de vuelos interiores de Santa Cruz, donde les informaron que el vuelo a Rajkot se retrasaría hasta última hora del día.
—¡Indian Airlines! —exclamó el doctor Daruwalla.
—Al menos lo confiesan —dijo Vinod.
El doctor Daruwalla decidió que podían esperar en un lugar más cómodo que la terminal de Santa Cruz. Pero sin darle tiempo a llevar a todos otra vez al taxi del enano, Martin Mills se había alejado y comprado el periódico; en el camino de regreso a Bombay, en medio del tráfico de hora punta, el misionero les obsequió con noticias sueltas de The Times of India. Llegarían al Taj a las diez y media. (El doctor Daruwalla había tomado la excéntrica decisión de aguardar el vuelo a Rajkot en el vestíbulo del Hotel Taj Mahal.)
—Escuchad esto —dijo Martin—. «Dos hermanos apuñalados... La policía ha arrestado a un asaltante, mientras otros dos acusados salen pitando de manera impetuosa en un ciclomotor.» Un empleo inesperado del tiempo presente, por no hablar de «pitando» —observó el profesor de inglés—, y por no hablar de «impetuosa».
—«Salir pitando» es una expresión muy popular aquí —explicó Farrokh. —A veces la que sale pitando es la policía —terció Ganesh.
—¿Qué ha dicho el niño? —preguntó el misionero a Farrokh.
—Cuando se comete un delito, a menudo la policía sale pitando. Les molesta no haber podido evitar el delito o no ser capaces de coger al delincuente, por lo que prefieren huir — respondió Farrokh.
Pensó que este comportamiento no era aplicable al detective Patel. Según John D., el subcomisario tenía la intención de pasar el día en la suite que él ocupaba en el Oberoi, ensayando la mejor forma de abordar a Rahul. Farrokh se sentía dolido por no haber sido invitado a participar, o que no le ofrecieran postergar el ensayo hasta su regreso del circo; al fin y al cabo habría que imaginar y componer diálogos, y aunque el diálogo no formaba parte de su profesión principal, al menos era su otro oficio.
—Quiero cerciorarme de que entiendo bien esto —dijo Martin Mills—. A veces, cuando se comete un delito, «salen pitando» los delincuentes y la policía.
—Ni más ni menos —replicó Farrokh.
No tenía conciencia de haber copiado esta última expresión del detective Patel. Estaba distraído por el orgullo, pensando en lo inteligente que había sido, pues ya había hecho un irrespetuoso uso similar de The Times of India en su guión. (El señor Martin de ficción siempre está leyendo en voz alta algo estúpido a los niños de ficción.) La vida imita al arte, estaba pensando Farrokh cuando Martin Mills anunció:
—He aquí una opinión sincera y muy refrescante. —Había encontrado la sección Opinión del periódico y estaba leyendo una de las cartas—. Escuchad esto: «Nuestra cultura tendrá que cambiar. Habría que empezar por las escuelas primarias, enseñando a los niños a no orinar al aire libre».
—Hay que atraparlos jóvenes, en otras palabras —comentó el doctor Daruwalla.
Entonces Ganesh dijo algo que hizo reír a Madhu.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Martin a Farrokh.
—Que no hay dónde mear excepto al aire libre —replicó el médico.
Ahora fue Madhu quien dijo algo que evidentemente contó con la aprobación de Ganesh.
—¿Qué ha dicho ella? —preguntó el misionero.
—Que prefiere hacer pipí en los coches aparcados..., sobre todo de noche —tradujo Farrokh.
Cuando llegaron al Taj, Madhu tenía la boca llena de jugo de betel; la saliva de color rojo sangre se desbordaba por las comisuras de sus labios.
—Nada de mascar betel en el Taj —le advirtió el médico. La chica escupió el revoltijo escarlata en el neumático delantero del taxi de Vinod; tanto éste como el portero sij observaron, asqueados, cómo se extendía la mancha en el camino de acceso circular—. No te permitirán el paan en el circo.
—Todavía no estamos en el circo —recalcó la putilla mohína.
La plaza circular estaba atestada de taxis y un surtido de vehículos de aspecto opulento. El niño con pie de elefante dijo algo a Madhu, quien puso expresión divertida.
—¿Qué ha dicho? —preguntó el misionero.
—Que hay muchos coches para mear —respondió el médico.
Luego oyó que Madhu le susurraba a Ganesh que había estado en un coche de aspecto lujoso parecido a ésos; sus palabras no sonaron como una jactancia vana, pero Farrokh se resistió a la tentación de traducir esta información al jesuita. Por más que disfrutara escandalizando a Martin Mills, consideró obsceno especular sobre qué había estado haciendo una niña prostituta en un coche tan lujoso, aunque sólo hubiera sido mear.
—¿Qué ha dicho Madhu? —le preguntó Martin.
—Que le gustaría usar el lavabo de señoras —mintió Farrokh.
—¡Así me gusta! —felicitó Martin a la niña.
Cuando Madhu separó los labios para sonreírle, se vieron sus dientes con manchas brillantes del buyo; daba la impresión de que le sangraban las encías. El médico abrigó la esperanza de que fuera una jugarreta de su imaginación la que le hizo ver algo lascivo en la sonrisa de Madhu. Cuando entraron en el vestíbulo del hotel, no le gustó nada la forma en que el portero la seguía con la vista; el sij daba la impresión de saber que no era el tipo de chica a la que se le permitía el acceso al Taj. Al margen de cómo había dicho Deepa a su marido que debía vestirla, no parecía una niña.
Ganesh ya estaba temblando por el aire acondicionado; se le notaba ansioso, como si pensara que el portero sij estaba a punto de echarlo. A su vez el doctor Daruwalla pensaba que el Taj no era el lugar adecuado para un mendigo y una niña prostituta: había sido un error llevarlos allí.
—Tomaremos un té —informó Farrokh a los chicos—. Seguiremos comprobando el horario del vuelo —dijo al misionero.
Como Madhu y Ganesh, Martin parecía abrumado por la opulencia del vestíbulo. En los pocos minutos que tardaron el doctor Daruwalla y el subdirector del establecimiento en llegar a un acuerdo sobre un tratamiento especial, un miembro del personal subalterno del hotel ya había pedido al jesuita y a los niños que se marcharan. Cuando se aclaró el malentendido, apareció Vinod en el vestíbulo con la bolsa de papel que contenía la camisa hawaiana. El enano estaba observando debidamente y sin comentarios las que consideraba alucinaciones del Inspector Dhar, concretamente, que el famoso actor era un misionero jesuita que se preparaba para ser sacerdote. Farrokh tenía la intención de entregarle la camisa a Martin Mills, pero había olvidado la bolsa en el taxi del enano. (No a cualquier taxi-walla le habrían permitido entrar en el vestíbulo del Taj, pero Vinod era conocido como el chófer del Inspector Dhar.)
Cuando Farrokh entregó la camisa hawaiana al misionero, éste se emocionó.
—¡Qué maravilla! —gritó—. ¡Yo tenía una igual!
—En realidad, ésta es la que tenías antes —confesó Farrokh.
—No, no —susurró Martin—. A mí me robaron la que tenía, se la llevó una de las prostitutas.
—Y la devolvió —susurró el doctor Daruwalla.
—¿De veras? ¡Qué extraordinario! ¿Estaba arrepentida?
—Arrepentido —especificó Farrokh—. No..., me parece que él no estaba arrepentido.
—¿Qué quiere decir? Él... —dijo el misionero.
—Quiero decir que era un él, no una ella —explicó Farrokh—. Era un eunuco travestido... todos eran hombres. Bueno, una especie de hombres.
—¿Qué quiere decir una especie de hombres...? —quiso saber el misionero.
—Se llaman hijras y están castrados —susurró el médico. Como cirujano típico, le gustaba describir el procedimiento en todos sus detalles, incluida la cauterización de la herida con aceite caliente y sin olvidar la parte de la anatomía a que se asemejaba la cicatriz arrugada después de curada.
Cuando Martin Mills volvió del lavabo, llevaba puesta la camisa hawaiana, cuyos colores brillantes contrastaban con su palidez. Farrokh supuso que ahora la bolsa de papel contenía la camisa que antes tenía puesta el pobre misionero, sobre la cual había vomitado.
—Está muy bien que saquemos a los niños de esta ciudad —dijo con tono grave el fanático.
El doctor Daruwalla albergó dichoso una vez más la noción de que la vida imitaba al arte. ¡Si ese tonto se mordiera la lengua repasaría las nuevas páginas! Sabía que no podían pasarse el día entero en el Taj. Los niños ya estaban inquietos. Madhu era capaz de hacer proposiciones deshonestas a los huéspedes del hotel y con toda probabilidad el niño elefante robaría algo, por ejemplo, unos dijes de plata de la tienda de souvenirs. No se atrevía a dejar a los niños con Martin mientras telefoneaba a Ranjit para que le transmitiera los mensajes; de todos modos, no esperaba ninguno; los sábados sólo se presentaban urgencias y él no estaba de guardia ese fin de semana.
La postura de la niña turbó más aún a Farrokh: Madhu estaba más que repantigada en el mullido sillón. Se había recostado con el vestido levantado casi hasta las caderas y fijaba la vista en los ojos de todos los hombres que pasaban, lo que sin duda desmentía la posibilidad de que fuera una niña. Para colmo, se había puesto perfume y olía un poco a Deepa. (Sin duda, Vinod le había permitido acceder a las cosas de su mujer y a Madhu le había gustado el perfume que usaba.) Además, Farrokh creía que el aire acondicionado del Taj era excesivamente agradable..., de hecho, un tanto demasiado fresco. En la Casa Regional de Junagadh, donde los cuatro pasarían la noche, no habría aire acondicionado —sólo tenían instalados ventiladores de techo—, y en el circo, donde los niños pasarían la noche siguiente (y todas las noches a partir de entonces), sólo habría tiendas. Ni siquiera ventiladores de techo, y con toda probabilidad los mosquiteros estarían agujereados. El doctor Daruwalla comprendió que cada segundo que permanecieran en el vestíbulo del Taj dificultaría la adaptación de los niños al Great Blue Nile.
Entonces ocurrió algo sumamente molesto. Un mensajero estaba llamando al Inspector Dhar. El método para llamar a alguien en el Taj era rudimentario y había quien lo consideraba pintoresco; el mensajero recorría el vestíbulo con una pizarra de la que colgaban carillones de latón, regalando a todos los presentes con un insistente talán-talán. El mensajero, que creyó reconocer al Inspector Dhar, se detuvo delante de Martin Mills y sacudió la pizarra con su incesante tintineo, en la que podía leerse escrito con tiza: SEÑOR DHAR.
—Te has equivocado de hombre —indicó Farrokh al mensajero, pero éste siguió sacudiendo los carillones—. ¡He dicho que te has equivocado de hombre, imbécil! —gritó.
Pero el muchacho no era ningún imbécil y no pensaba moverse de allí sin propina. En cuanto la recibió, siguió andando con aire indiferente, repitiendo su talán-talán. Farrokh estaba furioso.
—Ahora mismo nos vamos —dijo bruscamente.
—¿Adónde? —le preguntó Madhu.
—¿Al circo? —inquirió Ganesh.
—No, todavía no..., sólo iremos a otro sitio —les informó.
—¿Acaso aquí no estamos cómodos? —preguntó el misionero.
—Demasiado cómodos —replicó Farrokh.
—La verdad es que un paseo por Bombay estaría muy bien..., al menos para mí —dijo el escolástico—. Comprendo que vosotros estéis familiarizados con la ciudad, pero es posible que haya algo que no os moleste mostrarme. Unos jardines públicos, por ejemplo. También me gustan los mercados.
Farrokh sabía que no era buena idea recorrer lugares públicos acarreando con el gemelo de Dhar. Se le ocurrió que podía llevar a todos a comer al Duckworth Club. Era seguro que no se toparían con John D. en el Taj, porque estaba ensayando con el detective Patel en el Oberoi, y por ende era improbable que encontraran al actor en el club. En cuanto a la posibilidad de tropezar con Rahul, al doctor Daruwalla no le molestó pensar en echar otro vistazo a la segunda señora Dogar; él no haría nada por despertar sus sospechas. Pero todavía era temprano para almorzar en el Duckworth Club y debía telefonear para reservar mesa; si aparecía sin reserva, el señor Sethna sería grosero con todos.
Demasiado ruido para una biblioteca
En el Ambassador, el médico indicó a Vinod que lo llevara a la biblioteca de la Sociedad Asiática frente a Horniman Circle; se trataba de un oasis en la hormigueante ciudad, como el Duckworth Club o el colegio San Ignacio, donde esperaba que el gemelo de Dhar estuviese a salvo. Farrokh era socio de esa biblioteca y con frecuencia había cabeceado en sus salas de lectura frescas y de techos altos. Las estatuas de genios literarios de tamaño más grande que el natural apenas habían reparado en el callado ascenso y descenso del guionista por su magnífica escalinata.
—Estoy llevándote a la biblioteca más grande de Bombay —le dijo a Martin Mills—. ¡Casi un millón de libros! ¡Casi igual número de bibliófilos!
El médico pidió al enano que mientras él y Martin estuvieran dentro paseara a los niños. También le advirtió que era importante no permitirles bajar del taxi; de todos modos les gustaba pasear en el Ambassador, el anonimato de patrullar la ciudad, el secreto de ver pasar el mundo. Madhu y Ganesh no estaban acostumbrados a viajar en taxi; miraban todo fijamente, como si ellos mismos fueran invisibles, como si el tosco Ambassador del enano estuviera equipado con ventanillas transparentes de una sola cara. Farrokh se preguntó si se debería a que sabían que estaban a buen recaudo con el enano: antes nunca habían estado seguros.
Farrokh apenas había mirado a los chicos al bajar del coche. En ese momento parecían asustados. ¿Asustados de qué? Sin duda no temían que los abandonasen con un enano: no le tenían miedo a Vinod. No, Farrokh había percibido una angustia mayor en sus semblantes: que el circo al que supuestamente serían entregados fuera un sueño, que nunca salieran de Bombay.
De pronto, Escapar de Maharashtra le pareció mejor título que Limo Roulette. «Aunque quizá no», pensó.
—Me gustan mucho los bibliófilos —dijo Martin Mills mientras subían la escalinata.
Por primera vez el doctor Daruwalla tuvo conciencia de lo alto que hablaba el escolástico..., demasiado para una biblioteca.
—Aquí hay más de ochocientos mil volúmenes —susurró—. ¡Incluidos diez mil manuscritos!
—Me alegro de que estemos un momento a solas —dijo el misionero con una voz que tableteó contra el hierro forjado de la logia.
—¡Chistttt! —siseó el médico.
Las estatuas de mármol los miraban con el entrecejo fruncido; ochenta o noventa empleados de la biblioteca habían asumido tiempo atrás el aire ceñudo de la estatuaria y el doctor Daruwalla previo que ese fanático de voz atronadora en breve sería reprendido por alguno de los gruñones individuos calzados con zapatos con suela de goma que se deslizaban por los mohosos rincones de la biblioteca de la Sociedad Asiática. A fin de evitar una confrontación, Farrokh guió al escolástico hasta una sala de lectura desierta.
El ventilador de techo había enganchado la cuerda que servía para apagarlo y encenderlo y sólo el leve tictac de la cuerda contra las paletas perturbaba el silencio del aire enmohecido. Los libros polvorientos hundían los estantes de teca tallada; contra las librerías se veían apiladas cajas numeradas con manuscritos; unas sillas de anchos asientos de cuero acolchado rodeaban la mesa ovalada salpicada de lápices y blocs de notas. Una sola de las sillas tenía ruedecillas y estaba inclinada, porque tenía cuatro patas y solamente tres ruedecillas; la faltante sujetaba uno de los blocs a la manera de un pisapapeles.
El fanático estadounidense, como si lo impulsara el irritante instinto de sus conciudadanos a mostrarse mañosos con todas las cosas, emprendió al instante la tarea de reparar la silla rota. Había media docena más de sillas en las que podían sentarse y el doctor Daruwalla sospechaba que aquella a la que le faltaba la ruedecilla con toda probabilidad había conservado su estado de invalidez, intacta, durante los últimos veinte años; tal vez había sido parcialmente destruida en las celebraciones de la Independencia..., ¡hacía más de cuarenta años! Pero allí estaba ese tonto decidido a repararla. «¿No habrá ningún lugar en toda la ciudad adonde pueda llevar a este idiota?», se preguntó. Sin darle tiempo a impedírselo, Martin Mills había puesto la silla patas arriba sobre la mesa ovalada, con un audible golpazo.
—Venga..., tiene que contármelo —insistió el misionero—. Me muero por escuchar la historia de su conversión. El padre rector me la ha contado, desde luego.
«Desde luego», pensó Farrokh; sin duda el padre Julian le había hecho aparecer como un converso engañoso, falso. De pronto, para gran sorpresa del médico, el misionero sacó una navaja. Era uno de esos cortaplumas del ejército suizo que tanto gustaban a Dhar, una especie de caja de herramientas en sí misma. Con algo semejante a un punzón para cuero, el jesuita estaba horadando un agujero en la pata de la silla. La madera podrida caía sobre la mesa.
—Sólo necesita un nuevo agujero para atornillarla —exclamó Martin—. No puedo creer que nadie supiera cómo se repara.
—Supongo que lo que hace normalmente la gente es sentarse en las otras sillas —sugirió el doctor Daruwalla.
Mientras el escolástico luchaba con la pata de la silla, la desagradable herramienta del cortaplumas se cerró repentinamente, cortándole pulcramente un trocito del dedo índice. El jesuita sangró profusamente sobre un bloc.
—Fíjese en lo que hace, se ha cortado... —empezó a decir el doctor Daruwalla.
—No es nada —lo interrumpió el fanático, pero era evidente que la silla comenzaba a enfurecerle—. Quiero escuchar su historia. Venga. Ya sé cómo empieza..., usted está en Goa, ¿no? Acaba de visitar los restos sagrados de nuestro Francisco Javier..., lo que queda de él. Y se acuesta pensando en el peregrino que le arrancó un dedo del pie de un mordisco.
—¡No me acosté pensando en nada! —protestó Farrokh, levantando la voz.
—¡Chistttt! Estamos en una biblioteca —le recordó el misionero.
—¡Ya sé que estamos en una biblioteca! —chilló el médico demasiado fuerte, porque no estaban solos.
Al principio invisible pero ahora emergiendo de una pila de manuscritos, apareció un anciano que había estado dormido en una silla arrinconada; era otra silla con ruedecillas y el hombre rodó hasta ellos. El desagradable ocupante, que había surgido de las profundidades del sueño en que lo había hundido el material de lectura, llevaba puesta una chaqueta estilo Nehru, que (al igual que sus manos) estaba teñida de color gris por la tinta de los periódicos.
—¡Chistttt! —chistó el anciano lector y volvió a rodar hasta su rincón.
—Será mejor que busquemos otro sitio para hablar de mi conversión —susurró Farrokh a Martin Mills.
—Yo voy a reparar esta silla —insistió el jesuita, que ahora sangraba sobre la silla, sobre la mesa y sobre el bloc; encajó la ruedecilla rebelde en la pata de la silla invertida y con otra herramienta de aspecto peligroso, un destornillador rechoncho, se esforzó por fijarla—. Entonces..., se quedó dormido... con la mente absolutamente en blanco, según dice. ¿Y después qué?
—Soñé que era el cadáver de san Francisco... —empezó a decir el doctor Daruwalla.
—Es muy común soñar con cadáveres —lo interrumpió el misionero en un susurro.
—¡Chistttt! —dijo el anciano con la chaqueta de Nehru desde su rincón.
—¡Soñé que esa peregrina delirante me arrancaba de un mordisco el dedo gordo del pie! — murmuró Farrokh.
—¿Lo sintió? —preguntó Martin.
—¡Claro que lo sentí! —susurró el médico.
—Pero los cadáveres no sienten, ¿no? —dijo el escolástico y lo miró—. Hmmm, bueno..., entonces sintió el mordisco, ¿y después?
—Cuando desperté, el dedo me palpitaba. ¡No podía apoyarme en ese pie y mucho menos caminar! Y había marcas de mordiscos; la verdad es que la piel no estaba desgarrada, pero había marcas de dientes. ¡Esas marcas eran reales! ¡El mordisco era real! —insistió Farrokh.
—Por supuesto que era real —reconoció el misionero—. Algo real lo mordió. ¿Qué puede haber sido?
—Yo estaba en un balcón, ¡estaba en el aire! —susurró roncamente Farrokh.
—Procure bajar la voz —murmuró el jesuita—. ¿Me está diciendo que el balcón era completamente inexpugnable?
—A través de puertas cerradas..., donde dormían mi mujer y mis hijas... —empezó a explicar Farrokh.
—Ah, las niñas —gritó Martin Mills—. ¿Cuántos años tenían?
—¡No me mordieron mis propias hijas! —susurró el doctor Daruwalla.
—Los niños suelen morder, de vez en cuando... o en broma —replicó el misionero—. He oído decir que los niños atraviesan etapas mordedoras.
—Supongo que mi mujer también podría haber estado hambrienta —dijo Farrokh con tono sarcástico.
—¿No había árboles alrededor del balcón? —preguntó Martin Mills, que estaba manchando ahora con gotas de sangre y de sudor la obstinada silla.
—Ya te veo venir —dijo Farrokh—. La teoría del mono que sustenta el padre Julian. Simios mordedores que se balancean desde las lianas..., ¿es eso lo que piensas?
—La cuestión es que usted fue realmente mordido, ¿no? La gente se confunde mucho con los milagros. El milagro no fue que algo lo mordiera. ¡El milagro es que usted cree! Su fe es el milagro. No tiene importancia que fuera algo... corriente lo que lo desencadenó.
—¡Lo que le ocurrió a mi dedo del pie no era corriente! —gritó el médico.
El anciano lector con la chaqueta de Nehru salió disparado de su rincón sobre la silla con ruedecillas.
—¡Chistttt! —protestó.
—¿Está usted tratando de leer o de dormir? —le gritó Farrokh.
—Venga, está molestándolo. Él llegó primero —recordó el escolástico al médico—. ¡Fíjese! —dijo al furioso lector, como si fuese un niño—. ¿Ve esta silla? La he reparado. ¿Quiere probarla?
El misionero asentó la silla sobre sus cuatro ruedecillas y la hizo rodar atrás y adelante. El anciano con la chaqueta de Nehru lo observó con cautela en la mirada.
—Por Dios. Él ya tiene su silla —terció Farrokh.
—¡Venga, pruébela! —apremió el misionero al anciano.
—Necesito un teléfono —imploró el doctor Daruwalla a Martin Mills—. Tengo que hacer la reserva para el almuerzo. Y deberíamos estar con los niños, que probablemente están aburriéndose.
Pero Farrokh observó, para su desconsuelo, que el misionero tenía la vista fija en el ventilador de techo; la cuerda enredada había atraído la atención del habilidoso misionero.
—Esa cuerda molesta..., si uno intenta leer. —El escolástico se encaramó a la mesa ovalada, que aceptó su peso a regañadientes.
—Romperás la mesa —le advirtió Farrokh.
—No romperé la mesa... Pienso reparar el ventilador —replicó el jesuita mientras lenta y torpemente pasaba de estar arrodillado a estar de pie.
—Ya veo lo que piensas... ¡Estás loco! —gritó Farrokh.
—Lo que ocurre es que usted está furioso por su milagro —subrayó el misionero—. Pero no estoy tratando de quitárselo; sólo intento hacerle ver el auténtico milagro de que usted crea, y no la tontería que lo llevó a creer. El mordisco sólo fue un vehículo.
—¡El mordisco fue un milagro! —gritó el doctor Daruwalla.
—No, no..., ahí es donde se equivoca —logró decir el misionero, inmediatamente antes de que la mesa se derrumbara a sus pies.
Al caer alargó la mano hacia el ventilador, y afortunadamente erró. El caballero con la chaqueta de Nehru fue el más asombrado; cuando Martin Mills cayó, él estaba probando, prudentemente, la silla recién reparada. El colapso de la mesa y el grito de alarma del misionero lo agitaron; la pata de la silla con el nuevo orificio rechazó la ruedecilla. Mientras el anciano lector y el jesuita yacían en el suelo, al doctor Daruwalla le correspondió serenar al indignado empleado que se había deslizado en silencio a la sala de lectura, arrastrando los zapatos de goma.
—Ya nos íbamos —le dijo el doctor Daruwalla—. ¡Aquí hay demasiado ruido para concentrarse!
Sudoroso, sangrante y cojo, el misionero fue tras Farrokh escaleras abajo, entre las miradas ceñudas de las estatuas. A fin de relajarse, el doctor Daruwalla iba canturreando:
—La vida imita al arte, la vida imita al arte.
—¿Qué está diciendo? —le preguntó Martin.
—¡Chistttt! —respondió el médico—. Ésta es una biblioteca.
—No se enfade con su milagro.
—Eso fue hace mucho tiempo. Sospecho que ya no creo en nada —replicó Farrokh.
—¡No diga eso! —gritó el misionero.
—¡Chistttt!
—Lo sé, lo sé, ésta es una biblioteca.
Era casi mediodía. Fuera, bajo la deslumbrante luz del sol, dirigieron la vista a la calzada y no vieron el taxi que estaba aparcado junto al bordillo. Vinod tuvo que acercarse a ellos y llevarlos hasta el coche como si fueran ciegos. Los niños lloraban en el Ambassador: ahora estaban seguros de que el circo era un mito o un engaño.
—No, no..., es real —les aseguró Farrokh—. Iremos, de verdad, lo único que ocurre es que el avión saldrá con retraso. —¿Pero qué sabían de aviones Madhu o Ganesh? El médico suponía que nunca habían viajado y volar sería otro motivo de terror para ellos. Y cuando vieron que Martin Mills sangraba, les preocupó que hubiese habido alguna escena de violencia.
—Sólo con una silla —aclaró.
Farrokh estaba furioso consigo mismo, porque en medio de la confusión había olvidado reservar su mesa favorita en el Jardín de las Señoras. Sabía que el señor Sethna encontraría la forma de denigrarlo por su descuido.
Un malentendido en el urinario
A modo de castigo, el señor Sethna había adjudicado la mesa del doctor Daruwalla al matrimonio Kohinoor y a la ruidosa hermana soltera de la señora Kohinoor, una mujer tan estridente que ni siquiera la glorieta con flores del Jardín de las Señoras lograba absorber sus relinchos y rebuznos. El señor Sethna, probablemente adrede, había sentado al grupo comandado por el doctor Daruwalla a una mesa de un rincón desatendido del jardín, donde los camareros hacían caso omiso de los comensales o no los veían desde sus puestos en el comedor. Una rama retorcida de la buganvilla que colgaba del emparrado rozaba la nuca del doctor Daruwalla, como si fuera una zarpa. La buena nueva consistía en que no era el día de comida china. Madhu y Ganesh pidieron kabobs vegetarianos; las verduras asadas o a la parrilla iban pinchadas en brochetas; era un plato que los niños en general solían comer con los dedos. Mientras Farrokh esperaba que el desconocimiento que tenían Madhu y Ganesh con cuchillos y tenedores pasara inadvertido, el señor Sethna pensaba de quién serían esos críos.
El anciano mayordomo observó que el tullido se había sacado de una patada su única sandalia y que los callos en la planta del pie sano eran gruesos como los de un mendigo. El pie que había pisoteado el elefante seguía oculto por el calcetín, que ya había adquirido un tono pardo grisáceo, y no engañó al señor Sethna, quien estaba seguro de que el pie escondido estaba terriblemente aplastado y que el chico había andado cojeando sobre el talón. En la eminencia plantar del pie deformado, el calcetín se veía blanco.
En cuanto a la niña, el mayordomo detectó algo lascivo en su postura; más aún, llegó a la conclusión de que Madhu nunca había estado en un restaurante: fijaba la vista demasiado abiertamente en los camareros. Los nietos del doctor Daruwalla habrían tenido mejor conducta que éstos, y aunque el Inspector Dhar había proclamado a la prensa que sólo engendraría hijos indios, esos chicos no tenían ningún parecido con el famoso actor.
Por su parte, el actor propiamente dicho tenía un aspecto espantoso, pensó el señor Sethna. Probablemente, había olvidado maquillarse; estaba pálido y evidentemente había dormido mal; su camisa chillona resultaba escandalosa, había sangre en sus pantalones y de la noche a la mañana su psiquis se había deteriorado. El mayordomo llegó a la conclusión de que estaba sufriendo una diarrea aguda. De lo contrario, ¿cómo podía haber adelgazado ocho o diez kilos en un solo día? ¿Y le habían afeitado la cabeza unos asaltantes, o estaba cayéndosele el pelo? Bien pensado, sospechó el señor Sethna, Dhar era víctima de una enfermedad de transmisión sexual. En una cultura enferma, en la que los actores cinematográficos eran reverenciados como semidioses, cabía esperar un estilo de vida contagioso. «Eso le hará bajar de las nubes», pensó el mayordomo. ¡Es posible que el Inspector Dhar tenga el sida! El señor Sethna se sintió tentado a hacer una llamada anónima a Stardust o a Cine Blitz; seguro que tal rumor interesaría a cualquiera de estas dos revistas de chismes del mundo de la farándula.
—¡No me casaría con él aunque fuese el propietario del Collar de la Reina y me ofreciera la mitad! —chilló la hermana soltera de la señora Kohinoor—. ¡No me casaría con él aunque me regalara todo Londres!
«Si estuvieras en Londres, te oiría desde aquí», pensó Farrokh, mientras picoteaba su japuta; en el Duckworth Club recocinaban infaliblemente el pescado y se preguntó por qué lo había pedido. Envidió la forma en que Martin Mills atacaba sus kabobs de carne, cuyos trozos se caían del pan de centeno, porque el misionero los había sacado de las brochetas e intentado hacer un sándwich; además, tenía las manos cubiertas de cebollas picadas. El rabo de una hoja de menta verde oscuro se le había quedado atascado entre los incisivos superiores. Como recurso amable para sugerirle que fuera a mirarse al espejo, Farrokh le dijo:
—Podrías usar el servicio aquí, Martin, donde todo es más cómodo que en el aeropuerto.
A lo largo de todo el almuerzo, el médico no pudo dejar de mirar la hora a cada rato, aunque Vinod había telefoneado repetidas veces a Indian Airlines; el enano calculaba que partirían a última hora de la tarde, como muy temprano. No tenían prisa. El doctor Daruwalla había llamado a su consultorio, sólo para enterarse de que no había ningún mensaje importante; apenas había habido una llamada para él y Ranjit había manejado competentemente la situación: el señor Garg había telefoneado pidiendo el domicilio postal del Great Blue Nile Circus en Junagadh porque, dijo a Ranjit, quería enviar una carta a Madhu. Era extraño, pensó Farrokh, que Garg no hubiese pedido la dirección a Vinod y a Deepa, porque a él se la había dado la mujer del enano. Más extraño aún era que Garg imaginara que Madhu era capaz de leer una carta, o incluso una postal: la niña no sabía leer. Pero el médico calculó que Garg estaba eufórico tras haberse enterado de que Madhu no había dado VIH positivo. Tal vez ese cretino quería enviar a la pobre chica una nota de agradecimiento o simplemente transmitirle sus buenos deseos.
Ahora, salvo decirle que tenía una hoja de menta entre los dientes, aparentemente no había forma de hacer que el escolástico fuera al lavabo. Se había llevado a los niños a la sala de naipes, donde en vano intentó enseñarles un juego; enseguida las cartas quedaron manchadas de sangre, porque todavía le goteaba el dedo índice. Para no tener que ir a buscar los artículos de primeros auxilios a la maleta, que estaba en el Ambassador —además de que no había previsto nada tan sencillo como una Band-Aid—, Farrokh pidió una tirita pequeña al mayordomo. Éste la llevó a la sala de naipes con su característico desprecio y una ceremonia impropia; presentó la tirita a Martin Mills en la bandeja de plata, manteniéndola a cierta distancia. El doctor Daruwalla aprovechó la oportunidad para decir al jesuita:
—Convendría que fueras a lavarte la herida en el servicio, antes de cubrirla.
Pero Martin Mills se lavó el dedo y se puso la tirita sin mirarse al espejo de encima del lavabo, ni en el de cuerpo entero, salvo a cierta distancia y sólo para apreciar su camisa hawaiana perdida y encontrada. En ningún momento detectó la hoja de menta que tenía entre los dientes; lo que sí vio fue un dispensador automático de pañuelos de papel cerca de la manilla para hacer correr agua por el urinario, y también notó que todas las manillas tenían un dispensador similar al lado. Estos papeles no se depositaban descuidadamente en los urinarios después de usados; en el extremo de la hilera de urinarios había un recipiente plateado parecido a un cubo para hielo sin hielo, y allí se depositaban.
A juicio de Martin Mills, que nunca se había secado el pene con un pañuelo de papel, el sistema era sumamente delicado y ultrahigiénico. El proceso de orinar se volvía más importante y sin duda más solemne por la expectativa de secarse el pene después de orinar. Martin Mills suponía que para eso eran los pañuelos de papel. Le fastidió que no hubiese ningún duckworthiano orinando, lo que le impedía estar seguro del propósito de esos dispensadores automáticos. Estaba a punto de terminar de mear como de costumbre —o sea, sin secarse—, cuando el antipático mayordomo que le había llevado la tirita entró en el servicio, con la bandeja de plata bajo una axila y apoyada en el antebrazo, como si portara un fusil.
El jesuita pensó que ahora que estaban observándolo, debía usar un pañuelo. Procuró secarse como si toda su vida hubiese completado así un acto de micción responsable, pero desconocía hasta tal punto el proceso que el pañuelo de papel quedó fugazmente adherido a la punta de su pene y luego cayó en el urinario. Se preguntó cuál sería el protocolo en el caso de este contratiempo. Los brillantes ojitos redondos y oscuros del mayordomo se posaron con firmeza en el jesuita. Como si se sintiera inspirado, éste cogió varios pañuelos de la máquina y sujetándolos entre el índice vendado y el pulgar, arrancó el que se había caído al urinario; con un florido ademán depositó el puñado de pañuelos en el cubo plateado, que de pronto se inclinó y estuvo a punto de volcarse, por lo que debió equilibrarlo con las dos manos. Martin intentó sonreír tranquilamente al señor Sethna, pero se dio cuenta de que al coger el cubo con ambas manos había olvidado guardar el pene dentro del pantalón. Quizá por eso el anciano mayordomo bajó la mirada.
Guando el jesuita salió del servicio, el señor Sethna eludió el urinario que había usado con un rodeo y meó lo más lejos posible del lugar donde lo había hecho el actor enfermo. «Decididamente, una enfermedad de transmisión sexual», pensó el señor Sethna, que jamás había visto nada tan grotesco después de una micción. No entendía cuál era la necesidad médica de golpetearse el pene cada vez que se orinaba. Ignoraba si había otros duckworthianos que utilizaban como Martin los pañuelos de papel. Durante años, había creído que éstos eran para secarse los dedos. Y ahora, después de secarse los dedos, depositó acertadamente el suyo en el cubo plateado, reflexionando pesaroso en el sino del Inspector Dhar. Antaño un semidiós, ahora un enfermo terminal. Por primera vez desde que vertiera té caliente en la cabeza de aquel petimetre con peluca, el mundo le pareció justo y equitativo.
En la sala de naipes, mientras Martin Mills experimentaba en el urinario, el doctor Daruwalla comprendió por qué los niños tenían tantas dificultades para entender cualquier juego de cartas: nadie les había enseñado nunca los números; no sólo no sabían leer, sino que tampoco sabían contar. Farrokh estaba levantando los dedos en consonancia con el naipe correspondiente —tres dedos con un tres de corazones— cuando Martin Mills volvió del servicio de caballeros con la hoja de menta entre los dientes.
No temeré mal alguno
El avión con destino a Rajkot, un 737 de aspecto fatigado, despegó a las cinco y diez de la tarde, con casi ocho horas de retraso respecto de su horario de partida. La inscripción en el fuselaje era legible aunque desvaída:
CUARENTA AÑOS DE LIBERTAD
El doctor Daruwalla calculó al instante que el avión había sido puesto en servicio por primera vez en la India en 1987. Nadie podía saber dónde había volado antes.
La partida se vio más demorada aún por la necesidad que sintieron unos funcionarios quisquillosos de confiscar el cortaplumas del ejército suizo que llevaba Martin Mills, por considerarlo el instrumento de un terrorista en potencia. El piloto llevaría el «arma» en su bolsillo y se lo devolvería en Rajkot.
—Sospecho que nunca volveré a verlo —comentó el misionero, nada estoicamente sino como lo haría un mártir.
Farrokh aprovechó para tomarle el pelo.
—No puede importarte —le dijo—. Has hecho voto de pobreza, ¿no?
—Sé lo que piensa de mis votos —replicó Martin—. Cree que porque he aceptado la pobreza no debo aficionarme a las cosas materiales. Esta camisa, por ejemplo..., mi cortaplumas, mis libros. Y piensa que porque he aceptado la castidad estoy libre del deseo sexual. Bien, permítame decirle que si me resistí al compromiso de convertirme en sacerdote, no sólo fue por lo mucho que me gustaban mis pocas posesiones, sino también porque creía estar enamorado. Lo estuve, durante diez años, perdidamente. No solamente padecía el deseo sexual, sino que estaba obsesionado. No podía quitarme de la cabeza a esa persona. ¿Le sorprende?
—Sí, me sorprende —reconoció humildemente Farrokh. Temió que el lunático confesara delante de los niños, pero Ganesh y Madhu estaban demasiado absortos con los preparativos del despegue para prestar la menor atención a la confesión del jesuita.
—Seguí dando clases en esa desgraciada escuela donde los estudiantes eran delincuentes en lugar de eruditos, sólo porque tenía que ponerme a prueba —contó Martin Mills al doctor Daruwalla—. Allí estaba el objeto de mi deseo. Si me marchaba, si huía, jamás sabría si tenía suficiente fortaleza para resistirme a semejante tentación. De manera que me quedé. Me obligué a permanecer lo más cerca posible de aquella persona, sólo para ver si contaba con coraje suficiente para soportar tanta atracción. Pero sé muy bien lo que piensa usted de la abnegación sacerdotal. Opina que los sacerdotes, sencillamente, no sienten estos deseos comunes y corrientes, o que los sienten con menos intensidad que usted.
—¡Yo no estoy juzgándote! —exclamó Farrokh.
—Sí lo hace —replicó Martin—. Cree saberlo todo sobre mí.
—La persona de quien estabas enamorado... —empezó a decir el médico.
—También daba clases en la escuela. Me consumía el deseo, ¡pero mantenía al objeto de ese deseo así de cerca! —dijo Martin y mantuvo la mano delante de la cara—. Finalmente, la atracción disminuyó.
—¿Disminuyó?
—La atracción se desvaneció o yo la superé. En última instancia, gané.
—¿Qué ganaste? —preguntó Farrokh.
—No la liberación del deseo —declaró el sacerdote en ciernes—, sino más bien la liberación del miedo al deseo. Ahora sé que puedo resistirlo.
—¿Pero qué me dices de ella? —inquirió el doctor Daruwalla.
—¿De ella?
—Me refiero a qué tipo de sentimientos experimentaba ella por ti —aclaró el médico—. ¿Llegó siquiera a saber lo que tú sentías por ella?
—Por él —puntualizó el misionero—. Era un hombre, no una mujer. ¿Le sorprende?
—Pues sí —mintió Farrokh. Lo que le sorprendía era lo poco sorprendido que estaba por la confesión del jesuita. Se había alterado sin comprender por qué; se sintió profundamente perturbado, ignorando el motivo.
Pero el avión rodaba por la pista y su pesado movimiento fue suficiente para desatar el pánico en Madhu, que iba sentada al otro lado del pasillo respecto del doctor Daruwalla y el misionero, y quiso cambiar de asiento para sentarse con el médico. Ganesh iba cómoda y felizmente instalado del lado de la ventanilla. Torpemente, Martin Mills cambió de lugar con Madhu y se sentó con el chico extasiado; la niña prostituta se deslizó en la butaca del pasillo, junto a Farrokh.
—No tengas miedo —le dijo el médico.
—No quiero ir al circo —declaró la niña y fijó la vista en el pasillo, negándose a mirar por las ventanillas.
Madhu no estaba sola en su inexperiencia; la mitad de los pasajeros daban la impresión de volar por primera vez. Una mano se alargó para acomodar la entrada de aire y al instante treinta y cinco manos la imitaron. Pese al reiterado anuncio de que el equipaje de mano debía colocarse debajo de los asientos, los pasajeros insistían en apilar sus pesadas maletas en lo que el asistente de vuelo insistía en denominar «soporte para sombreros», aunque iban muy pocos sombreros a bordo. Quizás el excesivo retraso era responsable de que hubiese tantas moscas en la cabina, que eran tratadas con indiferencia por los emocionados pasajeros. Ya había alguien vomitando y ni siquiera habían despegado. Pero por fin partieron.
El niño elefante creía que él podía volar: su animación parecía elevar el avión. «El pequeño pordiosero es capaz de montar un león si le dicen que lo haga, incluso de luchar con un tigre», pensó el doctor Daruwalla. ¡Y con cuánta precipitación temió por él! Ganesh se encaramaría a lo alto de la tienda, treparía los veinticinco metros. Con toda probabilidad, como compensación de su pie inservible, tenía las manos y los brazos excepcionalmente fuertes. «¿Qué clase de instinto lo protegerá?», se preguntó Farrokh, mientras sentía temblar y gemir a Madhu en sus brazos; el latido del corazón de la niña palpitaba contra su pecho.
—Si nos estrellamos, ¿nos quemaremos o volaremos en pedazos? —le preguntó Madhu, con la boca contra su cuello.
—No nos estrellaremos, Madhu —respondió Farrokh.
—Usted no puede saberlo. En el circo podría engullirme un animal salvaje o podría caerme. ¿Y si no pueden entrenarme ó si me pegan?
—Escúchame —dijo el doctor Daruwalla, y volvió a ser padre. Recordó a sus hijas: las pesadillas, los rasguños y moretones, los peores días en la escuela. Sus primeros novietes horribles, sin redención posible. Pero las consecuencias para la niña que lloraba en sus brazos eran mayores—. Trata de ver las cosas de esta manera: estás escapando. —Pero no pudo agregar nada; sólo sabía de qué escapaba Madhu, no hacia qué huía. «Liberada de las garras de una especie de muerte, hacia las garras de otra... Espero que no sea así», fue todo lo que pensó el doctor Daruwalla.
—Algo me pasará —replicó Madhu.
Con la respiración poco profunda y caliente de la niña contra su cuello, Farrokh supo instantáneamente por qué le había perturbado el reconocimiento de deseo homosexual por parte de Martin Mills. Si el gemelo del Inspector Dhar se debatía contra su inclinación sexual, ¿qué estaba haciendo John D.?
El doctor Duncan Frasier lo había convencido de que la homosexualidad era más una cuestión de biología que de condicionamiento. Una vez le había dicho que existía un cincuenta y dos por ciento de posibilidades de que el mellizo idéntico de un gay también lo fuera. Más aún, el amigo y colega de Farrokh, el doctor Macfarlane, lo había convencido de que la homosexualidad era inmutable. («Si la homosexualidad fuese una conducta aprendida, ¿cómo es que no puede desaprenderse?», había dicho Mac.)
Pero lo que perturbaba al doctor Daruwalla no era la repentina convicción de que John D. también tenía que ser homosexual, sino más bien todos los años de reserva y el aislamiento de la vida del muchacho en Suiza. ¡En última instancia Neville, y no Danny, tenía que ser el padre de los gemelos! «¿Y qué revela sobre mí el hecho de que John D. no me lo contara?», se preguntó Farrokh.
Instintivamente (como si ella fuese su entrañable John D.), Farrokh abrazó a la niña. Luego, supuso que Madhu sólo hacía lo que le habían enseñado a hacer: le retribuyó el abrazo, pero de una manera tan inadecuadamente contoneante que lo impresionó. La apartó de sí cuando se puso a besarle el cuello.
—No, por favor... —empezó a decir Farrokh.
En ese momento le habló el misionero. Evidentemente, el deleite del niño elefante con el vuelo tenía encantado a Martin Mills.
—¡Mírelo! ¡Apuesto la cabeza a que intentaría caminar por el ala si le dijéramos que no es peligroso!
—Sí, yo apostaría lo mismo —contestó el doctor Daruwalla, sin apartar en ningún momento la mirada del rostro de Madhu: el miedo y la confusión de la niña prostituta eran un espejo de sus mismos sentimientos.
—¿Qué quiere que haga? —le susurró la niña.
—No, no se trata de lo que tú crees... Lo único que yo quiero es que escapes —contestó el médico.
Ese concepto no significaba nada para Madhu y no respondió; siguió con la vista fija en él: en sus ojos aún aleteaba la confianza junto con su confusión. En el borde rojo sanguinolento de sus labios, la coloración artificial se había desbordado otra vez de su boca: estaba comiendo paan. El cuello de Farrokh quedó marcado con una espeluznante marca donde ella lo había besado, como si le hubiese mordido un vampiro. Farrokh se tocó la marca y las yemas de sus dedos adquirieron el mismo color. El jesuita lo vio contemplándose la mano.
—¿Se ha cortado? —le preguntó.
—No, estoy muy bien —respondió Farrokh, pero no era cierto: estaba reconociendo para su fuero interno que acerca del deseo sabía menos aún que el sacerdote en ciernes.
Con toda probabilidad Madhu percibió la confusión del médico y volvió a apretarse contra su pecho. Una vez más, en un susurro, le preguntó:
—¿Qué quiere que haga?
A Farrokh le horrorizó comprender que Madhu estaba haciendo una pregunta de carácter sexual.
—Quiero que seas una niña, porque eres una niña —replicó—. Por favor, ¿por qué no tratas de ser una niña?
Había tal ansia en la sonrisa de Madhu que, por un instante, el médico creyó que lo había comprendido. A la manera de una niña, le paseó los dedos por el muslo y enseguida, a diferencia de una niña, apoyó con firmeza la pequeña palma de su mano sobre el pene. No había habido ningún tanteo: sabía exactamente dónde estaba. A través de la ligera tela veraniega de sus pantalones, Farrokh sintió el calor de la mano de Madhu.
—Haré lo que quiera..., cualquier cosa que quiera —dijo la niña prostituta, e instantáneamente el doctor Daruwalla le apartó la mano.
—¡Basta! —gritó.
—Quiero sentarme con Ganesh —dijo la niña.
Farrokh le permitió cambiar de butaca con Martin Mills.
—He estado reflexionando en una cuestión —susurró el misionero al médico—. Usted ha dicho que tenemos dos habitaciones para pasar la noche. ¿Sólo dos?
—Supongo que podríamos conseguir más... —empezó a decir Farrokh; le temblaban las piernas.
—No, no, no me refería a eso. ¿Pensó que los niños podrían compartir una habitación y nosotros la otra?
—Sí —contestó Farrokh; no podía evitar que sus piernas siguieran temblando.
—Sé que le parecerá una tontería, pero..., yo consideraría prudente no dejarlos acostarse juntos. En la misma habitación, me refiero —agregó—. Al fin y al cabo, está la cuestión de que sólo podemos conjeturar cuál ha sido la orientación de la niña.
—¿Su qué? —preguntó Farrokh. Consiguió que una pierna dejara de temblar, pero no la otra.
—Su experiencia sexual, me refiero —explicó Martin—. Debemos suponer que ha tenido algún... contacto sexual. Lo que me pregunto es qué ocurrirá si Madhu se siente inclinada a seducir a Ganesh. ¿Entiende lo que quiero decir?
El doctor Daruwalla sabía muy bien qué quería decir el misionero.
—Quizá tengas razón —se limitó a responder.
—Entonces, el niño y yo podríamos ocupar una habitación y usted y Madhu la otra. No creo que el padre rector aprobara que alguien de mi posición compartiera habitación con la niña —se explayó Martin—. Podría parecer contradictorio con mis votos.
—Sí..., tus votos —respondió Farrokh.
Por fin dejaron de temblarle las piernas.
—¿Le parezco absolutamente estúpido? —le preguntó el jesuita—. Sospecho que usted piensa que es idiota de mi parte sugerir que Madhu podría tener esa inclinación, sólo porque la pobre fue..., lo que ha sido.
Pero Farrokh notaba que todavía tenía una erección, y Madhu apenas lo había tocado fugazmente.
—No, me parece que actúas con sensatez si te muestras algo preocupado por su... inclinación —contestó Farrokh, hablando lentamente, porque estaba tratando de recordar un salmo muy famoso—. ¿Cómo dice el salmo número veintitrés? —preguntó al escolástico—. Aunque ande en el valle de sombras de muerte...
—No temeré mal alguno... —concluyó Martin Mills.
—Sí, eso es: No temeré mal alguno —repitió Farrokh.
El doctor Daruwalla suponía que el avión había dejado atrás Maharashtra. Calculaba que ya estaban volando sobre Gujarat. A sus pies, la tierra era plana y parecía seca con la bruma de última hora de la tarde. El cielo se veía tan pardo como el terreno. Limo Roulette o Escapar de Maharashtra; el guionista no sabía qué título escoger entre ambos. Y pensó: «Todo depende de lo que ocurra..., depende de cómo termine la historia».