No es Charlton Heston
Durante semanas, después de que el poco corriente cuarteto partiera de la Casa Regional del gobierno en Junagadh, la vacuna antirrábica y el frasco de inmunoglobulina que el doctor Daruwalla había olvidado, permanecieron en la nevera del vestíbulo. Una noche, el chico musulmán que normalmente tomaba yogur de color azafrán recordó que el paquete no reclamado contenía medicamentos; todos tenían miedo de tocarlo, pero alguien reunió valor suficiente y lo tiró. El único calcetín y la solitaria sandalia del pie izquierdo —que el niño elefante había abandonado intencionadamente— fueron donados al hospital local, aunque era poco probable que le fuesen de utilidad a alguien. Ganesh sabía que en el circo el calcetín y la sandalia no le serían nada útiles: no eran necesarios para un ayudante de cocina ni para un caminante por el cielo.
El tullido iba descalzo cuando entró cojeando en la tienda del jefe de pista; era poco antes de las diez de una mañana de domingo; Das y su mujer (y como mínimo una docena de niños acróbatas) estaban sentados con las piernas cruzadas sobre los felpudos, mirando el Mahabharata por la tele. Pese al ascenso por Girnar Hill, el médico y el misionero habían llevado a los niños al circo excesivamente temprano. Nadie los saludó, lo que instantáneamente incomodó a Madhu; tropezó con una chica más grande, que tampoco le prestó la menor atención. La señora Das, sin apartar los ojos de la pantalla, los saludó agitando ambos brazos en una señal confusa. ¿Los estaba echando o diciéndoles que se sentaran? El jefe de pista aclaró la cuestión.
—¡Sentaos en cualquier sitio! —ordenó.
Ganesh y Madhu se sintieron inmediatamente cautivados por la tele; para ellos era obvia la seriedad del Mahabharata. Hasta los mendigos conocían la rutina matinal de los domingos y solían ver el programa en los escaparates de las tiendas, desde el otro lado del cristal. A veces la gente que no tenía televisor se reunía calladamente ante las ventanas abiertas de los apartamentos donde lo tenían encendido; no les importaba no ver la pantalla, porque igualmente oían las batallas y los cantos. También las niñas prostitutas, conjeturó Farrokh, estaban familiarizadas con el famoso espectáculo. El único perplejo por el aire de reverencia que se respiraba en la tienda fue el misionero, quien no supo reconocer que un poema épico religioso captaba la atención de todos.
—¿Esto es música popular? —preguntó en un susurro al doctor Daruwalla.
—Es el Mahabharata... ¡Calla! —le indicó Farrokh.
—¿Ponen el Mahabharata en la televisión? —gritó el misionero—. ¿Completo? ¡Debe de ser diez veces más largo que la Biblia!
—¡Chistttt! —replicó el médico, mientras la señora Das volvía a agitar los brazos.
En la pantalla estaba Lord Krishna, «el oscuro», un avatar de Vishnu. Los niños acróbatas estaban boquiabiertos, en actitud respetuosa; a Ganesh y Madhu se les notaba transfigurados. La señora Das se mecía y tarareaba, aunque en voz inaudible. Hasta el jefe de pista estaba pendiente de cada palabra de Krishna. En el trasfondo de la escena se oían llantos; aparentemente la palabra de Lord Krishna resultaba conmovedora.
—¿Quién es ese tipo? —preguntó Martin.
—Lord Krishna —susurró el doctor Daruwalla.
Volvieron a agitarse los dos brazos de la señora Das, pero el escolástico estaba demasiado emocionado para guardar silencio. Inmediatamente antes de que concluyera el programa, volvió a susurrar algo al oído del médico: se sintió obligado a decir que Lord Krishna le recordaba a Charlton Heston.
Pero en el circo, el domingo por la mañana era especial por más razones aparte del Mahabharata. Se trataba de la única mañana de la semana en que los niños acróbatas no practicaban sus números ni aprendían nuevos ítems, ni siquiera hacían sus ejercicios de fuerza y flexibilidad. Cumplían con sus faenas; barrían y limpiaban las zonas de dormir y la diminuta cocina de la tienda de la compañía. Si faltaban lentejuelas en sus trajes, sacaban las viejas latas de té llenas de ellas, de un color en cada lata, y cosían nuevas lentejuelas en sus mallas.
La señora Das no fue antipática cuando indicó a Madhu cuáles eran sus tareas; tampoco lo fueron las demás niñas que estaban en la tienda. Una de las mayores revisó los baúles con ropa y retiró las mallas que consideraba le sentarían bien a la niña prostituta, quien se mostró muy interesada por el vestuario, e incluso ansiosa por probarse todas las prendas.
La señora Das confió al doctor Daruwalla que se alegraba de que Madhu no fuese oriunda de Kerala.
—Las chicas de Kerala tienen demasiadas aspiraciones —dijo—. Esperan que siempre haya buena comida y aceite de coco para el pelo.
La mujer del jefe de pista bajó confidencialmente la voz cuando siguió con su discurso: las chicas de Kerala eran famosas por sus habilidades sexuales, virtud contrarrestada porque siempre trataban de sindicar a todo el mundo. El circo no era lugar para una rebelión comunista; Das coincidió con su mujer: afortunadamente, Madhu no era una chica de Kerala. Esto fue lo más parecido a una tranquilización a lo que llegaron: expresar un prejuicio común contra gente de otra tierra.
Tampoco los niños acróbatas fueron antipáticos con Ganesh: lisa y llanamente, hicieron caso omiso de él. Les resultaba más interesante Martin Mills con sus vendajes; todos habían oído hablar del ataque del chimpancé y muchos lo habían presenciado. Las heridas complejamente vendadas les llamaron la atención, aunque les decepcionó que el doctor Daruwalla se negara a quitarle el vendaje de la oreja, porque querían ver qué faltaba.
—¿Cuánto? ¿Todo esto? —preguntó uno de ellos al misionero.
—La verdad es que no vi cuánto faltaba —respondió Martin.
La conversación degeneró en especulaciones acerca de si Gautama se había tragado o no el trozo de lóbulo. Farrokh observó que ninguno de los niños acróbatas daba muestras de notar cuánto se parecía el misionero al Inspector Dhar, aunque las películas en hindi formaban parte de su mundo. Su interés residía exclusivamente en el trozo de oreja faltante y en si el mono se lo habría comido.
—Los chimpancés no son carnívoros —dijo un chico mayor—. Si Gautama se lo hubiese tragado, ahora estaría enfermo.
Algunos niños acróbatas, los que habían concluido sus tareas, fueron a ver si Gautama estaba enfermo, e insistieron en que los acompañara el misionero. El doctor Daruwalla comprendió que no debía permanecer más tiempo allí, porque no le haría ningún bien a Madhu.
—Ahora debemos despedirnos —dijo a la niña prostituta—. Espero que seas feliz en tu nueva vida. Cuídate, por favor.
Cuando Madhu le echó los brazos al cuello, Farrokh se encogió pensando que iba a besarlo, pero se equivocaba. Ella sólo quería hablarle al oído.
—Lléveme a casa —susurró. Farrokh se preguntó a qué se refería cuando decía «casa», pero sin darle tiempo a preguntárselo, Madhu agregó—: Quiero estar con Acid Man.
Madhu había adoptado para Garg, sencillamente, el nombre creado por el doctor Daruwalla. Lo único que pudo hacer Farrokh fue separar los brazos de la niña de su cuello y dedicarle una mirada de preocupación. Luego la chica mayor distrajo a Madhu con una malla repleta de lentejuelas brillantes —la parte delantera roja, la espalda naranja—, y Farrokh se deslizó sigilosamente.
Chandra había preparado una cama para el niño elefante en un ala de la tienda donde se cocinaba; Ganesh dormiría rodeado de sacos con cebollas y arroz, mientras un muro de latas de té sería el cabezal improvisado de su lecho. Para que el niño no sintiera nostalgia de su terruño, el cocinero le había dado un calendario maharashtri en el que aparecía Parvati con su hijo cabeza de elefante, Ganesh, Lord Ganesha, «el señor de las multitudes», la deidad de un solo colmillo.
A Farrokh le resultó difícil despedirse. Pidió permiso al cocinero para salir a caminar con el lisiado. Fueron a mirar los leones y los tigres, pero faltaba mucho para que les dieran la carne, y los grandes felinos estaban dormidos o irritables. Luego el médico y Ganesh pasearon por la avenida de las tiendas de la compañía. Un payaso enano estaba lavándose la cabeza en un cubo mientras otro se afeitaba; a Farrokh le alivió que ninguno de los payasos hubiese intentado imitar la cojera de Ganesh, aunque Vinod había advertido al niño que seguramente ocurriría. Hicieron una pausa ante la tienda del matrimonio Bhagwan; delante había una exhibición de cuchillos del lanzador —aparentemente era el día en que Bhagwan los afilaba— y en el vano de la entrada su mujer destrenzaba su larga cabellera negra, que casi le llegaba a la cintura.
Cuando la andarina por el cielo vio al tullido, lo llamó. El doctor Daruwalla lo siguió tímidamente. Todo el que cojea necesita protección extra, estaba diciendo la señora Bhagwan al niño elefante; por eso quería que tuviese un medallón de Shirdi Sai Baba, el santo patrono de quienes tenían miedo a caerse. «Para que no tenga miedo», explicó la mujer al doctor Daruwalla y rodeó el cuello de Ganesh con una tira de cuero sin curtir de la que colgaba el dije. Observándola, Farrokh pensó que de soltera había sufrido con el periodo durante la Caminata por el Cielo, antes de que fuera correcto que se pusiera un tampón. Ahora se sometía automáticamente a caminar por el cielo y a los cuchillos de su marido.
Aunque no era bonita, la señora Bhagwan tenía cabellos brillantes y hermosos, pero Ganesh no estaba mirándola, sino que procuraba asomarse al interior de la tienda. A lo largo del techo estaba la escala para practicar la Caminata por el Cielo, el artilugio completo semejante a una escalera, con dieciocho lazos exactos: ni siquiera ella era capaz de andar por el cielo sin hacer prácticas. Del techo también colgaba un trapecio dental —brillante como los cabellos de la señora Bhagwan— y el médico imaginó que todavía estaría húmedo de saliva. La mujer notó adónde miraba el niño.
—Se le ha ocurrido la ridícula idea de llegar a ser andarín por el cielo —explicó Farrokh.
La acróbata miró severamente a Ganesh.
—Es realmente una idea ridícula —dijo al tullido, cogió su regalo, y dio un suave tirón al medallón de Sai Baba con su mano nudosa. El doctor Daruwalla notó que esas manos eran tan grandes y parecían tan poderosas como las de un hombre, y recordó con desagrado su última mirada a las manos de la señora Dogar, la forma en que tiraban inquietas del mantel, semejantes a garras—. Ni siquiera Shirdi Sai Baba puede evitar la caída de un andarín por el cielo —advirtió la mujer a Ganesh.
—¿Y qué te salva a ti entonces? —preguntó el niño.
La andarina le mostró los pies, descalzos bajo la larga falda del sari y curiosamente graciosos, incluso delicados en comparación con sus manos. Pero el empeine y la parte delantera de los tobillos estaban tan brutalmente rozados que allí ya no había piel normal; en su lugar podía verse tejido cicatrizal endurecido, arrugado y agrietado.
—Tócalos —dijo la señora Bhagwan al chico—. Usted también —ordenó al médico, y los dos obedecieron.
Farrokh jamás había tocado la piel de un elefante ni de un rinoceronte; sólo había imaginado pellejos duros y correosos. No pudo dejar de pensar que tenía que haber algún ungüento o una loción que la acróbata pudiera ponerse en los pies y que contribuyese a la curación de las grietas de su epidermis endurecida; pero enseguida se le ocurrió que si se curaban las grietas, la piel estaría demasiado encallecida para permitirle sentir los lazos que rozaban sus pies. Si bien la piel agrietada le producía dolor, éste también era su guía para saber que tenía los pies introducidos a buen resguardo en los lazos, en la posición correcta. Sin dolor, la señora Bhagwan tendría que confiar únicamente en su sentido de la vista; pero cuando se trataba de trabar los pies en los lazos, con toda probabilidad dos sentidos (el dolor y la vista) eran mejor que uno.
Ganesh no parecía desalentado por el aspecto y el tacto de los pies de la acróbata. Sus ojos estaban en vías de curación —cada día se notaban más despejados— y su rostro alerta manifestaba la irradiación que reflejaba su inalterada fe en el futuro. Sabía que sería capaz de dominar la Caminata por el Cielo. Un pie estaba listo para empezar, se trataba simplemente de conseguir que el otro lo acompañara.
Jesús en el aparcamiento
Entretanto, el misionero había provocado un alboroto en la zona de las jaulas de los chimpancés. Gautama se enfureció al verlo..., dado que los vendajes eran más blancos aún que su piel. Por otro lado, la coquetuela Mira extendió sus largos brazos a través de los barrotes de su jaula, como implorando un abrazo al escolástico. Gautama reaccionó orinando contundentemente en dirección al misionero. Este pensó que le convenía apartarse de la vista de los chimpancés, en lugar de seguir allí estimulando sus monerías, pero Kunal le pidió que se quedara, razonando que sería una lección valiosa para Gautama: cuanto más violentamente reaccionara el chimpancé ante la presencia del jesuita, más lo golpearía el domador. Para Martin era defectuosa la psicología que llevaba a disciplinar a Gautama de esa forma, pero obedeció las instrucciones de Kunal.
En la jaula de Gautama había un neumático viejo con la banda de rodadura desgastada, que se balanceaba colgado de una cuerda andrajosa. En medio de su furia, Gautama lanzó el neumático contra los barrotes de su jaula, luego lo cogió y hundió los dientes en el caucho. A modo de respuesta, Kunal introdujo el brazo entre dos barrotes y le clavó varias veces una vara de bambú. Mira rodó hasta quedar de espaldas.
Cuando por fin el doctor Daruwalla encontró al misionero, éste observaba impotente el drama simiesco, con expresión tan culpable y comprometida como la de un preso.
—Cielo santo, ¿por qué te quedas aquí? —le preguntó Farrokh—. Si echaras a andar todo esto se acabaría.
—Eso es lo que yo pienso —respondió el jesuita—, pero el domador me pidió que me quedara.
—¿Es tu domador o el del chimpancé? —le preguntó Farrokh.
Así, la despedida del misionero y Ganesh tuvo lugar con los chillidos y aullidos del chimpancé racista como música de fondo; era difícil imaginar que ésa fuera una experiencia de aprendizaje para Gautatna. Los dos hombres siguieron a Ramu hasta el Land Rover. Las últimas jaulas por las que pasaron eran las de los leones adormilados y descontentos; los tigres parecían igualmente decaídos y malhumorados. El conductor imprudente caminaba haciendo correr los dedos por los barrotes de las jaulas de los grandes felinos; de vez en cuando asomaba una pata — con las zarpas extendidas—, pero seguro de sí, Ramu apartaba la mano a tiempo.
—Todavía falta una hora para que os den la carne —canturreaba Ramu entre los leones y los tigres—. Una hora larga.
Fue una pena que esta expresión de burla, si no de crueldad subyacente, acompañara la partida de ambos del Great Blue Nile. El doctor Daruwalla miró una sola vez la figura que retrocedía del niño elefante. Ganesh volvía cojeando a la tienda del cocinero; en su andar inestable, el talón derecho parecía soportar el peso de dos o tres chicos como él; al igual que la garra de un perro o un gato, la eminencia plantar (y los dedos) del pie derecho, en ningún momento tocó el suelo. No es de extrañar que quisiera caminar por el cielo.
La vida de Farrokh y Martin quedó otra vez en manos de Ramu. Esta vez el trayecto al aeropuerto de Rajkot era a la luz del día y vieron con toda claridad la carnicería de la carretera y las maniobras del Land Rover cuando erraba por un pelo a posibles víctimas. Nuevamente el doctor Daruwalla intentó distraerse de la forma de conducir de Ramu, pero en esta ocasión iba en el asiento del acompañante y en la camioneta no había cinturón de seguridad. Martin iba agarrado al respaldo del asiento delantero, con la cabeza sobre el hombro de Farrokh, con lo que probablemente bloqueaba la visión de Ramu por el retrovisor, aunque el conductor no miró una sola vez qué podía venir por detrás, ni nada iba a velocidad suficiente para ir detrás de él.
Dado que Junagadh era el punto de salida para visitar Gir Forest, último hábitat del león asiático, Ramu les preguntó si habían visto esa selva —no la habían visto—, y Martin quiso saber qué había dicho el chófer. Farrokh imaginó que el viaje sería largo, con Ramu hablando en marathi e hindi, mientras él hacía el esfuerzo de traducir. El misionero lamentó no haber visto los leones de Gir, pero comentó que cuando regresaran para visitar a los niños lo harían. Para entonces, sospechaba Farrokh, el Great Blue Nile se presentaría en otra ciudad. Ramu les informó que en el zoo de la ciudad había algunos leones asiáticos a los que podían echar un rápido vistazo sin perder el avión que salía de Rajkot. Pero el doctor Daruwalla vetó sabiamente semejante idea: sabía que cualquier demora en la partida a Junagadh haría acelerar aún más a Ramu en la partida a Rajkot.
Una conversación sobre Graham Greene no resultó tan distraída como Farrokh esperaba. La «interpretación católica» del jesuita acerca de El revés de la trama no fue ni remotamente lo que el médico buscaba y resultó más bien exasperante. Ni siquiera una novela que profundizaba tanto en la fe como El poder y la gloria podía o debía discutirse en términos estrictamente «católicos», argumentó el doctor Daruwalla y citó, de memoria, un pasaje que le encantaba:
—«En la infancia siempre hay un momento en que se abre la puerta para dejar pasar el futuro.» Te ruego que me digas qué tiene especialmente de católico esta oración —desafió Farrokh al escolástico.
Pero Martin Mills cambió de tema habilidosamente.
—Roguemos para que esa puerta se abra y deje entrar el futuro en nuestros niños que están en el circo —dijo el jesuita, poniendo en evidencia su mentalidad solapada.
Farrokh no se atrevía a preguntarle nada más sobre su madre: ni siquiera el volante en manos de Ramu resultaba tan intimidatorio como la posibilidad de otra historia referente a Vera. Lo que el médico quería era conocer más datos acerca de las inclinaciones homosexuales del gemelo de Dhar; sobre todo sentía curiosidad por saber si John D. tenía las mismas inclinaciones, pero no sabía cómo inspirar semejante tema de conversación con su gemelo. No obstante, tenía que ser más fácil abordarlo con Martin que con John D.
—Me has dicho que estuviste enamorado de un hombre y que tus sentimientos por él habían disminuido finalmente —empezó.
—Correcto —dijo concisamente el escolástico.
—¿Pero puedes señalar un momento o un episodio que marcara el fin de tu enamoramiento? ¿Ocurrió algo..., hubo algún incidente que te persuadiera? ¿Qué te hizo decidir que podías resistir semejante atracción y convertirte en sacerdote? —Farrokh sabía que sólo eran rodeos, pero por algo tenía que empezar.
—Comprendí que Cristo existía para mí. Comprendí que nunca me había abandonado.
—¿Quieres decir que tuviste una visión?
—En cierto sentido —replicó el jesuita con tono misterioso—. Me encontraba en el punto más bajo de mi relación con Jesús y había tomado una decisión muy cínica. No hay ninguna falta de resistencia que sea un abandono tan grande como el fatalismo... Me avergüenza decir que fui del todo fatalista.
—¿Viste realmente a Jesucristo o no lo viste? —le preguntó Farrokh.
—De hecho, sólo era una estatua de Cristo —reconoció el misionero.
—¿Quieres decir que era real?
—Claro que era real, estaba en el extremo del aparcamiento de la escuela donde daba clases. Solía verlo todos los días, dos veces al día en realidad. Sólo era una estatua de Cristo en piedra blanca, en una pose típica. —Allí, en el asiento trasero del Land Rover que iba como un bólido, el jesuita giró las palmas de sus manos hacia el cielo, aparentemente para mostrar la pose del suplicante.
—Parece de pésimo gusto... ¡Cristo en un aparcamiento! —observó el médico.
—La verdad es que no era muy artística. Recuerdo que de vez en cuando la estatua sufría actos de vandalismo.
—No veo por qué —musitó Farrokh.
—Bien, sea como fuere, una noche yo me había quedado hasta bastante tarde en la escuela; estaba dirigiendo una pieza escolar, otro musical, no recuerdo cuál. Y el hombre que había sido una obsesión para mí..., también se había quedado hasta tarde. Pero no logró poner en marcha su coche, un vehículo feísimo, y me pidió que lo llevara.
—Vaya, vaya.
—Mis sentimientos por él ya habían disminuido, como le he contado, pero todavía no era inmune a su atractivo —admitió el misionero—. Me encontré ante una repentina oportunidad: la disponibilidad de él era dolorosamente evidente. ¿Sabe lo que quiero decir?
El doctor Daruwalla recordó la perturbadora noche que había pasado con Madhu y contestó:
—Sí, por supuesto que lo sé. ¿Y qué ocurrió?
—A eso me refiero cuando digo que fui cínico. Era tan plenamente fatalista que resolví que si él hacía la menor insinuación, respondería positivamente. No sería yo quien iniciara nada, pero sabía que respondería si lo hacía él.
—¿Lo hiciste? ¿Lo hizo él? —preguntó Farrokh.
—Ocurrió que no pude encontrar mi coche..., el aparcamiento era una inmensidad —dijo Martin—. Pero recordé que siempre procuraba aparcar cerca de Cristo...
—Te refieres a la estatua... —lo interrumpió Farrokh.
—Sí, a la estatua, desde luego; había aparcado directamente delante —explicó Martin—. Cuando finalmente encontré el coche, todo estaba tan oscuro que no vi la estatua, ni siquiera cuando estuve sentado dentro. Pero sabía exactamente dónde estaba Cristo. Fue un momento muy curioso. Esperaba que él me tocara, pero estuve todo el tiempo con la vista fija en la oscuridad, en el punto exacto en que estaba Jesús.
—¿Y te tocó? —quiso saber Farrokh.
—Encendí los faros sin darle la oportunidad. Y allí estaba Cristo, brillantemente destacado bajo las luces, exactamente donde yo sabía que estaría.
—¿Y en qué otro sitio podía estar una estatua? —gritó el doctor Daruwalla—. ¿Acaso en tu país las estatuas se trasladan?
—Usted degrada mi experiencia concentrando su atención en la estatua, que sólo fue el vehículo —replicó el misionero—. Lo que yo sentí fue la presencia de Dios. Sentí también la unidad con Jesús..., no con la estatua. Sentí que me era mostrado lo que significaba creer en Cristo..., para mí. Incluso en la oscuridad, incluso esperando que me sucediera algo horrible, tenía la certeza de que estaba allí. Cristo estaba allí por mí, no me había abandonado. Aún podía verlo.
—Sospecho que no te sigo del todo —dijo el doctor Daruwalla—. Me refiero a que tu fe en Cristo es una cuestión, pero de ahí a querer ser sacerdote..., ¿cómo pasaste de Jesús en el aparcamiento al deseo de abrazar el sacerdocio?
—Ésa es harina de otro costal —confesó Martin.
—Eso es precisamente lo que no entiendo —replicó Farrokh y se apresuró a agregar—: ¿Y así se acabaron esos deseos? Me refiero a si tu homosexualidad nunca volvió a verse comprometida..., por así decirlo.
—¿Homosexualidad? —dijo el jesuita—. No se trata de eso. Yo no soy homosexual, aunque tampoco heterosexual. Ya no soy una entidad sexual, así de sencillo.
—Venga. Si fueras a sentirte sexualmente atraído, sería una atracción homosexual, ¿no es cierto?
—Ésa no es una pregunta pertinente —replicó el escolástico—. No se trata de que yo carezca de sensaciones sexuales, sino de que me he resistido a la atracción sexual y no tendré problemas en seguir resistiéndome.
—Pero a lo que estás resistiéndote es a una inclinación homosexual, ¿no es cierto? Quiero decir que especulemos..., puedes especular, ¿no?
—Yo no hago especulaciones sobre mis votos —replicó el misionero.
—Te ruego que me des el gusto. Si algo ocurriese, si por alguna razón decidieras no ser sacerdote..., ¿serías homosexual?
—¡Por piedad! ¡Nunca he conocido a nadie tan tozudo! —gritó Martin, aunque con tono amable.
—¿Yo soy tozudo? —chilló el médico.
—Yo no soy homosexual ni heterosexual —manifestó serenamente el jesuita—. Esos términos no se aplican necesariamente a inclinaciones, ¿o sí? Experimenté una inclinación pasajera.
—¿Y ha pasado? ¿Completamente? ¿Eso es lo que quieres decir? —preguntó el doctor Daruwalla.
—¡Por piedad! —repitió Martin.
—¡Te conviertes en una persona de sexualidad no identificable basándote en un encuentro con una estatua en un aparcamiento, pero niegas la posibilidad de que a mí me haya mordido un fantasma! —vociferó el doctor Daruwalla—. ¿Sigo correctamente tu razonamiento?
—Yo no creo en los fantasmas per se.
—Sin embargo crees haber experimentado la unidad con Jesús. ¡Has sentido la presencia de Dios... en un aparcamiento!
—Yo creo que nuestra conversación..., si usted sigue levantando la voz, quiero decir, es una distracción para nuestro chófer —dijo Martin Mills—. Quizá deberíamos retomar este tema una vez que hayamos llegado sanos y salvos al aeropuerto.
Aún estaban a una hora de Rajkot, con Ramu esquivando la muerte cada tantos kilómetros; luego vendría la espera en el aeropuerto, por no hablar de una probable demora, y por último el vuelo propiamente dicho. El domingo por la tarde o por la noche, el taxi de Santa Cruz a Bombay podía tardar otros tres cuartos de hora o una hora entera. Para colmo, se trataba de un domingo especial: era el 31 de diciembre de 1989, pero ni el médico ni el misionero sabían que era Nochevieja, y si lo sabían lo habían olvidado.
En San Ignacio estaba prevista la celebración del jubileo para el día de Año Nuevo, cosa que Martin también había olvidado, y la fiesta de la víspera en el Duckworth Sports Club era una ocasión de gala y alegría poco característica; habría baile con orquesta y una espléndida cena a medianoche, sin hablar de la insólita calidad del champán que sólo se servía una vez al año. Ningún duckworthiano que estuviese en Bombay se perdería por voluntad propia la fiesta de Nochevieja. John D. y el subcomisario Patel estaban seguros de que Rahul asistiría: el señor Sethna ya les había informado. Pasaron la mayor parte del día ensayando lo que diría el Inspector Dhar a la segunda señora Dogar cuando bailaran juntos. Julia planchó el esmoquin de su marido, que necesitó airearse largo tiempo en el balcón para perder el aroma a naftalina. Pero tanto la víspera de Año Nuevo como el Duckworth Club estaban muy lejos de la mente de Farrokh. Ahora se concentró en lo que quedaba del trayecto a Rajkot, tras lo cual todavía tendría que viajar a Bombay. Si no quería soportar un minuto más los argumentos de Martin, tendría que iniciar otra conversación.
—Podríamos cambiar de tema —sugirió—, y hablar en voz baja.
—Como prefiera. Prometo que mi voz será baja —dijo satisfecho el misionero.
Farrokh no sabía de qué hablar. Intentó pensar en una larga historia personal, algo que le permitiese hablar sin parar y que dejara mudo al misionero, sin posibilidad de interrumpirlo. No podía iniciar la charla diciendo: «Conozco a tu gemelo». Aunque no sería mal abordaje para una larga historia personal. ¡Eso sí que dejaría mudo a Martin Mills! Pero como le había ocurrido con anterioridad, consideró que no le correspondía a él contar esa historia, que la decisión debía tomarla John D.
—Bien, a mí se me ocurre algo —dijo de improviso el escolástico, que había aguardado amablemente a que el doctor Daruwalla empezara, aunque no aguardó demasiado.
—Muy bien..., adelante —respondió el médico.
—A mi juicio no debería andar de caza de brujas con los homosexuales. No en estos tiempos. No cuando existe una comprensible sensibilidad hacia todo lo que sea, aunque remotamente, homofóbico. De todos modos, ¿qué tiene usted contra los homosexuales?
—¡No tengo nada contra los homosexuales! ¡No soy homofóbico! —le espetó Farrokh—. ¡Y no has cambiado precisamente de tema!
—Y usted no mantiene precisamente la voz baja —dijo Martin.
Little India
En el aeropuerto de Rajkot, el sistema de altavoces había progresado a una nueva prueba y estaban demostrándose habilidades numéricas para contar. «Once, veintidós, treinta y tres, cuarenta y cuatro, cincuenta y cinco», decía la infatigable voz. No había forma de saber adónde conduciría eso, que apuntaba al infinito. La voz carecía de emoción; la cuenta era tan mecánica que el doctor Daruwalla pensó que podía volverse loco. Para no escuchar los números ni soportar las provocaciones jesuíticas de Martin Mills, Farrokh resolvió contar una historia. Aunque era una historia real —y como pronto descubriría Farrokh, dolorosa al contarla—, tenía la desventaja de que el narrador nunca la había contado antes; hasta las historias reales mejoran con alguna revisión. Pero tenía la esperanza de que su relato ilustrara que los alegatos del misionero sobre su homofobia eran falsos, ya que su colega predilecto de Toronto era homosexual. Gordon Macfarlane también era su mejor amigo.
Lamentablemente, el guionista empezó la historia por donde no correspondía. Tendría que haberla iniciado con los principios de su relación con el doctor Macfarlane, incluyendo que los dos habían coincidido en el mal empleo del término «gay»; que en un sentido general estaban de acuerdo con los hallazgos del novio de Mac, el genetista gay; sus teorías acerca de la biología de la homosexualidad también eran interesantes. De haber iniciado una conversación sobre este tema, el doctor Daruwalla no habría despertado los prejuicios de Martin en su contra. Pero en el aeropuerto de Rajkot cometió el error de introducir al doctor Macfarlane en forma de escena retrospectiva, como si sólo fuera un personaje secundario y no un amigo que a menudo ocupaba el primer plano de su mente.
Había empezado por relatar lo que no correspondía, referente a la época en que lo secuestrara un taxista delirante, porque su práctica como autor de películas de acción lo había precondicionado para abordar cualquier historia con el acto más violento que era capaz de imaginar (o, en este caso, recordar). Pero empezar por un episodio de injuria racial resultó engañoso para el misionero, que llegó a la conclusión de que la amistad de Farrokh con Gordon Macfarlane era menos importante que la indignación por el maltrato que había recibido por su condición de indio en Toronto. Ésta era una forma de narración inepta, ya que Farrokh había tratado de transmitir que su maltrato como evidente inmigrante de color en Canadá había solidificado más aún su amistad con un homosexual, alguien que no era ajeno a la discriminación de otra especie.
Era un viernes de primavera; muchos colegas de Farrokh se marchaban temprano de sus consultorios los viernes por la tarde para ir a sus casas de fin de semana, pero los Daruwalla disfrutaban de esos días en Toronto: su segundo hogar estaba en Bombay. Un paciente de Farrokh había cancelado su cita, por lo que era libre de marcharse temprano; de lo contrario, habría pedido a Macfarlane que lo llevara o llamara un taxi. Mac también pasaba los fines de semana en Toronto y los viernes se quedaba hasta tarde en el consultorio.
Como todavía no era hora punta, Farrokh pensó en caminar un rato y luego coger un taxi por la calle, probablemente delante del museo. Hacía unos años que evitaba el metro, donde había vivido un incómodo incidente racial. Claro que también algunas veces le habían gritado desde algún coche que pasaba, aunque nunca nadie le había dicho parsi. En Toronto muy poca gente sabía qué era un parsi. Lo que le gritaban era «¡Paqui de mierda!», o «¡Cabrón oriental!», o «¡Mono aceitunado!», o «¡Vete a tu tierra!». Su color atezado pálido y el cabello negro azabache dificultaba la precisión: no era tan identificable como muchos otros indios. A veces lo etiquetaban de árabe, en dos ocasiones le habían llamado judío. Debido a su ascendencia persa podía pasar por un nativo de Oriente Próximo. Pero fueran quienes fuesen los que intentaban insultarlo, sabían que era extranjero, alguien racialmente diferente. En una ocasión incluso le habían gritado despectivamente «italiano». En aquella época se había preguntado qué clase de idiota podía confundirlo con un italiano, pero ahora sabía que lo que molestaba a esa gente no era qué fuese, sino únicamente que no era uno de ellos. Aunque con mayor frecuencia el tema de los insultos suscribía a la visión de él que sólo puede expresarse torpemente como «inmigrante de color». Aparentemente, en Canadá, el prejuicio contra la composición inmigratoria de sus rasgos era tan profundo como cualquier prejuicio existente sobre las personas de color.
Había dejado de viajar en metro después de un episodio con tres adolescentes. Al principio no le parecieron demasiado amenazadores, sino más bien traviesos. Sólo hubo un indicio de amenaza porque se sentaron deliberadamente muy cerca de él, cuando sobraban asientos en el vagón. Uno se sentó a su izquierda, otro a su derecha y el tercero inmediatamente al otro lado del pasillo. El que estaba a su izquierda le dio un codazo.
—Hemos hecho una apuesta —dijo—. ¿Qué eres tú?
Más adelante Farrokh comprendió que el único motivo por el que no los había considerado amenazadores era que los tres llevaban el blazer y la corbata del uniforme de su escuela. Después del incidente podía haberse presentado en ese instituto, pero no lo hizo.
—Te he preguntado qué eres —repitió el muchacho.
Ése fue el primer momento en que se sintió amenazado.
—Soy médico —contestó.
Los chicos que estaban a ambos lados se mostraron decididamente hostiles, pero a Farrokh le salvó el que estaba al otro lado del pasillo.
—Mi padre también es médico —observó estúpidamente.
—¿Tú también piensas estudiar Medicina? —le preguntó Farrokh.
Los otros dos se levantaron y se llevaron al que había hablado a rastras.
—Que te den por el culo —le había dicho el primero, pero Farrokh sabía que era una bomba inofensiva, ya desactivada.
Nunca volvió a coger el metro. Pero después del peor episodio que vivió, lo ocurrido en el metro parecía algo leve. Tras su peor incidente, Farrokh estaba tan alterado que no recordaba si el taxista se había arrimado al bordillo antes o después de la esquina de University con Gerrard. Fuera como fuese, acababa de salir del hospital e iba soñando despierto. Lo extraño, recordó, era que el conductor ya llevaba un pasajero, y que éste iba en el asiento delantero.
—No se preocupe por él —dijo el taxista—. Es un amigo mío que no tiene nada que hacer.
—No soy un cliente —aclaró el acompañante.
Después, Farrokh sólo recordaba que no era un taxi de Metro ni de Beck, las dos compañías a las que llamaba con frecuencia; probablemente se trataba de un taxi pirata.
—Le he preguntado adónde va —inquirió el taxista.
—A casa —respondió Farrokh. (Le pareció que no tenía sentido agregar que su intención había sido caminar un rato. Allí había un taxi, ¿por qué no cogerlo?)
—¿Dónde queda su «casa»? —preguntó el amigo del asiento delantero.
—En Russell Hill Road, al norte de Saint Claire..., inmediatamente al norte de Lonsdale — contestó Farrokh, que había dejado de andar; el taxi también estaba parado—. De hecho, pensaba ir un rato a la cervecería y después dirigirme a casa —agregó.
—Suba, si quiere —lo invitó el taxista.
El doctor Daruwalla no sintió angustia hasta después de instalarse en el asiento de atrás y de que el taxi arrancara. El amigo del asiento delantero eructó violentamente y el conductor rió. La visera del parabrisas del lado del acompañante estaba plana contra el cristal y faltaba la puerta de la guantera. Farrokh no podía recordar si ésos eran los lugares donde solía pegarse la identificación del taxista, o si normalmente ésta iba en el panel divisor de plexiglás, entre el asiento delantero y el trasero. (El panel mismo era raro; en Toronto, la mayoría de los taxis no los llevaban de ese tipo.) Fuera como fuese, no había ningún certificado a la vista en el interior del taxi, que ya avanzaba demasiado rápido para apearse; tal vez en un semáforo en rojo, pensó Farrokh. Pero durante un buen rato no hubo semáforos en rojo y el taxi se saltó el primero al que llegó; en ese momento el amigo del asiento delantero se volvió y lo miró a la cara.
—¿Dónde está tu verdadera casa? —le preguntó
—En Russell Hill Road —repitió Farrokh.
—Antes de eso, imbécil —dijo el taxista.
—Nací en Bombay, pero me marché de la India siendo adolescente. Soy ciudadano canadiense.
—Ya te lo había dicho —dijo el taxista a su amigo.
—Llevémoslo a su casa —propuso el amigo.
El taxista dirigió la vista al espejo retrovisor e hizo un repentino cambio de sentido. Farrokh se vio arrojado contra la puerta.
—Te mostraremos en qué lugar está tu casa, babuino —dijo el taxista.
En ningún momento podría haber escapado; cuando avanzaban lentamente en medio del tráfico, o cuando estaban detenidos en un semáforo en rojo, tenía miedo de intentarlo. Iban a bastante velocidad cuando el taxista clavó los frenos. La cabeza de Farrokh rebotó en el panel de plexiglás, y el doctor volvió a quedar aplastado contra el asiento cuando el coche aceleró. Sintió al instante la tensión de la inflamación; cuando se tocó suavemente la ceja hinchada, ya le había entrado sangre en un ojo. Cuatro puntos de sutura, tal vez seis, le informaron sus dedos.
La zona de Little India no es muy amplia; se extiende por Gerrard desde Coxwell hasta Hiawatha, aunque algunos dirían que hasta Woodfield. Todos coincidirían en que al llegar a Greenwood se acaba Little India; incluso en lo que es Little India propiamente dicha, se entremezcla la comunidad china. El taxi paró delante de la tienda de comestibles Ahmad en Gerrard, en Coxwell. Probablemente no era casual que este comercio estuviera enfrente, en diagonal, de las oficinas de los Servicios Canadienses de Inmigración Étnica, donde el amigo del taxista sacó a Farrokh a empollones del asiento trasero.
—Ya estás en casa..., y te conviene quedarte —le advirtió.
—Mejor todavía, babuino, vuélvete a Bombay —agregó el conductor.
Cuando el taxi arrancó, el médico veía con un solo ojo; sintió tanto alivio por haberse liberado de los matones que prestó muy poca atención a las señales identificativas del coche. Era rojo..., quizá rojo y blanco. Si vio algún nombre o algún número impreso, no lo recordaba.
La mayoría de las tiendas de Little India parecían cerrar los viernes. En apariencia nadie había visto cómo expulsaban violentamente al doctor Daruwalla del taxi; nadie se le acercó, aunque estaba mareado y sangrando, evidentemente desorientado. Farrokh, menudo y con pancita, de traje oscuro —la camisa blanca estaba estropeada por la sangre que manaba de la ceja partida— , aferró su maletín con una mano y echó a andar. En la acera, bailando en la brisa primaveral, vio caftanes colgados de percheros. Más tarde se esforzó por recordar los nombres de las tiendas. ¿Bordados Pindi? ¿Modas Nirma? Había un negocio donde vendían frutas y verduras frescas... ¿Granja Sinjh? En la Iglesia Unida, un cartel indicaba que el lugar también albergaba el templo hindú Shri Ram los domingos por la noche. En la esquina de Craven y Gerrard, un restaurante anunciaba ESPECIALISTAS EN COCINA INDIA. También apareció el conocido anuncio de Kingfisher Lager, PLENA DE FUERZA INTERIOR. Un póster prometía una NOCHE ASIÁTICA CON LAS MEJORES ESTRELLAS y exhibía las caras habituales: Hoyuelos Kapadia, Sol Deol, Jaya Prada, con música de Bappi Lahiri.
El doctor Daruwalla nunca iba a Little India. En los escaparates, las maniquíes con sari daban la impresión de reprenderlo; de hecho veía a muy pocos indios en Toronto, donde no tenía amigos íntimos de su misma nacionalidad. Algunos padres parsis le llevaban a sus hijos enfermos, tras elegir su apellido en el listín telefónico, suponía el doctor Daruwalla. Entre las maniquíes, una rubia también ataviada con un sari daba la impresión de compartir su misma desorientación.
En la joyería Raja alguien lo observó desde el otro lado del escaparate, probablemente al notar que sangraba. Había un RESTAURANTE ESTRICTAMENTE VEGETARIANO del sur de la India cerca de Ashdale y Gerrard. En la Cabaña Chaat anunciaban «todo tipo de kulfi, faluda y paan». En el cartel de Bombay Bhel se leía «auténtico gol guppa... aloo tikki... etcétera». Servían cerveza Thunderbolt, «una dorada extra fuerte, la bebida de la excitación». Más saris en un escaparate de Hiawatha y Gerrard. En la tienda de comestibles Shree, una montaña de raíces de jengibre desbordaba el local y llegaba a la acera. El médico vio el cartel de CINE INDIO en un cuchitril.
En la casa de artículos sanitarios de J.S. Addison, en la esquina de Woodfield con Gerrard, contempló una fabulosa bañera de latón con grifería ornamentada; los grifos eran cabezas de tigres, muy parecidos a los de la bañera en que se bañaba de niño en el viejo Ridge Road de Malabar Hill. El doctor Daruwalla se echó a llorar. Mientras estudiaba el despliegue de lavamanos y tubos de desagüe de cobre, y otros artículos de baño victorianos, de pronto notó que un rostro preocupado lo observaba. El hombre salió de la tienda hasta la acera.
—Está herido..., ¿puedo ayudarle? —le preguntó; no era indio.
—Soy médico —dijo el doctor Daruwalla—. Por favor, pídame un taxi, sé adónde debo ir.
Pidió al taxista que lo llevara al Hospital de Niños.
—¿Está seguro de que quiere ir al Hospital de Niños, señor? —le preguntó el taxista, un negro... muy negro, un antillano—. A mí no me parece usted un niño enfermo.
—Soy médico —aclaró Farrokh—. Trabajo allí.
—¿Quién le ha hecho eso, señor? —preguntó el taxista.
—Dos tipos a los que no les gusta la gente como yo..., ni la gente como usted —dijo Farrokh.
—Están por todas partes, señor.
El doctor Daruwalla sintió alivio al ver que su secretaria y su enfermera ya se habían ido. Siempre tenía una muda de ropa en el consultorio; cuando estuviera suturada la herida tiraría la camisa, y el lunes pediría a su secretaria que mandara a limpiar en seco el traje.
Examinó la herida abierta de la ceja y mirándose al espejo se afeitó alrededor del tajo. La operación resultó fácil, porque estaba acostumbrado a afeitarse delante de un espejo; cuando pensó en la inyección de procaína y las suturas, se dio cuenta de que no sería nada fácil hacerlas correctamente de cara al espejo, sobre todo las suturas. Llamó al consultorio del doctor Macfarlane y pidió a la secretaria que le dijera que pasara a verlo antes de salir para ir a su casa.
Primero Farrokh intentó hacerle creer a Macfarlane que se había golpeado la cabeza en el taxi por la imprudencia del conductor, cuya frenada lo había arrojado contra el panel de plexiglás. Aunque era la verdad —o sólo una mentira por omisión—, su voz se apagó; el miedo, el insulto, la ira, todavía se reflejaban en sus ojos.
—¿Quién te ha hecho esto, Farrokh? —le preguntó Mac.
Le contó toda la historia, empezando por los tres adolescentes del metro e incluyendo los gritos desde los coches que pasaban. Cuando Macfarlane terminó de coserlo —fueron necesarios cinco puntos para cerrar la herida—, Farrokh había empleado la expresión «inmigrante de color» más veces de las que nunca la hubiera pronunciado antes en voz alta, ni siquiera en conversaciones con Julia, a la que tampoco pensaba mencionar lo ocurrido en Little India; que lo supiera Mac era consuelo suficiente para él.
El doctor Macfarlane también tenía sus anécdotas. Nunca le habían pegado, pero sí amenazado e intimidado. Recibía llamadas telefónicas a altas horas de la noche y había cambiado el número tres veces. También lo llamaban al consultorio; dos antiguas secretarias habían dimitido, además de una enfermera. A veces le pasaban cartas o notas por debajo de la puerta del consultorio; quizá fuesen de padres de ex pacientes, o de sus colegas, o de otros trabajadores del Hospital de Niños.
Mac ayudó a Farrokh a ensayar la descripción del «accidente» para Julia. Sonaría más factible que la culpa no hubiese sido del taxista. Decidieron que una idiota había salido de una curva sin mirar; el taxista no tuvo más remedio que clavar los frenos. (Una vez más la culpa recayó en una conductora inocente.) En cuanto notó que tenía un corte y sangraba, Farrokh había pedido al taxista que lo llevara de vuelta al hospital; afortunadamente todavía estaba Macfarlane, que había hecho las suturas. Sólo cinco. Daba por perdida la camisa blanca y no sabía qué pasaría con el traje hasta que volviera de la tintorería.
—¿Y por qué no le cuentas a Julia lo que ocurrió? —le preguntó Mac.
—Se decepcionaría conmigo, porque no hice nada —explicó Farrokh.
—Lo dudo.
—Yo estoy decepcionado conmigo mismo por no haber hecho nada —reconoció.
—Eso no puede evitarse —dijo Mac.
Camino de su casa, en Russell Hill Road, Farrokh interrogó a Macfarlane sobre su trabajo en el hospicio para enfermos de sida; había uno muy bueno en Toronto.
—Sólo soy un voluntario —explicó Macfarlane.
—Pero eres médico —dijo Farrokh—. Me refiero a que debe de ser muy interesante trabajar allí. ¿Pero qué puede hacer exactamente un ortopedista?
—Nada, allá no soy médico —respondió Mac.
—¡Sí que eres médico! ¡Eres médico en todos lados! —gritó Farrokh—. Tiene que haber pacientes con llagas de tanto estar postrados en cama. ¿Y qué me dices del control del dolor? —El doctor Daruwalla estaba pensando en la morfina, una droga maravillosa que desconecta los pulmones del cerebro. Probablemente muchas defunciones en un hogar para sidosos tenían que ser respiratorias. ¿No sería especialmente útil la morfina en esos casos? La angustia respiratoria no se modifica, pero el paciente no tiene conciencia de ella—. ¿Y qué me dices de la debilitación muscular también por guardar cama? —agregó—. Sin duda podrías instruir a las familias sobre ejercicios de movimientos pasivos o distribuir pelotas de tenis para que los pacientes las aprieten.
El doctor Macfarlane se echó a reír.
—El hospicio cuenta con sus propios médicos, que son especialistas en sida —dijo—. Allá yo no soy médico, y ésa es una de las cosas que más me gustan, ser sólo un voluntario.
—¿Y qué me dices de los catéteres? preguntó Farrokh—. Tienen que bloquearse, los túneles de la piel se inflaman... —Su voz se desvaneció; se preguntaba si sería posible desatascarlos haciendo correr por ellos un anticoagulante, pero Macfarlane le impidió redondear la idea.
—Allá yo no hago nada como médico.
—¿Qué haces entonces? —preguntó Farrokh.
—Una noche lavé toda la ropa blanca —replicó Macfarlane—. Otra me dediqué a atender la centralita.
—¡Pero cualquiera puede hacer eso! —chilló Farrokh.
—Sí..., cualquier voluntario.
—Oye. Supongamos que un paciente sufre un ataque por una infección descontrolada. ¿Qué haces? ¿Le inyectas Valium por vía intravenosa?
—Llamo al médico —contestó Macfarlane.
—¡Me estás tomando el pelo! ¿Qué me dices de los tubos de alimentación gota a gota? Se salen de su lugar. ¿Qué haces? ¿El hospicio cuenta con equipos radiográficos o hay que llevar a los enfermos a un hospital?
—Llamo al médico —repitió Macfarlane—. Se trata de un hospicio, un hogar para enfermos terminales, los enfermos no están allí para curarse. Una noche le leí en voz alta a alguien que no podía dormir. En los últimos tiempos escribo las cartas de un hombre que quiere ponerse en contacto con su familia y sus amigos para despedirse, pero no sabe escribir.
—¡Increíble! —exclamó el doctor Daruwalla.
—Van allí a morir, Farrokh. Nosotros los ayudamos a controlar la situación. No podemos ayudarlos de la manera en que estamos acostumbrados a hacerlo con la mayoría de nuestros pacientes —explicó Macfarlane.
—O sea que te presentas allá. Firmas el registro o le dices a alguien que has llegado. ¿Y luego qué?
—Normalmente una enfermera me indica qué debo hacer —respondió Mac.
—¿Una enfermera le indica al médico lo que debe hacer? —chilló Farrokh.
—Veo que vas comprendiendo —replicó Macfarlane.
Habían llegado a su casa de Russell Hill Road, muy distante de Bombay, y muy distante también de Little India.
—Sinceramente, si quiere conocer mi opinión —dijo Martin Mills, que sólo había interrumpido el relato de Farrokh media docena de veces—, yo pienso que usted debe volver loco a su pobre amigo Macfarlane. Obviamente le cae simpático, ¿pero en los términos de quién? En sus términos, en sus propios términos de médico heterosexual.
—¡Pero eso es lo que soy! —gritó el doctor Daruwalla—. ¡Soy un médico heterosexual!
Una cuantas personas parecieron levemente sorprendidas en el aeropuerto de Rajkot. «Tres mil ochocientos noventa y cuatro», se oía desde el altavoz.
—La cuestión es saber si podría simpatizar con un gay mariposón —dijo el misionero—. Alguien que no fuese médico, alguien que no fuese comprensivo con sus problemas, alguien a quien no pudiera importarle menos el racismo ni lo que les ocurre a los inmigrantes de color, como usted dice. Piensa que no es homofóbico, pero dígame hasta qué punto le importaría alguien así.
—¿Y por qué debería importarme alguien así? —vociferó Farrokh.
—Eso es lo que digo de usted. ¿Entiende lo que quiero decir? —preguntó el misionero—. Usted es un homófobo típico.
«Tres mil novecientos cuarenta y nueve», zumbó el altavoz.
—Ni siquiera sabes escuchar una historia —dijo el doctor Daruwalla.
—¡Por piedad! —exclamó el jesuita.
Se demoraron en subir al avión porque las autoridades volvieron a confiscar el peligroso cortaplumas del ejército suizo.
—¿No podrías haberte acordado de guardar esa maldita navaja en tu maleta? —preguntó el doctor Daruwalla al escolástico.
—Dado su evidente malhumor, yo sería un tonto si respondiera a preguntas de ese tipo — replicó Martin. Cuando finalmente estuvieron a bordo del avión, el misionero dijo—: Oiga. Los dos estamos preocupados por los niños. Lo sé a ciencia cierta. Pero hemos hecho todo lo que pudimos por ellos.
—Salvo adoptarlos —observó Farrokh.
—No estábamos en condiciones de hacerlo, ¿no? Lo que yo digo es que los hemos puesto en una posición en la que al menos podrán ayudarse a sí mismos.
—No me hagas vomitar —dijo Farrokh.
—En el circo están más seguros que donde estaban antes —insistió el misionero—. ¿En cuántas semanas o en cuántos meses se habría quedado ciego el chico? ¿Cuánto tiempo habría tardado la niña en contraer una enfermedad horrible, incluso la peor? Por no hablar de lo que habría tenido que soportar antes. Usted está preocupado, por supuesto. Yo también. Pero no podemos hacer nada más.
—¿Eso no es fatalismo? —inquirió Farrokh.
—¡No, por piedad! —exclamó el misionero—. Esos niños están en manos de Dios, a eso me refiero.
—Sospecho que por eso estoy preocupado —comentó el doctor Daruwalla—.
—A usted no le mordió un mono— gritó Martin Mills.
—Ya te lo había dicho.
—Debió de morderle una serpiente..., una víbora venenosa. O si no, el mismísimo diablo. — Tras casi dos horas de silencio, el avión había aterrizado y el taxi de Vinod circulaba entre el tráfico dominguero que iba de Santa Cruz a Bombay, a Martin Mills se le ocurrió agregar algo—: Además, tengo la sensación de que está ocultándome algo. Es como si siempre se reprimiera..., siempre se muerde la lengua.
«¡No estoy diciéndote ni la mitad!», estuvo en un tris de gritar el médico. Pero se mordió la lengua una vez más. A la luz oblicua de última hora de la tarde, los llamativos pósters cinematográficos mostraban la imagen segura de sí del gemelo de Martin Mills. Muchos carteles de El Inspector Dhar y las Torres del Silencio ya estaban desgarrados, pero a través de los jirones y la basura arrojada a la calle la sonrisa socarrona de Dhar parecía estar juzgándolos.
En realidad, John D. había estado ensayando un papel diferente, porque la seducción de la segunda señora Dogar no correspondía al género del Inspector Dhar. Rahul no era el habitual bomboncito cinematográfico. De haber sabido quién le había mordido en la hamaca del Hotel Bardez, el doctor Daruwalla habría coincidido con Martin Mills, porque verdaderamente había sido mordido por el mismísimo diablo..., por la mismísima diablesa, habría preferido la segunda señora Dogar.
Cuando el taxi del enano entró en Bombay, quedó momentáneamente atascado cerca de un restaurante iraní, no del todo de la misma categoría que Lucky New Moon o Light of Asia, iba pensando el doctor Daruwalla. Tenía hambre. Más allá del restaurante sobresalía un póster del Inspector Dhar prácticamente destruido. El astro tenía un tajo desde la mejilla hasta la cintura, pero su mueca burlona estaba intacta. Junto al mutilado Dhar había un póster de Lord Ganesha. La deidad con cabeza de elefante podía estar anunciando un inminente festival religioso, pero los coches empezaron a circular sin darle tiempo a Farrokh a que tradujese mentalmente el anuncio.
El dios era bajo y gordo, aunque incomparablemente hermoso para sus devotos; la cara de elefante de Lord Ganesha era tan colorada como una rosa china y lucía la sonrisa de loto de un soñador perpetuo. Por sus cuatro brazos humanos corría un sinfín de abejas —indudablemente atraídas por el perfume del icor que circulaba por sus santas venas—, y sus tres ojos que todo lo veían estaban fijos en Bombay con una benevolencia que era todo un reto para la sonrisa socarrona de Dhar. La barriga de Lord Ganesha colgaba casi hasta sus pies humanos en los que las uñas se veían tan largas como las de una mujer y pintadas con el mismo brillo. A la luz que caía en ángulo muy agudo, destellaba su único colmillo sano.
—¡Ese elefante está en todas partes! —exclamó el jesuita—. ¿Qué pasó con el otro colmillo?
El mito preferido de Farrokh en la infancia era el que narraba que Lord Ganesha se había roto su propio colmillo y se lo había arrojado a la luna, que se había burlado de él por su gordura y por su torpeza. Al viejo Lowji le encantaba esta historia y se la había contado a Farrokh y a Jamshed cuando eran pequeños. Sólo ahora se preguntó el doctor Daruwalla si sería un mito real o únicamente un mito de Lowji; el anciano no estaba a la altura de fabricar su propio mito.
Había otros mitos y también más de un relato sobre el nacimiento de Ganesh. En una versión del sur del país, Parvati vio la sílaba sagrada «Om» y su sola mirada la transformó en dos elefantes en plena copulación, que dieron a luz a Lord Ganesha y luego recuperaron la forma de la sílaba sagrada. Pero en una versión más siniestra, que da testimonio del famoso antagonismo sexual entre Parvati y su marido, Lord Shiva, unos celos considerables impregnan los sentimientos de éste por el hijo de Parvati, quien —de manera similar a la del niño Jesús— nunca es descrito como hijo «natural» de Parvati.
En el mito más siniestro, el ojo malo de Shiva es el que decapita al Ganesh recién nacido, que no había llegado a este mundo con cabeza de elefante. El niño sólo podrá seguir vivo si se encuentra la cabeza de otro que esté mirando en dirección norte y se adhiera a su cuello descabezado. Después de una gran batalla, lo que se encuentra es un desdichado elefante, y en el violento curso de su decapitación, se rompe un colmillo.
Pero como era el primer mito que había oído de niño, Farrokh prefería el de la luna.
—Disculpe, ¿me ha oído? —preguntó Martin al médico—. Estaba preguntándole qué ha ocurrido con el otro colmillo del elefante.
—El mismo lo rompió —replicó Farrokh—. Estaba cabreado y se lo lanzó a la luna.
Por el espejo retrovisor, el enano miró al médico con su ojo malo; como buen hindú, no le pareció divertida la blasfemia del doctor Daruwalla. Sin duda Lord Ganesha nunca estaba «cabreado», debilidad que sólo puede aplicarse a los mortales.
El suspiro del misionero tenía la intención de transmitir su infinita paciencia con el molesto humor que afectaba al médico.
—Ya ve —dijo—, sigue ocultándome algo.