No era un mono
Corría el lunes 1 de enero de 1990 y también se celebraba el aniversario de la escuela de San Ignacio en Mazagaon, el inicio del año número 126 de la misión. Los amigos de verdad estaban invitados a una merienda-cena, programada después de una misa vespertina oficial. La ocasión también serviría para presentar formalmente a Martin Mills a la comunidad católica de Bombay; en consecuencia, el padre Julian y el padre Cecil lamentaban que el escolástico hubiese regresado del circo tan mutilado. La noche anterior Martin había asustado al hermano Gabriel, quien creyó ver en su figura vapuleada, con manchas de sangre y el vendaje deshecho, al espíritu ambulante de un jesuita en otros tiempos perseguido, una pobre alma a la que habían torturado y luego dado muerte.
Esa misma noche, más temprano, Martin había persuadido al padre Cecil de que escuchara su confesión. Este estaba tan cansado que se quedó dormido antes de poder darle la absolución. Como era característico en Martin, la confesión parecía infinita y el padre Cecil aún no había entendido de qué iba cuando empezó a cabecear. Al anciano sacerdote le chocó que el escolástico no confesara nada más grave que su eterna disposición a quejarse.
Martin había empezado por enumerar las diversas decepciones consigo mismo, a partir de su noviciado en Saint Aloysius de Massachusetts. El padre Cecil procuró prestarle atención, porque había una nota de apremio en la voz del escolástico; no obstante, la capacidad del joven Martin para encontrarse defectos era vasta, y en breve el pobre sacerdote sintió que su participación en la confesión resultaba superflua. Por ejemplo, Martin confesó que siendo novicio en Saint Aloysius se había perdido por completo un acontecimiento significativo; no le había impresionado para nada la visita del sagrado brazo de san Francisco Javier al noviciado. (Al padre Cecil no le parecía tan grave.)
El acólito que empuñaba el brazo cercenado del santo era el famoso padre Terry Finney, S.J.; éste había emprendido generosamente la tarea de pasear el relicario dorado por el mundo. Martin confesó que para él el santo brazo sólo había sido un miembro esquelético protegido por cristales, algo que, a sus ojos, parecía parcialmente comido, una especie de sobra. Solamente ahora soportaba confesar que había tenido tan blasfemos pensamientos. (Para entonces, el padre Cecil dormía como un lirón.)
Había más: a Martin le preocupaba que le hubiese llevado años resolver satisfactoriamente la cuestión de la Gracia Divina. Además, a veces sentía que sólo hacía un esfuerzo consciente por no pensar en ello. El anciano padre Cecil tendría que haber oído esto, porque Martin Mills estaba peligrosamente colmado de dudas. Por último, la confesión llevaría al joven a su actual decepción consigo mismo, que era la forma en que se había comportado en los viajes de ida y vuelta al circo.
El escolástico afirmó que era culpable de amar más al niño tullido que a la niña prostituta; su odio a la prostitución había hecho que se sintiera casi resignado al destino de la niña. Asimismo, el doctor Daruwalla le había provocado en una cuestión tan sensible como la homosexualidad; Martin lamentaba haber hablado al médico en un estilo intelectualmente arrogante. A esas alturas, el pobre sacerdote dormía tan profundamente que no se despertó cuando cayó hacia delante en el confesonario y su nariz asomó por el enrejado, a la vista de Martin Mills.
Cuando el fanático vio la nariz, comprendió que el padre Cecil dormía como un tronco; él no quería perturbarlo, pero no era correcto que lo abandonara dormido en una posición tan incómoda. Por eso salió arrastrándose a buscar al hermano Gabriel, momento en que éste confundió al escolástico delirantemente vendado con un cristiano perseguido llegado desde el pasado. En cuanto amainó su miedo, el pobre hermano Gabriel fue a despertar al padre Cecil, quien a partir de ese momento no pudo dormir en toda la noche; el sacerdote no recordaba qué había confesado Martin ni si le había dado o no la absolución.
Martin durmió como un bendito; incluso sin absolución, le había hecho bien decir todo eso contra sí mismo y faltaba poco para el día siguiente, en que alguien escucharía la totalidad de su confesión. Quizás esta vez se lo solicitaría al padre Julian; aunque el rector era más temible que el decano, también era un poco más joven. Así, con la conciencia limpia y sin chinches en la cama, Martin durmió toda la noche. Acosado por las dudas un minuto y colmado de convicción al siguiente, el misionero era una contradicción andante, un hombre establemente inestable.
Nancy también durmió toda la noche; no puede decirse que durmiera «como una bendita», pero al menos durmió. Sin duda el champaña contribuyó; no oyó sonar el teléfono, que el detective Patel atendió en la cocina. Eran las cuatro de la mañana del día de Año Nuevo y al principio el subcomisario se sintió aliviado porque quien lo llamaba no era el suboficial asignado a vigilar la casa de los Dogar en el antiguo Ridge Road de Malabar Hill; se trataba del informe de un homicidio en los bajos fondos de Kamathipura: en uno de los dudosamente mejores burdeles habían asesinado a una prostituta. Normalmente a nadie se le habría ocurrido despertar al subcomisario para informarle de algo así, pero tanto el oficial investigador como el médico forense tenían la certeza de que era un crimen afín al de la película del Inspector Dhar. También en este caso había aparecido el dibujo de un elefante en el vientre de la prostituta asesinada, pero en este crimen había además un nuevo retorcimiento espantoso que sin duda el detective Patel querría ver personalmente.
Por lo que respecta al agente de vigilancia —el suboficial apostado cerca de la casa de los Dogar—, igualmente podía haberse quedado dormido toda la noche. Juró que la señora Dogar no se había movido de la casa y que sólo había salido el señor Dogar. El subinspector, a quien más adelante el subcomisario asignaría tareas más inofensivas, como responder a cartas de quejosos, declaró que sabía que se trataba del señor Dogar por su característico arrastrar de pies; además, el anciano iba encorvado; también estaba la cuestión del traje holgado, que era gris; un traje de hombre excesivamente suelto —no el mismo que se había puesto para la fiesta de Nochevieja en el Duckworth Club—, que ahora el señor Dogar llevaba con una camisa blanca abierta a la altura del cuello. El anciano subió a un taxi alrededor de las dos de la madrugada y volvió a su casa, en otro taxi, a las cuatro menos cuarto. El suboficial de vigilancia (a quien más adelante el subcomisario también degradaría de subinspector a agente) había supuesto con suficiencia que el señor Dogar iba a visitar a una amante o a una prostituta.
«Sin duda a una prostituta», pensó el detective Patel, y lamentablemente no había sido el señor Dogar.
La madama del dudosamente mejor prostíbulo de Kamathipura informó al subcomisario que era política de su burdel apagar las luces a la una o las dos de la madrugada, según el volumen de clientes o su ausencia. Una vez que las luces estaban apagadas, sólo aceptaba clientes para toda la noche; pernoctar con una de las chicas de la madama costaba como mínimo cien rupias. El «anciano» que había llegado después de las dos, cuando el burdel estaba a oscuras, había ofrecido trescientas rupias por la chica más pequeña de la madama.
Al principio el detective Patel creyó que la madama quería decir la chica más joven, pero ella insistió en que estaba segura de que el caballero había solicitado a la «más pequeña»; fuera como fuese, esto último es lo que consiguió. Asha era una cría muy menuda y delicada, de alrededor de quince años, declaró la madama. De unos trece años, calculó el comisario.
Como las luces estaban apagadas y no había más chicas en el pasillo, solamente la patrona del burdel y Asha vieron al presunto anciano, que no era tan viejo, creía la madama. Tampoco iba encorvado, recordó la mujer, aunque (al igual que el suboficial de vigilancia a punto de ser degradado) notó que su traje le iba muy holgado y que era de color gris. «Él» iba muy bien afeitado, con excepción de un delgado bigotillo —postizo, supuso el detective Patel— y un peinado muy raro; en este punto la madama levantó las manos por encima de la frente y dijo:
—Pelo muy corto en la nuca y por encima de las orejas.
—Sí, ya sé..., un copete —señaló Patel, quien también sabía que el cabello no sería plateado y con mechas blancas, pero de todos modos lo preguntó.
—No, tenía el pelo negro con mechas plateadas —respondió la madama.
Y nadie había visto salir al «anciano». A la madama la había despertado la presencia de una monja; oyó como si alguien tratara de abrir la puerta desde fuera, al menos eso pensó, y cuando se asomó vio a una monja al otro lado de la puerta; debía de ser alrededor de las tres de la madrugada.
—¿Suele ver a muchas monjas en este distrito a esa hora? —le preguntó el subcomisario.
—¡Claro que no! —gritó la mujer; agregó que había preguntado a la religiosa qué deseaba y ésta replicó que buscaba a una chica cristiana de Kerala, a lo que ella había respondido que en su casa no había ninguna cristiana de Kerala.
—¿De qué color era el hábito de la monja? —preguntó Patel, aunque sabía que la respuesta sería «gris», y así fue.
No era un color insólito para un hábito de tela tropical, pero al mismo tiempo podía tratarse de algo improvisado a partir del mismo traje gris que llevaba la señora Dogar cuando se presentó en el burdel. Con toda probabilidad al entrar llevaba el traje holgado encima del hábito, y luego el hábito encima del traje, o las piezas del hábito y del traje eran las mismas, al menos de la misma tela. La camisa blanca podía usarse de maneras diferentes; tal vez estaba enrollada, con una especie de collarín alto, o podía cubrir la cabeza en una especie de capucha. El detective conjeturó que la supuesta monja no tenía bigote. («¡Claro que no!», declaró la madama.) Y como la monja llevaba la cabeza cubierta, ella no podía haber visto el copete.
La única razón por la que la madama había descubierto tan pronto a la niña muerta era que a partir de ese momento no pudo volver a dormir; primero oyó gritar a uno de los clientes para toda la noche y luego, cuando reinaba el silencio, llegó a sus oídos el sonido de agua hirviendo, aunque no era la hora del té. En el cuchitril de la asesinada, un cazo con agua puesto sobre un hornillo de espiral había alcanzado el punto de hervor y por eso la madama descubrió el cadáver. De lo contrario, sólo a las ocho o las nueve de la mañana las demás prostitutas habrían notado la ausencia de la pequeña Asha.
El subcomisario interrogó a la madama acerca del ruido que suponía hacía alguien tratando de abrir la puerta desde la calle, el sonido que la había despertado. ¿No habría hecho el mismo ruido si se hubiera abierto desde el interior y luego cerrado a espaldas de la monja en retirada? La madama admitió que era posible; en síntesis, si no hubiese oído el ruido de la puerta, en ningún momento hubiese visto a la monja. Y cuando la señora Dogar cogió un taxi para que la llevara a su casa, ya no era monja.
El detective Patel fue sumamente amable al hacerle la pregunta más obvia a la madama:
—¿Considera factible que el hombre medianamente viejo y la monja fuesen la misma persona?
La madama se encogió de hombros; no creía que estuviese en condiciones de identificar a ninguno de los dos. Cuando el subcomisario la presionó sobre esta cuestión, lo único que agregó la mujer es que estaba adormilada y que tanto el hombre medianamente viejo como la monja la habían despertado.
Nancy seguía durmiendo cuando el detective Patel volvió a su piso, tras mecanografiar un cáustico informe para degradar al suboficial de vigilancia y consignarlo a la sala de correspondencia del Departamento General de Homicidios. Deseaba estar en casa cuando despertara su mujer y no quería llamar al Inspector Dhar ni al doctor Daruwalla desde el recinto policial. Pensó que los dejaría dormir un poco más.
El subcomisario determinó que el cuello de Asha estaba roto tan limpiamente por dos motivos: uno, la niña era menuda; dos, estaba completamente relajada. Rahul debió de engatusarla para que se pusiera boca abajo, como si la preparara para penetrarla en esa posición. Pero no había habido sexo, por supuesto. Los moretones con la marca de dedos hundidos a fondo en las cuencas oculares de la pequeña prostituta —y en su cuello, inmediatamente debajo de la mandíbula—, sugerían que la señora Dogar le había cogido la cara desde atrás. Luego había tirado de la cabeza de Asha hacia sí y a un costado, hasta que el cuello chasqueó.
A continuación Rahul la había acostado de espaldas con el propósito de hacer el dibujo en su vientre. Aunque el dibujo correspondía al tipo habitual, su calidad era inferior; sugería una premura excesiva, lo que resultaba extraño: la señora Dogar no tenía prisa alguna por dejar el burdel; sin embargo, algo la había obligado a trabajar con rapidez. El «nuevo giro» espantoso de este crimen produjo náuseas al detective Patel. El labio inferior de la niña muerta estaba totalmente atravesado por un mordisco. Asha no podía haberse mordido tan salvajemente estando viva, ya que en tal caso sus gritos habrían despertado a todo el burdel. No, la dentellada había sido posterior al crimen, y al dibujo. La cantidad escasa de sangre indicaba que Asha había sido mordida después de que su corazón dejara de latir. La idea de morder a la niña era lo que había hecho que la señora Dogar se precipitara, pensó el policía: no veía la hora de terminar el dibujo porque el labio inferior de Asha le resultaba irresistiblemente tentador.
A pesar de la poca sangre derramada todo estaba sucio, lo que era insólito en Rahul. Seguramente había puesto el cazo con agua en el hornillo porque su cara, como mínimo su boca, estaba manchada con sangre de la prostituta. En cuanto estuvo tibia, Rahul mojó alguna prenda de la chica y la usó para lavarse y luego se fue —vestida como una monja—, olvidando que el hornillo quedaba encendido. El agua hirviendo había llevado a la madama hasta la habitación. Aunque lo de la monja había sido una idea inteligente, todo lo demás resultó ser una chapuza.
Nancy se despertó alrededor de las ocho; tenía resaca, pero el detective Patel no vaciló en relatarle todo lo ocurrido. La oyó vomitar en el baño y entretanto telefoneó primero al actor y luego al guionista. Le contó a Dhar, pero no al médico, lo del labio de Asha; con el doctor Daruwalla, el subcomisario prefirió acentuar la importancia de un buen guión para el almuerzo del Inspector Dhar con la señora Dogar. Informó a los dos que ese mismo día tendría que arrestar a Rahul, y agregó que abrigaba la esperanza de contar con suficientes pruebas circunstanciales para hacerlo. Que tuviese o no suficientes para retenerla era otra historia. Y para esto contaba con que el actor y el guionista provocasen un percance durante el almuerzo.
El subcomisario Patel se sentía estimulado por algo que le había transmitido el crédulo suboficial de vigilancia. Después de que la señora Dogar disfrazada bajara del taxi y entrara en la casa arrastrando los pies se encendieron las luces en una sala —no en un dormitorio— de la planta baja y permanecieron encendidas hasta bastante después del alba. Patel esperaba que Rahul se hubiera dedicado a dibujar.
La primera noche —de cinco, y seguiría la cuenta— en que el doctor Daruwalla durmió sin complicaciones había sido interrumpida bastante temprano. No tenía ninguna operación programada para el día de Año Nuevo, y tampoco citas en el consultorio; sólo había planeado dormir hasta tarde. Pero tras escuchar al detective Patel llamó inmediatamente a John D. Había mucho que hacer antes de que el actor almorzara en el Duckworth Club; debían ensayar bastante y algunas escenas serían difíciles, porque irremediablemente debían involucrar al señor Sethna, a quien el subcomisario ya se lo había notificado.
Farrokh se enteró por boca de John D. de lo ocurrido con el labio inferior de Asha.
—¡Rahul debía de estar pensando en ti! —gritó el doctor Daruwalla.
—Bien, ya sabemos que es aficionada a morder —comentó Dhar—. Muy probablemente todo empezó contigo.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Farrokh, pues John D. no le había contado que la señora Dogar le había mordido el pie.
—Todo empezó con el dedo gordo de tu pie derecho, en Goa —dijo John D.—. Fue Rahul quien te mordió, siempre tuviste razón: no era un mono.
La Madhu equivocada
Aquel lunes, bastante antes de la hora de darles carne a las bestias en el Great Blue Nile Circus de Junagadh, el niño con pie de elefante se despertó al son de las constantes toses de los leones; sus débiles rugidos se elevaban y caían con la regularidad de la respiración. En esa zona de Gujarat las mañanas eran frías; por primera vez en su vida Ganesh vio su propio aliento; los soplos de los leones parecían ráfagas de vapor que escapaban de sus jaulas.
Los musulmanes repartían la carne en un carro de madera plagado de moscas; levantaban toda la base del carro y la depositaban en el suelo, entre la tienda de cocinar y las jaulas de los grandes felinos; la carne vacuna iba apilada en esa plancha de madera basta, del tamaño aproximado de una puerta doble. Pese al frío aire matinal, las moscas revoloteaban sobre la carne que Chandra seleccionaba. A veces iba cordero mezclado con la carne vacuna y el cocinero lo rescataba: la carne ovina era demasiado cara para desperdiciarla con los leones y los tigres.
Los grandes felinos empezaron a rugir porque olían la carne e incluso algunos veían separar al cocinero los trozos elegidos de cordero. Si a Ganesh le asustó la forma salvaje en que los leones y los tigres devoraban la carne cruda, el doctor Daruwalla nunca se enteraría; tampoco sabría si la vista de los leones resbalando en la grasa inquietaba al tullido. Pero éstas eran de las pocas cosas que siempre desquiciaban al médico.
Esa misma mañana alguien propuso matrimonio a Madhu. La propuesta, como era de rigor, se planteó en primer lugar a los Das; el jefe de pista y su mujer se asombraron: no sólo no habían iniciado el entrenamiento de la niña aún sino que, como no estaba entrenada, su presencia entre los artistas no era manifiesta, aunque el novio en perspectiva era un caballero que afirmó haber estado entre el público en la última función del domingo, y a la mañana siguiente se había presentado profesando su instantánea devoción.
El jefe de pista bengalí y su esposa tenían hijos propios que habían rechazado la vida circense, pero habían preparado a muchos niños para que fuesen acróbatas de circo y siempre habían sido bondadosos con estos chicos adoptados, protegiendo especialmente a las niñas. En fin de cuentas, esas niñas, entrenadas correctamente, tenían algún valor..., no sólo para el circo. Habían adquirido cierto encanto, además de que ganaban algo de dinero que no tenían ocasión de gastar, de ahí que el matrimonio Das acostumbrase a tener una dote para ellas. Los Das aconsejaban concienzudamente a las chicas sobre la conveniencia de aceptar o negociar una propuesta matrimonial, y rutinariamente renunciaban a estas hijas adoptivas, siempre en beneficio de un matrimonio decente y a menudo aportando su propia contribución a la dote. En muchos casos estaban tan encariñados con ellas que les destrozaba el corazón ver que se alejaban. En última instancia, casi todas las niñas abandonarían el circo y las pocas que quedaban se convertían a su vez en entrenadoras.
Madhu era muy joven, su habilidad no había sido comprobada y no tenía dote. Sin embargo allí estaba ese caballero adinerado, bien vestido, evidentemente un hombre de ciudad — propietario y administrador de una empresa de espectáculos en Bombay—, con una propuesta matrimonial sumamente generosa a ojos de los Das: aceptaría a esa pobre chica sin dote. Sin duda en las negociaciones prematrimoniales debió de discutirse la remuneración que merecían el jefe de pista y su mujer, porque (¿quién podía saberlo?) Madhu podría haber llegado a ser una estrella del Great Blue Nile. Desde su perspectiva, estaban ofreciéndoles una suma abultada por una niña malhumorada que nunca había demostrado ser acróbata; no era como si les pidiera que se separasen de una joven con la que estaban encariñados. De hecho, apenas habían tenido tiempo para dirigirle la palabra a Madhu.
A los bengalíes podría habérseles ocurrido consultar al médico o al misionero, al menos tendrían que haber hablado con Deepa del inminente matrimonio, pero ella seguía enferma y, mientras continuase confinada en su tienda, no tenía la menor importancia que hubiese detectado a Madhu como una futura chica sin huesos. Además, el jefe de pista estaba resentido con Vinod: envidiaba su empresa de taxis. Desde que había dejado el Great Blue Nile, el enano nunca había dudado en exagerar su éxito. Y la propia señora Das se sentía muy superior a Deepa; consultarla sería rebajarse, aunque la mujer del enano hubiera estado sana. Por otro lado, la esposa del jefe de pista se apresuró a convencer a su marido de que la propuesta matrimonial era un buen negocio. (Indudablemente era muy buen negocio para ellos.) Si a Madhu no le interesaba, se la quedarían en el circo; pero si esa tonta indigna tenía la sensatez de reconocer su buena suerte, la dejarían ir y le darían su bendición. Parecía que el caballero bombayita no sabía nada del hermano lisiado; los Das se sentían en cierto modo responsables de que el chico con pie de elefante se quedara solo; habían considerado prudente prometer al doctor Daruwalla y a Martin Mills que darían a Ganesh todas las oportunidades de éxito. No encontraron ningún motivo para hablar con Deepa de Ganesh, ya que éste no era un descubrimiento suyo; sólo pretendía haber descubierto a la chica sin huesos. Además, la mujer del enano podía tener una enfermedad contagiosa.
El médico o el misionero le habrían agradecido una llamada telefónica, aunque sólo fuera por cortesía, pero en el circo no había teléfono. Y tendrían que haber ido hasta la oficina de correos o a la de telégrafos, y Madhu los sorprendió con su instantánea y entusiasta aceptación de la propuesta matrimonial. No opinaba que el caballero fuese demasiado mayor para ella, como temía la señora Das; tampoco puso reparos a la apariencia física del caballero, que había sido la principal inquietud de la mujer. A ella misma le había dado asco la cicatriz —una especie de quemadura, suponía la señora Das— que desfiguraba la cara del caballero, pero Madhu no la mencionó ni dio muestras de que le importara un rasgo tan repugnante.
Muy probablemente al prever por adelantado la desaprobación del doctor Daruwalla, el jefe de pista envió sabiamente un telegrama al misionero, ya que les había impresionado como el más relajado de los dos, con lo que querían decir: más dispuesto a aceptar. Además el jesuita les había parecido un poco menos preocupado por las perspectivas de Madhu, o la preocupación del médico había sido más evidente. Pero como se celebraba el día del aniversario en San Ignacio, las oficinas de la misión estaban cerradas y sólo el martes recibió Martin el telegrama. El señor Garg ya había vuelto con su joven desposada al Wetness Cabaret. Naturalmente, al bengalí le convenía que su telegrama sonara optimista.
LA CHICA MADHU / ESTÁ EN SU DÍA DE SUERTE / PROPUESTA MATRIMONIAL MUY ACEPTABLE POR HOMBRE DE NEGOCIOS MADURO PERO CON ÉXITO / ES LO QUE ELLA DESEA AUNQUE NO ESTÁ EXACTAMENTE ENAMORADA Y A PESAR DE SU CICATRIZ / EL LISIADO TENDRÁ OPORTUNIDADES DE TRABAJAR DURO AQUÍ / TENGA LA SEGURIDAD / DAS.
Cuando el doctor Daruwalla conociera la noticia se daría de patadas: tendría que haberlo sabido. ¿Por qué otro motivo le habría pedido Garg a Ranjit el domicilio del Great Blue Nile? Como él mismo, Garg, sin la menor duda, sabía que Madhu no estaba en condiciones de leer: Acid Man en ningún momento tuvo la intención de mandarle una carta. Y cuando el fiel secretario le transmitió el mensaje (de que Garg había preguntado dónde se presentaba el circo en ese momento), no le informó que también había preguntado cuándo volvería él de Junagadh. Ese mismo domingo, en cuanto Farrokh abandonó el circo, Garg se dirigió allí.
El médico no se dejó convencer por la teoría de Vinod de que Garg estaba tan enamorado de Madhu que no podía vivir separado de ella; tal vez no estaba preparado para lo mucho que la echaría de menos, dijo el enano. Deepa insistió en la importancia de que Acid Man se hubiese casado realmente con Madhu, ya que sin duda no tendría la intención de devolver a su esposa a un burdel. La mujer del enano agregó que quizás era realmente el «día de suerte» de Madhu.
Pero de esta novedad en particular el doctor Daruwalla se enteraría el día del aniversario. La noticia tendría que esperar, con otra peor aún. Ranjit fue el primero en saberlo y decidió ahorrar al médico tan mala nueva y tan inadecuada para el día de Año Nuevo. Pero el ajetreado consultorio de Tata Dos funcionaba a tope ese lunes festivo: para él no había vacaciones. Fue su anciano secretario, el señor Subhash, quien informó del problema a Ranjit. Los dos provectos secretarios hablaron a la manera de perros machos hostiles pero desdentados.
—Tengo información exclusiva para el doctor —dijo el señor Subhash sin tomarse la molestia de identificarse.
—Entonces tendrá que esperar hasta mañana —informó Ranjit al muy imbécil.
—Soy el señor Subhash, del consultorio del doctor Tata —declaró el imperioso secretario.
—Igualmente tendrá que esperar hasta mañana, hoy el doctor Daruwalla no va a venir.
—Se trata de información muy importante, el doctor tiene que conocerla lo antes posible.
—En ese caso, dígame a mí de qué se trata —respondió Ranjit.
—Bien..., ella lo tiene —anunció con tono dramático el señor Subhash.
—Tendrá que ser más explícito —dijo Ranjit.
—La chica, Madhu..., el VIH dio positivo —le aclaró el señor Subhash.
Ranjit sabía que esto contradecía la información que había visto en la historia clínica de Madhu; Tata Dos ya había comunicado al doctor Daruwalla que el resultado del análisis de Madhu era negativo. El fiel secretario suponía que si la chica era portadora del virus del sida, el doctor Daruwalla no le habría permitido incorporarse al circo.
—El ELISA dio positivo, el Western Blot nos lo ha confirmado —estaba diciendo el señor Subhash.
—Pero el doctor Tata informó personalmente al doctor Daruwalla que el análisis de Madhu había dado negativo —contestó Ranjit.
—Definitivamente, nos confundimos de Madhu —dijo el anciano señor Subhash con tono desenfadado—. Su Madhu dio VIH positivo.
—Se trata de un error garrafal —observó Ranjit.
—No se trata de ningún error —saltó indignado el señor Subhash—. Sencillamente, lo que ocurre es que hay dos Madhu.
Pero la cuestión no tenía nada de «sencillo». Ranjit transcribió la conversación telefónica con el señor Subhash en un informe dactilografiado con esmero y lo dejó sobre el escritorio del doctor Daruwalla; a partir de las evidencias existentes, el secretario llegó a la conclusión de que Madhu y Garg podían estar compartiendo algo más grave que una clamidia. Lo que Ranjit no podía saber era que Garg se había trasladado a Junagadh para rescatar a Madhu del circo y que con toda probabilidad había elaborado el plan de hacer que la chica volviera a Bombay sólo después de saber que su VIH no era positivo, aunque tal vez no. En el mundo del Wetness Cabaret —y en todos los burdeles de Kamathipura—, cierto fatalismo era normal.
La noticia sobre la Madhu que no correspondía también esperaría. ¿Qué sentido tenía correr para dar malas noticias? Al fin y al cabo, Ranjit creía que Madhu seguía en el circo, en Junagadh. En cuanto a Acid Man, el secretario suponía erróneamente que en ningún momento había salido de Bombay. Cuando el misionero telefoneó al consultorio del doctor Daruwalla, Ranjit no tenía motivos para informarle de que Madhu era portadora del virus del sida. El escolástico sólo quería que le cambiaran el vendaje; el padre rector le había aconsejado vendas limpias para la celebración del aniversario. Ranjit dijo a Martin que tendría que llamar al médico a su casa y, dado que Farrokh estaba ocupado —ensayando para Rahul, con John D. y el viejo señor Sethna—, Julia recibió el mensaje. A ella le sorprendió enterarse de que al gemelo de Dhar le había mordido un chimpancé supuestamente rabioso. A Martin le sorprendió —e hirió sus sentimientos— enterarse de que Farrokh no había informado a su esposa de tan doloroso episodio.
Julia aceptó cortésmente la invitación del jesuita a la merienda del día del aniversario; prometió que llevaría a Farrokh a San Ignacio antes del inicio de las festividades a fin de que tuviese tiempo de sobra para cambiarle el vendaje. El escolástico le dio las gracias, pero cuando colgó el teléfono se sintió abrumado por lo extraño de su situación. Llevaba menos de una semana en la India y de pronto todo lo desconocido infligía una pérdida.
En primer lugar, le había anonadado la respuesta del padre Julian a su confesión. El padre rector se había mostrado impaciente y discutidor; le había dado la absolución a regañadientes y con brusquedad, tras lo cual insistió en que hiciera algo con esas vendas sucias y ensangrentadas. Pero el sacerdote y el escolástico habían tropezado con un desacuerdo fundamental. En el momento de la confesión en que él había reconocido que amaba al niño tullido más de lo que nunca podría amar a la niña prostituta, el padre Julian lo habían interrumpido para decirle que no se preocupara tanto por su propia capacidad de amor, con lo que en realidad quería decirle que debía preocuparse más por el amor y la voluntad de Dios, y que debía ser más humilde respecto de su propio papel simplemente humano.
Martin pertenecía a la Compañía de Jesús y debía comportarse consecuentemente; no era un egocéntrico asistente social, un bienhechor que estaba constantemente evaluándose, criticándose y felicitándose.
—El destino de esos niños no está en tus manos —había dicho el padre Julian al escolástico—, y ninguno de ellos sufrirá más o menos por tu amor o por tu falta de amor a ellos. Procura pensar menos en ti mismo. Eres un instrumento de la voluntad de Dios... y no tu propia creación.
Estas palabras no solamente impresionaron como bruscas al misionero, sino que lo confundieron. Que el padre rector considerara que los niños tenían un destino asignado parecía excesivamente calvinista para un jesuita; Martin temió que el padre Julian también estuviera sufriendo la influencia del hinduismo, ya que esta idea del «destino» de los niños tenía resonancias kármicas. ¿Y qué tenía de malo ser asistente social? ¿Acaso el propio san Ignacio de Loyola no había sido un asistente social de infatigable ardor? ¿O el padre Julian sólo quería decir que él no debía tomarse como una cuestión personal el destino de los niños en el circo? El hecho de que hubiese intervenido en beneficio de los niños no significaba que fuera responsable de cualquier nadería que pudiese sucederles.
En medio de esa bruma espiritual Martin Mills salió a dar un paseo por Mazagaon; no se había alejado mucho de la misión cuando dio con el tugurio que le había mostrado por primera vez el doctor Daruwalla, el antiguo plató cinematográfico donde su depravada madre se había desmayado tras ser pisada y lamida por una vaca. Martin recordó que aquel primer día había vomitado desde el coche en movimiento.
A media mañana de ese atareado lunes el barrio estaba atestado de gente, pero el misionero descubrió que era mejor concentrarse en tanta abyección de manera microcósmica; en lugar de mirar a lo largo de Sophia Zuber Road hasta donde alcanzara la vista, Martin mantuvo los ojos bajos, fijos en sus pies que avanzaban lentamente, y en ningún momento permitió que su mirada se elevara del nivel del suelo. Así, la mayoría de los habitantes de las chabolas quedaban cortados a la altura de los tobillos; sólo veía los rostros de los niños, que estaban pidiendo limosna, naturalmente. Vio las patas y los morros inquisitivos de los perros que revolvían la basura en busca de comida. Vio un ciclomotor que se había caído o estrellado en la cuneta, con una corona de caléndulas entrelazada en el manillar, como si alguien estuviera preparando el vehículo para su cremación. Topó con una vaca, una vaca entera y no sólo los cascos, porque estaba tumbada; le resultó difícil rodearla. Pero cuando el misionero interrumpió sus pasos, aunque había andado muy lentamente, enseguida se encontró rodeado. Todas las guías de turismo deberían indicar con toda claridad que nunca hay que detenerse en uno de esos barrios.
La vaca levantó su cara larga, triste y digna, para mirarlo; tenía los ojos bordeados de moscas. En su flanco leonado se veía un trozo de pellejo liso y raído; el punto en carne viva no era más grande que un puño humano, pero estaba incrustado de moscas. La evidente abrasión era en realidad la entrada de un profundo boquete practicado en el animal por un vehículo que transportaba el mástil de un barco; pero Martin no había presenciado la colisión y la muchedumbre arremolinada no le permitió una visión que abarcase en su totalidad la herida mortal de la vaca.
De súbito se abrió un sendero en la multitud; estaba pasando una procesión, aunque lo único que vio Martin fue una turba de lunáticos que arrojaban flores. Cuando los devotos terminaron de desfilar, la vaca estaba salpicada de pétalos de rosa; había algunas flores pegadas a la herida, junto con las moscas. Una de las largas patas estaba extendida, ya que el animal reposaba sobre un costado; el casco casi llegaba al bordillo. En la cuneta, a unos centímetros del casco pero totalmente intacto, había un cagarro (inconfundiblemente) humano. Más allá del excremento intacto se alzaba un puesto donde vendían algo carente de sentido para Martin Mills; se trataba de un polvo de color escarlata intenso, pero dudó de que fuera una especia o cualquier otra cosa comestible; se había volcado bastante polvo en la cuneta y las partículas deslumbrantemente rojas cubrían tanto el casco de la vaca como el cagarro humano.
Ése era el microcosmos de la India para Martin: el animal mortalmente herido, el ritual religioso, las incesantes moscas, los colores increíblemente brillantes, la evidencia de la intrascendente mierda humana, y la confusión de los olores, naturalmente. Ya se lo habían advertido: si no era capaz de ver más allá de tanta abyección, sería de escasa utilidad para San Ignacio, o para cualquier misión en un mundo semejante. Conmocionado, el escolástico se preguntó si tendría estómago para ser sacerdote. Por suerte para su estado de ánimo vulnerable, aún faltaba un día para que se enterara de la novedad sobre Madhu.
Llévame a casa
En el Jardín de las Señoras del Duckworth Club, el sol del mediodía brillaba por encima de la enramada. La buganvilla era tan densa que los rayos atravesaban las flores como puntas de alfileres y eran abalorios de luz reluciente que moteaba el mantel como si fuesen diamantes salpicados aquí y allá. Nancy paseó sus manos por debajo de los haces delgados como agujas. Estaba jugando con el sol, tratando de reflejar su luz en la alianza de boda, cuando el detective Patel le dijo:
—No es necesario que estés aquí, cariño. Ya sabes que puedes irte a casa.
—Quiero estar aquí —respondió Nancy.
—Sólo deseo advertirte que... no debes esperar que esto sea agradable —dijo el subcomisario—. De alguna manera, aunque uno los atrape, nunca resulta agradable.
El doctor Daruwalla, que a cada rato miraba la hora, observó:
—Ella llegará tarde.
—Ambos están retrasándose —acotó Nancy.
—Se supone que Dhar tiene que llegar tarde —le recordó el marido.
Dhar esperaba en la cocina. Después de que llegara la segunda señora Dogar, el señor Sethna observaría su creciente grado de irritación; cuando la notara evidentemente agitada, enviaría a Dhar a su mesa. El doctor Daruwalla operaba con la teoría de que la agitación movía a Rahul a actuar irreflexivamente.
Pero cuando llegó, casi no la reconocieron. Llevaba puesta la prenda que las mujeres occidentales denominan coloquialmente «un pequeño vestido negro»; la falda era corta y con algo de vuelo, el talle muy largo la adelgazaba. De haber completado el conjunto con una chaqueta de hilo negro, habría parecido casi formal, pensó el doctor Daruwalla; sin chaqueta, ese vestido era más adecuado para un cóctel en Toronto. Como si la intención fuera ofender a los duckworthianos, no solamente se trataba de un vestido sin mangas, sino que apenas se sujetaba con unas tiras delgadas como espaguetis; la musculatura de los hombros y brazos desnudos de Rahul, por no hablar del ancho de su tórax, destacaban con un volumen ostentoso. Farrokh llegó a la conclusión de que la señora Dogar era demasiado musculosa para un vestido como ése, pero luego se le ocurrió que eso era lo que ella creía que le gustaba a Dhar.
Sin embargo, la señora Dogar no se movía como si tuviera conciencia de ser una mujer forzuda o de grandes dimensiones. Su entrada en el comedor del Duckworth Club no fue nada agresiva; su actitud era tímida y pueril; en lugar de encaminarse a zancadas a su mesa, se dejó acompañar por el señor Sethna. El doctor Daruwalla nunca la había visto actuar de esa manera; ésa no era una mujer capaz de coger una cuchara o un tenedor y hacerlo tintinear contra la copa de agua. Se trataba de una mujer extraordinariamente femenina, que preferiría morirse de hambre ante la mesa con tal de no llamar la atención, capaz de sentarse sonriente y esperar a Dhar hasta que el club cerrara sus puertas y alguien la mandara a casa. Evidentemente el detective Patel estaba preparado para este cambio, porque cuando la señora Dogar apenas se había sentado a su mesa, le habló al guionista.
—No nos molestemos en hacerla esperar —dijo—. Hoy no es la misma mujer.
Farrokh llamó al señor Sethna —para hacer que «llegara» John D.— pero el subcomisario se pasó todo el tiempo observando qué hacía la señora Dogar con su bolso. El viejo camarero la había llevado a una mesa para cuatro, tal como sugiriera el guionista, atendiendo una idea de Julia. Cuando solamente hay dos personas en una mesa para cuatro, había dicho Julia, una mujer pone por lo general su bolso en una de las sillas desocupadas —no en el suelo— y Farrokh necesitaba que estuviera en una silla.
—Lo ha dejado en el suelo de todos modos —observó el detective Patel.
El doctor Daruwalla no había podido impedir que Julia asistiera a ese almuerzo.
—Eso se debe a que no es una mujer auténtica —sentenció ella ahora.
—Dhar se ocupará de eso —dijo el subcomisario.
Lo único que a Farrokh se le ocurrió pensar fue que el cambio en la señora Dogar resultaba pasmoso.
—Fue el crimen, ¿no? —preguntó el médico al policía—. Quiero decir que el asesinato la ha serenado por completo, que ha ejercido un efecto absolutamente tranquilizador en ella, ¿no?
—Tengo la impresión de que la ha hecho sentir como una jovencita —respondió Patel.
—Debió de serle muy difícil sentirse como una jovencita —intervino Nancy—. Es mucho lo que tuvo que hacer... sólo para sentirse como una jovencita.
En ese momento apareció Dhar ante la mesa de la señora Dogar; no la saludó con un beso. Se acercó sin ser visto, desde atrás, y le apoyó las dos manos en los hombros desnudos; tal vez se inclinó mucho, pues ella pareció ponerse rígida, aunque él sólo intentaba volcar el bolso de una patada. En cuanto lo logró, ella lo recogió y lo dejó sobre una silla desocupada.
—Estamos olvidándonos de hablar entre nosotros —señaló el subcomisario—. No podemos permanecer con la vista fija en ellos, sin decir una palabra.
—Por favor, Vijay, mátala —le pidió Nancy.
—No llevo pistola, cariño —mintió el subcomisario.
—¿Qué pueden hacerle legalmente? —preguntó Julia al policía.
—En la India existe la pena capital —respondió el detective—, pero rara vez se hace efectiva.
—La ejecución es en la horca —acotó Farrokh.
—Sí, pero en la India no existe el sistema de jurado —explicó Patel—, y un solo juez decide el destino del reo. La cadena perpetua y los trabajos forzados son mucho más corrientes que la pena de muerte. No la colgarán.
—Tendrías que matarla ahora —insistió Nancy.
Notaron que el señor Sethna revoloteaba alrededor de la mesa de la señora Dogar como un fantasma nervioso, pero no veían la mano izquierda de Dhar, que estaba debajo de la mesa. Todos especularon con que la había apoyado en el muslo de Rahul o en su regazo.
—Sigamos hablando —les dijo Patel con tono alegre.
—A la mierda contigo, a la mierda con Rahul, a la mierda con Dhar... —espetó Nancy a su marido—, y a la mierda con usted también —dijo a Farrokh—. Contigo no..., me caes muy bien —dijo a Julia.
—Gracias, querida —respondió Julia.
—Mierda, mierda, mierda —repitió Nancy.
—Es una pena ese labio —estaba diciendo la señora Dogar a John D.
El mayordomo entendió perfectamente estas palabras; también las entenderían los reunidos en el Jardín de las Señoras, porque vieron que Rahul tocaba el labio inferior de Dhar con su largo dedo índice: apenas un roce breve, ligero como una pluma. El labio inferior del actor lucía un luminoso color azul marino.
—Espero que hoy no tengas ganas de morder —contestó John D.
—Hoy estoy de un humor estupendo —replicó la señora Dogar—. Quiero saber adónde me llevarás y qué piensas hacerme —agregó coquetonamente.
Resultaba incómodo percibir que se creyera tan joven y bonita. Tenía los labios fruncidos, lo que exageraba las arrugas profundas en las comisuras de su boca salvaje; su sonrisa era un esbozo tímido, como si estuviera secándose el lápiz de labios en un espejo. Aunque su maquillaje ocultaba bastante la marca, a través del párpado verdoso de uno de sus ojos había un diminuto corte inflamado que de vez en cuando la hacía parpadear, como si tuviera una herida. Pero sólo se trataba de una pequeña irritación, un rasguño minúsculo; era lo único que había podido hacerle la prostituta llamada Asha: echar una mano hacia atrás y meterle un dedo en un ojo, probablemente uno o dos segundos antes de que Rahul le partiera el cuello.
—Te has arañado el ojo, ¿no? —observó el Inspector Dhar, pero no sintió que la señora Dogar tensara los muslos; por debajo de la mesa, ella los apretó suavemente sobre la mano de él.
—Debía de estar pensando en ti, dormida —contestó, con tono ensoñador.
Cuando Rahul cerró los ojos, sus párpados poseían la iridiscencia verde plata de un lagarto; al separar los labios, se veían sus largos dientes húmedos y brillantes, con las encías tibias del matiz de un té fuerte. A John D. le palpitaba el labio sólo de mirarla, pero siguió apretando la palma contra el interior de sus muslos: detestaba esta parte del guión.
—¿Me has hecho un dibujo de lo que quieres que te haga? —dijo de repente y sintió que los músculos de ambos muslos de la señora Dogar le apretujaban la mano; también tenía la boca apretadamente cerrada, los ojos desorbitados y fijos en el labio del actor.
—¡Supongo que no esperarás que te lo muestre aquí! —exclamó Rahul.
—Permíteme por lo menos que le eche una ojeada —le rogó John D.—, de lo contrario no podré comer con tranquilidad.
Si no se sintiese ofendido tan fácilmente por la vulgaridad, el señor Sethna se habría creído en el paraíso del espionaje; no obstante, temblaba de reprobación y sentido de la responsabilidad. El viejo parsi consideró que era un momento inoportuno para llevarles la carta, pero al mismo tiempo sabía que tenía que estar cerca del bolso de la señora Dogar.
—Es un asco cómo come la mayoría de la gente..., yo aborrezco comer —comentó la señora Dogar.
Dhar sintió que los muslos de Rahul se aflojaban; daba la impresión de que el alcance de su concentración era más corto que el de un niño, como si estuviera perdiendo interés sexual sólo por la simple mención de la comida.
—No tenemos por qué comer..., todavía no hemos pedido —le recordó Dhar—. Podríamos irnos... ahora mismo —sugirió, pero incluso mientras hablaba estaba preparado para retenerla en el asiento (en caso necesario) con la mano izquierda. La idea de estar a solas con ella, en una suite del Oberoi o del Taj, habría aterrorizado a John D. si no fuese porque sabía que el detective Patel no permitiría que Rahul saliera del Duckworth Club. Pero la señora Dogar tenía casi la fuerza suficiente para levantarse, a pesar de la presión de la mano de Dhar—. Un solo dibujo —volvió a rogarle—, muéstrame al menos algo.
Rahul exhaló tenuemente por la nariz.
—Estoy de demasiado buen humor para enfadarme contigo, pero eres un chico muy atrevido.
—Muéstrame algo —persistió Dhar.
En los muslos de Rahul el actor creyó sentir los estremecimientos aparentemente involuntarios que son visibles en los flancos de un caballo. Cuando ella se volvió hacia su bolso, John D. levantó la vista hasta el anciano parsi, pero éste daba la impresión de padecer de terror al escenario; apretaba las cartas con una mano y la bandeja de plata con la otra. El actor se preguntó cómo podría ese viejo idiota volcar el bolso de la señora Dogar si no tenía una mano libre.
Rahul cogió el bolso y lo apoyó en su regazo; Dhar sintió el fondo del bolso, porque quedó un instante sobre su muñeca. Había más de un dibujo y la señora Dogar dio la sensación de vacilar antes de sacar los tres, aunque no le mostró ninguno. Los sujetó protectoramente con la mano derecha y con la izquierda volvió a dejar el bolso en la silla desocupada, en ese momento el señor Sethna entró en escena con movimientos extravagantes. Dejó caer la bandeja, que chocó estrepitosamente contra el suelo de piedra del comedor; a continuación la pisó —en realidad pareció tropezar con ella— y las cartas salieron volando hacia el regazo de la señora Dogar. Instintivamente, ella las cogió, mientras el viejo parsi se tambaleaba hasta chocar con la silla más importante del comedor. El bolso cayó boca abajo en el suelo, pero nada se desparramó hasta que el señor Sethna intentó, torpemente, recogerlo, momento en que todo el contenido se dispersó. De los tres dibujos que Rahul había dejado sin prestarles atención sobre la mesa, John D. sólo consiguió ver el de encima. Fue suficiente.
La mujer del dibujo se parecía sorprendentemente a lo que debía de haber sido la señora Dogar de jovencita. Rahul nunca había sido exactamente una jovencita, pero el retrato recordó a John D. el aspecto que tenía en Goa veinte años antes. Sobre ella iba montado un elefante, pero éste tenía dos trompas. La primera —en su lugar correspondiente— estaba introducida a fondo en la boca de la joven; de hecho, le asomaba por la nuca. La segunda trompa, que era el ridículo pene del elefante, había penetrado la vagina y salía entre los omóplatos de la mujer. John D. notó que aproximadamente en la parte de atrás del cuello las dos trompas se tocaban; también observó que el elefante guiñaba el ojo. Nunca vio los otros dos dibujos: no quiso verlos. El astro cinematográfico se situó deprisa detrás de la silla de la señora Dogar y de un empellón apartó al tambaleante señor Sethna.
—Permiso —dijo, agachándose junto al contenido volcado del bolso.
—¡Oh, los bolsos! ¡Son un fastidio! —exclamó la señora Dogar, cuyo humor había mejorado tanto por el crimen de la noche anterior que, curiosamente, no se impacientó a causa del aparente percance.
En actitud coqueta, Rahul le tocó la nuca a John D., que arrodillado entre la silla de ella y la desocupada iba juntando el contenido del bolso y dejándolo sobre la mesa. Con expresión indiferente, el actor señaló el capuchón del bolígrafo de plata, lo había colocado entre un espejo y un tarro de crema hidratante.
—No veo la otra mitad —dijo—. Quizá sigue en el interior del bolso.
A continuación Dhar le entregó el bolso lleno a medias y fingió buscar debajo de la mesa la mitad inferior del bolígrafo de plata..., la parte que Nancy había mantenido tan bien pulida durante veinte años.
Cuando John D. levantó la vista, todavía estaba arrodillado, por lo que su rostro estaba al mismo nivel que los senos pequeños y bien formados de Rahul, quien sujetaba el capuchón con una mano.
—Te doy una rupia si me cuentas qué estás pensando —dijo el Inspector Dhar, como decía en todas sus películas.
Rahul tenía los labios separados y contemplaba inquisitivamente a Dhar; su ojo rasguñado parpadeó dos veces; cerró suavemente los labios y volvió a exhalar tenuemente por la nariz, como si controlar la respiración la ayudara a pensar.
—Creía que lo había perdido —dijo en voz baja.
—Tengo la impresión de que has perdido la otra mitad —comentó John D., que siguió arrodillado porque imaginaba que a ella le gustaba mirarlo desde arriba.
—Ésta es la única mitad que he tenido en mi vida.
Dhar se levantó y pasó por detrás de la silla de la señora Dogar; no quería que ella cogiera los dibujos; al llegar a su asiento, notó que Rahul tenía la vista fija en el capuchón.
—Daría igual que hubieses perdido esa mitad —le dijo John D.—, no sirve para nada.
—¡Te equivocas! —gritó la señora Dogar—. En realidad, es un estupendo sujetabilletes.
—Un sujetabilletes... —repitió el actor.
—Observa —dijo Rahul; entre los objetos caídos del bolso, que John D. había distribuido sobre la mesa, no había dinero y ella tuvo que buscarlo en el bolso—. El problema con los sujetabilletes es que los fabrican para un buen fajo de dinero, el tipo de fajo, ya sabes, que los hombres sacan ostentosamente del bolsillo.
—Sí, lo sé —dijo el Inspector Dhar, mirando cómo revolvía el bolso en busca de billetes de poco valor.
Rahul sacó un billete de dos rupias y dos de cinco; cuando el actor vio los dos billetes de dos rupias con algo mecanografiado, levantó la vista hasta el anciano mayordomo, quien se apresuró a atravesar el comedor en dirección al Jardín de las Señoras, arrastrando los pies.
—Observa —repitió Rahul—. Cuando una sólo lleva unos billetes de poco valor, que es lo que solemos llevar las mujeres para dar una propina, una limosna, este sujetabilletes es perfecto. Sólo aguanta unos pocos billetes, pero a la perfección...
Su voz se apagó porque vio que Dhar había tapado los tres dibujos con la mano y estaba arrastrándolos por el mantel. La señora Dogar alargó la mano, aferró el dedo meñique del actor y lo levantó violentamente, rompiéndoselo. De todos modos John D. logró empujar los dibujos sobre sus piernas. El meñique de su mano derecha apuntaba directamente hacia arriba, como si saliera del dorso de la mano: estaba dislocado en la articulación del nudillo más grande. Con la mano izquierda consiguió proteger los dibujos para que no los cogiese Rahul, que seguía forcejeando con él —intentando quitarle los dibujos con la mano derecha—, cuando el detective Patel le apretó el cuello doblando el brazo a la altura del codo y le sujetó un brazo detrás de la silla.
—Queda arrestada —le dijo el subcomisario.
—El capuchón del bolígrafo es un sujetabilletes —explicó el Inspector Dhar al policía auténtico—. Lo usa para los billetes de poco valor. Cuando introdujo la nota en la boca del señor Lal debió de caérsele junto al cadáver, y usted ya conoce el resto. Hay algo dactilografiado en esos billetes de dos rupias.
—Léamelo —le pidió Patel.
La señora Dogar se mantenía inmóvil; su mano derecha libre, que había dejado de luchar con John D. por los dibujos, flotaba por encima del mantel, como si estuviese a punto de impartir a todos una bendición.
—Ha dejado de ser miembro —leyó Dhar en voz alta.
—Ése era para usted —le indicó el subcomisario.
—... Porque Dhar sigue siendo socio —leyó el actor.
—¿Y para quién era ése? —preguntó el policía a Rahul, pero ésta estaba helada en su silla y seguía dirigiendo con la mano una orquesta imaginaria por encima del mantel; en ningún momento había apartado la mirada del Inspector Dhar. El dibujo de encima se había arrugado en el tira y afloja, pero John D. alisó los tres contra el mantel, empeñado en no mirarlos.
—Es toda una artista —dijo el subcomisario a la señora Dogar, pero ésta seguía sin quitarle los ojos de encima al Inspector Dhar.
El doctor Daruwalla lamentó haber mirado los dibujos; el segundo era peor que el primero, y el tercero, el peor de todos. Tenía la certeza de que cuando pusiera un pie en la tumba seguiría pensando en esos trazos. Sólo Julia tuvo la sensatez de permanecer en el Jardín de las Señoras; ella sabía que no había ningún motivo para acercarse. Pero Nancy debió de sentirse impulsada a encarar a la mismísima diablesa; más adelante le resultaría molesto recordar las últimas palabras intercambiadas entre Dhar y Rahul.
—Te deseaba de verdad..., no estaba bromeando —dijo la señora Dogar al actor.
Para gran sorpresa del doctor Daruwalla, John D. le respondió:
—Yo tampoco.
A Nancy debió de resultarle difícil percibir que el epicentro de su sacrificio se hubiese alejado tanto de ella y le mortificó que Rahul no recordara quién era.
—Yo estaba en Goa —le anunció al asesino.
—No digas nada, cariño —le pidió el marido.
—Di todo lo que tengas ganas de decir, cariño —terció Rahul.
—Yo tenía fiebre y tú te metiste en la cama conmigo —dijo Nancy.
La señora Dogar pareció reflexivamente sorprendida. Contempló a Nancy como antes había contemplado el capuchón y su reconocimiento viajó en el tiempo.
—Vaya, ¿eres realmente tú, querida? —preguntó a Nancy—. Pero ¿qué demonios te ha ocurrido?
—Tendrías que haberme matado cuando tuviste la oportunidad —le espetó Nancy.
—A mí ya me pareces muerta —dijo la señora Dogar.
—Por favor, Vijay, mátala —pidió Nancy a su marido.
—Te advertí que esto no sería muy agradable, cariño —fue todo el comentario del subcomisario.
Cuando llegaron los agentes uniformados y los subinspectores, el detective Patel les ordenó que guardaran las armas: Rahul no se resistía al arresto; parecía irradiar las profundas y desconocidas satisfacciones del asesinato de la noche anterior. Ese lunes de Año Nuevo no mostró más violencia que el fugaz impulso que la había incitado a romperle el meñique a John D. La sonrisa de la asesina en serie era serena.
Como es comprensible, Vijay Patel estaba preocupado por su esposa; le dijo que él debía ir directamente al Departamento de Homicidios pero que seguramente alguien la llevaría a casa. El enano de Dhar ya había manifestado su presencia paseándose por el vestíbulo del Duckworth Club. El detective sugirió que quizás a Dhar no le molestaría llevar a Nancy a casa en su taxi particular.
—No me parece una buena idea —fue todo el comentario de Nancy a su marido.
Julia dijo que ella y el doctor Daruwalla la llevarían. Dhar se ofreció a pedir a Vinod que la llevara a casa, solos el conductor y Nancy, para que ella no tuviera que hablar con nadie. Nancy escogió este plan.
—Me siento segura con los enanos —dijo—. Me gustan los enanos.
Cuando Nancy se fue con Vinod, el detective Patel preguntó al Inspector Dhar si le gustaba ser un auténtico policía.
—En el cine es mejor —replicó el actor—. En las películas las cosas ocurren como deben ocurrir.
Una vez que el subcomisario se hubo marchado con Rahul, John D. permitió que el doctor Daruwalla le colocara el meñique en su lugar.
—Aparta la vista..., mira a Julia —le recomendó el doctor y devolvió el dedo donde correspondía con un crujido—. Mañana haremos una radiografía. Probablemente lo entablillaremos, pero cuando deje de hincharse. De momento debes ponerlo en hielo.
En la mesa del Jardín de las Señoras, John D. siguió el consejo sumergiendo el meñique en su copa de agua, donde casi todo el hielo se había derretido, por lo que Farrokh llamó al señor Sethna para pedirle más. Dado que el anciano parsi parecía profundamente decepcionado porque nadie le había felicitado por su actuación, Dhar le dijo:
—Señor Sethna, estuvo francamente brillante..., la forma en que tropezó con su propia bandeja, por ejemplo. El turbador estrépito de la bandeja, su torpeza deliberada pero graciosa..., sinceramente brillante.
—Gracias —respondió el mayordomo—. No sabía qué hacer con las cartas.
—También en eso estuvo brillante..., dejándolas caer en el regazo de la señora Dogar. ¡Perfecto!
—Gracias —repitió el viejo parsi y se alejó. Estaba tan contento consigo mismo que se olvidó de llevar el hielo.
Nadie había probado bocado. Farrokh fue el primero en confesar que se moría de hambre; a Julia le había aliviado tanto que ya no estuviera la señora Dogar que admitió un considerable apetito. John D. almorzó con ellos, aunque parecía indiferente a la comida.
Farrokh recordó al señor Sethna que no había traído el hielo; el mayordomo finalmente lo sirvió en un cuenco de plata normalmente reservado para enfriar langostinos. El astro cinematográfico hundió el meñique inflamado con expresión vagamente apesadumbrada. Aunque el dedo seguía hinchándose, especialmente en la articulación del nudillo más grande, no estaba ni remotamente tan descolorido como su labio inferior.
El actor bebió más cerveza de la que habitualmente se permitía a mediodía y su conversación versó exclusivamente sobre el momento en que se iría de la India. Sin duda antes de finales de mes, pensaba. Dudaba si se tomaría o no la molestia de participar como correspondía en la publicidad de El Inspector Dhar y las Torres del Silencio; ahora que la versión de la vida real de la chica enjaulada estaba entre rejas; comentó que podría haber (por una vez) alguna publicidad favorable unida a su breve presencia en Bombay. Cuanto más lo rumiaba en voz alta, más cerca estaba de decidir que en realidad no había nada que lo retuviera en la India; más le valía regresar a Suiza lo antes posible.
El médico señaló que creía que él y Julia regresarían a Canadá antes de lo que tenían pensado; afirmó también que no pensaba volver a Bombay en el futuro próximo y que cuanto más tiempo estaba uno fuera... más difícil sería que volviera alguna vez. Julia los dejaba hablar: sabía cuánto odiaban los hombres que los abrumaran; de hecho, eran unos bebés cuando no tenían el control de su entorno, cuando sentían que el lugar en que se encontraban no era su ambiente. Además, con frecuencia le había oído decir a Farrokh que jamás regresaría a la India, pero ella sabía que siempre volvía.
Los rayos solares al final de la tarde atravesaban oblicuos la glorieta del Jardín de las Señoras; la luz caía en largas pinceladas a través del mantel, donde el astro cinematográfico más famoso del cine bombayita se entretenía pinchando migas con el tenedor. El hielo del cuenco de plata se había derretido. Era hora de que los Daruwalla hicieran su aparición en la celebración de San Ignacio; Julia debió recordarle a su marido que ella le había prometido a Martin Mills que llegarían temprano. Era comprensible que el escolástico quisiera tener vendas limpias para asistir a la merienda del aniversario, que también era su presentación a la comunidad católica.
—¿Para qué necesita vendas? —quiso saber John D.—. ¿Qué le ha ocurrido ahora?
—A tu gemelo le ha mordido un chimpancé —le informó Farrokh—. Probablemente rabioso.
«Por cierto, cuántos mordiscos hay por aquí», pensó el Inspector Dhar, pero los acontecimientos del día habían reducido notablemente su inclinación por el sarcasmo; sentía punzadas en el meñique y sabía que su labio inferior tenía un aspecto horrible.
Cuando los Daruwalla lo dejaron sentado en el Jardín de las Señoras, cerró los ojos: parecía dormido. Demasiada cerveza, conjeturó el siempre vigilante señor Sethna, pero luego se recordó a sí mismo su convicción de que Dhar estaba aquejado de una enfermedad de transmisión sexual. El viejo mayordomo revisó su opinión —llegando a la conclusión de que aquél padecía tanto los efectos de la cerveza como los de la enfermedad— y ordenó a los ayudantes de camarero que no lo molestaran en su mesa del Jardín de las Señoras. Su reprobación del actor se había ablandado considerablemente; estaba hinchado de orgullo porque semejante celebridad del cine hindi había etiquetado de «brillante» y «perfecto» su papel secundario.
Pero John D. no estaba dormido; intentaba recobrar el temple, que es la tarea incesante de un actor. Pensó que hacía años que no sentía la menor atracción sexual por ninguna mujer; pero Nancy lo había excitado —tenía la sensación de que lo que le resultaba tan atractivo de esa mujer era su furia—, y por la segunda señora Dogar había experimentado un deseo más perturbador aún. Sin abrir los ojos, intentó imaginar su propio rostro con una expresión irónica..., no exactamente una mueca socarrona. Tenía treinta y nueve años, una edad en que era impropio ver zarandeada la identidad sexual. Llegó a la conclusión de que no había sido la señora Dogar quien lo había estimulado, sino que había estado reviviendo su atracción por el antiguo Rahul durante aquellos tiempos en Goa en que Rahul todavía era una especie de hombre. Esta idea lo reconfortó. El señor Sethna, quien seguía observándolo, notó lo que creyó una mueca en su rostro dormido; luego algo tranquilizador debió de cruzar por la mente del actor, ya que la mueca se ablandó en una sonrisa. «Está pensando en los viejos tiempos», imaginó el mayordomo, «antes de contraer esa terrible enfermedad.» Pero el Inspector Dhar había estado divirtiéndose con una idea radical.
«Mierda, espero que no me interesen ahora las mujeres», pensó el actor. «¡Cómo se embrollaría todo si así ocurriese!»
En ese mismo instante el doctor Daruwalla estaba experimentando otro tipo de ironía. Su llegada a la misión de San Ignacio señalaba su primera ocasión de compañía cristiana desde que descubriera quién le había mordido el dedo gordo del pie. Saber que el origen de su conversión al cristianismo era el mordisco de amor de una transexual y asesina en serie había disminuido más aún su celo religioso ya decadente; el hecho de que quien le mordiera no fuese el fantasma de la peregrina que desmembró a Francisco Javier resultaba algo más que un pelín decepcionante. Además, era un momento demasiado vulnerable para que el padre Julian lo saludara como lo hizo.
—¡Ah, doctor Daruwalla, nuestro estimado ex alumno! ¿Le ha ocurrido algún milagro últimamente?
Azuzado, el médico no pudo resistirse a vendar a Martin de forma excéntrica. Almohadilló la herida punzante del cuello para que el vendaje diera la impresión de estar ocultando un bocio enorme. Luego envolvió las manos heridas del jesuita permitiéndole únicamente un uso parcial de los dedos. Farrokh fue generoso con la gasa y el esparadrapo en el lóbulo medio comido: envolvió toda la oreja; el misionero sólo oiría de un costado de la cabeza.
Pero las vendas limpias y brillantes sólo sirvieron para incrementar el aspecto heroico del nuevo misionero. Hasta Julia se impresionó. En el patio, durante el crepúsculo, circuló como un reguero de pólvora el rumor de que el jesuita estadounidense acababa de rescatar a dos pilluelos de las calles de Bombay, entregándolos a la relativa seguridad de un circo, donde un animal salvaje lo había atacado. En la periferia del merendero, donde rondaba con cara larga, el doctor Daruwalla oyó sin querer la historia de que Martin Mills había sido atacado por un león; sólo el natural menosprecio por sí mismo del escolástico le hacía decir que lo había mordido un mono.
También deprimió al médico ver que la fuente de esta fantasía era la pianista Miss Tanuja, quien había cambiado sus gafas terminadas en alas por lo que parecían ser lentillas de matiz rosado, que prestaban a sus ojos el encandilamiento rojizo de una rata de laboratorio, y aún rebasaba temerariamente los confines de su atavío occidental, como una voluptuosa colegiala que se hubiera puesto el vestido de su anciana tía. Todavía lucía el sostén de punta de lanza que levantaba y empujaba hacia delante sus pechos como las afiladas agujas de una iglesia derrumbada. Como antes, el crucifijo que colgaba entre sus elevados senos con armadura daba la impresión de someter al Cristo moribundo a una nueva agonía; o todo era producto del desengaño con la religión que había adoptado Farrokh cuando lo mordió Rahul.
Decididamente, el día del aniversario no era el tipo de celebración adecuada para el doctor Daruwalla, que sintió un odio vago por tan fértil cosecha de cristianos en un país no cristiano; esa atmósfera de complicidad religiosa resultaba incómodamente claustrofóbica. Julia lo encontró inmerso en un comportamiento distante, si no abiertamente antisocial; su marido había estado leyendo las listas de exámenes de la entrada y había deambulado hasta llegar al pie de la escalera del patio donde estaba montada contra la pared la estatua de Cristo con el niño enfermo junto al extintor. Julia sabía por qué Farrokh perdía el tiempo allí: esperaba que alguien le dirigiera la palabra para poder comentar lo paradójico de yuxtaponer a Jesús con un artilugio para combatir el fuego.
—Te llevaré a casa —le advirtió su mujer.
En ese momento Julia notó lo fatigado que parecía, lo totalmente fuera de lugar..., lo perdido que estaba. El cristianismo le había jugado una mala pasada; la India ya no era su país. Cuando le besó la mejilla, se dio cuenta de que había estado llorando.
—Sí, por favor, llévame a casa —le dijo Farrokh.