VIII. EL CASO DE PETER

No me gusta la palabra psicológico. No existe lo psicológico. Digamos que uno puede mejorar la biografía de la persona.

JEAN-PAUL SARTRE

EN EL siguiente caso podremos ver vividas muchas de las cuestiones analizadas en los últimos dos capítulos.

Peter era un corpulento hombre de 25 años y parecía ser la imagen misma de la salud. Se acercó a mí quejándose de que constantemente se desprendía de él un desagradable olor. Lo podía oler claramente, pero no estaba muy seguro de que fuese la clase de olor que otros podían oler. Pensaba que provenía particularmente de la parte inferior de su cuerpo y de la región genital. Al aire libre, parecía el olor de algo que se quemaba, pero por lo común era el olor de algo agrio, rancio, viejo, descompuesto. Lo asemejaba al olor viscoso, arenoso, mohoso de la sala de espera de una estación de ferrocarril, o al olor que sale de los “excusados” deteriorados de las casuchas del barrio en que había crecido. No podía librarse de este olor aunque se bañaba varias veces al día.

La siguiente información acerca de su vida me la dio el hermano de su padre:

Sus padres no eran personas felices, pero se mantenían estrechamente unidos. Habían estado casados durante 10 años antes de que naciera el hijo. Eran inseparables. El niño, hijo único, no modificó sus vidas. Durmió en el mismo cuarto de sus padres desde su nacimiento hasta que salió de la escuela. Sus padres nunca fueron francamente malos con él, pero aunque parecía estar con ellos durante todo el tiempo lo trataban simplemente como si no estuviese allí.

Su madre, siguió diciendo su tío, nunca pudo darle afecto, porque ella misma nunca lo había recibido. Fue alimentado con biberón y se crió bien, pero nunca fue mimado ni nunca jugaron con él. Cuando era bebé, estaba siempre llorando. Su madre, sin embargo, ni lo rechazó ni lo descuidó abiertamente. Se le alimentó y se le vistió de manera conveniente. Atravesó su niñez y la adolescencia subsiguiente sin manifestar peculiaridades observables. Sin embargo, su madre, dijo el tío, apenas si se daba cuenta de su existencia. Era una mujer bonita y muy aficionada a vestirse bien y admirarse a sí misma. A su padre le gustaba esto, le compraba ropa siempre que podía y estaba muy orgulloso de que lo vieran con su atractiva esposa.

El tío pensaba que aunque el padre sentía gran afecto por el muchacho, a su manera, algo parecía impedirle mostrar su afecto al niño. Propendía a ser regañón, a fijarse en todas las faltas, a azotarlo ocasionalmente, sin razón suficiente, y a rebajarlo con observaciones como las de “el inútil Eustace”, “eres una papa”. El tío pensaba que esto era una lástima, porque cuando el niño salía bien en la escuela y, más tarde, cuando obtuvo empleo en una oficina, lo que socialmente significó un gran adelanto para esta familia pobrísima, el padre en verdad se sentía “enormemente orgulloso de este muchacho”, y fue para él “un terrible golpe” cuando pareció que su hijo no quería ser nada.

Fue un niño solitario y siempre fue muy bueno. Cuando tenía nueve años, una muchachita de su edad, vecina suya, quedó ciega en un ataque aéreo en el que sus padres murieron. Durante varios años, pasó la mayor parte de su tiempo con esta niña; mostró inagotable paciencia y bondad, le enseñó a recorrer el barrio, la llevó al cine, se sentaba junto a ella y le hablaba. Más tarde, esta muchacha recobró parcialmente la vista y le dijo a su tío que le debía la vida al niño de nueve años, porque había sido la única persona que se había ocupado de ella realmente mientras estuvo ciega, desamparada y sin amigos, cuando nadie pudo o quiso tomar el lugar de sus padres muertos.

En los últimos años que pasó en la escuela, su tío se tomó un interés especial por él y con su ayuda y gracias a sus gestiones ingresó en la oficina de un abogado. El muchacho dejó esta oficina después de unos pocos meses por falta de interés, pero, nuevamente gracias a su tío, obtuvo trabajo en una compañía naviera. Permaneció en esta empresa hasta que lo llamaron a filas. En el ejército, a petición suya, se encargó de cuidar perros de patrulla y, cuando salió, después de dos años de servicio sin incidentes, “destrozó el corazón de su padre” al aceptar un trabajo de cuidador de perros en un canódromo. Sin embargo, después de un año abandonó también este trabajo, y después de cinco meses, durante los cuales desempeñó diversos trabajos no clasificados, se dedicó simplemente a no hacer nada, a lo largo de siete meses, antes de decidirse a acudir al médico de la familia para consultarlo acerca del olor que despedía. Como no existía tal olor, el médico lo envió a un psiquiatra.

El paciente describió su vida de la siguiente manera:

Acerca de su nacimiento, sentía que ni su padre ni su madre lo habían deseado y que, en verdad, no le habían perdonado nunca el haber nacido. Pensaba que su madre resentía su presencia en el mundo porque le había estropeado la figura y la había dañado y herido al nacer. Afirmaba que así se lo había dado a entender frecuentemente durante su infancia. Su padre, a su juicio, resentía simplemente que existiera, “nunca me dio un lugar en el mundo…” Pensaba, también, que su padre probablemente lo odiaba por el daño y el dolor que había causado a su madre al nacer, lo cual la había hecho aborrecer el trato sexual. Sentía que había ingresado en la vida como ladrón y criminal.

Uno recuerda la declaración del tío, en el sentido de que sus padres vivían absorbidos grandemente el uno en el otro y que lo trataban como si no existiese. La relación del ser ignorado con la “conciencia de sí” se pone claramente de relieve en la siguiente transcripción de la grabación en cinta magnética de una conversación durante nuestra segunda entrevista:

 

PETER: … desde que tengo memoria me percaté de mí mismo, tuve una suerte de conciencia de mí mismo; obvia, en cierta manera, sabe usted.

YO: ¿Obvia?

P.: Bueno, sí, obvia. Estar allí simplemente… era tan sólo tener conciencia de mí mismo.

YO: ¿Estar allí?

P.: Oh, simplemente estar, me imagino. Él (su padre) solía decir que había sido algo que ofende a la vista desde el mismo día en que nací.

YO: ¿Algo que ofende a la vista?

P.: Sí, el “inútil Eustace” era uno de mis motes, y también decía que era una papa.

YO: Se sentía culpable simplemente por estar allí.

P.: Pues sí, no lo sé realmente, … era simplemente por estar en el mundo, en primer lugar, me imagino.

 

Decía que no se sintió solitario cuando niño, aunque se quedaba solo mucho tiempo, pero “solitario no es lo mismo que estar solo”.

Tenía lo que probablemente era un recuerdo “pantalla”, de cuando tenía unos cuatro o cinco años de edad en que su madre le decía, cuando lo sorprendía jugando con su pene, que no le crecería si hacía eso: cuando tenía unos siete u ocho años de edad tuvo algunas experiencias de naturaleza sexual con una niña de su propia edad, pero no comenzó a masturbarse hasta la edad de 14 años. Todo esto tenía enorme importancia para él, y no hacía sino intensificar su conciencia de sí. Los únicos recuerdos que me contó de cuando era niño fueron estos incidentes sexuales. Me los contó sin ningún calor. Pasaron muchos meses antes de que mencionara, como de paso, a Joan, la muchachita ciega.

En la escuela secundaria, los sentimientos que tenía acerca de él mismo comenzaron a cristalizarse más decididamente. En la medida en que es posible reconstruirlos, estaba comenzando a formarse una idea de que todo el mundo lo ponía en una falsa posición. Se sentía en la obligación, para con su maestro y sus padres, de ser alguien y de hacer algo de provecho, mientras que, a la vez, no dejaba de sentir que esto era por una parte imposible y por otra parte injusto. Sentía que tenía que emplear todo su tiempo y energías en ser un motivo de orgullo para su padre, su madre, su tío y su maestra. Sin embargo, en su fuero interno estaba convencido de que era un don nadie, que no valía nada, y que todos sus esfuerzos para llegar a ser alguien eran un puro engaño y una simulación. Su maestra, por ejemplo, quería de él que “hablara con propiedad” y que vistiera “ropas de la clase media”. Pero todo esto era tratar de convertirlo en lo que no era. La maestra lo hacía, a él, el secreto masturbador, leer pasajes de la Biblia en la escuela a los otros niños y lo solía citar como modelo. Cuando la gente decía cuán bueno debía ser para que pudiera leer la Biblia tan bien, se reía sardónicamente para sí mismo. “Sólo me demostraba lo buen actor que yo era.” Sin embargo, aparte de sentir que no era la persona que simulaba ser, no sabía qué era lo que quería. Junto con el sentimiento de que no valía nada, había también en él la impresión, que se fue haciendo cada vez más fuerte, de que era alguien muy singular, enviado por Dios para cumplir una misión especial, pero quién era, o cuál era la misión… eso no sabía decirlo. Entre tanto, resentía hondamente lo que a su juicio eran los esfuerzos de todo el mundo para convertirlo en un santo, para que fuese “más o menos, un orgullo para ellos”. Por tanto, trabajó sin alegría en la oficina. Comenzó a odiar cada vez más, en particular a las mujeres. Sabía que odiaba a los otros, pero no se le había ocurrido que los temía. ¿Por qué habría de temerlos, cuando “no podían impedir que pensase lo que quisiese”? Esto, por supuesto, quiere decir que “ellos” poseían algún poder para obligarlo a hacer lo que “ellos” querían, pero mientras daba exteriormente satisfacción a “sus” deseos, evitaba experimentar la angustia que debemos suponer lo empujaba a plegarse a los otros y a no revelarse casi nunca a ellos.

Fue en la segunda oficina donde experimentó por primera vez accesos de angustia. Para entonces, el problema capital para él había cristalizado en términos de optar entre ser sincero o ser hipócrita; entre ser auténtico o desempeñar un papel. Para sí mismo, sabía que era un hipócrita, un mentiroso, un fraude, una pura simulación; en gran parte, se reducía todo al problema de saber durante cuánto tiempo podría seguir engañando a la gente sin que lo descubrieran. En la escuela, creía que, en gran medida, había podido salirse con la suya. Pero cuanto más disimulaba lo que él consideraba que eran sus sentimientos reales, y hacía cosas y tenía pensamientos que era preciso mantener ocultos y secretos de todos los demás, tanto más comenzó a escudriñar los rostros de las personas con objeto de descubrir, por lo que podía ver en ellos, lo que él se imaginaba que pensaban acerca de él, o lo que sabían de él. En la oficina, lo que consideraba como sus “sentimientos reales” eran, en gran parte, fantasías sexuales sádicas acerca de sus colegas femeninos, especialmente respecto de una mujer que a su juicio parecía muy respetable, pero que se imaginaba era una hipócrita como él mismo. Solía masturbarse en el excusado de la oficina mientras evocaba estas fantasías, y en una ocasión, tal y como había ocurrido previamente con su madre, se encontró al salir con la mujer a la que había estado violando en su imaginación. Estaba mirándolo directamente, y a él le pareció que lo atravesaba con la mirada y llegaba hasta su yo secreto, lo cual le permitía ver lo que le había estado “haciendo”. Se llenó de pánico. Ya no pudo seguir creyendo con alguna tranquilidad que podía ocultar sus acciones y sus pensamientos a otras personas. En particular, como dijo, ya no pudo sentir la seguridad de que su cara no lo “delataría”. Al mismo tiempo, comenzó a sentir miedo de que un olor a semen lo traicionara.

Se hallaba en este estado cuando ingresó en el ejército. Terminó su servicio, sin embargo, sin exhibir signos exteriores de su trastorno interior. En verdad, pareció haber alcanzado por entonces un aspecto exterior de normalidad y haberse liberado un tanto de su angustia. Su sentimiento de haber alcanzado esto era por demás interesante e importante. Su aparente normalidad fue consecuencia de una muy deliberada intensificación de la división entre su yo interior “verdadero” y su yo exterior “falso”, lo que se expresa por un sueño que tuvo por aquel tiempo. Iba en un automóvil que se movía a gran velocidad: saltó de él hiriéndose pero no de gravedad, mientras el coche seguía corriendo hasta estrellarse. Así, llegó a su conclusión lógica, pero desastrosa, el juego que había estado jugando consigo mismo durante algún tiempo. Finalmente, optó de manera tan completa como pudo hacerlo; se disoció, a la vez, de sí mismo y de otras personas. El efecto inmediato fue aminorar su angustia y permitirle aparecer como normal. Pero esto no fue todo lo que hizo, ni fueron éstas las únicas consecuencias.

Aumentó su sentimiento de inutilidad, de carencia de orientación, de futilidad, así como su convicción de que “realmente” no era nadie. Pensó que era inútil seguir simulando. Se lo formuló a sí mismo, con las siguientes palabras: “No soy nadie, de modo que no haré nada”. Ahora se había lanzado no solamente a disociarse de su falso yo, sino a destruir todo lo que parecía ser. Como dijo: “me producía una determinada satisfacción sardónica volverme algo inferior todavía a lo que había pensado que era, o a lo que ellos habían pensado que yo era…”

A lo largo de todo este tiempo sentía que estaba, para decirlo con sus propias palabras (que, dicho sea de paso, son también las de Heidegger), “en el límite del ser”, con sólo un pie en la vida, y sin derecho ni siquiera a eso. Sentía que no estaba realmente vivo y que, de todos modos, no valía nada, y mal tenía el derecho a pretender que poseía vida. Se imaginaba que estaba fuera de todo y, sin embargo, durante algún tiempo conservó un rayo de esperanza. Las mujeres podrían poseer todavía el secreto. Si lograba ser amado por una mujer, entonces quizá llegaría a ser capaz de vencer su sentimiento de inanidad. Pero esta vía posible quedaba bloqueada para él por su convicción de que cualquier mujer que tuviese algo que ver con él habría de estar tan vacía como él, y que todo lo que pudiese obtener de las mujeres, tanto si lo tomaba como si se lo daban, sólo podría ser tan carente de valor como la materia de que él mismo estaba hecho. Cualquier mujer que no fuese tan fútil como él mismo, por tanto, nunca tendría nada que ver con él, y mucho menos en un sentido sexual. Todas sus relaciones sexuales reales con las mujeres eran totalmente promiscuas, y a través de ellas nunca logró romper el “cierre” que lo envolvía. Con una muchacha a la que consideraba “pura” mantuvo una tenue y platónica relación durante algunos años. Pero nunca fue capaz de convertir su relación con esta muchacha en algo más. Quizá hubiese estado de acuerdo con Kierkegaard, si lo hubiese leído, en que de haber tenido fe habría terminado por casarse con su Regina.

Se debe uno preguntar por qué tardó tanto en contarme de esta amistad, que indudablemente era una de las cosas más significativas en su vida y que hubiese podido quizá impedir que se volviese francamente esquizofrénico en la segunda década de ella. Era muy característico de Peter, y de esta clase de persona, que esta experiencia de su vida fuese la que procurara mantener más oculta a los otros, mientras que no tenía inhibiciones para hablar de incidentes infantiles sexuales promiscuos, de masturbaciones y de fantasías sexuales sádicas de adulto.

ANÁLISIS

Por lo que pude saber, Peter nunca se sintió “como en su casa”, ni en su cuerpo, ni en el mundo. Se consideraba torpe, desmañado, adocenado. Se recuerda lo que el tío dijo de su madre narcisista, que no lo mimó ni jugó con él. Aun su presencia física en el mundo apenas era reconocida. “Lo trataban como si no estuviese allí.” Por su parte, no sólo se sentía desmañado y adocenado, sino que se sentía culpable “simplemente por estar en el mundo”.

Según parece, su madre no tenía ojos más que para sí misma. Estaba ciega para él. No era visto. No fue un puro accidente que el muchacho se convirtiera en tan buen compañero, en casi una “madre”, para la muchachita ciega que no podía verlo. Esta amistad tenía muchas facetas, pero un importante aspecto de la misma era que se sentía seguro con ella, puesto que podía verla y ella en cambio no podía verlo a él. Además, ella lo necesitaba desesperadamente; le prestó sus ojos; y, por supuesto, podía permitirse sentir lástima por ella, lo que no podía sentir por su madre. Esta muchacha, los perros de patrulla, y los perros de las perreras del canódromo eran las únicas criaturas vivientes hacia las cuales podía manifestar y recibir afecto espontáneamente.

Con casi todo el mundo comenzaba a operar con un sistema del falso yo, basado en la satisfacción de sus deseos, y en estar a la altura de lo que ambicionaban de él. Mientras siguió haciendo esto, comenzó a odiar cada vez más a los otros y a sí mismo. A medida que su sentimiento de lo que pertenecía propiamente a su “verdadero yo” se fue contrayendo cada vez más, este yo comenzó a sentirse crecientemente vulnerable y llegó a estar cada vez más asustado de que otras personas pudiesen penetrar a través de su falsa personalidad, hasta el santuario interior de sus fantasías y pensamientos secretos.

Fue capaz de llevar a cabo, de manera exteriormente normal, el empleo deliberado de dos técnicas a las que llamó “desconexión” y “desacoplamiento”. Por desconexión entendía la ampliación de la distancia existencial que separaba a su yo del mundo. Por desacoplamiento entendía el corte y separación de cualquier relación entre su yo “verdadero” y su falso yo repudiado. Estas técnicas, en lo fundamental, tendrían como objeto evitar ser descubierto y adoptaban muchas variantes. Por ejemplo, cuando estaba en su casa, o entre personas conocidas, se sentía raro y molesto, hasta que podía adoptar algún papel que no era él y que le parecía un disfraz conveniente. Entonces, decía, podía “desacoplar” a su “yo” de sus acciones, y operar suavemente, sin angustia. Sin embargo, esto no constituía una solución satisfactoria de sus problemas, por diversas razones. Si no era capaz, en forma congruente de poner a su yo en sus acciones durante un largo periodo de tiempo, sentía con creciente intensidad la falsedad de su vida, una carencia de deseo de hacer algo, un sentimiento no mitigado de aburrimiento. Además, la defensa no estaba a prueba de todo, porque, de vez en cuando, lo sorprendían con la guardia baja, y sentía que una mirada o una observación penetraba hasta lo más íntimo de su “yo”. Su sentimiento de estar “en peligro” por la mirada de los otros se tornó más persistente y más difícil de aliviar mediante el expediente de no permitir que vieran su “yo”. A veces sentía, y le era muy difícil borrar la impresión, que podían poner al descubierto sus simulaciones.

Su preocupación por ser visto era, a mi juicio, un intento de desquitarse de su sentimiento subyacente de que no era nadie (que no tenía cuerpo). Había una primordial inadecuación en la realidad de su experiencia de sí mismo en cuanto encarnado, y de ésta provenía su preocupación con su cuerpo–para–los–otros, es decir, su cuerpo en cuanto visible, audible, compatible y tocable por los otros. Por más penosa que fuese para él, esta conciencia “de sí” surgía inevitablemente del hecho de que sus propias experiencias corporales estaban tan separadas de su yo que necesitaba la conciencia de sí mismo como un objeto real para asegurarse a sí mismo, a través de este rodeo, de que poseía una existencia tangible.

Además, también su alucinación del olor de sí mismo se tornó más difícil de desvanecer.

No obstante, descubrió otra manera de ajustarse a sus particulares angustias, que poseía exactamente las ventajas opuestas y los inconvenientes contrarios. A su juicio, podía ser él mismo ante los demás, si éstos no sabían nada de él. Sin embargo, éste era un requerimiento muy difícil de cumplir. Significaba que tenía que irse a vivir a otra parte del país, donde sería un “forastero”. Iba de lugar en lugar, y no se quedaba nunca el tiempo suficiente para que lo conociesen, adoptando cada vez un nombre diferente. En estas condiciones, podía ser (casi) feliz, por corto tiempo. Era “libre” y podía ser espontáneo. Podía inclusive tener relaciones sexuales con muchachas. No era “consciente de sí mismo” y no tenía “ideas de referencia”. Éstas ya no surgían porque ya no era necesario el interior desacoplamiento de su yo y de su cuerpo. Podía ser una persona encarnada si vivía realmente de incógnito. Sin embargo, cuando se le llegaba a conocer tenía que volver a la posición des-encarnada.

La fantasía, que llevó a la práctica, de ser anónimo, o incógnito, o forastero en un país extraño, es común en personas con ideas de referencia. Piensan que si se pueden alejar de sus compañeros de trabajo, o cambiar de ciudad y comenzar de nuevo, todo se arreglará. A menudo se les descubre cambiando de empleo, o de lugar en lugar. Esta defensa les sirve durante algún tiempo, pero sólo puede durar mientras sean anónimos; es muy difícil no ser “descubierto”: y están expuestos a volverse tan suspicaces y cautos como cualquier espía en territorio enemigo, por temor de que los demás traten de “sorprenderlos” en el acto de “delatarse a sí mismos”.1

Peter, por ejemplo, inclusive cuando se encontraba en una ciudad extraña, vacilaba antes de ir a una peluquería. Su angustia en lo tocante al peluquero no era primordialmente expresión de una angustia de castración, por lo menos en cualquier acepción usual del término. Más bien le inquietaba tener que responder a preguntas acerca de él mismo que el peluquero podría hacerle, por “inocentes” que fuesen; por ejemplo, la de “¿le gusta el fútbol?” o, “¿qué piensa usted de ese tipo que ganó 70 000 libras?”, etc. En el sillón del peluquero se sentía atrapado: para él era una sensación de pesadilla la de que mientras le cortaban el pelo lo despojarían de su anonimato al obligarlo a comprometerse, a cuajar, durante un momento, en alguien definido. “Mientras que la gente suele decir que viene de este o de aquel lugar, o que trabaja en este o en aquel empleo, o que conoce a fulano y a mengano, yo me esfuerzo todo lo posible porque no se sepa de dónde vengo, qué es lo que hago, a quiénes conozco…”

Por el mismo motivo era incapaz de inscribirse en una biblioteca pública y tener una credencial a su nombre. En vez de ello, tomaba prestados libros de varias bibliotecas de la ciudad, en cada una de las cuales le daban credenciales con un nombre y una dirección falsos. Si llegaba a pensar que el bibliotecario lo había “reconocido” no regresaba a la biblioteca.

Aunque esta defensa era difícil de mantener, puesto que su éxito requería tanto esfuerzo, habilidad y vigilancia como el que necesita un espía en territorio enemigo, mientras pudiese sentir que no había sido “descubierto” o “reconocido” este método le servía para desembarazarse de la necesidad de estar constantemente “desacoplado” y “desconectado”. Pero requería una constante vigilancia angustiosa, puesto que nunca podía estar fuera de peligro. Llegado a este punto, sin embargo, su situación, aunque difícil, no era totalmente desesperada. Por supuesto, se tornó crítica a causa de la forma en que su sistema esquizoide de defensa, que era todo su modus vivendi, su intento de encontrar alguna manera factible de vivir en el mundo, se convirtió en un proyecto intencional de auto-aniquilación. Cuando esto ocurrió, su precaria cordura comenzó a rebasar un punto crítico y se convirtió en psicosis.

Verdadera y falsa culpa

Debemos ahora considerar, más de cerca, la culpa a que estaba sujeto Peter y sus consecuencias. Recordamos que no solamente se sentía torpe y adocenado, sino culpable “simplemente por estar en el mundo”. A este nivel, su culpa no estaba vinculada a nada que hubiese pensado o hecho; sentía que no tenía derecho a ocupar espacio. No sólo esto; poseía la honda convicción de que la materia de que estaba hecho se hallaba podrida. Sus fantasías de trato sexual por la vía anal y de la producción de niños hechos de excrementos eran expresiones de esta convicción. Los detalles de estas fantasías no nos conciernen ahora, salvo en la medida en que contribuyeron a la percepción de su yo como si estuviese hecho de barro y estiércol. Si su padre le había dicho que era “una papa”, él fue mucho más lejos. En la convicción de que era un montón de barro y estiércol, sin valor alguno, se sentía culpable por parecer a los demás algo con valor.

Se sentía malo porque se masturbaba. Sin embargo, el meollo de su sentimiento de culpa se revela, creo yo, en el curioso hallazgo de que cuando dejó de masturbarse se intensificó su sentimiento de que no valía nada, y que cuando realmente se puso a no hacer nada y a no ser nada, el olor de sí mismo se tornó intolerable. Como dijo más tarde, este olor, “era más o menos la opinión que tenía de mí mismo. Era realmente una forma de auto-desagrado”. Es decir, se olía tan mal él mismo que casi no podía soportarse.

De hecho, tenía dos fuentes de culpa totalmente antitéticas y opuestas; una lo empujaba a vivir, la otra lo empujaba a la muerte. Una era constructiva, la otra destructiva. Los sentimientos que despertaban en él eran distintos, pero ambos intensamente dolorosos. Si hacía cosas que eran expresión de auto-afirmación, de ser una persona valiosa, real y viva, entonces se decía: “Esto es una farsa, una simulación. No vales nada”. Sin embargo, si persistía y se negaba a prestar oídos a este falso consejo de la conciencia, no se sentía tan fútil, irreal o muerto, y no olía tan mal. Por otra parte, si trataba decididamente de no ser nada, sentía también que esto era una farsa o una simulación; experimentaba todavía angustia; y se sentía compulsivamente consciente de su cuerpo como un objeto de la percepción de otras personas.

El peor efecto de todos sus esfuerzos por no ser nada era el sentimiento de pérdida de vida que se apoderaba de toda su existencia. Este sentimiento de pérdida de vida impregnaba su experiencia de su “yo desacoplado”, la experiencia de su cuerpo, y su percepción del mundo “desconectado”. Todo comenzaba a detenerse. El mundo comenzaba a perder la realidad que podía tener para él y le costaba trabajo imaginar que poseía alguna existencia–para–los–otros. Y lo peor de todo es que comenzaba a sentirse “muerto”. En virtud de su subsecuente descripción de este sentimiento de estar “muerto”, pude inferir que envolvía una pérdida del sentimiento de la realidad y de la vida de su cuerpo. El meollo de este sentimiento era la inexistencia de la experiencia de su cuerpo como un real objeto–para–los–otros. Comenzaba a existir solamente para sí mismo (intolerablemente), y dejaba de sentir que poseía alguna existencia a ojos del mundo.

Es probable que, en todo esto, estuviese luchando con un vacío primordial en la experiencia bi-dimensional de sí mismo, de la que el trato de sus padres, o más bien la falta de trato, lo habían privado. Su preocupación compulsiva (que sentía como extremadamente desagradable), por ser tocable, olible, etc., para otros, era un intento desesperado por conservar la mismísima dimensión de un cuerpo vivo: la que posee un ser–para–los–otros. Pero tenía que “bombear” un sentimiento de esta dimensión a su cuerpo en una manera secundaria, artificial y compulsiva. Ésta era una dimensión de su experiencia que no había llegado a establecerse, en un sentido primordial, desde la situación infantil original, y el vacío fue llenado, no por algún surgimiento posterior de un sentimiento de ser amado y respetado como persona, sino por un sentimiento de que prácticamente todo el amor era persecución disfrazada, puesto que tenía como mira convertirlo en una cosa para el otro; en una pluma para el sombrero de su maestra, como decía.

Sin embargo, aunque este paciente había tenido problemas en la escuela y en su trabajo, aunque sentía que era una farsa y una simulación en la escuela y experimentaba pánico en la oficina, cuando él mismo comenzó a cultivar deliberadamente las divisiones en su ser, entonces, más particularmente, su condición cobró un cariz nefasto. Decía que trataba de “desconectarse de todo” y esto es verdad, y a esto añadía su método de “desacoplamiento”. Con ello trataba de cortar los lazos que relacionaban diferentes aspectos de su estar unido. En particular, trataba de no estar “en” sus acciones, en sus expresiones: de no ser lo que estaba haciendo. Uno ve que aquí estaba utilizando la posición transicional de las acciones y expresiones corporales entre uno mismo y el mundo. Ahora trataba de decir, “todo lo que de mí puede ser un objeto–para–el–otro no soy yo”.

El cuerpo ocupa claramente una ambigua posición transicional entre el yo y el mundo. Por una parte, es el meollo y el centro de mi mundo, y, por la otra, es un objeto en el mundo de los otros. Peter trataba de desacoplarse de todo lo que de él mismo pudiera ser percibido por algún otro. Además de este esfuerzo por repudiar todo el conjunto de actitudes, ambiciones y acciones, etc., que habían surgido de conformidad con el mundo, y a las cuales trataba ahora de desacoplar de su yo interior, se lanzó a tratar de reducir todo su ser al no–ser; se lanzó lo más sistemáticamente que pudo, a convertirse en nada. En la convicción de que no era nadie, de que no era nada, se vio empujado, por un terrible sentimiento de honradez, a ser nada. Sentía que, si no era nadie, debía convertirse en nadie. Ser anónimo era una manera de convertir mágicamente esta convicción en un hecho. Cuando abandonó su trabajo vagabundeó por el país, sin detenerse en ninguna parte. No pertenecía a ninguna parte. Caminaba desde ninguna parte a ninguna parte. No tenía pasado ni futuro. No tenía posesiones ni amigos. No siendo nadie, no conociendo a nadie, no siendo conocido por nadie, estaba creando las condiciones que le harían más fácil a él mismo creer que no era nadie.

El pecado de Onan al regar su semen por el suelo fue que, con ello, desperdiciaba su productividad y su creatividad. La culpa de Peter, como la expresó más tarde, no era simplemente masturbarse y tener fantasías sádicas, sino no tener el valor de hacer con los otros lo que en su fantasía se imaginaba que hacía con ellos. Y cuando intentaba, y en cierta medida lograba, atenuar si no reprimir, sus fantasías, su culpa consistía no solamente en tener tales fantasías, sino en reprimirlas. Cuando se lanzó a no ser nada, su culpa consistía no sólo en no tener derecho a hacer todas las cosas que una persona común hace, sino en no tener el valor de hacer estas cosas contra, por encima y a pesar de su conciencia, que trataba de decirle que todo lo que él hiciese o pudiese hacer en esta vida, entre otras personas, era malo. Su culpa estribaba en respaldar mediante su propia decisión este sentimiento de no tener derecho a la vida, y consistía también en negarse a sí mismo el acceso a las posibilidades de esta vida.

Se sentía culpable no tanto por sus deseos, inclinaciones o impulsos en sí mismo, sino por no tener el valor de volverse una persona real, haciendo cosas reales, con personas reales, en la realidad. Su culpa no provenía simplemente de sus deseos, sino de que se hubiesen quedado convertidos simplemente en deseos. Su sentimiento de futilidad provenía de que sus deseos se satisfacían solamente en la fantasía y no en la realidad. La masturbación era una actividad en la cual, por excelencia, había sustituido la relación creadora con un otro real por una estéril relación con los fantasmas de la fantasía; en vez de la culpa posible que habría podido sentir a causa de un deseo real de una persona real, su culpa provenía de que sus deseos eran solamente fantásticos.

La culpa es la vocación del Ser para sí mismo en silencio, dice Heidegger. Lo que podríamos llamar culpa auténtica de Peter es que capitulara ante su culpa inauténtica, y que convirtiera en meta de su vida el no ser sí mismo.

Sin embargo, en este paciente existía también la división de su yo interior mencionada antes. Desde sus primeros días, había vivido acosado por el sentimiento de no ser nadie y ahora se había lanzado inflexiblemente a crear las condiciones que confirmaran este sentimiento. Sin embargo, sentía al mismo tiempo, que era alguien muy especial, con una misión y un designio especiales, enviado por Dios a este mundo. Esta vacía omnipotencia, y este sentimiento de visión lo asustaban, y los consideraba como “una clase de sentimiento enajenado”. Pensaba que si se dejaba llevar por este sentimiento acabaría en la casa de locos. Sin embargo, tenía que pagar una severa pena al elegir lo otro. Puesto que había tratado de no ser nada al no vivir en su cuerpo y a través de su cuerpo, éste se había vuelto, en un sentido, muerto.

Cuando dejaba de simular, por tanto, se imponía a su atención tal como lo decía, como algo mohoso, rancio, intolerable, de hecho como algo exangüe, muerto. Se había separado a sí mismo de su cuerpo mediante un torniquete psíquico y, a la vez, su yo no–encarnado, y su cuerpo “desacoplado” había contraído una forma de gangrena existencial.

Una de sus observaciones posteriores expresa con admirable laconismo el meollo del asunto.

“Había estado como muerto, en cierta manera; corté mis relaciones con otras personas y me quedé encerrado en mí mismo. Y puedo ver que uno se vuelve muerto, en cierta manera, cuando hace esto. Uno tiene que vivir en el mundo con otras personas. Si no se hace, algo muere adentro. Parece tonto. Realmente no lo entiendo, pero algo así parece ocurrir. Es muy curioso.”