IX. DESARROLLOS PSICÓTICOS

Things fall apart, the centre cannot hold / Mere anarchy is loosed upon the world. [Las cosas se desprenden, el centro no puede mantenerse. Sólo la anarquía reina en el mundo.]

W. B. YEATS

ESPECIALMENTE en los casos de David y de Peter, hemos considerado ya manifestaciones esquizoides que se acercaron peligrosamente a una franca psicosis. En este capítulo, vamos a estudiar algunas de las maneras en que se cruza la línea divisoria hacia un estado psicótico. Por supuesto, no siempre es posible aquí hacer distinciones tajantes entre la salud y la enfermedad mental, entre el individuo esquizoide sano y el psicótico. A veces el comienzo de la psicosis es tan dramático y violento, y sus manifestaciones tan inequívocas que no pueden caber dudas acerca del diagnóstico. Sin embargo, en muchos casos, no se da tal cambio repentino, aparentemente cualitativo, sino una transición que se extiende por años y en ningún punto de la cual puede verse con claridad en qué momento se ha rebasado el límite crítico.

Con objeto de comprender la naturaleza de la transición de la salud a la enfermedad mental, cuando el punto de separación es la forma particular de una posición existencial esquizoide, descrita en las páginas anteriores, es necesario considerar las posibilidades psicóticas que surgen de este particular contexto existencial. Declaramos que en esta posición el yo, a fin de desarrollar y mantener su identidad y autonomía y a fin de quedar a salvo de la persistente amenaza y el peligro del mundo, se ha seccionado de la relación directa con otros, y se ha esforzado por llegar a ser su propio objeto: por llegar a estar, de hecho, relacionado directamente sólo consigo mismo. Sus funciones cardinales pasan a ser la fantasía y la observación.

Ahora bien, en la medida en que se tiene éxito en esto, una consecuencia necesaria es que el yo tiene dificultad en mantener cualquier sentimiento de lo real por la mismísima razón de que no se halla en “contacto” con la realidad, porque nunca “encuentra” realmente a la realidad. Como dice Minkowski (1953), hay una pérdida de “contacto vital” con el mundo. En vez de éste, la relación con los otros y con el mundo, como vimos, es delegada a un sistema de falso–yo cuyas percepciones, sentimientos, pensamientos, acciones poseen un “coeficiente” relativamente bajo de realidad.

El individuo que se halla en esta posición puede parecer relativamente normal, pero está manteniendo esta apariencia exterior de normalidad recurriendo a medios cada vez más anormales y desesperados. El yo se compromete, en la fantasía, en el “mundo” privado de las cosas “mentales”, es decir de sus propios objetos, y observa al falso yo, que es el único que se halla comprometido en vivir en el “mundo compartido”. Puesto que la comunicación directa con otros, en este mundo compartido real, ha sido trasladada al sistema del falso-yo, sólo a través de este medio puede el yo comunicarse con el mundo exterior compartido. De tal modo, lo que en primer lugar estaba destinado a ser una defensa o barrera para impedir la destructora intrusión en el yo, puede convertirse en los muros de una prisión de la que el yo no puede escapar.

Así pues, las defensas contra el mundo fallan inclusive en sus funciones primarias: evitar intrusiones persecutorias (implosión) y mantener vivo al yo, al evitar ser captado y manipulado como una cosa por el otro. La angustia penetra más intensamente que nunca. La irrealidad de la percepción y la falsedad de los propósitos del sistema del falso–yo se extienden a sentimientos de estar muerto el mundo compartido en su conjunto, hasta el cuerpo, de hecho, hasta todo lo que es y se infiltra inclusive en el “verdadero yo”. Todo queda ahogado bajo el sentimiento de la nada. El yo interior mismo se torna totalmente irreal o “fantasmatizado”, dividido y muerto, y ya no es capaz de sustentar el precario sentido de su propia identidad del que partió. Esto es agravado por el uso de aquellas posibilidades que son las más nefastas en cuanto defensas, por ejemplo, evitar ser identificado para preservar la identidad (puesto que, como indicamos anteriormente, la identidad se alcanza y sostiene bi-dimensionalmente, y requiere el reconocimiento de uno mismo por otros, así como el simple reconocimiento que uno se otorga a sí mismo); o el cultivo deliberado de un estado de muerte–en–vida como defensa contra el dolor de vivir.

Esfuerzos dirigidos, a la vez, a una nueva retirada del yo y a la restitución del yo, llegan a combinarse en la misma dirección de psicosis. De cierta manera, el individuo esquizoide quizá esté tratando desesperadamente de ser él mismo, de recuperar y preservar su ser; sin embargo, es muy difícil separar el deseo de ser del deseo de no–ser, puesto que una parte muy grande de lo que la persona esquizoide hace es, por su propia naturaleza, inextricablemente ambiguo. ¿Puede uno decir inequívocamente de Peter si estaba tratando de destruirse a sí mismo o de preservarse a sí mismo? La respuesta no puede darse si pensamos que los dos términos son mutuamente excluyentes. Las defensas de Peter contra la vida eran, en gran medida, la creación de una forma de muerte dentro de la vida, que parecía proporcionar dentro de sí misma una dosis de libertad respecto de la angustia, por lo menos durante algún tiempo. A fin de sobrevivir tenía que fingir, como la zarigüeya, que estaba muerto. Peter podía ser “él mismo”, cuando era anónimo o incógnito, es decir, cuando no era conocido por otros, o podía dejar que otros lo conocieran, cuando no estaba siendo él mismo. Este engaño no podía sostenerse indefinidamente, puesto que el sentimiento de identidad requiere la existencia de otro por el cual uno es conocido; y la conjunción del reconocimiento de uno por la otra persona con el auto-reconocimiento. No es posible vivir indefinidamente en estado de salud mental si uno trata de ser un hombre desconectado de todos los demás y desacoplado inclusive de gran parte del propio ser.

Tal modo de ser–con–los–otros presupondría la capacidad de mantener nuestra realidad mediante una identidad fundamentalmente autista. Presupondría que, finalmente, es posible ser humano sin mantener una relación dialéctica con otros. Parece ser que todo el propósito de esta maniobra es la preservación de la identidad “interior” de la imaginada destrucción proveniente de fuentes exteriores, al eliminar todo acceso directo desde fuera a este yo “interior”. Pero sin que el “yo” llegue a estar nunca calificado o modificado por el otro, entregado al elemento objetivo, y sin que se le viva en una relación dialéctica con otros, el “yo” no es capaz de preservar aquella precaria identidad o vitalidad que pueda poseer.

Los cambios que sufre el yo “interior” han sido descritos ya en parte. Se pueden enumerar de la siguiente manera:

 

1. Se torna “fantasmatizado” o “volatizado” y por tanto pierde toda identidad firmemente arraigada.

2. Se vuelve irreal.

3. Se torna empobrecido, vacío, muerto y dividido.

4. Se carga cada vez más de odio, miedo, envidia.

 

Éstos son cuatro aspectos de un solo proceso, visto desde diferentes puntos de vista.

James llevó este proceso hasta los límites de la cordura, y quizá aun más allá de los mismos. Este joven de 28 años había motivado deliberadamente, como suele ocurrir, la división entre lo que consideraba como su “verdadero yo” y su sistema de falso-yo.

A su juicio casi no había una manera de llegar a algo, o algún pensamiento o acción que no fuesen falsos e irreales. Ver, pensar, sentir, obrar, eran puramente “mecánicos” e “irreales”, porque eran simplemente la manera en que “ellos” veían cosas, pensaban, sentían o actuaban. Cuando caminaba para alcanzar su tren en la mañana si se encontraba con alguien, tenía que andar al paso de la otra persona, debía hablar, reír de las cosas de las que todo mundo hablaba y se reía. “Si abro la puerta del tren y le permito a alguien que pase delante de mí, no es porque quiera ser considerado, sino porque constituye una manera de obrar, en la medida de lo que puedo, como todos los demás.” Sin embargo, su esfuerzo por parecer que era igual que todos los demás era realizado con tal resentimiento contra los otros y desprecio por el yo que su conducta real era un caprichoso producto del conflicto entre ocultar y revelar sus “verdaderos sentimientos”.

Trataba de afirmar su identidad haciendo gala de ideas excéntricas. Era un pacifista, un teósofo, un astrólogo, un espiritista, un ocultista, un vegetariano. Al parecer, el hecho de que podía compartir por lo menos con otro sus extrañas ideas era, quizá, el factor más importante en la preservación de su cordura. Pues en esos campos limitados era a veces capaz de estar con otros, con los que compartía sus ideas y sus experiencias peculiares. Tales ideas y experiencias tienden a aislar a un hombre de sus semejantes en la actual cultura occidental y, a menos de que sirvan al mismo tiempo para meterlo en un pequeño grupo de “excéntricos” semejantes, se corre un gran riesgo de que su aislamiento se troque en una alienación psicótica. Por ejemplo, su “esquema corporal” se extendía desde antes del nacimiento hasta después de la muerte, y disolvía los límites acostumbrados del tiempo y del espacio. Tenía varias experiencias “míticas” en las que se había sentido unido con el Absoluto, con la Realidad Una. Las leyes por las cuales “conocía” secretamente cómo era gobernado el mundo eran de carácter totalmente mágico. Aunque era químico de profesión, su “verdadera” creencia no eran las leyes de la química y de la ciencia, sino la alquimia, la magia negra y blanca, y la astrología. Su “yo”, como sólo se realizaba parcialmente en y a través de la relación con otros que compartían sus opiniones, quedó cada vez más atrapado en el mundo de lo mágico, y pasó a ser parte del mismo. Los objetos de la fantasía o de la imaginación obedecen a leyes mágicas. Tienen relaciones mágicas, no relaciones reales. Cuando el “yo” pasa a participar cada vez más en relaciones de la fantasía, y a participar cada vez menos directamente en relaciones reales va perdiendo su propia realidad. Al igual que los objetos con los que está relacionado, se convierte en un fantasma mágico. Una de las inferencias que puede sacarse de esto es la de que para tal “yo” todo se vuelve posible, ilimitado, así como todo deseo debe ser, tarde o temprano, por realidad, por necesidad, lo condicionado infinito. Si no es así, el “yo” puede ser cualquiera, estar donde quiera y vivir en cualquier tiempo. Éste iba siendo el caso de James. “En su imaginación” iba creciendo la convicción de que poseía poderes fantásticos (ocultos, místicos) característicamente vagos e indefinidos, no obstante lo cual contribuían a que se formara la idea de que no era simplemente el James de este tiempo y lugar, hijo de tales padres, sino alguien muy especial, con una extraordinaria misión, la de reencarnar, quizá, a Buda o a Cristo.

Es decir, el yo “verdadero”, al no estar ya arraigado en el cuerpo mortal, se torna “fantasmatizado”, volatizado hasta trocarse en un cambiante fantasma de la propia imaginación del individuo. Por lo mismo, aislado como está el yo en cuanto defensa contra los peligros del exterior que se sienten como una amenaza a su identidad, pierde la precaria identidad que ya posee. Además, el apartamiento de la realidad da como resultado el empobrecimiento del “yo”. Su omnipotencia está basada en la impotencia. Su libertad opera en un vacío. Su actividad carece de vida. El yo se vuelve disecado y muerto.

En su mundo de sueños, James se experimentaba a sí mismo como si estuviese todavía más solo, en un mundo desolado, que en su existencia despierta, por ejemplo:

 

1. “Me encuentro en una aldea. Me doy cuenta de que ha sido abandonada: está en ruinas; no hay vida en ella…”

2. “… Estaba de pie en medio de un paisaje estéril. Era absolutamente plano. No había vida a la vista. Apenas crecía la hierba. Tenía los pies atrapados en el barro…”

3. “… Estaba en un lugar solitario, de piedras y arena. Había huido hasta allí de algo; ahora trataba de volver a alguna parte, pero no sabía por qué camino ir…”

 

La ironía trágica es que finalmente ni siquiera se evita la angustia, sino que cada angustia y todo lo demás se vuelven todavía más atormentadores por la infusión, en todas las experiencias de la vida de vigilia y en los sueños, de un constante sentimiento de anonadación y de muerte.

El yo solamente puede ser “real” en relación con personas y cosas reales. Pero teme ser tragado en cualesquiera relaciones. Si el “yo” solamente se pone en juego frente a objetos de la fantasía, mientras que un falso yo se ocupa de los tratos con el mundo, se producen varios cambios fenomenológicos profundos en todos los elementos de la experiencia.

De tal modo, el punto a que ya hemos llegado es que el yo, al ser trascendente, vacío, omnipotente, libre a su manera, llega a ser todos y cada uno en la fantasía y nadie en la realidad.

Este yo está relacionado primordialmente con objetos de sus propias fantasías. Al ser como es un yo–en–la–fantasía, se torna finalmente volatilizado. En su temor a enfrentarse a la entrega al elemento objetivo, busca preservar su identidad; pero, como ya no está arraigado en los hechos, en lo condicionado y definitivo, llega a estar en peligro de perder lo que, por encima de todo, está tratando de salvaguardar. Al perder lo condicionado, pierde su identidad; al perder realidad, pierde su posibilidad de ejercer una efectiva libertad de elección en el mundo. Al escapar del riesgo de ser matado, se vuelve muerto. El individuo quizá ya no experimente ahora al mundo como otras personas lo experimentan, aunque tal vez aún pueda saber cómo es ese mundo para los demás, pero no para él. Mas el sentimiento inmediato de la realidad del mundo no puede ser alimentado por un sistema del falso–yo. Además, el sistema del falso–yo no puede poner a prueba la realidad, pues el someter la realidad a prueba exige un espíritu dueño de sí mismo que pueda elegir la mejor de las opciones, y así sucesivamente, y es la carencia de tal espíritu dueño de sí mismo lo que hace falso al falso yo.

Cuando la experiencia del mundo exterior se filtra hasta el yo interior, éste yo ya no puede experimentar o dar expresión a sus propios deseos en forma socialmente aceptable.

La aceptabilidad social se ha convertido meramente en un truco, en una técnica. Es probable que su propia opinión acerca de las cosas, el significado que tienen para él, su sentimiento, su expresión sean ahora por lo menos raros y excéntricos, si no es que caprichosos, perturbados. El yo permanece cada vez más encapsulado en su propio sistema, en tanto que la adaptación y el ajuste a las experiencias cambiantes tienen que ser llevadas a cabo por el falso yo. Este sistema del falso–yo es aparentemente plástico, opera con nuevas personas y se adapta al ambiente cambiante. Pero el yo no se mantiene al paso de los cambios en el mundo real. Los objetos de sus relaciones de la fantasía siguen siendo las mismas figuras básicas, aunque sufren modificación, por ejemplo, en el sentido de la idealización, o se tornan más persecutorias. No se piensa en comprobar, probar, corregir estas figuras fantasmas (imagos) en términos de realidad. De hecho, no hay ocasión de hacerlo. Ahora, el yo del individuo no se está esforzando por obrar sobre la realidad, por efectuar cambios reales en ella.

Mientras el yo y sus imagos están sufriendo la modificación arriba mencionada, el sistema del falso–yo sufre cambios paralelos. Recordemos la posición original, que se representaba esquemáticamente de la siguiente manera:

Yo (cuerpo–mundo)

El cuerpo es el nivel del sistema del falso-yo, pero este sistema es concebido por el individuo como si se reificara y solamente se extendiera más allá la actividad corporal. En gran medida, está constituido por todos aquellos aspectos de su “ser” que el “yo” interior repudia por no considerarlos expresión de su yo. Así, como en el caso de James, mientras que el yo se refugia a relaciones cada vez más exclusivamente de fantasía y “desapegadas”, a la observación no–participante de los intercambios entre el falso yo y los otros, se siente que la intrusión del sistema del falso–yo es cada vez mayor, este sistema irrumpe cada vez más profundamente en el ser del individuo hasta que, prácticamente, se considera que todo pertenece a este sistema. Finalmente, James casi no podía percibir ningún objeto por la vista, el oído o el tacto particularmente,1 ni hacer nada sin sentir que “no era él mismo”. Hemos dado ya algunos ejemplos. Podrían multiplicarse indefinidamente, puesto que de esta manera experimentaba sus acciones en su casa, en el trabajo y con los amigos. Las consecuencias de este modo de ser para la naturaleza del sistema del falso–yo, pueden resumirse ahora de la siguiente manera:

 

1. El sistema del falso–yo se torna cada vez más extenso.

2. Se vuelve más autónomo.

3. Se ve “atormentado” por fragmentos de conducta compulsivos.

4. Todo lo que le pertenece a él se vuelve cada vez más muerto, irreal, falso, mecánico.

 

La disociación del yo respecto del cuerpo y el estrecho lazo entre el cuerpo y otros se prestan a la posición psicótica en la que el cuerpo se concibe no solamente como si operara para complacer y aplacar a otros, sino como si poseyera realmente a otros. El individuo comienza a encontrarse en una posición en la que no solamente siente que sus percepciones son falsas, porque se halla de continuo mirando a las cosas con los ojos de otras personas, sino que le están haciendo trampas porque las personas están mirando al mundo a través de sus ojos.

James había llegado casi a este extremo. Ya pensaba que los pensamientos que había en su “cerebro”, como decía siempre, no eran realmente suyos. Gran parte de su actividad intelectual era un intento de llegar a obtener posesión de sus pensamientos: de colocar bajo su dominio a sus pensamientos y sentimientos. Por ejemplo, su esposa le daba un vaso de leche en la noche. Sin pensarlo, sonreía y le decía “gracias”. Inmediatamente, sentía un profundo asco por sí mismo. Su esposa había actuado simplemente de manera mecánica y él había respondido en términos de la misma “mecánica social”. ¿Quería él la leche, quería él sonreír, quería él decir gracias? No. Y, sin embargo, hacía todas esas cosas.

La situación a que se enfrenta el individuo en la posición de James es crítica. En gran medida se ha vuelto irreal y muerto. Quizá ya no se puedan sentir o experimentar la realidad y la vida directamente, aunque no se ha perdido el sentido de su posibilidad. Otros tienen realidad y vida. La realidad y la vida existen quizá en la Naturaleza (más concretamente, dentro del cuerpo de la Madre Naturaleza), o pueden ser capturadas en algunos tipos de experiencias: pueden ser recuperadas mediante una disciplina y un dominio intelectuales. Sin embargo, el yo está cargado de odio en su envidia por la rica, vívida y abundante vida que siempre hay en otras partes; siempre allí, nunca aquí. El yo, como dijimos, está vacío y seco. Podríamos llamarlo “yo oral” en el sentido de que está vacío y anhela y teme ser llenado. Pero su calidad de oral es de tal naturaleza que nunca puede ser saciada por más que se beba, se coma, se trague, se mastique, se engulla. Es incapaz de incorporarse nada. Es un pozo sin fondo; una grieta abierta que nunca puede ser llenada. En un mundo de humedad, no puede nunca apagar su sed. La culpa, que podría surgir si fuese posible ingerir y destruir al mundo como alimento (en cierto sentido), para fines constructivos, no puede surgir. El yo trata de destruir al mundo reduciéndolo a polvo y cenizas, sin asimilarlo. Su odio reduce el objeto a la nada, sin digerirlo. De tal modo, aunque el “yo” está desolado y anhela desesperadamente la bondad (la vida, la realidad) que se imagina que hay en otros, debe destruirla en vez de ingerirla. Se convierte en un problema de “obtener” la vida y la realidad de tal manera que no dé como resultado la aniquilación del yo. Pero la destrucción de la realidad y la subrepticia adquisición de la misma son, llegado este momento, en gran medida procedimientos mágicos. Las formas mágicas de adquirir subrepticiamente realidad comprenden:

 

1. Tocar.

2. Copiar, imitar.

3. Formas mágicas de robarla.

 

El individuo puede sentir inclusive alguna confortación y seguridad si puede evocar en sí mismo una impresión inmediata de realidad en otros (estos métodos están ilustrados en el caso de Rose, p. 146).

Otro intento de experimentar sentimientos reales y vivos puede consistir en someterse uno mismo a un dolor o un terror intensos. De tal modo, una mujer esquizofrénica que tenía el hábito de apagar su cigarrillo en el dorso de su mano, de apretar con fuerza sus pulgares contra sus ojos, de arrancarse lentamente el pelo, etc., explicó que hacía estas cosas para experimentar algo “real”. Es muy importante comprender que esta mujer no buscaba satisfacciones masoquistas; ni tampoco estaba anestesiada. Sus sensaciones eran tan intensas como las normales. Podía sentir todo, salvo estar viva por ser real. Minkowski dice que una de sus pacientes solía prender fuego a sus ropas por razones semejantes. La fría persona esquizoide puede buscar emociones fuertes, sentir afición por los sobresaltos violentos, ponerse en situaciones de grave peligro a fin de “meter la vida en sí mismo espantándola”, como dijo un paciente. Hölderlin2 escribió: “Oh tú, hija del éter, llega hasta mí desde los jardines de tu padre y si no me puedes prometer felicidad mortal, entonces espanta, oh espanta a mi corazón con alguna otra cosa”. Sin embargo, estos intentos no pueden conducir a nada. Como dijo James, casi con las mismas palabras que el suplicante de Kafka: “la realidad se aleja de mí. Todo lo que toco, todo lo que pienso, todo aquel con quien me encuentro se torna irreal tan pronto como me acerco…”

En la pérdida progresiva de la presencia real del otro, y por tanto en la pérdida del sentido del yo–y–tú–juntos, del nos–otros, las mujeres pueden volverse más remotas y amenazadoras que los hombres. La última esperanza de un punto de ruptura a través de lo que Binswanger (1948) llama modo dual de no–ser–en–el–mundo puede estribar en una vinculación homosexual, o el último lazo amoroso puede ligarlo con el otro en cuanto niño o animal. Boss (1949) describe el papel que una forma de amor homosexual desempeñó en un hombre cuyo yo y cuyo mundo se estaban encogiendo y estrechando en su aislamiento:

Este ser humano, en el que inclusive los músculos del “pericráneo y corazón” se contraen, es cada vez menos capaz de “alcanzar” la ampliación y ahondamiento de plenitud existencial de una unión amorosa varón-hembra. Ya no puede alcanzar la “bienaventuranza celestial”, la “pasión e iluminación” que el amor por su prima habían significado en otro tiempo para él. El primer paso en el proceso de creciente esterilidad de su existencia fue que la mujer perdió su diafanidad amorosa, al convertirse en un polo de existencia completamente diferente, remoto y “extraño”; se volvió “pálida”, se convirtió en un “espejismo”, luego representó “alimento indigerible” y, por último, quedó totalmente fuera del marco de su mundo. Cuando su progresiva esquizofrenia “agotó su masculinidad”, cuando la mayoría de sus propios sentimientos varoniles “se habían escurrido”, repentinamente y por primera vez en su vida se sintió empujado a “abrirse” a una determinada forma de amor homosexual. Describió muy vívidamente cómo en este amor homosexual logró experimentar por lo menos la mitad de la plenitud de la existencia. No tuvo que “esforzarse” mucho para alcanzar esta semiplenitud, había poco peligro de “perderse a sí mismo” y de “escurrirse” hacia lo ilimitado en esta limitada extensión y profundidad. Por el contrario, el amor homosexual podía “volver a llenar” su existencia y convertirlo en un “hombre entero”.

Boss afirma, a mi juicio con razón, que “esta observación arroja nueva luz sobre la importante afirmación de Freud de que en todos los paranoicos se encuentran normalmente tendencias homosexuales. Freud creyó que esta homosexualidad era la causa de la aparición en ellos de ideas de persecución. Sin embargo, nosotros vemos en ambos fenómenos, en esta clase de homosexualidad y en las ideas de persecución, solamente dos formas paralelas de expresión del mismo encogimiento y destrucción esquizofrénicos de la existencia humana, a saber, dos diferentes intentos de recuperar las partes perdidas de la personalidad” [pp. 122-124].

El individuo se halla en un mundo en el que, como una suerte de Midas de pesadilla, todo aquello a lo que se acerca muere. Ahora, llegado a esta etapa, quizá solamente se le ofrecen otras dos posibilidades:

 

1. Puede decidir “ser él mismo” a pesar de todo.

2. Puede tratar de matar a su yo.

 

Estos dos proyectos, si se llevan a cabo, probablemente culminarán en una psicosis manifiesta. Los consideraré por separado.

El individuo cuyo sistema del falso–yo ha permanecido intacto y no se ha visto devastado por los ataques desde el yo, o por la acumulación de fragmentos transitorios de conducta extraña, puede dar la apariencia de completa normalidad. Sin embargo, detrás de esta fachada de salud mental quizá se está llevando a cabo un interior proceso psicótico secreta y silenciosamente.

El ajuste aparentemente normal y con éxito, así como la adaptación del individuo al vivir común y corriente pasa a ser concebido por su “verdadero yo” como una simulación cada vez más vergonzosa o ridícula. Pari passu su “yo”, en sus propias relaciones imaginadas, se ha tornado cada vez más volatilizado, liberado de las contingencias y necesidades que lo estorban en cuanto objeto entre otros en el mundo, donde sabe que estará comprometido a ser de este tiempo y de este lugar, estará sujeto a la vida y a la muerte e incrustado en esta carne y en estos huesos. Si el “yo” volatilizado de esta manera en la fantasía concibe ahora el deseo de escapar de su “cierre”, de poner fin a la simulación, de ser sincero, de revelar y declarar y ser conocido sin equívoco ni ambigüedad, entonces se puede atestiguar el comienzo de una aguda psicosis.

Tal persona, aunque cuerda en lo exterior, se ha vuelto progresivamente enajenada por dentro. Al examen superficial los casos de esta clase pueden ofrecer un problema por demás desconcertante, puesto que al revisar la historia “objetiva” quizá no encuentre uno tensiones precipitadoras comprensibles o, incluso retrospectivamente, ninguna indicación obvia de que era inminente tal repentina y abrupta forma de acontecimientos. Solamente cuando se puede recoger, con base en lo que el propio individuo dice, la historia de su yo y no lo que es comúnmente una historia psiquiátrica en estas circunstancias, la historia del sistema del falso–yo, se hace explicable su psicosis.

Los relatos que siguen son dos informes muy comunes y corrientes del comienzo de una psicosis como caída “del cielo sereno”, y son de una clase con la que cualquier psiquiatra está familiarizado, dados desde “fuera”. Desde este punto de vista, deben seguir siendo muy desconcertantes.

Los padres y los amigos de un joven de 22 años lo consideraban totalmente “normal”. Mientras pasaba unas vacaciones en la playa se metió en el mar en una barca. Lo recogieron horas más tarde, pues se había alejado de la costa a la deriva. Hizo resistencia a sus rescatadores, diciendo que había perdido a Dios y que se había lanzado al mar para buscarlo. Este incidente señaló el comienzo de una psicosis manifiesta que requirió su hospitalización durante muchos meses.

Un hombre de cincuenta y tantos años de edad que nunca antes había padecido ningún trastorno “nervioso”, o por lo menos ninguno que su esposa supiera, a la que le había parecido hasta el comienzo agudo de la psicosis que era “el mismo de siempre”, fue con su esposa y sus niños a pasar un día de campo a orillas de un río en una cálida tarde de verano. Después de comer, se desnudó por completo, aunque estaban a la vista otros excursionistas y se metió en el agua. Esto, quizá, era simplemente desacostumbrado. Una vez que se hallaba metido en el río hasta la cintura, comenzó a echarse agua encima. Luego se negó a salir diciendo que se estaba bautizando por sus pecados, que consistían en que nunca había amado a su esposa ni a sus hijos, y que no saldría del agua hasta que no estuviese limpio. Tuvo que ser sacado del río por la policía y se le internó en un hospital para enfermos mentales.

En estos dos casos, y en los que he descrito en otra parte, la cordura, es decir, la apariencia exterior “normal”, la manera de vestir, la conducta motora y verbal (todo lo observable), eran mantenidos por un sistema del falso–yo, en tanto que el “yo” se iba entregando cada vez más, no a un mundo propio, sino a un mundo según era visto por el yo.

Es como si una manzana sana en lo exterior estuviese podrida totalmente por debajo de la cáscara.

Estoy completamente convencido de que buen número de “curas” de psicóticos consisten en el hecho de que el paciente ha decidido, por una u otra razón, jugar de nuevo a estar cuerdo.

No es excepcional que pacientes despersonalizados, sean o no esquizofrénicos, hablen de haber dado muerte a sus yos y, también de haber perdido sus yos o de que se los robaron.

A tales afirmaciones se las llama a menudo alucinaciones, pero si bien son alucinaciones son también engaños que contienen una verdad existencial. Deben entenderse como afirmaciones que son literalmente verdaderas dentro del marco de referencia del individuo que las hace. El esquizofrénico que dice que se ha suicidado sabe con perfecta claridad que no se ha cortado la garganta ni se ha arrojado al agua, y quizá espere que la persona a la que se está dirigiendo entienda esto con igual claridad, pues de otra manera le parecerá que es tonta. De hecho, hace muchas declaraciones de esta clase, que pueden estar expresamente destinadas a servir de cebo para aquellos a quienes considera idiotas y a todo el rebaño de los que no comprenden nada. Para tal paciente probablemente sería un sinsentido total el tratar de matar a su yo cortándose la garganta, puesto que su yo y su garganta, a su juicio, quizá guarden solamente una tenue y remota relación entre sí, lo suficientemente remota como para que lo que le ocurra a uno tenga muy poco que ver con el otro. Es decir, su yo está virtualmente no–encarnado. Quizá conciba su yo como inmortal o como si estuviese hecho de una sustancia no–corporal casi indestructible. Puede llamarla “sustancia vital” o “su alma”, o incluso puede darle un nombre particular y sentir que se le puede robar. Ésta fue una de las ideas capitales de la famosa psicosis de Schreber (1955).

Podemos iniciar el estudio de este material psicótico un tanto difícil comparando el miedo a la pérdida del “yo” con una angustia neurótica más conocida que puede hallarse detrás de una queja de impotencia. En un caso de impotencia, podemos descubrir la siguiente fantasía latente. El individuo teme perder sus funciones genitales, de manera que preserva su uso (evita la castración), simulando estar castrado. Aleja la amenaza de castración pretendiendo para sí mismo que está castrado, y actuando como si lo estuviese. El psicótico ha empleado una defensa conforme a los mismos principios, pero la lleva a cabo, no respecto de las funciones del pene, sino respecto del yo. Es la última y la más paradójicamente absurda defensa posible, más allá de la cual ya no pueden llegar las defensas mágicas. Y es, en una u otra de sus formas, la defensa básica, por lo que yo he podido ver, en toda forma de psicosis. Puede expresarse en su forma más general de la manera siguiente: la denegación de ser como una manera de preservar el ser. El esquizofrénico siente que ha matado a su “yo” y al parecer lo ha hecho con objeto de evitar ser matado. Está muerto para poder seguir estando vivo.

Toda una variedad de factores pueden concurrir para incitar al individuo, de una o de otra manera, a deshacerse de su yo. Aun los esfuerzos del yo para tornarse separable y no identificado con el cuerpo y prácticamente todo pensamiento, sentimiento, acción o percepción, no han logrado liberarlo, a la larga, de estar sujeto a la angustia; se ha quedado sin ninguna de las posibles ventajas del desapego, y está sujeto a toda la angustia que originariamente trató de eludir.

Los dos casos siguientes demuestran la tremenda zozobra de un individuo enfrentado a tales problemas.

Conocí a Rose cuando tenía 23 años de edad. Cuando la vi me dijo que tenía miedo de volverse loca, y de hecho ya lo estaba. Decía que estaban volviendo a ella horribles recuerdos que no podía olvidar por más que se esforzara, pero ahora había encontrado el medio. Ahora, decía, estaba tratando de olvidar esos recuerdos esforzándose por olvidarse de sí misma. Trataba de lograrlo mirando incesantemente a otras personas y, por tanto, no percatándose nunca de sí misma. Al principio sintió como aliviada que estaba cayendo y cayendo y que no quería luchar. Pero algo en ella luchaba contra esto. Se sentía deprimida y siguió tratando de hacer cosas, pero esto suponía un esfuerzo cada vez mayor, hasta que cada pensamiento o movimiento tuvieron que ser iniciados mediante un deliberado acto de voluntad. Pero, entonces, comenzó a sentir que ya no tenía fuerza de voluntad, que la había consumido toda. Además, le asustaba hacer algo por cuenta propia o hacerse responsable personalmente de lo que hiciese. Al mismo tiempo, decía que la angustiaba el sentimiento de que ya no podía conducir su propia vida. “Mi propio ser no está en mis manos, sino en las de todos los demás.” Ya no tenía vida propia, simplemente existía. No había en su vida meta, propósito, sentido. Según dijo, sentía que “ella” recientemente “se había venido abajo” y que deseaba salir de “ello” ahora, antes de que fuese demasiado tarde y, sin embargo, pensaba que las cosas habían llegado demasiado lejos y que ya “no podía agarrarse a sí misma” durante más tiempo y que “ello” se le estaba “resbalando”. Si pudiese querer a la gente se sentiría mejor. Unos días más tarde, se expresó de sí misma de la siguiente manera: “estos pensamientos avanzan y avanzan, estoy pasando del límite. Mi yo real está abajo, solía estar en mi garganta, pero ahora está mucho más abajo. Me estoy perdiendo a mí misma. Está yendo cada vez más hondo, más hondo. Quiero decirle cosas, pero estoy asustada. Tengo la cabeza llena de pensamientos, miedos, odios, celos. Mi cabeza no puede asirlos; no puedo agarrarme a ellos. Estoy detrás del puente de mi nariz; quiero decir, mi conciencia está allí. Me están partiendo la cabeza, oh, eso es esquizofrénico, verdad. No sé si tengo o no estos pensamientos. Creo que simplemente los inventé la vez pasada para lograr que me dieran tratamiento. Oh, si pudiese querer y amar de nuevo en vez de este odio. Quiero querer a la gente, sin embargo, quiero odiarla. Simplemente, me estoy matando a mí misma también”.

Durante varias semanas siguió hablando de esta manera. La impresión de que se estaba matando a sí misma se tradujo en la convicción de que se había matado “a sí misma”. Sostenía casi de manera constante que se había matado realmente a sí misma, o a veces decía que se había perdido a sí misma. En las ocasiones en que no sentía que se hallaba totalmente “perdida”, o “muerta” se sentía “extraña” a sí misma y tanto ella como las demás cosas ya no parecían ser lo mismo. Se daba dolorosamente cuenta de la pérdida de la capacidad de experimentar cosas de una manera real, y de la capacidad de pensar pensamientos que fuesen reales. Se daba cuenta con igual intensidad de que otras personas poseían esta capacidad, y describió varias técnicas que, intencional o inintencionalmente, practicaba ahora para “recapturar la realidad”. Por ejemplo, si alguien le decía a ella algo que clasificaba de “real”, se decía a sí misma, “pensaré eso”, y se ponía a repetir la palabra o la frase una y otra vez a sí misma, con la esperanza de que se le pegara algo de la realidad de la expresión. Sentía que los doctores eran reales, de modo que se esforzaba por guardar constantemente en la cabeza el nombre de un doctor. Trataba de producir efectos en otras personas, por ejemplo, les decía algo que esperaba que los molestara. Descubrió que esto era muy fácil de hacer, pues se sentía muy indiferente a los sentimientos que pudiesen tener. Entonces, si al mirar a la otra persona descubría signos de molestia, se decía a sí misma que debía ser real, puesto que podía producir un efecto real en otra persona real. Tan pronto como alguien “se le venía a la mente”, entonces se decía a sí misma que era esa persona. Sentía ahora que mientras pudiese querer a una persona podía ser como esa persona. Caminaba detrás de la gente, imitaba su andar, copiaba sus frases y parodiaba sus gestos. En una forma que frecuentemente era exasperante para los otros estaba de acuerdo con absolutamente todo lo que se decía. Durante este tiempo, sin embargo, no se cansaba de repetir que se estaba alejando cada vez más de su yo real. Quería ser capaz de “llegar hasta” otras personas y permitir que otras personas llegaran hasta ella, pero esto se estaba haciendo cada vez menos posible. Cuando comenzó a sentirse más desesperada empezó también a sentir menos miedo, pero, no obstante, la acosaba un temor persistente. Comenzó a ser incapaz de saber para qué eran las cosas. Veía a la gente hacer cosas, pero decía que “no podía comprenderlas. Es un sentimiento vacío”. Estaba convencida de que todo el mundo era más listo que ella. Todos hacían cosas inteligentes, pero no podía entender qué es lo que querían llevar a cabo sus más sencillas acciones. No tenía futuro. El tiempo había dejado de correr. No podía mirar hacia adelante y todos sus recuerdos eran cosas densas y sólidas, que se empujaban en su cabeza. Es claro que estaba perdiendo todo sentido de la diferenciación de los acontecimientos en el tiempo como pasado, presente o futuro, o como tiempo “vivido”, en el sentido en que lo entiende Minkowski.

Es un hecho pleno de significado que cuanto más sentía que no podía llegar hasta otras personas, que otras personas no podían llegar hasta ella, tanto más sentía que estaba en un mundo propio —“no pueden entrar y yo no puedo salir”— y tanto más su mundo privado y cerrado se vio invadido por peligros exteriores psicóticos, es decir, se volvió tanto más “público”, en un sentido. Se tornó cada vez más desconfiada de otras personas y comenzó a esconder cosas en su armario; tenía la noción de que alguna persona le estaba robando cosas. Frecuentemente pasaba revista a su bolsa y a sus pertenencias personales para asegurarse de que no le habían robado nada. Esta paradoja de estar cada vez más retirada, apartada y, al mismo tiempo, ser más vulnerable encontró su más clara expresión en la declaración de que se estaba matando a sí misma, por una parte, y su miedo de que su “yo” pudiese perderse, o serle robado, por la otra. Tenía solamente los pensamientos de otras personas y sólo podía pensar lo que otras personas habían dicho.

Comenzó a hablar de que era dos personas. “Hay dos yos.” “Ella es yo, y yo soy ella, constantemente.” Oía una voz que le decía que asesinara a su madre, y sabía que esta voz pertenecía a “uno de mis yos”. “De aquí para arriba (señalándose las sienes) todo es algodón. No tengo pensamientos propios; estoy horriblemente confundida, yo, yo, yo, constantemente, yo y yo, yo y yo misma, cuando digo yo misma sé que algo está mal, que algo me está ocurriendo, no sé qué.”

Así, a pesar del miedo a perder su yo, todos sus esfuerzos para “recapturar la realidad” estribaban en no ser ella misma, siguió empleando los intentos de escapar de su yo como defensas básicas; de hecho, se intensificaron.

El individuo es llevado a “matarse a sí mismo” no solamente empujado por la angustia, sino por su sentimiento de culpa, que en tales personas es de índole particularmente radical y aplastante y no parece dejarle al individuo un margen de acción.

Hemos visto ya cómo bajo tal presión del sentimiento de culpa, Peter fue llevado a no ser nada, a no ser nadie. Tenemos otro caso de una paciente que iba por un camino un tanto semejante y que al parecer pudo detenerse felizmente, o, sería más correcto decir, se detuvo ella misma antes de llevarse a sí misma a un estado psicótico del que le hubiese sido muy difícil regresar.

Marie, de 20 años de edad, había estudiado durante un año en un colegio sin pasar ninguno de sus exámenes. Llegaba a un examen varios días antes o bien varios días después. Si acaso llegaba a tiempo, o mientras el examen se estaba efectuando todavía, era poco más o menos por accidente, y no se molestaba en responder las preguntas. En su segundo año, dejó de asistir a clases por completo, y pareció no hacer nada en absoluto. Fue extraordinariamente difícil descubrir algunos hechos concretos de la vida de esta muchacha. Vino a verme por indicación de otra persona. Le fijé un horario regular para que me viese dos veces por semana. Nunca fue posible predecir cuándo habría de llegar. Decir que era impuntual era callar parte de la verdad. El tiempo definitivo de la entrevista era un punto en el tiempo que servía sólo vagamente para orientarla. Se presentaba un sábado por la mañana para una entrevista fijada para un martes por la tarde, o me telefoneaba a las cinco de la tarde para decirme que acababa de despertarse y que no podía asistir a la entrevista de las cuatro, pero que tal vez pudiese acudir a la cita una hora más tarde. Faltó a cinco consultas sucesivas sin avisarme, y llegó puntualmente para la sexta sin hacer ningún comentario y continuó exactamente en el punto en que se había interrumpido antes de esta última entrevista.

Era una criatura pálida, delgada, descolorida, de pelo lacio y descuidado. Vestía de manera indefinida y rara. Era extraordinariamente evasiva y reservada acerca de sí misma. Por lo que yo pude saber, ni una sola persona de las muchas con las que había estado en pasajero contacto sabían qué clase de vida hacía. Su hogar estaba fuera de Londres, pero desde su ingreso en el colegio había buscado alojamiento en la ciudad y había cambiado frecuentemente de dirección. Sus padres nunca sabían dónde vivía; los visitaba de pronto, sin previo aviso y pasaba el día con ellos como si fuese una simple conocida de la familia. Era hija única. Caminaba rápida y silenciosamente, casi de puntillas. Su habla era suave y clara, pero indiferente, perdida, apagada y pomposa sin ninguna animación. Prefería no hablar de sí misma, sino de tópicos, como de política y de economía. Me trataba con aparente indiferencia. Por lo común me daba a entender que no me consideraba más que como uno más de sus numerosos conocidos casuales, al que visitaba para charlar un rato. Sin embargo, en una ocasión me dijo que yo era una persona fascinadora, pero que mi naturaleza era depravada y sucia. Nunca dejó traslucir ningún deseo o esperanza de obtener algo de mí, y nunca fue completamente claro qué era lo que sentía que sacaba de mí. Como sentía que era tan indiferente hacia mí, no podía ella entender por qué viajaba distancias tan considerables para verme.

Se podría haber pensado que el caso de esta muchacha, según todas las apariencias, era bastante desesperado, pues presentaba inequívocamente todo el cuadro clínico psiquiátrico de la demencia precoz o esquizofrenia simple.

Sin embargo, un día llegó puntual y notablemente transformada. Por primera vez desde que la conocía, iba vestida por lo menos con cuidado común, y sin esa perturbadora y extraña apariencia en el vestir y en los modales que es tan característica de esta clase de personas, pero tan difícil de definir. Sin ninguna duda, sus movimientos y su expresión tenían vida. Comenzó la entrevista diciéndome que se daba cuenta de que se había estado apartando de toda relación real con las demás personas, que sentía miedo por la forma en que había estado viviendo, pero aparte de eso, sabía en su fuero íntimo que esa no era la manera correcta de vivir. Evidentemente, había ocurrido algo muy decisivo. Según ella, y no tengo por qué dudarlo, todo su cambio lo había provocado una película. Durante todos los días de la semana había ido a ver la película titulada La Strada. Es una película italiana acerca de un hombre y una muchacha. El hombre es un atleta de circo vagabundo, que va de pueblo en pueblo realizando su proeza, que consiste en romper, dilatando el pecho, una cadena atada alrededor del torso. Adquiere a una muchacha, comprándola a sus padres, para que actúe como su ayudante. Es fuerte, cruel, sucio y perverso. Trata a la muchacha como si no fuese nada. Cuando quiere, la viola, le pega, la abandona. No parece tener conciencia, ni remordimientos: no la reconoce en cuanto persona, no le muestra la menor gratitud cuando trata de agradarlo, o cuando le es leal. Le da a entender con claridad que no hay nada de lo que ella pueda hacer por él que alguna otra no pudiera hacer mejor. La muchacha no sabe para qué sirve su vida, puesto que se ha entregado a este hombre y para él no vale nada y es inútil. Aunque en su tristeza y desolación no hay una amargura persistente, sin embargo siente con desesperación que no tiene la menor importancia. Traba amistad con el bailarín de la cuerda floja de un circo. Le confiesa a él, quejándose, su sentimiento de insignificancia. Sin embargo, cuando este cirquero le pide que se vaya con él, ella se niega, diciendo que si lo hace el hombre ya no tendrá a nadie que mire por él. El cirquero recoge un guijarro y le dice que no puede creer que ella sea absolutamente inútil porque, por lo menos, debe valer lo mismo que el guijarro, y el guijarro existe. Además, le dice que debe ser también de alguna utilidad aunque ella no lo sepa, puesto que sabe que ella es la única persona a la que este hombre no aparta de sí. Gran parte del encanto de la película proviene de esta muchacha. Carece totalmente de malicia o de doblez. Cada matiz de sentimiento se manifiesta simple e inmediatamente en cada una de sus acciones. Cuando el forzudo mata al cirquero ante sus ojos y huye de la justicia en vez de confesar su crimen, ella cae en un mutismo del que sólo sale para lloriquear “el tonto está enfermo”. No hace nada, ni come nada. Cuando el atleta cree que la muchacha no se va a recuperar de su postración la deja dormida junto a un camino cubierto de nieve y la abandona a su suerte.

La paciente se identifica con la muchacha y, al mismo tiempo, se veía en contraste con esta muchacha. El atleta con su maldad, su indiferencia y su crueldad encarnaba a la imagen fantástica de su padre y, en cierta medida, a la idea igualmente fantástica que se había hecho de mí. Pero lo que la impresionó más fue que la muchacha, a pesar de toda su desdicha y su desvalimiento, no se separó de la vida por más terrible que fuese. Nunca se convirtió en agente de su propia destrucción. Ni tampoco trató de deformar su simplicidad. Esta muchacha no era específicamente religiosa; al igual que Marie, no parece haber tenido fe en un ser al que pudiese llamar Dios; sin embargo, aunque su fe no tenía nombre, su manera de vivir era, en cierta manera, más una afirmación que una negación de la vida. Marie vio todo esto en horrorizado contraste con su propia manera de vivir su vida. Pues sintió que se había estado privando a sí misma del frescor y de la misericordia de la creación. Aun la muchacha de la película podía reírse de los payasos del circo, emocionarse al ver bailar la cuerda floja, encontrar confortación en una canción y no valer menos que un guijarro.

Desde el punto de vista “objetivo”, psiquiátrico, clínico, uno diría que se había observado una detención en el proceso de descomposición esquizofrénica progresiva sobre una base orgánica. Desde el punto de vista existencial, uno diría que había dejado de tratar de matarse a sí misma. Vio que su vida se había convertido en un intento sistemático de destruir su propia identidad y de convertirse en nadie. Esquivaba todo aquello por lo cual pudiese ser específicamente definida como una persona real entregada a tareas específicas con otras personas. Había tratado de actuar de manera que sus acciones no tuviesen ningunas consecuencias reales y, por lo mismo, mal podían ser acciones reales. En vez de usar la acción, como lo hacemos normalmente, para alcanzar fines reales y, de tal manera volvernos cada vez más definidos en y a través de nuestras acciones como las personas específicas que somos, intentó reducirse a sí misma hasta un punto en el que habría de desvanecerse, no haciendo nunca nada específico, simulando no estar nunca en un lugar o en un espacio particulares, no haciéndole compañía a nadie en particular, no haciendo nada en particular. Se hallaba siempre, como todos estamos, en un lugar y en un tiempo particulares, pero trataba de evitar todo lo implícito en esto manteniéndose siempre abstraída, estando siempre “en algún otro lugar, por así decirlo”. Actuaba como si fuese posible “no ponerse a sí misma” en sus acciones. El esfuerzo por disociarse de sus acciones abarcaba todo lo que hacía, el trabajo que parecía estar realizando, las amistades que parecía tener, así como todos sus gestos y expresiones. Con estos medios se esforzaba por convertirse en nadie. Por tanto, su posición era muy semejante a la de Peter. Ambos pacientes habían llegado a estar cada vez más convencidos que era una mera simulación de su parte pretender que eran algo y que el único curso de acción honrado que podían tomar era el de convertirse en nadie, puesto que eso era todo lo que, a su juicio, ellos eran “realmente”. Lo que este proceso de auto-aniquilación ofrecía al clínico observador no era más que el proceso demente de la esquizofrenia simple.

Como en los casos de Peter y de Marie, los pacientes que llegan a la etapa que estoy describiendo ahora no experimentan culpa tanto respecto de pensamientos o de acciones específicos que han tenido o que han realizado. Si tienen culpa a estos respectos, está remplazada por un sentimiento de maldad o de carencia de valor, de alcance mucho más amplio, que ataca a su mismísimo derecho a ser en cualquier respecto. El individuo siente culpa por atreverse a ser, y doble culpa por no ser, por estar demasiado aterrado de ser y por tratar de matarse a sí mismo, ya que no biológicamente, sí existencialmente. Su culpa es el factor apremiante que les impide la participación activa en la vida, y que les obliga a mantener al “yo” en aislamiento, es también el factor que los obliga a nuevas retiradas hacia sí mismos. Por consiguiente, la culpa se halla vinculada a esta maniobra, incitada originalmente por la culpa.

James, por ejemplo, tuvo el siguiente sueño:

“Dos átomos viajaban en una dirección paralela y luego torcieron la dirección de su camino hacia atrás hasta llegar a descansar casi contiguamente”. Indicó sus trayectorias con las manos. Despertó del sueño abruptamente, lleno de pánico y con el horrible sentimiento de algo nefasto.

Su interpretación de este sueño es que los dos átomos eran él mismo: en vez de proseguir por su “trayectoria natural”, “giraron sobre sí mismos”. Al hacerlo, “violaron el orden natural de las cosas”. Otras asociaciones de este sueño revelaron que James se sentía profundamente culpable por su propia relación “vuelta hacia atrás” consigo mismo, puesto que era:

 

1. Una forma de onanismo, es decir, de desperdicio de sus poderes de creatividad y productividad.

2. Un apartarse de relaciones hetero–sexuales, reales, y el establecimiento de una relación entre dos partes de su propio ser, en la que una era masculina y la otra femenina.

3. El apartarse de relaciones con los demás hombres, y el establecer dentro de sí mismo una relación exclusivamente homosexual consigo mismo.

 

Esto arroja luz sobre el difícil problema de que, en estas circunstancias la relación del yo consigo mismo es una relación culpable puesto que, como indicamos anteriormente, recoge en sí mismo o trata de recoger un modo de relación que en “el orden natural de las cosas” puede existir solamente entre dos personas y no puede ser vivida en la realidad por el yo exclusivamente.

La división del yo (los “dos yos” de Rose, el estado representado por los dos átomos de James) constituye la base de una clase de alucinación. Uno de los fragmentos del yo parece conservar generalmente el sentido de “yo”. El otro “yo” puede entonces ser llamado “su”. Pero este “su” es todavía “yo”. Rose decía “ella es yo y yo soy ella durante todo el tiempo”. Una esquizofrénica me dijo: “ella es un Yo que busca a un yo”. El yo en estados esquizofrénicos crónicos parece fragmentarse en varios focos, cada uno de los cuales tiene un determinado sentido–de–yo, y cada uno de los cuales experimenta a los otros fragmentos como si fuesen parcialmente un no-yo. Un “pensamiento” perteneciente al “otro yo” tiende a poseer algo de la cualidad de una percepción, puesto que no es recibido por el yo experimentador, ni como producto de su imaginación ni como perteneciente a él. Es decir, el otro yo es la base de una alucinación. Una alucinación es una como-si percepción de un fragmento del “otro” yo desintegrado por un vestigio (yo–foco) que conserva un sentido–de–yo residual; esto es más manifiesto en pacientes declaradamente psicóticos. Además, la relación yo–yo proporciona el campo interno para violentos ataques entre belicosos fantasmas internos, experimentados como si tuviesen una suerte de concreción fantasmal (véase el siguiente capítulo). De hecho, son tales ataques de esos fantasmas internos los que empujan al individuo a decir que ha sido asesinado, o que “él” ha asesinado a su “yo”. En última instancia, sin embargo, aun hablando en “esquizofrénico”, es de hecho imposible asesinar al “yo” fantasma interior, aunque sí es posible cortarse el cuello. Un fantasma no puede ser matado. Lo que puede ocurrir es que el lugar y la función del “yo” fantasma interior sean casi completamente “usurpados” por agentes arquetípicos que parecen dominar completamente todos los aspectos del ser del individuo. La tarea terapéutica consiste, entonces, en hacer contacto con el “yo” original del individuo el cual, o quien, debemos creer que es todavía una posibilidad, si no es que una realidad, y puede todavía traerse de nuevo a una vida factible. Pero ésta es una cuestión que podemos tratar y explicar sólo después de haber estudiado con amplitud procesos y fenómenos psicóticos, y esto es lo que ahora me propongo hacer.