Como he tratado de demostrar en Fantasmas377, las sirenas han sido objeto de todas las manipulaciones y todas las interpretaciones. Kafka, Adorno, Blanchot, Foucault han tratado de descifrar la (im)potencia de su canto. Constituyen, a todas luces (pero también en la línea de sombra), un problema central en la definición del esteticismo, la autonomía y, por supuesto, la imaginación in-operante en las estéticas del siglo XX. Las sirenas son no solo monstruos: son el prototipo de funcionamiento de los fantasmas de la literatura, de la música y de la pintura.
Vladimir Jankélevitch nos recuerda que, para Platón, “el Estado debe reglamentar, en el marco de una sana ortopedia, el uso de la influencia musical”378: el canto de Orfeo (en oposición a la voz sirenaica). Enemigas de las musas, previas y hostiles al panteón Olímpico y derrotadas por el cantante olímpico, las sirenas tienen el único objetivo de desviar y retardar el encuentro de Odiseo con su propia historia (que es, como se sabe, lo único que promete su canto, el canto mismo) y, así, “hacen descarrillar la dialéctica del recto itinerario que conduce nuestro espíritu”. El lírico, por su parte, “no doma a los monstruos cimerianos con el látigo: los persuade con la lira”.
Orfeo rinde a los leones, silencia a los gorriones, unge el toro al carro de trabajo y a la pantera a la carroza familiar, es esa marea civilizatoria a cuya margen las sirenas fueron desterradas (o decidieron colocarse, quién podría saberlo…). Ellas están en un más allá (desde, y al cual, convocan al viajero) de la humanidad que con su gracia construye Orfeo, a quien Platón, precisamente por eso, opuso al canto sirenaico, asimilándolo “a los ensalmos inconfesables y los recitativos embaucadores de la musa melíflua (demasiado suave y lisonjera para ser verídica y que, por ello, es más sirena que musa)”. Lo que Platón propone es una vigilancia estatal que pueda sostener “el veto contra la ‘musa cariana’, la de los llantos y sollozos afeminados”379.
Es lógico, como Kafka suponía, que las sirenas quedaran estupefactas al enterarse de un semejante rebajamiento de su potencia y que callaran. Por fortuna no callaron para siempre y cada tanto dejaron oír su voz sirenaica para recordarnos que no debemos dejar de preguntarnos qué fue lo que hizo que en-callaran.
Pienso, por ejemplo, en esas figuras que “lloraban con el buen tiempo y cantaban en la tempestad”380 según fueron presentadas por ciertos tratadistas italianos381.
En su Trattato dell’ Imprese de 1592, Giulio Cesare Capaccio (1552-1634) reproduce una sirena en el primero de los libros que contiene. En contra del lugar común impuesto desde el siglo X (la sirena de una, dos o tres colas ictícolas), la pictio de Capaccio muestra a una sirena pedes gallinaceos habente, con robustas piernas de gallina, delante de un monte en llamas y exprimiendo sus senos hinchados sobre una lira da braccio. Se trata de un bautismo lácteo (tal como lo denomina Emanuel Winternitz382) idéntico al que, en un cuadro de autor anónimo flamenco del XVI, Alegoría musical, recibe un joven ejecutante de una viola de cinco cuerdas383. La pictio va acompañada de la siguiente suscriptio: “una Sirena in mezzo a Vesevo acceso fa stillar latte dalle mamme” y el motto “Dum Vesubii siren incendia mulcet” (“Mientras la sirena apaga el fuego del Vesubio”).
Podríamos aceptar que la sirena esté en medio del cráter del Vesubio, e incluso que de él ha salido (porque se trata, como sabemos, de una figura tectónica), pero en modo alguno resulta convincente la hipótesis bombera, y mucho menos comprensible, que el comentarista de la imagen haya obviado la lira de braccio, sobre todo teniendo en cuenta que la época, equivocadamente, la consideraba un instrumento clásico (la lira de Orfeo o de Apolo, los armoniosos384 secuaces de las musas).
Más bien pareciera que las sirenas, bien lejos de querer apagar el Vesubio, lo que pretenden es burlarse del instrumento órfico y, a través de él, de la manía civilizatoria de su dueño (sea este Orfeo o Apolo, el Musageta). Contra la cultura (contra el veto estatal a su potencia de seducción y a la sola promesa de su propio canto), la voz sirenaica viene a decirnos quién es el responsable de que en-calle.
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El 9 de marzo de 1930 se estrenaba en Leipzig Aufstieg und Fall der Stadt Mahagonny, la “anti-ópera” de Bertolt Brecht y Kurt Weill que constituye una pieza decisiva en la definición del teatro épico, ese dispositivo político-pedagógico que hacía del espectáculo teatral un engranaje de una compleja dialéctica cuyo objetivo último era la producción de una conciencia (nueva) en la cual, como sabemos, no habría lugar para ninguna forma de complicidad para con lo imaginario y sus señuelos385.
Pocos años después, en otras latitudes y como respuesta a problemas en parte diferentes a los de la República de Weimar, comenzaba a instrumentarse el Federal Theatre Project, una de las herramientas que Roosevelt utilizó para dar forma al New Deal que, a través de la Works Progress Administration, habría de transformar a los Estados Unidos en un país muy diferente del que hasta entonces había sido. Junto con el Proyecto Federal de Arte (en el que se formaron artistas como Jackson Pollock y Mark Rothko), el Proyecto Federal de Escritores (cuyo legado más importante tal vez sea el archivo de narrativas de los esclavos) y el Proyecto Federal de Música (que llegó a emplear a dieciséis mil músicos en la formación de orquestas que dieron más de cinco mil conciertos), el Proyecto Federal de Teatro, dirigido por Hallie Flanagan, integraba el Federal Project Number One. Directora teatral y educadora, Flanagan confiaba en la potencia del teatro para formar nuevas audiencias y, al mismo tiempo, servir como fuerza de transformación (una pura potencia sin fin)386. Hay un tercer proyecto político-pedagógico organizado alrededor del teatro que quisiera contrastar con esos dos: el de la República Española.
El 2 o 3 de noviembre de 1931, Federico García Lorca celebró con sus amigos la puesta en marcha de una de las grandes aventuras políticas de su vida: la fundación de la compañía de teatro universitario ambulante La Barraca387, con el objetivo, en palabras de Lorca, de “educar al pueblo con el instrumento hecho para el pueblo, que es el teatro y que se le ha hurtado vergonzosamente” (163).
Se trate del teatro épico (un teatro para la revolución), del Proyecto Federal (un teatro para la nación) o del teatro ambulante (un teatro para el pueblo), lo que aparece como una constante en la imaginación de políticos, pedagogos y artistas de la década del treinta es la íntima relación entre el espectáculo teatral y la vindicación de formas de vida, contra las cuales se levantó con voz unánime el fascismo (en España, en Alemania, en los Estados Unidos).
Entre los antecedentes del proyecto celebrado por Lorca hay que mencionar, además de otras experiencias europeas como Les Comédiens Routiers388, a las Misiones Pedagógicas que la República había fundado en el mes de mayo y, en particular, al Teatro del Pueblo, del cual Alejandro Casona fue su director. Entre los años 1930 y 1935, por su parte, la compañía de Margarita Xirgu se hizo cargo del Teatro Español de Madrid, que serviría de plataforma para el éxito teatral de García Lorca y estrenaría en 1934 La sirena varada (es decir, en-callada) del propio Casona, dedicada “a Margarita Xirgu, sirena de mar y tierra”389 y distinguida el año anterior con el Gran Premio Lope de Vega.
Hasta entonces, Alejandro Casona había publicado algunos libros de poemas que suelen leerse en el contexto de las tensiones de la generación del 27 y había desarrollado, sobre todo, una intensa carrera pedagógica en su Asturias natal y otros remotos pueblos de la España pirenaica. Había conocido el teatro en 1913, cuando una representación en Gijón lo sedujo definitivamente390.
A partir de 1933 Casona encontró el dispositivo (o se dejó arrastrar por él) para articular sus preocupaciones pedagógicas y sus ideales estéticos (vagamente superrealistas): “Ahora”, escribe, como si se tratara del campesino de Kafka, “se me abren las puertas del teatro, mi verdadero camino, a las que tanto tiempo estuve llamando inútilmente”391.
Lorca con La Barraca (1932-1936), el expresionista Max Aub con su compañía El Búho (1935-1936), Casona con el Teatro del Pueblo y su propia producción dramática dan el tono de la política cultural de la II República y establecen un principio de articulación entre guerra (civil en curso) y arte o un modo de pensamiento sobre el arte en el teatro de batalla que recupera la confrontación entre Orfeo y las sirenas.
Todavía en septiembre de 1936, Casona presentó el Teatro del Pueblo en un patio de un hospital madrileño ante un público formado mayoritariamente por heridos de guerra, destacando que
Después de cuatro largos años de actuación por más de cuatrocientas aldeas, estos muchachos y muchachas, estudiantes de Madrid, se presentan ante vosotros con el mismo afán de lucha contra la sublevación que vosotros sentís392.
El 22 de agosto de 1937, en un acto de gobierno que era ya más un grito agónico que un aullido sirenaico, Casona fue nombrado vocal del Consejo Central del Teatro, presidido por Antonio Machado y María Teresa León y del que, entre otros, formaba también parte Cipriano Rivas Cherif.
La década del treinta fue, hasta el final, un teatro de operaciones bélicas pero, también, un campo de operaciones teatrales, y solo teniendo en cuenta ese contexto se puede medir el alcance de los proyectos (revolucionario, nacional, republicano) a los que me he referido antes y todos los demás que atraviesan el período.
Como es sabido, Alejandro Casona se exilió en Buenos Aires, donde continuó desarrollando una intensa actividad teatral y, también, cinematográfica. Escribió, entre otros, el guion de la película La pródiga, dirigida por Mario Sófici en 1945 y estelarizada por Eva Duarte393, a quien las sirenas ya le habían soplado su propia historia. En 1946, Rivas Cherif escribió a Casona pidiéndole autorización para representar La dama del alba en el Teatro Cómico de Madrid. Para sorpresa del director, ni el dramaturgo exiliado ni los herederos de Lorca consintieron en la cesión de derechos394.
En carta a Fernández Escobes395, Casona señaló: “me he apresurado a rechazar categóricamente este ofrecimiento, subrayando que impediré por todos los medios a mi alcance la realización de tales proyectos”. El teatro de Casona, así lo dice Fernández Escobes, es parte del patrimonio cultural republicano y, por eso mismo, incompatible con la escena franquista. Repitiendo un motivo lorquiano (la guerra como asalto y el teatro de operaciones como un robo cultural), y un motivo platónico (“este poder de perturbar a los curiosos”396), escribe:
Ellos odian a Casona, tanto como a Lorca (…). Los dos grandes autores dramáticos españoles de nuestro tiempo nos pertenecen; son nuestra gloria, nuestro prestigio. Pero ellos nos los roban, como nos han robado España397.
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De las comedias de Casona se ha señalado, no sin razón, que constituyen un “teatro inofensivo y alegre que se sirve de lo imposible, de lo irracional y poetico”398. Se trata de un teatro pedagógico (en el mismo sentido en el que lo es el teatro épico, aunque sus temas parezcan más módicos) y “en casi ninguna de sus comedias falta un personaje investido de la misión de ser ‘elemento pedagógico’”399. Pero a diferencia de la pedagogía brechtiana, Casona sostiene “la necesidad de enseñar a vivir una vida imaginaria más fructuosa que la vida cotidiana”400.
Nuestra Natacha (1936) es emblemática en ese punto. La obra se desarrolla en el Reformatorio de las Damas Azules al que la protagonista vuelve como su directora, luego de haber pasado tres años de su vida en su espantoso seno401, dispuesta a “cambiar completamente el sistema educativo del que tan tristes recuerdos conserva”402, (particularmente su convivencia con “morbosas sexuales”). En la pieza, Natacha enfrenta a los miembros del patronato que sostiene el Reformatorio, insistiendo ante la Marquesa que defiende una pedagogía y una política contraria a la suya: “yo no sé que una institución pueda organizarse de modo distinto a como está organizada la vida” (I, 453).
La idea, vanguardista por donde se la mire y fundadora de una ética, pretende reunir en un mismo continuo dos unidades aparentemente irreconciliables (la institución y la vida), haciendo de lo viviente una “forma de vida”, es decir, la contraparte imaginaria de un juego de lenguaje.
En el teatro de Casona, la reflexión sobre instituciones, formas de vida y comunidades es una constante obsesiva, desde La sirena varada (1934), texto en el que me detendré más adelante, hasta La casa de los siete balcones (1957) pasando, inevitablemente, por Prohibido suicidarse en primavera (1937), piezas en las que Casona desarrolla conflictos en el seno de “la casa de los sueños”, un espacio de reversibilidad entre los registros de lo real y lo imaginario, el umbral de intelección de todos los fantasmas de la década del treinta.
El gusto contemporáneo encontrará al teatro de Casona excesivamente orientado hacia el momento sintético del proceso dialéctico403 y tal vez demasiado prudente en su enfrentamiento con los procesos de humanización de la época, pero no puede dejar de notarse su sensibilidad hacia todos los motivos que le son contemporáneos: el advenimiento del “hombre nuevo” y el espiritualismo vivificador, desde ya, pero también el autómata, la bestia, el monstruo, la crisis de los universales de la cultura letrada, la comunidad (inconfesable, imposible o ausente) opuesta al Estado, es decir, el pacto sirenaico enfrentado al proyecto civilizatorio órfico-platónico.
En La tercera palabra (1953) se enfrentan la pedagoga y el buen salvaje. Marga (una joven tutora universitaria) le dice a Pablo (muchacho que ha sido educado en el analfabetismo y la misoginia por su padre, ahora muerto):
Mira lo que eres ahora: el más grotesco de los monstruos: mitad salvaje y mitad muñeco. ¡Con todos los instintos brutales de allá arriba y todos los prejuicios estúpidos de aquí abajo! (II, 163).
El más grotesco de los monstruos ha perdido incluso su mitad humana (la de las sirenas o la del minotauro) y es una mera combinación (orteguiana) de automatismo funcional y animalidad. Y después, sobre el hijo que esperan juntos:
Mi hijo será la gran obra de mi vida, con todo lo bueno tuyo y todo lo bueno mío. ¡Pero ni la bestia ni el muñeco! Un hombre con la dimensión exacta del hombre. ¿Lo oyes? Quiero ser, ¡por fin!, la madre de un hombre verdadero…, un hombre completo…, ¡un hombre! (II, 164).
Esa “tercera palabra” que solo se pronuncia al final de la obra no se corresponde ni con el registro de lo real (la muerte) ni con el de lo simbólico (el nombre del padre), las dos palabras únicas que Pablo reconoce, sino con otra que Marga le enseña y que se abre al registro de lo imaginario. Ese hombre por venir tendrá lo mejor de “Él” y lo mejor de “Ella”.
Casona murió en 1965. Seguramente a él, que no se cansó nunca de imaginar casas de optimismo, sanatorios de almas e instituciones de sueño, no le hubiera sorprendido la consigna del 68, “la imaginación al poder”, porque toda sus comedias prefiguraron una revuelta espiritual semejante, probablemente más en una línea ético-anárquica emparentada con las posiciones de Max Stirner que en la anarco-nihilista404 que las sirenas fundan y llega hasta nosotros a través de Walter Benjamin, tensión que se deja leer en La sirena varada (en-callada), cuyo argumento glosaré antes de analizarlo.
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Ricardo, víctima del spleen (“la vida es aburrida y estúpida por falta de imaginación”) se ha retirado “tan lejos de cualquier ciudad” (dice Pedrote, su mucamo405), a “un viejo caserón con vagos recuerdos de castillo y de convento, pero amueblado con un sentido moderno y confortable. En los muros, pinturas a medio hacer, de un arte nuevo que enlaza con los primitivos” (dice el narrador). Entre los tres presentan un escenario que bien podría ser el de Saló o las 120 jornadas de Sodoma de Pasolini.
En esa “grata fantasía en el conjunto”, el protagonista pretende nada menos que “fundar una república (…) de hombres solos donde no exista el sentido común. (…) en cualquier rincón hay media docena de hombres interesantes, con fantasía y sin sentido, que se están pudriendo entre los demás. Pues bien: yo voy a reunirlos en mi casa, libres y disparatados. A inventar una vida nueva, a soñar imposibles. Y todos conmigo, en esta casa: un asilo para huérfanos de sentido común”. Una república, pareciera, completamente antiplatónica, en la cual la música civilizatoria ha cesado y, por lo tanto, en la que no hace falta, por lo tanto, la sana ortopedia del Estado.
A ese falansterio o comunidad de los que no tienen comunidad, “extravagantes, magníficos”, llega Florín, el médico de la familia, con encomienda de la tía Águeda (“Por Dios, don Florín, ese sobrino, ese cordero negro; tráigalo al redil”).
Sorprendido por lo “melífluo” de la decoración, la voz de la ciencia pregunta al mucamo si “no andará por ahí escondida alguna dama”. Pedrote contesta: “Ay, damas… También aquello pasó. Ahora vivimos con un fantasma; y desde hace unos días nos acompaña don Daniel, un pintor que anda siempre con los ojos vendados” (si es el mismo fantasma que durante años atormentó a Gareth Thomas, es imposible saberlo).
Daniel Roca es un artista que, como Duchamp, sostiene un rechazo reiterado (y, como veremos, reduplicado) de la dimensión retiniana, impugnando lo visual como categoría privilegiada de conocimiento: “se ha cansado de ver siempre los mismos colores y se ha vendado los ojos una temporada para olvidarlos y pensar otros nuevos”, dice el dueño de casa y fundador de esa República de revoltosos que se yergue contra las hijas de Mnemósine. El pintor se ha entregado, podríamos glosar, al ennui del canto sirenaico. En el segundo acto sabremos que ese anartista de la mirada en verdad ha quedado ciego a causa de una explosión en una mina de carbón, pero lo que importa, en todo caso, es el programa estético que tiene lugar a partir de ese momento: luego de hojear una revista, “sin quitarse la venda, por supuesto”, comprende que “no merece la pena”: vendando su propia ceguera, el pintor es llevado hasta la impugnación de la cultura.
El “fantasma auténtico”, por su parte, incluido en el contrato de alquiler, es alimentado diariamente con “una escudilla de leche” (tema sirenaico como pocos406). Pronto se revelará como un squatter407 que se queja de los repetidos bautismos lácteos: “estoy a leche desde que ustedes vinieron”, y de la obligación que le impone Ricardo de persistir en su fantasmología, bajo la máscara más estereotipada del esquizo: Napoleón.
No es exactamente un regreso a la infancia lo que Ricardo pretende. En todo caso, no a la suya: “Yo vivía siempre encerrado como en una cárcel, mirando con lágrimas a los niños libres de la calle” (rememora), sino a una dimensión de hiperestesia anárquica que se oponga a los proyectos normalizadores de la cultura. Esa dimensión (ese registro) potencial es, en ese sentido, puro canto sirenaico: la infancia, el arte, las formas de vida, las comunidades, la ética.
El otro republicano al que esperan es Samy, un “clown de circo” a quien Ricardo piensa nombrar presidente de la República y en cuyo lugar, en cambio, entra Sirena por la ventana, exclamando una y otra vez, “con un grito de gozo”, “¡Dick!”. He ahí la palabra clave de la voz sirenaica en la perspectiva de Casona (que coincide, en este punto, con Cesariano y con el Eduardo Kac de los pornogramas: dica pura/pica dura).
Ricardo, que no ha previsto presencia femenina en su República (y tal vez sea esa su condena: asaltado por algo que trepa por una ventana porque no ha podido entrar por la puerta408), trata de desenmascarar a la intrusa: “Las sirenas cantan un cantar que ciega a los pescadores y a los marineros. ¿Lo sabes tú?”, pregunta el que (tal vez) tema por su castración. Sirena acepta que puede llegar a cegar/castrar a Ricardo y por eso, ante su persistencia, canta, con una voz “transfigurada” que sume al dueño de casa en el desasosiego, un pastiche de El cantar de los cantares que Ricardo reconoce en el mismo instante en que sucumbe a la potencia embriagadora de ese canto y la besa.
La serie de sentido está completa: hay una mirada cegadora, hay un ciego, hay un reiterado bautismo lácteo, y está (no podría no haber estado) la sirena.
El médico de la familia pronto comprenderá que se trata de “una sirena educada en un circo” aunque no la “vulgar aventurera que trata de seducirte” que él sospecha409. Sirena es, en efecto, la hija de Samy, quien cuando se emborracha sigue el script de la revolución moderna, entonando versos sueltos de la Marsellesa. El payaso revelará los fragmentos de truculencia que todavía faltan: Sirena, como sus inopinadas alarmas lo hacían prever (“¡No me pegues!”, “No me pegues tú también”) ha sido brutalizada por Pipo410, el dueño del circo y también usada para satisfacer la lujuria de no se sabrá nunca quiénes ni cuántos. El hijo que ella espera, Ricardo comienza a sospecharlo, no es de él, sino “de todos los canallas que hicieron banquete de tu locura! ¡No es mío!, ¿lo oyes? ¡Ni tuyo apenas!”.
A diferencia del hijo de Marga y Pablo, no se trata en este caso de un ser compuesto de dos mitades más o menos ensamblables, sino de un ser directamente sin origen (una vida capturada en el instante de su forma manantial). Sirena o Sulamita o María (los tres nombres recubren la misma existencia) es, a lo largo de la obra, el espejo vacío en el que todos se miran, como el médico advierte, “¿Y si debajo de su ropaje fabuloso no hubiera nada? ¿Si cuando tu amor la busque no encuentras más que el vacío?”, y como el propio Samy dictamina: “Pero no es posible que la quieras. Tú no eres un infame… (Ronco, mirándole a los ojos.) ¿Es que no lo has visto, Ricardo?… Sirena está loca”.
No es, aunque ella así lo crea, por el amor de Ricardo que Sirena irrumpe en la República de hombres solos sino para hacer descarrilar la dialéctica del recto itinerario que conducía esos espíritus entregados a la revuelta. Se trata, en todo caso, de un amor sin destino como sin destino se revela también el proyecto comunitario del joven moderno.
La mujer entra al teatro de operaciones (a la máquina teatral) de Casona como Sirena. Luego es reconocida como Sulamita, y finalmente dicen que es María. A esa progresión se refiere el título: la sirena (la pura potencia de la seducción) termina varada, en-callada (muda), en una figura trivial (la Madre Loca), pese a los esfuerzos de Ricardo para restituirle, arriesgando incluso su propia existencia411, la potencia de anonadamiento de su voz.
Por el lado del médico, que representa al Estado, la advertencia de “suprimir, junto a la tentación, la sensación misma”412, se tiñe de amenaza:
No te auguro nada bueno en esta casa encantada donde hay fantasmas en los baúles, y hombres que viven ciegos para inventar colores, y sirenas que entran de noche por las ventanas. Mucho me temo que hayas arriesgado lo mejor de tu alma en un juego peligroso.
Y:
piensa en aquel tu afán de deshumanizar la vida, y mira a los demás. Lo que para ti era un simple juego de ingenio era para ellos dolor; operabas sobre carne viva. Y no viste la locura de María, ni el hambre miserable de Samy, ni siquiera la tragedia pueril de ese pobre Fantasma que tenía miedo de su propia sombra y se moría de fe por los desvanes.
Varada, en-callada, la Sirena se entrega, hasta su próxima aparición, al silencio. Mientras tanto, como Humbert-Humbert al fantasma de Lolita, podemos advertirle: “Sé fiel a tu Dick”.