Un estudiante de La Plata me escribe alarmado por los resultados de cierta investigación que lleva a cabo. Según su trabajo, que analiza los libros que se reseñaron o se presentaron en entrevistas en Adn (La Nación), Ñ (Clarín) y Radar (Página/12) a lo largo de seis números de cada suplemento (publicados entre el 30 de septiembre y el 6 de noviembre de 2011) solo el 25% (de un total de 150) correspondían a escritoras mujeres, y el 80% de los colaboradores que firmaban las notas y entrevistas eran hombres.
Lo primero que le sugerí fue que ampliara el corpus (es decir, que extendiera los períodos considerados), no porque los datos fueran a cambiar, sino porque de ese modo los resultados iban a ser más contundentes todavía. Incluso, le sugería, podría trabajar con fechas no secuenciales.
Luego, de sus resultados (si es que se verifican), se desprenderían dos problemas separados. Por una parte, el de las “colaboradoras”. Mi experiencia como editor (siempre es horrenda la apelación a la propia experiencia, pero en fin…) me indica que es dificilísimo contar con un plantel de colaboradoras mujeres, por más que uno lo intente. No es una cuestión intelectual lo que se juega en esto, naturalmente, sino una cuestión de relación con el ritmo del trabajo free-lance: los hombres parecen estar más acostumbrados al régimen de la “changa” o encomienda.
Lo más importante, sin embargo, afecta a la percepción misma de las experiencias literarias, a las nociones (odiosas) de centro y periferia, y a los procesos de marginalización: que se reseñen libros firmados (en fin: signados) por hombres en proporción de 3 a 1 seguramente tiene que ver con una misoginia generalizada que, en principio, no es responsabilidad de los editores periodísticos, o no es solo de ellos, porque habría que preguntarse antes cuál es la proporción de libros publicados por mujeres en relación con los de los hombres. Probablemente haya ya allí un desequilibrio constitutivo. Luego, la cuestión de los géneros: conozco muchas más mujeres poetas que narradoras, y la poesía (con independencia del “gender”) ocupa muy poco espacio en los medios masivos.
Los medios son, entonces, solo un engranaje más de un dispositivo bien complejo, que habría que analizar en cada una de sus partes. ¿Es el poema el “cuarto propio” de las mujeres que escriben, o más la cárcel o el playroom al que se condenan los nombres de mujer? ¿Qué chance tiene un nombre de mujer de competir en un mercado tan dominado por el imaginario de los varones? ¿Escriben más o menos, mejor o peor, de manera más imperiosa o más secreta las mujeres que los hombres? Y mil preguntas más que podría sumar a una larga lista de puras interrogaciones.
Le comento a un amigo, Ariel Schettini, el asunto y me contesta con un “¿y qué querés?”. Él ha estado releyendo la colección de Sur (una revista presuntamente a la vanguardia de las reinvidicaciones de los derechos de las mujeres) y ha encontrado párrafos sorprendentes que reproduzco a continuación.
Por ejemplo, en el número 8 (de 1933), Homero Guglielmi, glosando al conde de Keysserling y su reflexión sobre lo latinoamericano, constata en la Argentina, sin otra prueba que su intuición, “la indiferencia y aun recelo con que nuestras mujeres acogen todo intento de emancipación jurídica o política de su sexo, como ser el divorcio y el sufragio. Es que en el fondo ellas no necesitan tales instrumentos. Más aún, la mujer argentina no quiere ser movida de su inercia, porque en la inercia reside su fuerza. Ella gobierna por medio de la gana, nos rige por gravitación, quedándose quieta como los cuerpos sólidos”.
En la torcida argumentación de Guglielmi (vaciada de todo instrumento de análisis), al participar de lo sólido, la mujer cae, mientras el hombre, más aéreo, aparentemente se eleva. Barro y cielo, autoctonía y pneuma. Todo lo que el hombre escriba, desde esa perspectiva, participará de las dimensiones empíreas. Las mujeres, en cambio…
Por supuesto, uno piensa de inmediato en el lugar marginal de Silvina Ocampo en Sur, en Norah Lange, en las acusaciones de “gaucho con concha” de las que fue objeto Silvina Bullrich por parte de Manucho Mujica Láinez, fuera del círculo áulico de Sur, que muy tardíamente se da cuenta de que Simone de Beauvoir (en fin, sus hipótesis) merecen alguna atención por parte de ellos.
En el número 188 de la revista, un artículo de Emile Noulet habla de El segundo sexo, y se queja de que el material de Simone es plúmbeo (cae, cae y se hunde, rápido, en el lodo). En el número 243, un “Comentario tardío de Simone de Beauvoir” firmado por Rosa Chacel, si bien aplaude el rechazo de Simone al materialismo histórico y al psicoanálisis (¡Dios nos libre!), se pregunta si comparar el destino de las mujeres con el de los negros no es llevar las cosas demasiado lejos. Poco después, en el número 253, reseñando Los mandarines, Alicia Jurado reconoce que sí, que comparar mujeres y negros es demasiado, y en el número 296, Marta Gallo deplora que el último libro de Simone, además de farragoso y detallista, funde sus ideas (feministas) en la filosofía de un varón (Sartre). Fuerza de gravedad, ya lo sabemos, la mujer tiene (así en París como en Buenos Aires); ideas, por el contrario, no.
Bien mirada, la historia literaria está dominada por ese equívoco según el cual se le habría dado a la mujer un lugar preponderante que ellas, tanto por su morfología corporal, su disposición anímica y el anclaje en relación con nombres femeninos, no supieron aprovechar (fíjense en George Sand).
Pienso en el canon más reciente: ¿por qué se le niega a La intemperie de Gabriela Massuh el lugar importantísimo que tiene como “novela de la crisis” (es la mejor, y lo seguirá siendo)? ¿Por qué, cuando se mencionan a los “escritores de tal generación”, invariablemente se omite el nombre de Matilde Sánchez, quien después de El desperdicio ha publicado todavía ese ejercicio nabokoviano invertido que se llama Los daños materiales (donde, por supuesto, se obliga a jugar el rol de la pesada, de la que cae sin pausa y sin estremecerse a pantanos cada vez más tenebrosos de ignominia)? ¿Por qué los libros de María Moreno, que deliberadamente atraviesan los géneros y las convenciones de mercado, encuentran tanta dificultad para ser reconocidos como lo que son (la mejor de la literatura, el más sutil de los pensamientos)? Independientemente de sus cualidades, que casi nadie analiza, las novelas de Dalia Rosetti y las de Gabriela Bejerman son consideradas un chiste y una persistencia de los años noventa. El nombre de mujer es un peso muerto que arrastra hacia el fondo del pantano.
Acordemos llamar Hombre y Mujer a los dos términos del vínculo. Acordemos, además, que en las líneas que articulan la imposibilidad de todo vínculo una de ellas, la del Todo, esté afectada por el nombre Hombre y la otra, la del no-todo, por el nombre Mujer; vemos sin dificultad qué es creer en el vínculo sexual: no es más que creerse Hombre o Mujer, borrando alternativamente por renegación, una u otra línea. Creer, al creerse Hombre, que la Mujer se une, al inscribirse –de ser necesario, como excepción particular– del lado del Todo. Creer, al creerse Mujer, que un Hombre se une al inscribirse –de ser necesario, como sucedáneo de singularidad– del lado del no-todo. Desde el momento en que cada línea de las escrituras cuantificadas recibe así un soporte, separable, desde el momento en que este soporte recibe el nombre de las especies sexuadas como Hombre o Mujer, la creencia en el vínculo esencial –único que de hecho cuenta– se establece con toda confianza.
Al mismo tiempo, queda claro que las posiciones del sexo se amarran indisolublemente a la máxima tonta en tanto tal: de hecho, pretenderse y creerse Hombre no es más que entregarse a la imbecilidad misma; pretenderse y creerse Mujer no es sino entregarse a la idiotez en sí. En ningún sitio se descifra mejor la homología o más bien la identidad estructural, que en nuestra sociedad; porque es lógico que en la sociedad burguesa que, como sabemos, pretende estar regida únicamente por las necesidades del vínculo sin los adornos míticos de la cosmogonía ni del mito, la última palabra recaiga sobre lo que coloca frente a frente los términos desnudos del vínculo como tal: aquel cuyo real imposible o cuyo imaginario posible envuelve todos los demás. Hasta tal punto, que la sociedad entera recibe por finalidad la felicidad, es decir, el feliz encuentro de un hombre y de una mujer. La comedia burguesa es aquí, sin duda, la que dice la verdad sobre la sociedad del mismo nombre, dándose por objeto único, con su superposición, su intersección y su disyunción, los dos tratamientos reconocidos del vínculo imposible: el amor y el matrimonio515.
De modo que bien podemos someter a interrogación el convencimiento de que bien entrado el tercer milenio “exista un consenso sobre la igualdad entre el hombre y la mujer” que el joven investigador con el que inicié estas interrogaciones presuponía. Grave (o grávida), la mujer gravita en la literatura, pero no tiene vuelo. O vuela por los márgenes, sin que nadie quiera darse cuenta de sus cotorreos literarios o, para decirlo con las palabras que el atroz Jorge Borges le dedicó a Alfonsina Storni en 1924, de las “chillonerías de comadrita” de cuerpos y nombres que caen, sin gracia y sin aspiraciones.