Como se sabe (ya me detuve en el punto), mucho antes de que existiera el Estado, hubo un tiempo en que el destino de la humanidad se debatió entre cromañones y neandertales. Aunque algunas investigaciones genéticas recientes han descubierto que, en algunas zonas, esas especies de humanoides se mezclaron, Cro-Magnon ganó la batalla evolutiva y Neanderthal la perdió, extinguiéndose.
Las razones de esas batallas prehistóricas por la vida son puramente conjeturales, pero sabemos que Neanderthal probablemente no tuvo lenguaje articulado y, además, que Cro-Magnon decidió, en algún momento, ornamentar la caverna que constituía su centro de reunión (Altamira, Lascaux, Chauvet). Muchos consideran el nacimiento del arte como el torbellino que funda al Homo sapiens moderno. De modo que ornamento o adorno, arte y vida humana (tal como hoy la conceptualizamos) son un mismo compuesto que nace al mismo tiempo, forman parte del mismo diagrama.
Muy recientemente, Werner Herzog, en La cueva de los sueños olvidados (2010) ha vuelto a plantearse la pregunta sobre esa coincidencia dichosa que permite reconocernos en la noche de los tiempos. En su perspectiva, el cineasta que empuña por primera vez una cámara 3D (como él mismo para hacer ese ensayo) equivale al hombre de Cro-Magnon dibujando su suerte. Cada salto tecnológico modifica las imágenes y, al mismo tiempo, modifica las condiciones de posibilidad de lo viviente, lo que demostraría que la imagen es, ella misma, una forma de vida.
La profundidad de campo que ofrece la tecnología 3D es decisivamente una experiencia extraña, pero mucho más porque está encuadrada. No es que el 3D simule la percepción de lo real a un punto que alcance a confundirnos. Muy por el contrario, se percibe como una profundidad muy artificiosa, como debió resultar al ojo medieval la perspectiva geométrica codificada por León Battista Alberti en 1436, mientras sus contemporáneos se entregaban a un debate sobre la diagramatización del cuerpo masculino que todavía no ha cesado.
Si algo pretende la tecnología 3D es una sensación de inmersión en lo mirado o, si se prefiere invertir el punto de vista, de envolvimiento del espectador (“ventana” y “nivel del umbral” llamaba Alberti a estos asuntos): en efecto, la imagen no solo nos interpela, sino que viene hacia nosotros, nos rodea. Para que la ilusión fuera completa, el 3D debería ser totalmente envolvente y no cortado (y, por lo tanto, suspendido) por la pantalla o ventana. Es como si en este estadio de la reproducción, dos sistemas se superpusieran con efecto contradictorio: inmersión y distancia. Hay que ponerse a pensar de nuevo en un arte ya difunto. Herzog lo ha hecho.
Arrastrados por la potencia de ideas semejantes, un grupo de fotógrafos301 pensaron una muestra de imágenes (fotografías, pero también instalaciones) que deliberadamente traza un recorrido entre aquellas primeras experiencias mítico-estéticas de Cro-Magnon y los adornos que constituyen nuestra ecología cotidiana: “Una vez que consiguió una cueva donde dormir y un hacha para cazar bisontes, el Hombre de la Edad de Piedra creyó que necesitaba ser vistoso. Arrancó el diente de un animal muerto y se lo colgó al cuello”.
Detrás de esa compulsión al ornamento se dejan leer, pues, una pregunta sobre lo vivo y una pregunta sobre la caverna: ¿cómo habitarla? Se trata, al mismo tiempo, de un problema antropológico, estético y político, como bien sabía Platón, y como Barthes no se cansó de recordarnos, que nos hostigó a salir de la Caverna y contemplar la luz de frente.
¿Pero si no pudiéramos salir de la Caverna? ¿Y si la Caverna tuviera su luz propia? ¿No nos convendría, como parece deducirse de cierta ética barthesiana, entonces, acondicionarla, ornamentarla, para evitarnos la pesadilla de vivir en una cárcel? La abuela que cuelga platos de porcelana en la pared, el joven que se tatúa en el brazo el nombre de su deseo sin nombre, o un diagrama maorí, o un motto en el que se deja leer un debate diagramatológico, el arquitecto que se entrega a la voluta y el remolino, pero también los artistas de la Secesión, dicen lo mismo: no sé quién soy, pero esto es lo que me califica.
Y los archivos y museos antropológicos del mundo se dedicarán a recolectar esos predicados que señalan que de sí nunca nadie supo nada.