La muerte de los demás, que siempre nos deja un poco huérfanos o viudos, arrastra nuestro humor a formas de la melancolía, y a nuestro pensamiento a formas de la conjetura. Como el mundo sigue más allá del muerto, nos preguntamos qué habría dicho aquel ante tal o cual pormenor de la historia o acontecimiento de discurso.
No hay semana durante la que no me pregunte qué habría dicho el Sr. Enrique Pezzoni (23 de febrero de 1926-31 de octubre de 1989) de algún libro, de cierta película, de esto o aquello que pasa.
El 13 de septiembre de 1988 el entonces arzobispo de La Plata, monseñor Quarracino, incorporaba hipótesis originales en el debate sobre la pena de muerte para los narcotraficantes. En una nota publicada en el diario Clarín señalaba sobre “ciertos sedicentes pedagogos”, que “tales sujetos constituyen un peligro comparable (si no mayor) al de los traficantes de drogas”. De un solo golpe, la pedagogía era puesta de nuevo en el alto sitial que supo tener, por ejemplo, entre los griegos. Y además, Quarracino se hacía responsable de un hallazgo, “sedicentes pedagogos”, que hubiera hecho las delicias de Pezzoni. Hallazgo fonético pero también conceptual: ¡como si alguien, todavía, pudiera sostener algún rédito pedagógico! Sedicente pedagogo parece suscitar un doble escándalo: el escándalo de ser pedagogo y el escándalo de proclamarlo.
Y si bien es cierto que ninguna otra práctica es más sedicente que la de los intelectuales (“la tarea de los intelectuales es”, “los intelectuales debemos”, “los intelectuales reclamamos”, “no se puede permitir a los intelectuales” son enunciados típicos de los intelectuales: sedicentes artistas, escritores, filósofos, comunicólogos, etc.), la subclase constituida por la figura del profesor, en tanto sedicente, resulta menos comprensible: ¿por qué secreta manía u oscuros intereses consagrarse a una práctica mal rentada, socialmente no reconocida y emocionalmente destructiva? Todavía más: ¿por qué decirse a través del nombre profesor?
Bien mirada, la tarea del profesor es política y encuentra en la política (en la política cultural) su fundamento. La constitución de un sujeto intelectual, en Argentina, ha pasado (y pasa) masivamente por la posibilidad (o su negación) de acceder al lugar del profesor, maestro del discurso564.
El rasgo más característico de la obsesión crítica de Pezzoni fue la persecución de lo que trastorna de un texto, de las “revueltas silenciosas” que promueven los mejores de entre ellos, obsesión que no ha perdido, en todos estos años, ni su filo ni su necesidad y que, bien mirada, constituye toda una política de la lectura, es decir, una pedagogía del texto, sus voces y sus sombras como “experiencia de la renegación renovadora” y, en tanto tal, una ética completa.
Enrique siempre supo que la tarea del profesor despliega una ética que encuentra en la política cultural su fundamento y desde el comienzo ligó su actividad de crítico y traductor con la pedagogía, de acuerdo con una escuela y unos maestros siempre obsesionados por vincular sus trabajos con la formación docente (Raimundo Lida, Pedro Henríquez Ureña, Ana María Barrenechea, el Instituto del Profesorado). Si es cierto que los primeros trabajos de Pezzoni todavía sufren el estigma de su vinculación con Sur, no es menos cierto que, también desde el comienzo, Pezzoni se ligó con lo que él mismo llamó una “política progresista asociada a la vigencia y posibilidad de las transformaciones” (“Imagen de Ana María Barrenechea”) y promovió la literatura como una práctica que “se enfrenta al mundo y al vivir humano que es una prolongada antesala de la violencia y el abuso”, como señala en un ensayo sobre Cortázar.
En la Facultad de Filosofía y Letras, en el Instituto del Profesorado, Pezzoni hizo de la “Lección” (que en su caso hay que entender como un diálogo apasionado y a veces violento con los alumnos) el motor de su “obra”. Muchos de quienes trabajamos con él comenzamos nuestra formación fascinados por las lecciones que pronunciaba en su ya mítico seminario del Profesorado, donde Pezzoni nos enseñó a leer: su tarea era la de un alfabetizador y nunca renegó de ella (exhausto, saltaba del avión que lo traía de la Feria de Frankfurt para asistir a una exposición de los alumnos en el Seminario). Pero además de la fascinación por la manera en que pudo, por ejemplo, desbloquear la lectura de Rubén Darío (postulándolo, también a él, como un “reprogramador de la memoria colectiva” y no solo como un esteticista decadente), o por su chisporroteo verbal, o por la capacidad de incorporar a sus clases la bibliografía publicada antes de ayer en París, Londres o Lima, Pezzoni nos fascinaba por la extraordinaria sensibilidad a la palabra de sus alumnos, con quienes se entregaba a discutir los artículos que estaba escribiendo, con quienes compartía el capital que otros intelectuales suelen acaparar celosamente: sus ideas.
En 1983 participó de la reorganización de la Facultad de Filosofía y Letras. Desencantado de esa experiencia se descubrió, con dolor, utilizado y abandonado posteriormente por sus coyunturales aliados que, para colmo, le habían hecho perder viejos amigos. Nunca pudo entender una política que negara los afectos y, en rigor, su gestión en la Facultad (y antes en el Instituto del Profesorado) fue siempre una política de la afección (muy distinta del clientelismo). En sus lecciones y en sus intervenciones críticas, Pezzoni no solo tematizaba la cuestión política (lo que hubiera sido un gesto módico) sino que reafirmaba esa politización de la crítica y la lectura por la enseñanza, la única práctica que consideró pertinente durante su último año de vida. Se decía profesor, y ese papel le daba felicidad (“nuestro vivir como estudiosos”, decía). Su único libro, El texto y sus voces, es un indicio de lo que, todavía hoy, vivimos como falta.
*
Cada 21 de agosto, se cumple un aniversario de la muerte del Sr. Fogwill (Quilmes, 15 de julio de 1941), cuyas amedrentadoras intervenciones extraño tanto como las del Sr. Pezzoni: ¿qué habría dicho Quique de mis ejercicios adivinatorios en relación con los hipotéticos pareceres de Enrique? ¿Habría conseguido Fogwill sostener su anunciada decisión de suspender toda intervención u opinión referida a la arena política? Lo dudo profundamente, y tal vez fuera el único que me habría reconocido la capacidad visionaria que me arrebata (¡Casandra!), al mismo tiempo que se habría burlado del “milagro para la izquierda”, como se burlaba de toda ilusión política, porque sabía evaluar con precisión las ilusiones con la justa vara de un romántico desencantado, de un poeta. Pero mucho más que en relación con esas intrigas personales, vuelco mi interrogación en relación con qué pensaría él de la recuperación de su obra invisible, ahora que su hija Vera ha anunciado la catalogación de su correspondencia (aproximadamente cuatrocientas cartas) y otros papeles que constituirán su “archivo” (tarea encargada a Verónica Rossi), y la publicación de La gran ventana de los sueños (recopilación de sueños de una vida entera) y las novelas La introducción y Nuestro modo de vida (1980). ¿Son esas sus únicas novelas inéditas? ¿O aparecerán más, y más relatos y poemas, y piezas de correspondencia e intervenciones críticas?
A todo lo anunciado, podría sumarse una recopilación de sus columnas de opinión.
Y luego vendrán los “curadores de su obra” (recuérdese que curar es vigilar atentamente aquello que vive todavía). La semana pasada, una profesora de la Universidad de La Plata me ofreció derivarme una becaria, cuyo interés primordial sería el análisis del corpus de Fogwill según las más exigentes normas de la genética textual, comparando distintas ediciones, e incluso libros publicados con los manuscritos que existieran, para dar (¡precisamente!) cuenta de esa delicada sutura entre una cierta masa de discurso y ciertos acontecimientos singulares que funcionan como contextos de escritura. Esa (des)articulación, que coagula en la figura del autor, no se congela con la desaparición física de quien en ella se comprometió, sino todo lo contrario. Ahora salta a otra dimensión, y se complica con la intervención de equipos de trabajo (archivistas, historiadores, críticos) que vendrán a imponer a ese nombre propio que Quique (Fogwill, no Pezzoni, que fue siempre Chepe para nosotros) gestionó como una marca, unas ciertas propiedades que aunque siempre estuvieron ahí tal vez no alcanzamos a escuchar por la vocinglería de la cotidianidad y el día a día.
Cuando muere un escritor surge la duda sobre cuál será el comportamiento de los herederos sobre su legado. Muchos han sido los casos de quienes han bloqueado el acceso a los archivos del muerto, a sus papeles más o menos privados y a sus manuscritos. Las palabras de la Srta. Vera Fogwill, anticipando el trabajo por venir, resultan generosas y tranquilizadoras.
El autor no es nunca esa carne y esa conciencia que nos abandonaron sino ese que vive en sus escritos: podemos extrañar al escritor, pero el autor tomó la precaución de mantenerse vivo en un pliegue (sutura o cicatriz) hecho de palabras y de vida.
Cada vez que extrañemos a alguien ausente, cada vez que queramos recordar a Fogwill, podremos abrir alguno de sus libros (hechos o por hacer) y reencontrarlo al mismo tiempo como una presencia y una ausencia, presente precisamente en el lugar mismo en que su desaparición tuvo lugar, en esas palabras en las que se jugó la vida.
Si hubiera que aceptar “la muerte del autor”, pero no es seguro que así sea, este volvería a nosotros como il morto che parla (48, en la clave de los sueños). A nosotros nos corresponde no descifrar sus palabras, sino aprender a escucharlo en ese cuerpo que descansa, la obra.
*
“El Equipo Argentino de Antropología Forense [copio la presentación de su página web] es una organización científica, no gubernamental y sin fines de lucro que aplica las ciencias forenses –principalmente la antropología y arqueología forenses– a la investigación de violaciones a los derechos humanos en el mundo”. El EAAF se formó en 1984 con el fin de investigar los casos de personas desaparecidas en Argentina durante la última dictadura militar (1976-1983) y participa, pues, de ese clima de época que instauró (en el sentido en que funciona un instaurador de discursividad) Raúl Alfonsin en Argentina, cuando ordenó el juicio a las juntas militares de gobierno durante esos años inolvidables.
El hecho mismo de la imposibilidad de olvidar el período y la existencia del EAAF revela algo constitutivo de la dictadura: su carácter asesino y al mismo tiempo suicida, la dimensión trágica que en su momento le reconoció Rodolfo Walsh: “Mediante sucesivas concesiones al supuesto de que el fin de exterminar a la guerrilla justifica todos los medios que usan, han llegado ustedes a la tortura absoluta, intemporal, metafísica en la medida que el fin original de obtener información se extravía en las mentes perturbadas que la administran para ceder al impulso de machacar la sustancia humana hasta quebrarla y hacerle perder la dignidad que perdió el verdugo, que ustedes mismos han perdido”.
El sábado 27 de agosto de 2011, en el Cementerio de Moreno, fueron inhumados los restos de Marta Taboada, identificados por el EAAF casi 28 años después de su desaparición, el 28 de octubre de 1976.
En el cementerio, y antes, en la vereda de la dirección en la que vivió Marta Taboada con sus hijos, donde se colocaron baldosones recordatorios de su desaparición y de la de Juan Carlos Arroyo y Gladys Porcel, los hijos de las víctimas de la dictadura fueron acompañados por un grupo de amigos, funcionarios públicos, agrupaciones políticas y vecinos.
Dos o tres veces abracé a su hija, Marta Dillon, y dos o tres veces lloré a lo largo de ese mediodía inclemente durante el cual los restos de Marta Taboada recuperaron la dignidad arrebatada: son los restos de un nombre, y fuimos allí precisamente para brindar testimonio de esa circunstancia (de esa reparación de un vínculo comunitario) ante sus deudos.
Marta Dillon dijo: “Todavía falta un montón, falta saber quién disparó, quién cargó los cuerpos en esa esquina de Ciudadela, quién firmó las partidas de defunción como NN con datos falsos. Un montón, pero estamos trabajando para eso”. Faltan todavía, quería decir, más allá de los nombres, unas imágenes.
*
La perspicacia de Rubén Szuchmacher le permite trascender las clásicas dicotomías que solo sirven para entorpecer el pensamiento (teatro comercial/teatro experimental; ficción/documento; teatro de repertorio/“nuevo teatro”).
Después de diez años, Rubén volvió a un escenario como actor (Boda blanca, Porca Miseria, Visita son algunas de las míticas invenciones teatrales que lo contaron en sus elencos). Se trata, ahora, de Escandinavia, una pieza breve escrita y co-dirigida por Lautaro Vilo donde interpreta a un viudo que comienza a experimentar los aspectos más desgarradores del duelo. A propósito de la muerte de su madre, Roland Barthes se preguntaba (Diario de duelo): “Primera noche de bodas. Pero ¿primera noche de duelo?”.
Sí, hay una primera noche de duelo que suele coincidir con ese ritual maníaco que en culturas como la nuestra se llama “velorio”: mientras el muerto se prepara para cruzar, en la barca de Caronte, el detestado río Estigia, su deudo recibe las condolencias de amigos, enemigos y desconocidos.
En Escandinavia, el personaje sin nombre desempeñado por Szuchmacher recibe los pésames por su marido muerto (no importa la legalidad del vínculo, sino el modo en que la carne de uno ha quedado marcada por las signaturas del otro, algo que constituye uno de los hilos conductores de la pieza) en un escenario totalmente despojado de todo elemento escenográfico y descarnadamente iluminado.
La entrada en escena del actor o el personaje está dominada por el humor maníaco: “gracias por venir”, “mañana a las 9 lo llevamos a Chacarita”, “gracias por venir”, “gracias por venir”, “tanto tiempo, ¿quién te avisó?”, enunciados insensatos que ponen en escena el horror de una falta que todavía no ha alcanzado el límite penúltimo, el del silencio.
Como, pese a que la pieza es para un solo actor, no es un monólogo, luego el deudo conversará con el muerto, dejándose dominar por la futuromanía (otra vez Barthes: “en cuanto alguien está muerto, construcción enloquecida del porvenir”) que el propio Szuchmacher había puesto en negro sobre blanco (“En el caso de Escandinavia es la necesidad de hacer algo con la tristeza que recorrió mi vida en estos últimos años. La actuación como medio para liberar algo para poder seguir adelante”) y que el personaje vivo comunica al personaje muerto: “voy a pintar”, “tal vez venda la quinta”. En su brevedad, y en sus tres pasos (velorio, celda, entierro), la pieza despliega todas y cada una de las unidades del duelo y se postula, ella misma, como la construcción enloquecida de un porvenir.
Si el velorio puede interpretarse como una performance involuntaria, y si el comienzo de la pieza reproduce al detalle esa actuación en la que el performer se mezcla y se abraza con el “público”, en un ritual cuyas raíces pueden adivinarse pero cuyos efectos serán siempre misteriosos, el final de la pieza y el saludo al actor (que ha hecho, ahora, una performance deliberada) vuelve (becketianamente) al punto de partida, que es el de la pieza y el del velorio. “Gracias por venir”, nos dice Szuchmacher (no el personaje, sino el actor), en un rizo o bucle que desdibuja los límites entre lo real y lo imaginario, y que pone al espectador, que sabe lo que de él se espera en un punto de sutura: en la situación incómoda de tener que cumplir un papel (y de asumir que, cuando estuvo en el velorio, también cumplió con un papel en un ritual para el que solo podía ser un partiquino o un mero espectador de un dolor intransferible).
Se trata de la muerte y de la situación ante la muerte del amado: la desolación, la incomprensión, el abandono, la obligación de cumplir con la última promesa realizada. Lautaro Vilo ha elegido antes los tonos del grotesco que los de la tragedia para decir lo irreparable y el modo en que la falta de uno de los dos que hacían UNO (por la vía del diagrama) nos arroja a la locura.
Pero se trata, también, de las instituciones de la muerte: la casa de sepelios, el cuartel de policía, el cementerio (en ese orden, en los tres pasos que organizan los acontecimientos del drama) y, por la vía de la cita presente en cada uno de los pasos, la guerra (esa gran maquinaria de la muerte). Escandinavia es la novela bélica (imaginaria) que el deudo leía al moribundo en su agonía, y de ella sería difícil saber qué importa más en la economía del texto de Lautaro Vilo, si la pincelada de blanco necesaria para que los trazos de humor negro en los que la pieza se regodea adquieran espléndido realce, o la imprecación que obsesiona al personaje: “ala, gilipollas”, que tanto puede estar destinada a los que fueron al velorio o a los que fueron al teatro. Tengo para mí que, al constituirse en la única utilería de la pieza, el libro Escandinavia que el personaje manosea sin clemencia se convierte en metáfora de la carne ahora inalcanzable, la presencia de una ausencia.
En todo caso, Escandinavia (la novela, la pieza teatral) sirve para subrayar el vínculo precario que unen “la vida y la obra”. Ya Alfonso Reyes había señalado, hace muchos años, que el procedimiento del texto consiste en “concretar en fórmulas finitas las relaciones humanas de reiteración indefinida”. Detrás de la obra (esta o aquella, y es eso lo que le interesa interrogar a Escandinavia), hay siempre una verdad general, pero no en el sentido histórico o testimonial.
Sabido es que Goethe se libró por el Werther del suicidio, al mismo tiempo que la Werther-Fieber lo propagó como epidemia entre sus lectores. Del mismo modo, Escandinavia representa para Szuchmacher el final del duelo (por la muerte de Daniel, la de su padre, la de su hermana, la de su madre) pero, pandemia artística mediante (el arte verdadero responde solo a la lógica del contagio y a ninguna otra), sume a sus espectadores en situación de duelo.
Qué hacer con (a partir de) la muerte de quienes amamos (y que nunca dejaremos de amar, pese a la muerte) es la llama votiva que Vilo-Szuchmacher han encendido para nosotros.