La obra de León Ferrari (1920-2013) es muy conocida en el panorama de la plástica contemporánea, en el país y fuera de él. Ha estado rodeada, en varias ocasiones, de un escándalo si no previsto, seguramente merecido, que, sin embargo, lejos de iluminar mejor las tensiones en las que se instala, parece oscurecerlas.
Los tópicos de la iconoclasia469, en las que el “escándalo” encuentra sus fundamentos (adhesión o rechazo) han puesto a Ferrari en el aparente lugar del destructor de imágenes, cuando su obra apunta precisamente a lo contrario: a la producción de imágenes, al pensamiento sobre la imagen, a la transformación de la imagen (en sus fundamentos teóricos, en sus efectos políticos); nunca, jamás, a su olvido.
Lo poco que de iconoclasta puede haber en la obra de alguien que ha insistido en la necesidad de considerar incluso a la escritura como imagen (es decir: no como la mera transcripción del habla, sino como un soporte de sentido por propio derecho, a medida que se desarrollan el ritmo y el tono del trazo y la inscripción), en todo caso, es una crítica de la idolatría (la adoración de una imagen en lugar de la deidad, que se supone el Ícono representa).
La idolatría es tiempo perdido, de modo que hay que rechazarla tan terminantemente como en su momento lo hizo Marcel Proust: hay que recobrar el tiempo perdido, dice la obra de León Ferrari, cuya temática obsesiva es el Tiempo, los Tiempos (el tiempo del Apocalipsis y el de la Revolución; el tiempo del arte y el de la deyección, el Fin de los Tiempos, la Historia)470.
Más allá de la semioclasia con que generalmente se la identifica, la iconoclasia, en el sentido de crítica de la idolatría, supone una preocupación (terca, irrenunciable) por la verdad, algo en lo que, sin dudas, se reconoce el arte de Ferrari, y una reflexión sobre el Tiempo/los Tiempos (si hay verdad en el arte, es una verdad del Tiempo).
La obra de Ferrari, que desprecia los íconos y su cultivo (y por eso se reconoce antes en relación con el dominio de la imagen que con el dominio del arte471, preso de la idolatría tal vez más insidiosa) es, por lo tanto, necesariamente iconoclasta porque redefine la Imagen (no tanto el sistema de la imagen, sino la potencia de la imagen, su fuerza), necesaria para acceder a su verdad, que es verdad del Tiempo/de los Tiempos.
Las obras reunidas en esta exhibición, que forman parte de dos series realizadas por León Ferrari a lo largo de tres décadas y hasta ahora solo parcialmente conocidas, nos piden que orientemos nuestro examen en esa dirección, precisamente porque no son agitprop, son arte. No protestan por los males del mundo, sino que brindan testimonio de un cierto temblor en esos bordes o fisuras en los que la Ley se declara ausente, porque la cultura misma se ha desbaratado al chocar con otra placa que le ofrece resistencia (Oriente y Occidente, lo visual y lo táctil, etcétera). Por lo mismo, su horizonte de reconocimiento no se agota en el alucinado mundito del arte. Hacen del Mundo y de las imágenes del Mundo su campo de experiencia.
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León Ferrari nació en Buenos Aires el 3 de septiembre de 1920, el tercero de los seis hijos de Augusto Ferrari (italiano, nacido en 1871 y muerto en 1970) y Susana Celia. Se educó en colegios religiosos y colaboró con su padre en la construcción y decoración de numerosas iglesias en Córdoba y Buenos Aires. Estudió Ingeniería entre 1938 y 1947 y llegó a firmar algunos planos de las iglesias que su padre construyó. Aunque nunca realizó estudios formales de arte, comenzó, por esos años, a dibujar ocasionales retratos.
En 1946 se casó con Alicia Barros Castro, con quien tuvo tres hijos: Marialí, Pablo y Ariel. En el otoño de 1952, su hija Marialí contrajo meningitis tuberculosa. En busca de una cura para ella, los Ferrari se trasladaron a Florencia, primero, y a Roma, después, período en el cual suelen datarse las primeras piezas en cerámica y en cemento de su obra472. Participó decisivamente de los debates estéticos en el Instituto Di Tella (que le regaló la primera censura, el primer escándalo), y de Tucumán Arde. Vivió y expuso en Brasil, cuando tuvo que exiliarse. Produjo películas, obras de teatro, instalaciones musicales, esculturas con alambre, cuadros y planos de pesadillas kafkianas. Sobre todo, en lo que a las series Relecturas de la Biblia y Brailles se refiere, collages.
El 24 de enero de 1964 escribió en uno de sus cuadernos: “Berni es formidable, los dos Juanito Laguna de 1961 y las dos Ramona Montiel son fuertísimos, muy bien hechos. Después de verlos hay que sacarse el sombrero y degollarse. Es de lejos el más genial de los argentinos plásticos” [24-2-64, c2, 18]473.
¿Cómo hacer “arte político” después de Berni? Degollándose, es decir, apelando a la propia destrucción (no a la de las imágenes), estableciendo consigo mismo, y con el campo de la plástica, un proceso de depuración del sentido (“El significado solo no hace una obra de arte… Nuestro trabajo consiste en buscar materiales estéticos e inventar leyes para organizarlos alrededor de los significados, de su eficacia de transmisión, de su poder persuasivo, de su claridad, de su carácter ineludible”474), de la que estas dos series son ejemplo cabal.
Berni sostuvo que: “Si hay arte, no hay pancarta; pero si no hay arte, la pancarta es burda y no sirve para nada; mejor dicho, sirve a todo lo contrario de lo que se propuso servir”. Por eso, su última obra recurre, al mismo tiempo, al nombre propio (Juanito Laguna, Ramona Montiel) y al collage como dis-positivo (como negación de toda ilusión de plenitud previa, de toda fusión con lo comunitario) para la postulación radical de formas de vida marginales (el villero, la puta). Y, gracias al collage, Berni descubrió la potencia el vacío.
Las obsesivas series de Juanito y Ramona, que incorporan los desechos como parte constitutiva de la cosa de arte (es decir: de la cualidad de lo viviente a finales del siglo XX), han renunciado por completo a toda organicidad y a toda complicidad con la plenitud de la imaginería (de la cultura y la civilización).
Pocas semanas antes de morir (accidentalmente), y entregado ya a una investigación del Apocalipsis de Juan de Patmos, Berni señalaba que “El arte es una respuesta a la vida”.
Porque “hemos llegado a esa etapa histórica del hombre vacío”, pensaba Berni, es que valía la pena detenerse a reflexionar sobre esas formas de vida del día después de mañana (el Apocalipsis). Lo demás, es cliché.
Es a partir de ahí que la obra de Ferrari se pone decididamente en marcha. En Cuadro escrito (1964) se lee:
Si yo supiera pintar, si Dios en su apuro y turbado por error confuso me hubiera tocado, agarraría los vellos de la marta en la punta de una rama de fresno flexible empapados sumergidos en óleo bermejo y precisamente en este lugar empezaría una línea delgada…
Si hay arte en la obra de Ferrari, ese arte es una línea delgada (la grieta, la rajadura, el crack up), solo en esa línea delgada se sostiene y la maestría del artista consiste en haber podido sostenerla, contra la fuerza del Tiempo y la prepotencia de los Tiempos.
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La retrospectiva en el Centro Cultural Recoleta superó los estándares de escándalo de Infiernos e idolatrías (mayo de 2000, ICI, Centro Cultural de España en Buenos Aires). Entre los muchos correos electrónicos que recibió el entonces embajador de España, el mejor escrito decía:
repudiables obras, de un mal gusto y de una vileza sin fin… este “cruzado de la antifé”, fundador de un ridículo y degradante club de apóstatas, blasfemos y etc., elabora grotescas muestras de supuesto arte con elementos prosaicos, tan absurdas como su maestro Foucault… Que la Virgen del Pilar le inspire un gesto de hispana grandeza, cancelando ya esa vergüenza475.
La muestra en el Centro Cultural Recoleta se inauguró el 30 de noviembre de 2004 y fue objeto de amenazas de bomba, rotura de obras por fuerzas de choque ultramontanas, violaciones a la “libertad de expresión”, suspensiones judiciales y reaperturas. El detalle del debate, las sentencias judiciales, los panfletos, los pareceres del libro de visitas y los acontecimientos conexos fue recopilado por Andrea Giunta en El caso Ferrari. Arte, censura y libertad de expresión en la retrospectiva de León Ferrari en el Centro Cultural Recoleta, 2004-2005476. En el prólogo, Andrea señala:
La decisión de organizar este libro se basa, fundamentalmente, en el carácter inédito de los acontecimientos que aquí se refieren. Durante los cuarenta días que la retrospectiva de León Ferrari estuvo abierta al público, convocó a 70.000 espectadores; generó inmensas colas para ingresar en la sala; fue recorrida por abogados y jueces; provocó la destrucción de obras y manifestaciones multitudinarias en su apoyo; dio lugar a casi 1.000 artículos de prensa; recibió mensajes de apoyo y de repudio; originó una solicitada en su defensa con 2.800 firmas; hizo necesario extender el horario de exhibición hasta pasada la medianoche; ocupó en varias oportunidades las primeras planas de los diarios; fue clausurada por la justicia y nuevamente abierta por esta.
Es el costado más incómodo de la obra de Ferrari que, por esa vía, podría convertirse en un mero epifenómeno de las turbulencias de la imaginación nacional (de sus fisuras, sus contradicciones, sus puntos ciegos y sus líneas de fuga) e, incluso, del mercado del arte477. ¿No es el “escándalo” (mediático) la clave de interpretación de nuestra era, la llave más íntima de la cultura que impiadosamente nos ofrece su abrazo478? ¿Para qué colocar la obra de Ferrari en el solo lugar del iconoclasta o el apóstata, que no la favorece porque oscurece el carácter productivo, festivo incluso, de su fuerza?
¿No es precisamente eso lo que su obsesión por el Juicio Final y el Infierno nos dicen con monomanía: que se trata de desterrar el miedo como regulador de la vida y de proponer soluciones (imaginarias) a problemas de vida?
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Toda lectura retrospectiva es siempre un poco cómoda, porque abusa del saber del presente para modelar el pasado, más o menos incierto, desde el final del laberinto. ¿Cuándo comienza la obra de Ferrari su largo proceso de depuración de todo lo accesorio? Tal vez en el momento en que el artista, como autor, se declara al mismo tiempo como incapaz de seguir reproduciendo imágenes, es decir como “productor”: porque Dios, en su infinita sabiduría, le ha negado ese don (que el padre sí tenía) y porque el artista, recíprocamente, decide ponerse al margen de la imaginería (ni más allá ni más acá: exactamente en el margen). Como productor aparecerá acreditado León Ferrari en el proyecto en el que trabaja entre 1958 y 1959 con Fernando Birri y Oski, la película de animación La primera fundación de Buenos Aires479.
Inspirada en la crónica de Ulrico Schmidl, cuya lectura constituye la banda sonora de la película (que incluye también música), La primera fundación de Buenos Aires consigue la atención del momento: Premio Fondo Nacional de las Artes (1959), Premio II Muestra del Cine Independiente del Instituto Nacional de Cinematografía (1959), Selección Oficial para el Festival de Cannes (1959). En los cuadros explicativos del comienzo se indica que, en 1958:
Il regista Fernando Birri e il produttore León Ferrari progettano un fil sul quadro. I realizzatori dell’opera inventano “una macchina diabolica” artigianale per le riprese di dettaglio e in movimento sulla sua superficie di piccole dimensioni.
La “máquina diabólica” es, en realidad, una Banc-titre (según su denominación en francés) o Rostrum camera (según su denominación norteamericana)480, dispositivo inventado en 1906 para realizar animaciones, muy frecuente en la filmación de piezas de archivo481 (documentos o imágenes fijas) y que León Ferrari consigue realizar con la asistencia de “unos amigos ingenieros que tenían una fábrica de zorras eléctricas”482.
En esa “aventura”, León Ferrari inscribe su nombre como “productor”. Al mismo tiempo, los textos de la película postulan una equivalencia entre “regista” y “produttore”, esos “realizzatori dell’opera” que no son sino dos caras de la misma moneda (el autor, el productor) o, mejor, el lugar vacío (el único) que el artista puede ocupar toda vez que ha declarado su guerra no a las imágenes, sino al uso idólatra de estas, sacadas del Tiempo/de los Tiempos, e inmovilizadas en una forma-mercancía cada vez más nauseabunda:
Una parte del arte, uno de sus aspectos, es esa relación entre el arte y la sociedad, eso de que la obra te la cuelgan y se murió (…) Es una forma de vestir la imagen del dinero… eso es el arte hoy. Cuando el tipo de mucho poder ya compró el barco, la casa country, qué le queda… bueno, para meterte en la sociedad nada mejor que comprarte un cuadro y vestirte de intelectual. El cuadro es especial para eso. Si vos comprás poesía tenés que leerla, el cuadro lo colgaste y listo: ahí quedó483.
Desde el comienzo (desde ese comienzo que yo elijo), León Ferrari se postula como un productor, un inventor de dispositivos (o, bien, un artesano que actualiza un dispositivo), un interventor de archivo, un archivista loco y, sí, totalmente irreverente, que máquina en mano, se propone devolver a las imágenes su verdad, su fuerza, su potencia (la que le viene, precisamente, del contacto del Tiempo). Un punto de vista que devuelve a las imágenes (desde el dibujo de Oski hasta al último de sus collages de tema bíblico) su movilidad, su Tiempo.
A la pregunta sobre ¿Qué es la obra?, León Ferrari parece contestar: lo que preexiste en nosotros, lo que, como una ley de la naturaleza, necesaria y oculta, debemos descubrir en nosotros (uso las palabras de Proust en El tiempo recobrado). Todo lo demás es falsedad, fetichismo de la mercancía o de la obra, uso idólatra de las imágenes, anulación del Tiempo y de los Tiempos.
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Las dos series que constituyen esta muestra, Reescrituras de la Biblia (de 1983 en adelante) y Brailles (de 1984 en adelante) forman parte del archivo de León Ferrari (“Me gustaría armar una fundación y que se vean mis obras junto con las de mi viejo, eso sería bueno, pero hay que encontrar el lugar”484).
Aunque su sentido no puede comprenderse cabalmente sino en correlación con otras series (Escrituras, Heliografías, “Nosotros no sabíamos”, etc…), sus libretas de apuntes, sus libros de poemas, su prosa política, incluso la obra de su padre, la delicadeza y la claridad de su concepción permite un acercamiento bastante fiel al conjunto (al conjunto de series). Es más, tal vez permita ver con mayor claridad la razón de las series, por lo que agregan (ausente en las series anteriores): el tacto, Oriente.
Quirúrgicamente precisa como es en su designación, La civilización occidental y cristiana articula en una gradación perfecta –de lo más general a lo más particular (que, paradójicamente, coincide con el universalismo)– lo civilizatorio (el trash industrial, los avioncitos de guerra, los cristos de santería) con Occidente (la Guerra) y la imaginería cristiana (la ética del Sacrificio) en un nudo que no hace sino colocar dos imaginarios completos (Occidente, el Cristianismo) en una justa proporción respecto de los Tiempos: superpuestas alrededor de una falla o un vacío, ambas figuritas de esos dos imaginarios cuya vileza quiere subrayarse constituyen el Monstruo de la Bondadosa Crueldad de nuestra época pero, también, de todas las épocas.
Lo que siempre nos sorprenderá de La civilización occidental y cristiana no es tanto su tema, ni tampoco su forma. No sé cómo definir la delicada precisión de la articulación que propone, pero en todo caso me parece que no se trata allí de un problema de formas (a las que Ferrari considera apenas el objeto de su crítica), sino de unas fuerzas, unas potencias que son las que encarnan en el Tiempo y en los Tiempos: el tiempo del sacrificio (Cristo), el tiempo del Apocalipsis (Vietnam), el tiempo del capitalismo en su fase menos festiva, el tiempo de la redención.
Poner a funcionar todo en relación con el Tiempo, recuperar el tiempo, luchar contra la idolatría (contra las formas, contra la forma-mercancía, contra las imágenes congeladas en un más allá de la temporalidad), no hay otra salida para el artista.
Lo mismo puede decirse de las series del Juicio Final: el Apocalipsis y la Espera, el Infierno y el Milenio. Pero más allá de todas las clases o categorías de tiempo en las que la obra de Ferrari piensa (el tiempo de la Inquisición, el tiempo de Dios, el tiempo de la tortura, el tiempo de las noticias políticas, el instante de la bomba o el del trazo, el Tiempo absoluto), en ella la Historia transcurre todavía, o más bien dura, pese a todas las predicciones de detención o de final o de hundimiento.
Como sabemos, a partir de 1985 León Ferrari comenzó a presentar en varios museos y galerías una serie de instalaciones compuestas por pájaros enjaulados que defecaban sobre reproducciones de Juicios Finales pintados por Miguel Ángel, Giotto, Fra Angélico, Wolgemut, Van Eyck, Bruegel, Gerson, Lochner, Johannes Nicolaus y Nicola Pisano.
El significado de la experiencia parece claro, pero igual conviene subrayarlo: lo mismo que le había sucedido (que le sucede) al gran arte occidental en el exterior (las estatuas y las catedrales cagadas por palomas), lo mismo (es decir, la afectación al Tiempo y a los Tiempos de las cosas de arte, el devenir ruina, la pérdida del aura por el paso del Tiempo, que es paso de vida, antes que cualquier otra cosa) era reproducido experimentalmente tomando al arte de interior como materia (¿no es el arte, finalmente, una política para la decoración de interiores?).
La obra de Ferrari (de allí que las Heliografías jueguen un papel importante en relación con este punto) da vuelta el espacio como un guante, volviendo sencillamente exterior lo que es interior, afectándolo a los “procesos naturales” propios de la intemperie (elige aves, nunca roedores). ¿A cuento de qué tanto escándalo? ¿Son las palomas apóstatas e iconoclastas?
Puede haber un impulso profanatorio en el experimento de Ferrari, por cierto, y habrá que examinar con mayor detenimiento su alcance, pero lo que queda claro en los Juicios Finales es que esa profanación no es diferente de la profanación propia del Tiempo y lo que vive más allá de cualquier amenaza de muerte, más allá de las formas, más allá de cualquier embalsamamiento. Lo mismo que hacen las palomas sobre las reproducciones que Ferrari les ofrece, lo hacen sobre la fachada de Notre-Dame y las estatuas de la Piazza della Signoria. ¿Profanación? Si acaso, como propiedad de una estética profundamente vitalista. La profanación es lo propio de una relación con las imágenes fundada en el Tiempo/los Tiempos.
No es, entonces, solo la protesta contra el Juicio (es decir, contra el fin de la historia: ¿a cuento de qué tanto escándalo?) lo que se deja leer en esas célebres imágenes cagadas, sino la afectación al Tiempo de lo natural, al ritmo de los pájaros (músicos, siempre se supo que eran: Ferrari los propuso, entonces, como pintores, ya que para él la diferencia entre unos y otros es solo de actitud en relación con la materia).
La exteriorización del interior se deja leer literalmente en Prosa política:
Propongo construir en el Jardín Botánico de San Pablo o en el Parque Ibirapuera o en la Plaza Da Sé una fortaleza en la cual no puedan entrar ni los minutos de Cristo, ni sus premoniciones, y desde donde podamos preparar el nacimiento de una nueva era el día 8 de agosto de 1999, cuando se declare muerto el tiempo del Hijo de Dios. La planta de esa construcción será la de San Pedro, pero el recinto solo tendrá de San Pedro la planta, pues será una gran columna hueca, resultado de la proyección al cielo del perfil de sus cimientos.
De este recinto, poco a poco y con el pasar de los años, podremos ir ganando años para la Nueva Era Libre de Infiernos. (…) Sobre los revoques externos, los más preciosos cuadros y esculturas de la publicidad religiosa de esta era: los de Leonardo, Fra Angélico, Giotto, Durero, Miguel Ángel, las resurrecciones, anunciaciones, inmaculadas concepciones, crucifixiones (…)485.
El arte es un arte del afuera, un arte sometido a las inclemencias del Tiempo/de los Tiempos y por eso se trata, también, de sacar del archivo (occidental y cristiano) las imágenes (unas imágenes, todas las imágenes) y, al hacerlo, ponerlas en movimiento, devolverles el gesto de lo que vive todavía, afectarlas a la vez a la historia y al Tiempo absoluto. No hay otra misión para el artista que producir lo vivo: “Y nada pudo hacer Dios contra la vida”, se lee en El árbol embarazador (1964).
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La imagen, liberada de toda devoción, de toda idolatría, de toda ilusión autonomista (artística), y afectada al Tiempo/a los Tiempos (incluso, por la vía del anacronismo que la constituye) queda disponible para el uso, e incluso, para el usus pauper establecido por los franciscanos entre 1210 y 1323 y que tanta atención filosófica ha despertado últimamente.
¿No son los collages de Relecturas ejemplos de un usus pauper del arte clásico? ¿Y no ha declarado Ferrari que “El arte contemporáneo consiste en un lenguaje para no videntes”? Por eso superpone, en Brailles, la caligrafía punteada del ciego sobre las imágenes que, transformadas por el tacto en una imagen ciega (y en una escritura ininteligible, al mismo tiempo) pasan de un plano de significación a otro.
Como un poema-haiku, las imágenes producidas por Ferrari (collages, escrituras, lo que sea) sostienen una vida impersonal, situada en un umbral más allá del bien y del mal (es decir: sobre la que no se puede juzgar ni el bien ni el mal). Muestran (no porque lo representen, sino porque lo actualizan) el pasaje de lo visual a lo táctil propio de las imágenes.
Roland Barthes propuso, para la fotografía, ese carácter táctil: las luminancias que tocaron efectivamente el cuerpo fotografiado han quedado capturadas por el dispositivo y vuelven, desde el fondo de los Tiempos/del Tiempo, para tocarme486. Más moderno que todos los modernos, podría decirse, Ferrari decide aplicar el mismo principio táctil a las imágenes pintadas, transformando la contemplación estética en un trance o proceso que atraviesa lo vivible y lo vivido.
Si la escritura (ese otro avatar de la imagen) es inseparable del devenir y “devenir no es alcanzar una forma (identificación, imitación, Mímesis), sino encontrar la zona de vecindad, de indiscernibilidad o de indiferenciación tal que ya no quepa distinguirse de (…) una molécula”487, hay que admitir que los collages de Relecturas y las sobreimpresiones táctiles de Brailles configuran, como signaturas, la misma actualización de la realidad que se dejaba leer en los Juicios Finales: lo que vemos es une vie… y por eso nos impresiona (nos toca).
Las imágenes, propone Ferrari, están vivas y, al ponerlas en contacto (al hacer del contacto la razón de su existencia), se recupera no “la vida” (noción puramente ideológica) sino “la chispa de vida” que en ellas se sostiene.
Una concepción semejante de la imagen es correlativa de la transformación del autor en productor. El autor o bien no existe (ha muerto, y si vuelve es como un muerto-vivo: Barthes); o es una función discursiva (Foucault), o una instancia ética (el ponerse en juego, el testimonio, el gesto, como único rastro de una ausencia). Es una noción crítica (del sujeto de la crítica, pero también de la crisis del sujeto).
En un caso y en otro, lo que domina es la impresión táctil: donde el discurso y la vida se tocan, allí hay autor (lo mismo dice Barthes de la fotografía: luminancias). Dicho de otro modo, el autor no es un energúmeno (un pequeño monarca de su propia nada), sino una chispa de vida sostenida en un umbral, en un margen, en una delgada línea.
En 1997, en una exposición de Brailles, Ferrari dispuso junto a las imágenes el cartel que decía “No está prohibido tocar las obras”.
La imagen, que no puede entenderse ya ni como forma ni como representación, sino como fuerza, como supervivencia inmemorial (pathos), como forma de vida (no cadáver, no momia, no ceniza ni polvo) se vuelve pura área de contacto: ¿no son “si Dios me hubiera tocado”, “que se vean mis obras junto con las de mi viejo”, deseos equivalentes, como equivalente es la Primera fundación de la cual Ferrari es productor y la última, la Fundación León Ferrari que custodia su archivo?
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Cuadro escrito está prefigurado en los cuadernos de Ferrari, que escribe en 1964:
Si tuviera alguna vez que escribir una presentación, una autopresentación, escribiría: no entiendo nada, no entiendo nada no ENTIENDO nada no entiendo nada no entiendo nada no entiendo nada no entendés nada no entiendo nada no entienden nada no entendéis nada no entenderé nada no entiendo nada no entiendo nada no entenderán nada no entiendo no entenderán no entendí nada no entiendo nada no entiendo nada [19-9-64, c3, 16b].
Dicho de otro modo: no hay nada que entender o, con sintaxis más ajustada: hay nada que entender. Solo la nada se entiende y lo que subleva es la necesidad de llenar esa nada con una imaginería pletórica en escenas de crueldad (“diluvios, Sodoma, primogénitos egipcios, Jericó, Apocalipsis, Juicios Finales, infiernos”488).
La reivindicación del tacto sobre la mirada no es casual ni caprichosa: es el fundamento de una ética que dice que la mirada es cruel porque crueles son las imágenes y que, en el tacto (que participa de la voluptuosidad), no puede haber crueldad alguna.
“El ojo por el que veo a Dios es el mismo ojo por el que Dios me ve”, sostuvo Angelus Silesius, “un autor excesivo”. Muchos años después, otro autor excesivo, Roland Barthes, lo citaba para dar cuenta de ese proceso de co-existencia que impide diferenciar la lectura de la escritura (o, en este caso: la contemplación de la producción). De la inspiración mística de Silesius, sostenida en la teología negativa (todo puede decirse, salvo el Nombre), se deducen la inmediatez y la co-existencia como propiedades de una imagen (de cualquier imagen, de todas las imágenes) y, sobre todo, como lógica del régimen de participación táctil que reclaman, ese paradójico “acto ciego” que Fabián Leblenglik subrayaba en los brailles incluidos en la muestra Tormentos-amores de 1997. La “línea delgada” sostenida por Cuadro escrito era, entonces, “una frontera oscura” que hacía coexistir inmediatamente (por la vía de la sutura, por la vía del tacto) la sexualidad y la tortura, el éxtasis sexual y la experiencia del tormento.
Dios es esa nada o nadería que la civilización occidental y cristiana (porque las otras dos grandes religiones monoteístas, la de los judíos y los musulmanes, igualmente crueles que el cristianismo, o más todavía, tuvieron la precaución de prohibir las imágenes) recubre con sucesivas capas de imágenes. “No entiendo nada” o “Hay nada que entender” o “Hay que entender la nada”: esas negaciones están detrás de las imágenes, pero no como un dios que en ellas se expresara o como una voz que dictara los trazos y los tonos (Deo volente), sino como la mano gentil que nos toca o no (“si Dios me hubiera tocado…”).
El pasaje de lo liso a lo estriado (pero también, de lo estriado a lo liso) debe entenderse como un ejercicio de traducción sensorial (de lo visual a lo táctil, y viceversa) infinita, porque traducir es dominar el espacio liso, “pero también proporcionarle un medio de propagación, de extensión, de refracción, de renovación, de crecimiento, sin el cual tal vez moriría por sí solo: como una máscara sin la que ya no podría haber ni respiración ni forma general de expresión”489.
Sin el pasaje de lo visual a lo táctil, sin esa traducción, dicen los Brailles, la imagen ya ni respira, muere por sí misma.
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Algunos Brailles toman como punto de partida fotografías de huacos eróticos mochicas. Antonio Berni, ese pintor que Ferrari admiraba hasta el degollamiento (el sacrificio), tuvo también su encuentro con los huacos (vaso, vasija, vacío):
Los huacos-retratos de la cerámica antigua del Perú no han sido estudiados, sentidos y valorados en lo que tienen de más interesante: el de ser una de las bellas manifestaciones del arte escultórico que ha realizado el hombre. Nuestros museos de Bellas Artes han puesto poco interés en incorporar al acerbo artístico de sus colecciones el inmenso caudal del arte americano que –desde el preincaico, pasando por la colonia, hasta fines del siglo pasado– forman un legado que podría ser orgullo de cualquier nación del mundo. Los huacos-retratos son, por ahora, curiosidades de los museos arqueológicos, etnográficos o históricos, como caso extraordinario de cultura aborigen, pero estas obras rebasan, por ellas mismas, los límites del común fenómeno arqueológico para entrar, con todos los honores, en el vasto conjunto de las grandes creaciones artísticas de la humanidad490.
El interior del huaco (vaso, vasija) está vacío y todo sucede en su exterior: la fornicación y “la inmundicia”, el uso “contra natura” y las “cosas nefastas” de la carne que Pablo de Tarso condenó en los textos que se superponen, como una segunda piel, a las fotografías de los delicados huacos moches. No son las piezas más logradas, precisamente por la reducción a la bidimensionalidad del huaco, pero son precisamente por eso las más significativas: hay una distancia (vacío) entre la textura, la rugosidad, las estrías de la escritura ciega y los relieves de las cerámicas. En ese vacío entre una materia modelada y la inscripción del veredicto o la sentencia cabe el Tiempo/los Tiempos. Lo que estaba destinado a un ritual celebratorio que poco y nada tiene que ver con la reproducción (las piezas moches que se conservan representan a hombres, mujeres y hermafroditas masturbándose, o practicando coito vaginal o coito anal491) aparece, por la vía del montaje (la sobreimpresión de la imagen fotográfica y la imagen de escritura), inscripto en “La civilización occidental y cristiana” tal y como la codificó Pablo de Tarso, ese némesis de Nietzsche y, en esa misma tradición, de Ferrari.
Nietzsche, como se sabe, sostuvo una gran oposición entre Cristo y Pablo: Cristo, el más suave, el más amoroso de los decadentes, una especie de Buda que nos liberaría de la dominación de los sacerdotes, y de toda idea de culpa, castigo, recompensa, juicio, muerte, y lo que viene después de la muerte; este hombre de la buena nueva fue sobrepasado por el negro y tenebroso Pablo, que mantiene a Cristo en la cruz, devolviéndolo a ella sin cesar, haciéndolo resucitar, desplazando todo el centro de gravedad hacia la vida eterna, inventando un nuevo tipo de sacerdote más terrible aún que los anteriores sacerdotes judíos a partir de su técnica de tiranía sacerdotal: la creencia en la inmortalidad, es decir la doctrina del juicio.
Habría que estar, piensa Ferrari, “Ciegos ante los frescos que ilustran los crímenes que cuenta el Antiguo Testamento y ante los suplicios que exaltan el Giotto, Botticelli y el Dante”492 y, por eso, imprime sobre grabados japoneses de tema sexual, fotografías de instrumentos de tortura o de huacos precolombinos las marcas de ese impulso civilizatorio ciego, el mismo que había sostenido a Cristo no sobre una cruz sino sobre un bombardero en La civilización occidental y cristiana, obra en la que tal vez ya no convenga tanto señalar la conjunción entre una figura y otra (entre un imaginario y otro), ya suficientemente subrayada, sino la disyunción que se sostiene, como signatura del Tiempo/de los Tiempos, entre el avioncito de juguete y la imagen de santería. En la superposición entre una y otra imagen sobrevive un misterio, un casillero vacío, la pregunta, filológica493, sobre la verdad de las escrituras (escrituras sagradas, en contraposición con las cartas, los cuadros escritos, las escrituras en braille, etcétera…). La pregunta que agita las imágenes producidas por León Ferrari interroga la verdad de la nueva alianza, la disyunción entre el amor de Jesús y el poder de Pablo como señal del Tiempo/de los Tiempos.
Después de La civilización occidental y cristiana, Ferrari trabajó en Palabras ajenas, collage literario que se convertiría en una obra de teatro que “no tendrá fin ni principio” y que, además, como La primera fundación, anota en sus libretas, “ha sido escrita para ser filmada” [11-10-66, c4, 14a].
En la obra de Ferrari, el collage no es la vía regia de una imagen totalizadora (totalizante, totalitaria), sino todo lo contrario: el significado chisporrotea en el choque de las palabras y siempre habrá una disyunción entre el tiempo presente (“contexto 1968”494) y el tiempo “cuando Dios hablaba (me pregunto por qué no sigue hablando)”495.
El montaje subraya la radical bipolaridad de vida y muerte que se agita en el arte: en todas partes, pero especialmente en Relecturas y Brailles se constata esa tensión (esa disyunción) entre lo vivo y lo muerto, precisamente lo que pone a las imágenes a circular más allá del amontonamiento inconsecuente y sin sentido de fragmentos de trabajo muerto y de esnobismo reaccionario.
Nada de eso: si hay vida en las imágenes, esa vida se sostiene en la “delgada línea” que constituye el arte de Ferrari, quien, de ese modo, se separa de cualquier formalismo estéril y vacío de sentido.
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Es eso precisamente lo que separa la obra de León Ferrari de cualquier ilusión vanguardista. En 1971 participó de la Contrabienal organizada como protesta contra la Bienal de San Pablo a instancias de Luis Camnitzer y otros artistas. Ferrari denunció, en esa ocasión, la complicidad del arte de vanguardia con las políticas imperiales y militaristas, con las dictaduras latinoamericanas.
Como Pasolini, León Ferrari sabe que la vanguardia es elitista, formalista y, por lo tanto, irremediablemente irrecuperable. Sabe también que el único interés de la vanguardia es la destrucción de las imágenes, y ya ha quedado demostrado hasta qué punto su interés es devolverles la vida y no aniquilarlas. Sabe, por fin, que la vanguardia establece con el Tiempo una relación de recomienzo: un nuevo principio (para un nuevo final: el fin de los tiempos en un nuevo registro).
A la lógica temporal destructiva y arrogante de la vanguardia, Ferrari opone lo que llama, desde 1964, “babelismo”:
hacer una cosa sin unidad, con diferentes sensibilidades (…) o hacerla entre varios. Hacer una torre de Babel y agregarle cosas de otros: Heredia, Marta Minujín, Wells, Santantonín, Badii, Althabe, Stimm, todo mezclado, todo babélico, el babelismo. Puede ser uno que arme la torre con cosas de todos, o mejor, hacerla entre todos, tachándose, cubriéndose (…). Todos juntos trabajando en la Babel y sin mirar lo que hace el otro. [1-1-64, c2, 15-16].
El mito de Babel sostiene que los hombres, en su arrogancia, quisieron construir una torre que tocara los cielos (“si Dios me hubiera tocado…”). Dios razonó: “He aquí que todos forman un solo pueblo y todos hablan una misma lengua, siendo este el principio de sus empresas. Nada les impedirá que lleven a cabo todo lo que se propongan. Pues bien, descendamos y allí mismo confundamos su lenguaje de modo que no se entiendan los unos con los otros” (Génesis, 11: 1-9).
Dios comprende que el lenguaje único es concentracionario (totalitario) y por eso establece la disyunción (lingüística) como principio de esperanza. Ferrari, que no es sordo a la voz de Dios (“me pregunto por qué no sigue hablando”), aplica al dominio del arte los principios disyuntivos que se derivan de Babel, porque comprende que “El imperialismo es precisamente ese movimiento hacia la negación de la traducción, o más bien: la reducción de la traducción a traducción a lo dominante”496. La vanguardia es un lenguaje único (y, por lo tanto, totalitario), dado que su obsesión es la novedad, el tiempo nuevo, la forma nueva. El arte de Ferrari es totalmente otra cosa: no una forma sino una fuerza, la co-existencia de elementos disyuntivos: el coito anal de los huacos y Pablo de Tarso, el dedo en el clítoris de la estampa de Utamaro y el evangelio de Marcos, el helicóptero norteamericano y el ángel tocando la trompeta, Hiroshima y la Trinidad…
No se trata de desdecir el mandato divino (entiéndanse más allá de la disyunción lingüística, co-existan en la diferencia), sino de llevarlo, por la vía de la profanación, hasta sus últimas consecuencias: la creación como traducción infinita, el arte como traducción sensorial, la traducción sensorial como vía de propagación de lo viviente y de amplificación del tiempo sin Fin de los Tiempos, sin juicio final, sinfín de la Historia.
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Después de Berni, sostiene Ferrari, solo cabe el sacrificio (el degollamiento). Sacrificarse en/por el arte es la desaparición del artista, su transformación en productor, su persistencia apenas como muerto-vivo, como pieza de un colectivo “babélico”, como engranaje de una “máquina diabólica” que incluye también pájaros vivos en su mecanismo.
No se trata de una máquina de negar (de destruir) sino de una máquina de profanar. El propio Ferrari así lo entendía ya en 1964 (y el tacto vuelve y volverá, porque es la clave de la profanación):
a) Una Venus del Milo rota, con manos encima como caminando sobre ella o como si estuvieran saliendo de su vestimenta.
b) Una virgen de Botticelli o una Eva de Cranach y cubrirla de manos, que las acaricien, viejas y arrugadas manos que las profanen… [27-6-64, c2, 31b, el subrayado es mío].
Nada más ajeno al dispositivo Ferrari que la destrucción o la negación del Padre (el padre biológico, que construía y decoraba iglesias; el Padre celestial, que estableció la síntesis disyuntiva, babélica, como ley de los hombres). Más bien, se trata de seguir esas voces, de repetir los gestos, hasta la extenuación. No tanto un giro dialéctico como una revolución antropológica; jugar el juego del padre como forma de profanación:
Si consagrar (sacrare) era el término que designaba la salida de las cosas de la esfera del derecho humano, profanar significaba por el contrario restituirlos al libre uso de los hombres (…).
El pasaje de lo sagrado a lo profano puede, de hecho, darse también a través de un uso (o, más bien, un reúso) completamente incongruente de lo sagrado. Se trata del juego. (…) El juego no solo proviene de la esfera de lo sagrado, sino que representa de algún modo su inversión497.
Usus pauper de las imágenes: eso es la profanación. Crítica de toda idolatría: eso es la profanación. Restitución de lo que vive en las imágenes (el Tiempo/los Tiempos), eso es la profanación. Palimpsesto, antropofagia y duración (nunca comienzo, nunca final), eso es la profanación.
En La primera fundación de Buenos Aires, Ulrico Schmidl dice: “y se comieron hasta los zapatos y otros cueros”, “hurtaron un caballo y se lo comieron, secretamente”, colgados los ladrones del caballo, otros españoles “les cortaron los muslos y otros pedazos de carne… se los llevaron a sus casas y allí los comieron”, “otro español, habiendo fallecido su propio hermano, se lo comió. Esto ha sucedido en el año 1535, el día de Corpus Christi, en la referida ciudad de Buenos Aires”.
Comprender una imagen no es sino asimilarla, por la vía de la digestión (se trate de la antropofagia paulista, del canibalismo tupí-guaraní o del hambre ritual –Corpus Christi– de los primeros colonizadores).
Los palimpsestos que constituyen la obra de Ferrari ( lo que en él preexiste, lo que está condenado a descubrir en sí mismo), fragmentos babélicos en síntesis disyuntiva, alcanzan en las Relecturas su expresión más clara (más despojada de todo lo accesorio). Las imágenes, puestas en relación de contigüidad, se devoran unas a otras. Una de las formas más simples de profanación se realiza así por contacto (contagione) en el mismo sacrificio que obra y regula el pasaje de la víctima de la esfera humana a la esfera divina. Una parte de la víctima (las vísceras) es reservada a los dioses, mientras que lo que queda puede ser consumido por los hombres. Es suficiente que los que participan en el rito toquen estas carnes para que ellas se conviertan en profanas y puedan simplemente ser comidas. Hay un contagio profano, un tocar que desencanta y restituye al uso lo que lo sagrado había separado y petrificado.
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En 1995, León Ferrari, junto a un grupo de amigos (Álvaro Castagnino, Juan Carlos Romero, Teresa Volco, Ricardo Longhini, Ramiro Larrain), fundó CIHABAPAI (Club de impíos herejes apóstatas blasfemos ateos paganos agnósticos e infieles, en formación) con el propósito de pedir la anulación del Juicio Final mediante una carta enviada al papa Juan Pablo II en la navidad de 1997, firmada por más de 150 personas (artistas, escritores y personas “preocupadas por la actualización de la amenaza apocalíptica”).
Buenos Aires, 24 de diciembre de 1997
Juan Pablo II
El Vaticano
De nuestra consideración:
Se acerca el fin del milenio. Se acerca, posiblemente, el Apocalipsis y el Juicio Final. Si es cierto que son pocos los que se salvan, como advierte el Evangelio, se acerca para la mayor parte de la humanidad el comienzo de un infierno inacabable. Para evitarlo basta volver a la justicia que Dios Padre dictó en el Génesis. Si Él castigó la desobediencia de Eva suprimiendo nuestra inmortalidad, no es justo que el Hijo nos la haya restituido, tantos siglos después, prolongando padeceres.
Si una parte de la Trinidad dicta una sentencia cuya pena termina y se completa con la muerte, no puede otra parte abrir cada causa, agregar otra sentencia, resucitar el cadáver y aplicar un castigo adicional que repite infinitas veces el castigo ya cumplido por el pecador una vez muerto. La justicia del Hijo contradice y viola la del Padre. La existencia del Paraíso no justifica la del Infierno: la bondad de los pocos salvados no les permitirá ser felices sabiendo eternamente que novias o hermanas o madres o amigos y también desconocidos y enemigos (prójimo que Jesús nos ordena amar y perdonar) sufren en tierras de Satanás. Le solicitamos entonces volver al Pentateuco y tramitar la anulación del Juicio Final y de la inmortalidad.
Lo saludamos atentamente,
CIHABAPAI
La carta no recibió respuesta y el reclamo se repitió en diciembre de 2000 y 2001:
Diciembre de 2000, reiterada en 2001
Juan Pablo II
El Vaticano
Asunto: Por un milenio sin infiernos
De nuestra consideración:
En su artículo 5, la Declaración Universal de Derechos Humanos (1948) dice: “… nadie será sometido a torturas ni a penas o tratos crueles, inhumanos o degradantes”.
El artículo I de la Convención contra la Tortura y Otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes (1984) califica como tortura todo acto por el cual se inflija intencionalmente a una persona dolores o sufrimientos graves, ya sean físicos o mentales, con el fin de obtener de ella o de un tercero, información, o una confesión, o de castigarla por un acto que haya cometido…”, y agrega: “todo Estado castigará esos delitos con penas adecuadas”.
La última ¿última? edición del Catecismo de la Iglesia Católica (1998) comparte la condena: “La tortura, que usa de violencia física o moral, para arrancar confesiones, para castigar a los culpables, intimidar a los que se oponen, satisfacer el odio, es contraria al respeto y a la dignidad humana” (n. 2297).
El mismo Catecismo admite los suplicios: “La enseñanza de la Iglesia afirma la existencia del infierno y su eternidad. Las almas de los que mueren en estado de pecado mortal descienden a los infiernos inmediatamente después de la muerte y allí sufren las penas del infierno, el fuego eterno” (n. 1035). Al sufrimiento de las almas el Catecismo suma el de los cuerpos. La resurrección de todos los muertos, “de los justos y de los pecadores” (Hch. 25,15), precederá al Juicio Final. Esta “será la hora en que todos los que estén en los sepulcros oirán su voz y los que hayan hecho bien resucitarán para la vida, y los que hayan hecho el mal, para la condenación” (Jn. 5, 28-29), “… e irán éstos a un castigo eterno y los justos a una vida eterna” (Mt. 25, 31, 32, 46) (n. 1038).
Se materialice o no el sufrimiento anunciado por Jesús, corresponda o no juzgarlo con nuestras leyes, el miedo de los creyentes al futuro suplicio es ya un suplicio: un sufrimiento mental actual que nuestras leyes y el Catecismo prohíben.
Frente a estas convicciones de la Iglesia, que rechaza la tortura en vida y la admite en almas de muertos y cuerpos de resucitados, y alarmados por la declaración vaticana de que el Infierno existe, es eterno y está lleno de malvados, le solicitamos: a) que extienda al más allá el repudio a la tortura proclamado en el Catecismo, b) que gestione se respeten los derechos humanos de la multitud de almas que están sufriendo, algunas desde el Gólgota, en tierras de Satanás.
Terminar con padecimientos de millones, desalojar y demoler el infierno, tranquilizar a los creyentes puede hacer realidad su esperanza de que la Iglesia pasará a la historia como la defensora del hombre.
Lo saludamos muy atentamente,
CIHABAPAI
No se trata, en estos ejercicios de “arte postal”, de reclamar por la separación de Iglesia y Estado o de promover la libertad de solventar o no el culto católico por parte de los ciudadanos (renuncia que, en países europeos, es totalmente posible), sino de un pedido mucho más radical, que afecta al Tiempo/los Tiempos y por eso se solicita la suspensión de la inmortalidad de las almas y la cancelación del Juicio Final (como punto final de los Tiempos).
Más allá de la oposición entre Jesús y Pablo de Tarso (o además de ella), aparece la oposición entre Cristo y Juan de Patmos (el “autor” del Apocalipsis).
Ferrari, como miembro de CIHABAPAI, comprende que si Cristo se instalaba en el amor humano (una práctica, una forma de vivir y no una creencia), Juan de Patmos trabaja en el terror y la muerte cósmicos. El Apocalipsis sostiene una religión del Poder, una creencia, una forma terrible de juzgar: una deuda infinita en vez del don de Cristo.
La actualidad del Apocalipsis se comprende no tanto en términos de conjunciones históricas del tipo Nerón = Hitler = Videla (en las que los palimpsestos de Ferrari insisten), ni en términos de los pánicos de ciencia ficción propios del milenarismo, sino en términos estrictamente temporales, en términos de espera (“el miedo de los creyentes al futuro suplicio es ya un suplicio”). Lo que esperamos, lo que el Apocalipsis nos obliga a esperar, genera en cada uno de nosotros formas de vivir, de sobrevivir y de juzgar. “Es el libro de cada uno de los que se creen supervivientes. Es el libro de los zombis”498.
El pintor Gustave Courbet (no es casual que El origen del mundo integre la serie Brailles) conoció personas que se despertaban en plena noche gritando “¡quiero juzgar, tengo que juzgar!”. Voluntad de destruir, voluntad de ser la última palabra para siempre jamás: triple voluntad que no es sino una sola, la del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Un poder de los últimos hombres como prolongada (infinita) política de venganza.
Lo propio del tiempo judío (que se puso para siempre en situación de espera), el “destino diferido”, es convertido por el Apocalipsis en objeto de una programación maniática sin precedentes: la pequeña y la gran muerte, los siete sellos, las siete trompetas, las siete copas, la primera resurrección, el milenio, la segunda resurrección, el juicio final… “Una especie de Folies-Bergère, con ciudad celestial, y lago de azufre infernal”, señala Deleuze499.
Todo el detalle pormenorizado de las desdichas, plagas y azotes reservados a los enemigos en el lago, y de la gloria de los elegidos en la ciudad, la necesidad de estos últimos de medir su gloria comparándola con las desdichas de los otros, todo eso marca el minuto a minuto de un final infinito.
El Apocalipsis es una inmensa máquina, una organización ya industrial (Metrópolis). Todas y cada una de las Relecturas insisten en ese punto (la Cicciolina y El Infierno de Signorelli, La Anunciación de Fra Angélico y las esvásticas del III Reich, el ángel del Apocalipsis y el misil, etcétera…).
La obra de Ferrari define el cosmos de una forma muy sencilla: es la sede de las conexiones vivas, la vida-más-que-personal (impersonal). Las conexiones cósmicas son, primero, sustituidas en la religión judía por la conexión de Dios con el pueblo elegido (la antigua alianza) y esa vida-supra-o infra-personal será sustituida por los cristianos por el pequeño vínculo personal del alma con Cristo (la nueva alianza).
El Apocalipsis no es tanto el campo de concentración (eso es el Infierno), sino la gran seguridad militar, policial y civil del nuevo Estado. La modernidad del Apocalipsis no estriba en las catástrofes anunciadas, sino en la instauración demente de un poder último, judicial y moral.
Afortunadamente, piensa la obra de Ferrari, existen otras religiones además del monoteísmo (judío, cristiano, musulmán): el sintoísmo japonés, con sus millones de diosecillos intrascendentes, es decir, inmanentes a los elementos naturales, o esa rara religión atea que es el budismo.
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La imagen que falta en La civilización occidental y cristiana (independientemente del sentido que se quiera dar a esa pieza decisiva del archivo de Ferrari), esa imagen que, por lo tanto, nos toca desde el vacío que la constituye, es el objetivo del bombardero: Vietnam y, más en general, Oriente.
Pensando en “la civilización occidental y cristiana”, la obra de Ferrari se topa con la idea de vacío (el ideograma mu), es decir: con la paradoja de un signo vaciado. Contra el pleno de Occidente (sus imaginerías, sus lógicas temporales, su teleología, sus dioses únicos y, al mismo tiempo, bondadosos y crueles), el vacío de Oriente (que no solo no tiene Dios, sino que tampoco tuvo Hegel).
Oriente, en la obra de Ferrari, co-existe con Occidente como un diferencial y, en los palimpsestos resultantes, se establece una síntesis disyuntiva entre una temporalidad teleológica (fin de la Historia, fin de los Tiempos, fin del Tiempo, Juicio y Eternidad) y una temporalidad que contradice la lógica occidental y que descubre en el Instante la fuerza del Tiempo absoluto.
Entre Oriente y Occidente, por la vía del montaje, Ferrari traza una delgada línea o frontera oscura y, como sabemos, cuando dos placas tectónicas se tocan se produce un terremoto, lo mismo en el plano de la geología como en el de lo imaginario. El satori es un seísmo y el zen es un acto de conocimiento sin sujeto cognoscente y sin objeto de conocimiento (nada puede oponerse más a Hegel, para quien el final de la historia es la identidad total del sujeto y del objeto).
De modo que la desaparición del hombre (la especie), si acaso sucediera, está bien lejos de constituir una catástrofe cósmica (el Juicio, las Trompetas, los Sellos, etcétera).
Lo que de Japón (y, más en general, Oriente) hace temblar (seísmo, satori) la imaginería occidental y cristiana es un conjunto de valores vacíos por completo de cualquier contenido “humano” en el sentido de “histórico” (es decir, no sometido a las lógicas temporales de Occidente).
Por eso, la verdad del precepto “Ama a tu prójimo como a ti mismo” no se imprime sobre una imagen cristiana sino sobre el pellizco (tacto) del clítoris, según el artista japonés Utamaro. Si Ferrari insiste (con monomanía que algunos juzgarán adolescente) en la síntesis disyuntiva entre decoraciones eclesiásticas y escenas de coito es precisamente para subrayar la experiencia pura y más desnuda del afuera que su concepción del Tiempo reclama (instantes encadenados no a un hipotético final sino a la intensidad de la duración, no otra cosa es la vida).
En la perspectiva de Ferrari, hay un epílogo del final de la historia (del Tiempo, de los Tiempos, del Juicio) donde la humanidad se conserva como “resto” desprejuiciado o desquiciado (“desjuiciado”, lamentablemente, no existe en nuestra lengua) en las formas del erotismo, la risa, el júbilo ante la muerte, el arte. Las obras de Ferrari son esas signaturas que han herido el papel (se trate de su mano, de una paloma o de un instrumento para trazar palabras en braille), que han subrayado frases, que han aislado fragmentos de su contexto y los han puesto a circular en una maquinación extranjera, exterior (que vuelve exterior los interiores), que no es ya propia ni ajena sino un campo de iridiscencia sin centro y sin orillas, ese momento el que otra escritura (la escritura del Otro) acierta a escribir fragmentos de nuestra propia vida: en suma, cuando se produce una co-existencia de elementos disyuntivos.