Vuelve Un género culpable 665 de Eduardo Grüner, como el Quijote de Menard, para decir lo mismo y otra cosa, veinte años después de su primera edición y todavía más, si consideramos las fechas originales de publicación de algunos textos en las revistas donde Eduardo tuvo a bien hacer estallar sus intempestivas consideraciones, la más famosa de ellas: la revista Sitio, cuya importancia decisiva para las personas de mi generación no ha sido suficientemente subrayada.
“Sitio” es un lugar, pero también una situación intolerable, si pensamos en el “Estado de sitio” o en el “Estado de excepción” del que nos despertamos en 1983 de la mano de una revista que nos enseñó a leer, pero sobre todo a escribir y a intervenir (porque la lectura y la escritura no eran por entonces sino formas de intervención en un campo devastado por la noche negra del desastre).
Quiero festejar la reaparición de este libro (ahora aumentado con algunas apostillas) que podemos entender como la hoja de ruta que siguió el autor de El fin de las pequeñas historias (2002) La cosa política o el acecho de lo real (2005), Las formas de la espada. Miserias de la teoría política de la violencia (2007), La Oscuridad y las Luces (2011), entre otros títulos imprescindibles que Eduardo tuvo la generosidad de escribir para nosotros.
Una hoja de ruta o un mapa de intereses (“Entredichos”, “Preferencias” e “Intromisiones”, él los llama) que también podría entenderse como un diario de preocupaciones de un intelectual heterodoxo, el caldero en el que se fueron cocinando las frases que luego encontraron espacio en argumentaciones más largas, en meditaciones más focalizadas en tal o cual problema de la historia, la teoría o las artes (convengamos en que el apetito al que Eduardo nos convida es rabelesiano).
Un género culpable es la cocina e incluso la despensa donde se guardan los ingredientes y también las recetas para cualquier banquete. Y no habrá banquete que pueda preciarse de tal sin las cosas que Eduardo incluye en Un género culpable.
Me refiero a frases, a párrafos, a páginas que yo ya he subrayado varias veces, desde la primera vez que las leí en Sitio o en Conjetural o en El cielo por asalto hasta ahora.
Algo diré de esas frases y sobre el modo en que Eduardo las consigna a un género de pensamiento, el ensayo.
Decir que hay pensamiento en Un género culpable es decir que existen en su obra proposiciones. Pero nada existe si no tiene propiedades. Y nada tiene propiedades si estas no son, parcialmente al menos, independientes del medio. Hay que establecer que existen en Un género culpable proposiciones suficientemente sólidas como para ser extraídas de su propio campo, para soportar cambios de posición y modificaciones del espacio discursivo. No es necesario, en este punto, ser exhaustivos: basta con que algunas propiedades de ese tipo sean reconocidas para algunas proposiciones666.
Lo primero que quisiera señalar es el progresivo enrarecimiento del lenguaje que a muchos lectores exaspera (pero que a mí me encanta), por la vía del entrecomillado o de la cursiva667: esas palabras así marcadas, respecto de las cuales “el autor” (yo mismo entrecomillo) se distancia, son como palabras desasignadas de cualquier subjetividad, que aparecen en los textos como si se tratara de un polvillo inevitable o, incluso, de un déficit del mismo lenguaje para hacer pasar a través de sí los pliegues infinitos de un pensamiento complejo.
Wittgenstein, a quien Eduardo cita, consideró, cuando era un joven jactancioso y dominado por el ennui propio de la catástrofe, que era mejor no hablar de aquello para lo cual nos faltan las palabras. Eduardo insiste, sin embargo, y hostiga al lenguaje para que diga lo que no quiere decir (es decir: su incapacidad para coincidir consigo mismo, el hecho capital de que falta en su propio lugar) y para hacernos leer incluso lo que no fue escrito, y por eso leemos: “el improbable lector no podrá observar ninguna clase de ‘progreso’: a lo sumo, quizás, alguna ‘regresión’, y muchas, igualmente inevitables, repeticiones”, donde “progreso” y “regresión” están entrecomilladas.
El lector perezoso terminará odiando esas marcas, que son como señales de atención sobre lo que no hay tiempo de explicar pero que debe ser pensado: ¿qué son el progreso y la regresión en el contexto de una explicación de la lógica del pensamiento sino una ilusión decimonónica de saber positivo y acumulativo?
A partir de esas comillas y cursivas (imagino una monografía maníaca que se dedicara a examinar todas y cada una de esas marcas en los textos de Grüner) queda claro que Eduardo piensa fuera o por encima de los lugares comunes del discurso, pero como los lugares comunes del discurso son, por así decirlo, inevitables (la lengua es fascista), conviene señalar la circunstancia con un gesto de escritura que invalida para siempre toda ilusión de transparencia lingüística o de tersura discursiva. Más que polvillo, entonces, esas palabras caídas de un cielo tormentoso son piedras en el medio del camino del pensamiento que el lector atento debería o bien patear al costado o guardar en el bolsillo si es que quiere, alguna vez, volver a casa.
Señales de un combate que, conviene subrayarlo, Eduardo siempre gana.
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Lo segundo que me gustaría señalar es la relación de estos textos con la noción de “obra” (que Eduardo también discute y que, naturalmente, entrecomilla). Hay obra porque hay autor (y viceversa) y la obra, cuya unidad, piensa Eduardo, es el ensayo, permite distinguir al género de la “ciencia literaria”. O sea que habría un límite, que Eduardo considera que debería ser un umbral, entre ciencia y cultura (la obra estaría, si no me equivoco, del lado de la cultura). Y sabemos que hay otro umbral entre locura y cultura (es decir: obra). En ese trilema que constituye la ecología de cualquier escritor de nuestro tiempo, Eduardo propone recuperar al Autor (la sombra de sí mismo) “en todo caso, como Nombre, y marcándolo como designación de los límites dentro de los cuales se produce un acontecimiento discursivo que podemos convenir en llamar obra” (29).
Esa recuperación vuelve al género, que se resiste a la ciencia, culpable: carece de toda vocación de restitución de un origen y, sobre todo, de toda capacidad predictiva o anticipatoria, es apenas “el testimonio de ese acontecimiento por medio de la escritura” (30).
¿Pero qué acontecimiento es ese? El pensamiento, ni más ni menos. Porque la segunda proposición que deduzco de Un género culpable es que, así como el lenguaje es inadecuado para dar cuenta de un proceso de pensamiento, también lo es la ciencia. Y por eso, Eduardo hace obra y reivindica el ensayo contra la monografía.
O sea, entre la ciencia y la cultura se impone una decisión. Fue el caso de Saussure, cuyo Curso le permitió asumir un puesto en la cultura (aparte quedaron sus monografías o “trabajos científicos”). Fue el caso de Freud, quien renunció a la monografía en favor del libro (en favor de la forma de obra y de cultura), porque la ciencia de su época (y su paredro, la técnica médica) no estaba preparada para lo que él tenía que decir (Traumdeutung). Lacan también tuvo que elegir: al final de la Segunda Guerra, el psicoanálisis ya estaba inscripto en el universo organizacional de la ciencia normal. Y sin embargo, los Escritos se publican en el horizonte de la obra (y no en el de la ciencia).
Eduardo es bien consciente de esos antecedentes y, sobre todo, es consciente de los riesgos de la obra, que bien puede pensarse como desecho, y por eso asimila lo que hay en sus ensayos con un “resto” (propiamente, un cadáver), y al autor del ensayo con el criminal o el cómplice.
¿Cuál es el crimen que en estas páginas se comete? El de un pensamiento desencadenado, es decir: liberado de los burocráticos protocolos de la ciencia sin por ello caer en la locura. Pensar, escribe Eduardo, es “la actividad que busca una huella diferente, ‘fuera de lugar’ en ese sendero normalizado por las idas y venidas de los mismos pies” (37).
Al proponerse como “obra”, entonces, el pensamiento de Un género culpable se coloca a igual distancia de la locura (la ausencia de obra) y de la ciencia (la tachadura de los nombres propios) y, al mismo tiempo, recurre a la protréptica como manera de arrancar al sujeto de la doxa.
La protréptica asume, en el espacio del párrafo escrito en Un género culpable, la forma atécnica de la conversación erudita, que no pudiendo desplegarse según la formalización del diálogo, se entrega al excursus, a la palabra rara, al juego con los significantes (comillas, cursivas) que impiden al lector, participante de una época (la nuestra) que, como ninguna otra, se revela enemiga radical del pensamiento, abandonarse a su inclinación “natural” (fascista) de lengua, y lo hacen desconfiar de las sucesiones lineales y las disposiciones simétricas, lo invitan, en suma, y eso es el mayor mérito de lo que sucede en los textos de Eduardo, al saber que vendrá.