Leía un libro360, mientras en París provocaba controversia la decisión del Musée d’Orsay (dedicado al arte europeo de 1848 a 1914) de alquilar (en todo o en parte) sus colecciones como fuente de financiamiento de las obras de remodelación que encaraba, y mientras, en Buenos Aires, comenzaba a dictarse una carrera de posgrado en Curaduría de Artes Visuales en la Universidad Nacional de Tres de Febrero (UNTREF), con diploma de especialización y de maestría.
Pareciera que, en relación con el arte, no preocupa tanto cómo hacerlo (porque el arte, lo sabemos desde Duchamp, desde Kafka y desde Warhol, puede ser cualquier cosa), sino cómo mostrarlo.
En todo caso, las instituciones especializadas en la exhibición de arte (los museos, galerías, atelieres, etc.) consideran que el montaje ha pasado a formar parte del acontecimiento artístico en sí mismo. Tal vez sea así o tal vez no. Lo que en todo caso se deduce de los debates y las interrogaciones a las que obligan la “nueva museología” o, más pomposamente, los New Museum Studies, es la necesidad de una crítica específica que tome ya no al arte como objeto, sino a los procesos de exhibición o “relatos curatoriales”361 en los que “el arte” se constituye como objeto de la mirada (una cierta mirada).
Pienso en mis últimas experiencias en museos y me asaltan preguntas suficientemente complejas como para intentar contestarlas de una sola vez, pero que, en todo caso, merecen plantearse en todas sus implicaciones, porque, bien miradas, permiten desplegar un conjunto de hipótesis sobre el arte, la cultura y sus complejas relaciones.
La palabra “curación”, en castellano, proviene de la italiana cura (y esta, a su vez, de la cura latina o de la más antigua coera o coira). La traducción más adecuada para el a cura di que suele leerse tanto en las antologías, las ediciones críticas y también en las muestras de arte (o en las películas, donde hasta la música ha sido “curada”) sería “al cuidado de”, porque cura significa sollecitudine, grande ed assidua diligenza, vigilanza premurosa; assistenza; grave e continua inquietudine y, por extensión, affare, negozio, ufficio e tutto ciò che sollecita e richiede vigilanza.
Lo primero que habría que preguntarse es, por lo tanto, de dónde nace esa intranquilidad en relación con las artes, que las vuelve objeto de una inquietud grave y continua. Se trata, sin duda, del sentido: de darle sentido a aquello que parece no tenerlo o de encontrar el sentido que se sospecha oculto. La curaduría es la persecución del sentido del arte y, por lo tanto, una práctica subsidiaria de la pedagogía.
Pero nosotros, sudamericanos, sabemos que curare bien puede implicar la asistencia o la vigilancia apremiante, pero también la muerte: el curare es un veneno que produce parálisis progresiva y finalmente un colapso cardíaco. Como en el caso del pharmakon griego (a la vez medicamento, droga y veneno), creo que hay que sostener esa ambigüedad constitutiva de un término no del todo adecuado porque, tal vez, tanta diligencia termine paralizando al arte (al que siempre pensamos como una potencia de desintegración, incluso cuando mejor creía alabar las cosas de este mundo).
*
El 13 de enero de 2010 cerró, en el museo Guggenheim de Nueva York, una retrospectiva monumental de Vasili Kandinsky (1866-1944), precursor de la abstracción y uno de los grandes favoritos del museo, fundado en 1937.
Desde 1959, el Guggenheim ocupa su edificio emblemático en la calle 89 y la 5ª Avenida, diseñado por Frank Lloyd Wright como una rampa que desciende en espiral desde una sexta planta hasta la planta baja. La forma, pese a las críticas que recibió a lo largo de los años por parte de muchos artistas, fue copiada por varios museos del mundo (el Iberê Camargo de Porto Alegre, por ejemplo).
Con el tiempo y la masificación del turismo museístico quedó claro que iba a resultar imposible disponer en el Guggenheim la cantidad necesaria de ascensores para subir al público hasta el comienzo hipotético de los recorridos, y hoy las muestras se montan de abajo hacia arriba, con lo cual se contradice el sentido del diagrama original. Como la rampa helicoidal tiene un declive bastante suave, la inversión del itinerario no resulta demasiado cansadora, pero de todos modos es curioso que en la ampliación de 1992 no se tuviera en cuenta esa necesidad (sobre todo en una ciudad muy acostumbrada al masivo tráfico ascendente: Empire State Building) y se decidiera subordinar una decisión estética a una imposibilidad técnica.
Las consecuencias son graves al menos en dos puntos: por un lado, se otorga a la obra expuesta un carácter “ascensional” que, a veces (en el caso de Kandinsky es muy claro), el arte moderno no solo no necesita sino que explícitamente rechaza. El sentido diagramático de “elevación”, asociado al “progreso” de la obra, reinstala implícitamente en el arte las tendencias hacia lo “sublime” que precisamente el arte moderno (y, en particular, el arte modernista) trató de eliminar de su horizonte.
Por el otro, el público encuentra ante su mirada, en los niveles más bajos, los “borradores” o pretextos de la obra célebre: en el caso de Kandinsky, una serie de ejercicios fauvistas más bien intrascendentes, lejos de las tensiones entre lo orgánico y lo inorgánico que caracterizan su arte más celebrado.
Por puro capricho (o por respeto hacia el arquitecto), uno podría realizar el recorrido tal como el edificio reclama (y en contra del criterio expositivo). El resultado sería sorprendente porque vería, en primer término, aquello más característico de la obra asociada con el nombre propio del autor (puro Kandinsky) y, luego, las tentativas, los avances y retrocesos para alcanzar esa pureza.
De hecho, lo que revelaría ese ejercicio de anacronismo es la peor de las desgracias que pueden afectar al arte: el evolucionismo. Presentada en orden cronológico, la obra parece un aprendizaje meramente técnico, un proceso acumulativo, sin que lleguen a percibirse los sobresaltos, las discontinuidades, los eternos retornos de lo mismo, los sueños recurrentes y las pesadillas del artista.
Un mero handicap tecnológico (la escasez de ascensores para movilizar a las muchedumbres) revela, en el Guggenheim, el cansancio que se desprende de una presentación rutinaria de los objetos artísticos, como si estos solo fueran el efecto de una cronología y no de mutaciones imprevistas.
La muestra fue curada por Tracey Bashkoff (por el Solomon R. Guggenheim Museum), Christian Derouet (del Centre Pompidou) y Annegret Hoberg (de la Städtische Galerie im Lenbachhaus de Múnich) con la asistencia de Karole Vail, y ninguno de ellos pudo imaginar mejor manera para presentar la obra de Kandiski que la progresión cronológica y el movimiento ascendente, esos lugares comunes de la chatarra cultural.
*
Visiblemente abrumado, Tim Burton subió al escenario del auditorio del MOMA donde se inauguró una monumental muestra retrospectiva de su obra gráfica y cinematográfica362, para agradecer a las autoridades del museo, a sus sponsors y a los curadores de la muestra, “que le dieron sentido a mi vida”. Acribillado por los flashes de los fotógrafos de todo el mundo, tartamudeó un solo pedido, una súplica: “¿Hay un médico en la sala que venga a verificar si estoy muerto? En todo caso, me va a dar un ataque cardíaco”.
Es, seguramente, una expresión de falsa modestia por parte de alguien acostumbrado a lidiar con las amargas mieles de la celebridad pero es, sobre todo, una declaración que coloca al artista en el único lugar que le corresponde por derecho propio: el lugar del muerto (no otro ha sido siempre el tema de las películas de Burton y no es sino respecto de esa tensión que su carrera adquiere todo su sentido)363. Por eso, en la perspectiva de Burton, museos y cementerios funcionan en la misma longitud de onda364.
Tim Burton, lo sabemos, es un maestro de lo siniestro, lo que significa que es capaz de ver (y de poner en imágenes, porque la visión es una avenida de doble dirección) lo más extraño en las situaciones más familiares. Al mismo tiempo, ha sabido volver adorables a los monstruos con los que vivimos, transformando las más negras pesadillas en tragic toys for girls and boys (su serie de muñecos), un Disney del siglo XXI.
Timothy William Burton nació en Burbank, California, el 25 de agosto de 1958, donde pasó una infancia solitaria solo acompañada por personajes de ficción (propios y ajenos). “Mi infancia en un suburbio…” es la leyenda con la que Burton comienza todos sus ejercicios autobiográficos, pero hay que señalar que Burbank es la “capital mundial de los media, porque en ella tienen sus sedes las principales corporaciones de la industria del entretenimiento, incluida, claro, los Estudios Disney”.
Bien pronto el talento para el dibujo y el diseño de Burton fue notado en su ciudad natal (a los 13 años había realizado junto con amigos su primer corto animado, La isla del doctor Agor) y en 1976 el joven prometedor ingresó en el Instituto de Artes de California (Cal Arts, fundado por Walt Disney como “plataforma de aprendizaje” para jóvenes interesados en la animación gráfica). Allí produjo la serie animada Stalk of the Celery Monster, gracias a la cual fue contratado por los estudios Disney, cuyos ejecutivos nunca lograron comprender del todo el punto de vista de Burton. Los años ochenta están puntuados, en efecto, por una serie de proyectos no realizados (True Love, 1981-1983; Romeo y Julieta, 1981-1984; Alien, 1983; Dream Factory, 1983, son algunos de ellos) y otros que, producidos por Disney, no fueron comercializados (entre los cuales se cuenta la versión de 1983 de Hansel y Gretel, solo transmitida por Disney Channel durante el Halloween de aquel año.
Como luego en las célebres polémicas con la Warner Bros a propósito de Batman, ese héroe desquiciado, deprimido y deprimente, Burton se mostró ya desde el comienzo de su carrera artística (como dibujante, director y productor) un paso más allá (pero tampoco mucho más) de todo lo conocido. Vincent (1982) y Frankenweenie (1984), dos cortos producidos por Disney, le dieron a Burton la fama de excéntrico que cultivaría para siempre (desde su imaginación un poco torturada hasta sus raros peinados nuevos) y, al mismo tiempo, asustaron a los siempre conservadores ejecutivos, que se negaron a distribuir comercialmente una película de animación vagamente expresionista y un mediometraje en el que un niño se esfuerza por resucitar a su perro Sparky, atropellado por un auto.
Ocupar el lugar del muerto, que en este caso no es otro que Walt Disney, fue una tarea que a Tim Burton le llevaría todavía algunos años.
Sabemos todo lo que hace falta saber del niño Burton, distante de sus padres y sofocado por el ambiente suburbano no tanto a través del gran Edward (protagonista de El joven manos de tijera, 1990), que ha sido justamente considerado un personaje autobiográfico, sino sobre todo por el autorretrato confesional de seis minutos Vincent, filmado en blanco y negro y narrado por Vincent Price. Allí, la madre (representada por un dedo acusador) quiere que Vincent salga afuera para disfrutar de una “diversión verdadera” mientras que el niño de siete años, fanatizado por las películas de Vincent Price, insiste en permanecer en su encierro maníaco, atravesando pasillos oscuros, solo y atormentado.
Esa relación entre el exterior y el interior (que es una manera de definir la imaginación, pero también la infancia365), bien mirada, atraviesa toda la obra de Burton, desde sus primeros dibujos y diseños hasta la versión de Alicia en el país de las maravillas (2010).
Interior/Exterior es una oposición que se corresponde con la oposición entre la infancia desolada en Burbank y Hollywood como fábrica marchita de sueños, y es correlativa de la figura del héroe de Halloween (Jack-Burton), que quiere reemplazar a Santa (Disney) precisamente como formador de la infancia: no como “educador”, sino como aquel que da formas, imágenes o figuras a las pesadillas de la infancia, esa noción tan problemática para los norteamericanos, que no cesarán de estatizarla hasta niveles desconocidos por cualquier imperio previo366.
La infancia, lo sabemos, es esa condena a muerte, es lo que está (en nosotros) condenado a morir y lo que permanecerá (adentro de uno) como un muerto-vivo.
La obra de Tim Burton, que (pese a sus apariencias) carece de toda vocación nihilista, ha hecho de esa conciencia de la infancia como moriturum su razón de ser y es lo que explica, en primer término, sus repetidos desacuerdos con los ejecutivos de las grandes compañías, en segundo término, su eficacia en términos de identificación (ese milagro que el cinematógrafo no podrá nunca expulsar de su lógica más íntima) y, finalmente, su inclusión como parte de la política curatorial de uno de los museos de arte contemporáneo más famosos del mundo.
Equidistante de las desesperanzadas investigaciones expresionistas de un Francis Bacon, pero también de la algarabía más superficial del pop-art (a igual distancia, también, de Noche de Brujas y de Navidad), Tim Burton parece haber encontrado, de la mano de Ron Magliozzi y Jenny He (los curadores de la muestra, los que revolvieron y ordenaron el archivo maniático del artista, pero también los galpones y laboratorios de Disney, Warner, Paramount y Fox), el camino hacia su propia museificación, o, como le gusta pensar a él, hacia su propio cementerio: la tumba en la que yace su infancia y, porque la cultura no es sino esos destellos de mutua simpatía, seguramente la de todos los que se acercaron al MOMA para ver cómo un niño suburbano y neurótico fue capaz de hacer con sus terrores una obra, lo que involucra no solo un estilo (hipótesis trivial) sino la transformación de una pura potencia de la imaginación en cosa que se compra y que se vende: una mercancía: Tragic toys for girls and boys. Mucho más que “Edward Manos de Tijera” o que cualquier otro de sus personajes (incluido Willy Wonka, que se le parece tanto), Tim Burton parece adoptar el lugar de Beetlejuice (1988), ese habitante de un cementerio de maqueta que es convocado para ayudar a los muertos que no terminan de aceptar que ya no tienen espacio en este mundo.
Tanto en el catálogo de la muestra como en la inauguración para la prensa del 17 de noviembre de 2009, Glenn Lowry (director del MOMA) y los curadores se esforzaron en justificar la singular presencia de Burton en las salas del museo. “Desde siempre [1939]”, dijo Lowry, “el MOMA ha presentado arte y artistas cinematográficos en sus galerías. Es una suerte que Burton sea, además de todos sus demás talentos, un archivista de su propia carrera, lo que ahora nos permite ser la primera institución en presentar al público masivo la mayoría de esas obras” o pretextos. “Para Tim Burton”, dice Ron Magliozzi, “dibujar es el ejercicio de una imaginación infatigable”. Y Jenny He coincide: “Tim Burton es un visionario sin ataduras, un auteur”.
Es la autoridad del “autor” y la marcha infatigable de su imaginación lo que justificaría su inclusión en las galerías del MOMA y no la mera obsesión por los desperdicios tan característica de la cultura norteamericana.
De todas las fiestas populares del mundo, una de las más extrañas es sin duda Thanksgiving, que no solo recuerda una matanza, sino que la actualiza anualmente a través de la masiva ejecución de los pavos que constituyen el obligado menú de los agradecidos festejantes. Parte de la celebración es el desfile de globos inflables que patrocina la tienda Macy’s el último jueves de noviembre. La noche previa, las muchedumbres que transforman Nueva York en lo que tal vez secretamente sea (una Mar del Plata sin mar y sin lobos marinos) van a ver los muñecos ya inflados y dispuestos a iniciar su largo viaje al fin de la noche.
Vistos así, esos personajes de la cultura infantil más famosa (Mickey, el Hombre Araña, Pitufo, Snoopy, Buzz Lightyear, la Rana René, etc…), tirados en la calle, boca abajo, parecen los cadáveres de una guerra total y definitiva. Y la gente circula, observando esos muertos colosales, que en algún sentido son los despojos de la propia infancia transformados en estrategia de mercadotecnia para inaugurar uno de esos Black Fridays en los que siempre hay algún muerto “de verdad”, atrapado por hordas enardecidas de compradores compulsivos que han pasado la noche en vela para acceder a las mejores ofertas.
¿No es, en el fondo, el deseo de dejarse arrastrar por esa misma fuerza, ese mismo carnaval lo que habrá llevado a las autoridades del MOMA a programar esta muestra deliciosa, sí, pero que no es más que un comentario irónico sobre la muerte de alguien que, desde hace años, está más allá del arte (porque está más allá de la “alta cultura”)? ¿No es la acumulación de cachivaches (el traje de Gatúbela, el pulovercito de angora de Ed Wood, las cabezas cortadas de Marte Ataca lo que vuelve, irremediablemente, al Museo un Cementerio, al arte un memento mori y al lugar del artista, el lugar del muerto en vida?
¿No será a eso a lo que más teme Tim Burton, a ese intervalo temporal equidistante de la fiesta pagana (Noche de Brujas) y la celebración cristiana (la Navidad), y es por eso que nos pedía un médico que verificara si no había pasado a mejor vida, atrapado en una fiesta perpetua donde el pensamiento más triste se transforma en souvenir vacacional?
*
Considerado en cualquiera de sus facetas, “el arte” ha llegado a ser algo que no necesariamente estaba destinado a ser: un consumo suntuoso, la esfera de “lo caro” por antonomasia. Y por lo tanto, lo difícil de guardar, de transportar, de cuidar (asegurar) y de curar (en el sentido administrativo que la figura tiene en el mundo curatorial, pero también en el sentido médico). “Buena muestra”, para una empresa de arte (galería o museo), es una que, más allá de las bondades que reúna, amortiza su costo.
Los comerciantes florentinos, venecianos y flamencos, en cuanto conseguían juntar algún dinero, mandaban a hacer unos bonitos palacios según las reglas de la proporción más de moda y contrataban a los pintores más experimentales para que les decoraran las capillas a las que acudían las jovencitas y los obispos que sus familias producían en cantidades semejantes. Los príncipes, con su tendencia al derroche, ya venían haciéndolo desde antes.
Pero hoy, la burguesía tiende a prescindir del arte y solamente los Estados (y ni siquiera individualmente considerados) son capaces de ofrecer un mecenazgo semejante al de antaño. Por eso, los museos “coproducen” muestras y además salen en desbandada a conseguir los dineros que necesitan para cuidar y mostrar (curar) los preciosísimos objetos que constituyen su patrimonio. Y por eso, también, los artistas vivos aceptan (a los muertos se les imponen) las más duras condiciones de exhibición. Lo mismo da que se trate de museos públicos o privados.
Como, además, el arte se ha vuelto cada vez más inmaterial y, por lo tanto, intermitente (el público, aun el menos educado, lo sabe de algún modo), se podría trazar (por ejemplo, en la figura de Andy Warhol, alrededor de ella y por ella) el límite de lo rentable (en lo que se refiere, al menos, a muestras antológicas de un solo artista).
Hace unos años, la Gemälde Galerie de Berlín ofreció una muestra (Rembrandt) que bien podía entenderse como “Todo Rembrandt”. El efecto era curiosísimo porque, como cualquiera puede suponer, Rembrandt no pintaba sus cuadros para que estuvieran todos juntos en alguna parte, de modo que disponerlos en montonera violentaba de algún modo lo que cada cuadro podía decirle al mundo (creo que entonces, y por suerte, La ronda nocturna faltó al reencuentro de todos esos parientes que no se conocían entre sí).
Warhol es todo lo contrario. Por un lado, sería imposible imaginar ese conjunto totalitario (al mismo tiempo que un “Todo Warhol” vuelve a su museo de partida, otro está siendo despachado en algún aeropuerto, y los grandes museos del mundo siguen mostrando sus respectivos “todos”).
Pero, además, como la condición del sentido warholiano es el deslizamiento a lo largo de una serie, su obra resiste con hidalguía al cambalache, que es en general lo que hemos visto en Buenos Aires (la inadecuación entre el objeto de arte y el espacio que lo contiene).
En los últimos años, Buenos Aires albergó dos grandes muestras de Andy Warhol, uno de los más emblemáticos artistas estadounidenses de la segunda mitad del siglo XX y, junto con Alberti (el inventor de la perspectiva) y Duchamp (el que saca definitivamente, por metonimia, la verga de la escena anatómica), probablemente una de las mentes más brillantes de toda la historia del arte. En junio de 2005, el Centro Cultural Borges inauguró una muestra antológica de su obra gráfica, películas y documentos. En su mayoría, el conjunto provenía de la Fundación Antonio Mazzotta de Milán (con algunos préstamos de la Galería Sonnabend de Nueva York). Fue la muestra más visitada en toda la trayectoria del Centro Cultural Borges.
Cuatro años después, a finales de 2009, el Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires (MALBA) repitió la performance con la muestra más concurrida desde su inauguración. “Mr. America”, esta vez, focalizaba su atención en la última obra del pálido maestro de la instantánea, mayoritariamente sacada del Museo Warhol de Pittsburg. La muestra venía de Bogotá y continuaría su recorrido (seguramente triunfal) en San Pablo, entre el 27 de febrero y el 25 de abril.
Las dos colecciones mostraron algo sobre el arte de Warhol –poco que no fuera ya muy conocido, pero en todo caso siempre es conmovedor el reencuentro con los artistas que formaron nuestro gusto y nos enseñaron a pensar las complejas relaciones entre imágenes y sentido (a mí, pero también a Foucault, a Deleuze y a tantos otros). Pero mejor es detenerse en el “formato” de las muestras, tan parecidas y tan diferentes al mismo tiempo.
En cuanto a las diferencias (fundadas no tanto en criterios curatoriales, sino en la mera disponibilidad de las obras), la muestra del Centro Cultural Borges era más histórica (y por lo tanto, más rara): ponía a convivir los primeros ejercicios warholianos con sus últimos estertores. La del MALBA prescindía de toda progresión y mostraba el Warhol más canónico. Los textos que acompañaban la primera eran penosos; los de la segunda ayudaban a los menos informados.
La curación consiste, al menos (“como la decoración de interiores”, suele decir un curador del circuito alternativo de Buenos Aires), en la distribución de ciertas masas conceptuales (el arte) en determinados espacios (públicos o privados). En el Centro Cultural Borges, la historia de Warhol estaba dispuesta en un espacio tan reducido y con una iluminación tan caprichosa que se tenía la sensación de estar en el vientre de un arca de Noé donde las cosas habían sido amontonadas hasta que el tiempo (del arte) mejorara.
En el MALBA las cosas eran bien distintas, pero la muestra estaba distribuida en dos espacios alejados (separados por un piso y todo el arte latinoamericano contemporáneo en el medio), lo que dilataba penosa, innecesariamente, los principios de articulación de la muestra.
Las dos muestras, que habían sido curadas para espacios cualesquiera y un público global (que es mucho más que decir transnacional) solo podían adecuarse con incomodidad a las salas que se les destinaban. ¿Podrían las cosas haber sido de otro modo? Seguramente, no.
Las muestras itinerantes, de las que las dos de Warhol son apenas un ejemplo, constituyen la condición de posibilidad del exhibicionismo en nuestros tiempos: como los recitales de Madonna, las muestras de arte dan hoy la vuelta al mundo. Las más baratas (o las más rentables) llegan incluso a Buenos Aires.
Por eso, la presencia de Warhol en un museo latinoamericano no debería violentar nuestra conciencia (¿no estuvo Dalí en el Museo de Arte Decorativo?), y la distribución de las obras en el espacio (el “relato curatorial” que la serie parece proponer) se debilita como foco de nuestra atención.
En contra de lo que podría pensarse, el museo o galería que recibe obra carece de toda posibilidad de curarla (salvo en sentido administrativo). Se abandona, así, el sentido de mediación que, alguna vez, pareció organizar (siquiera imaginariamente) la práctica curatorial. Al mismo tiempo, como el curador nominal de la muestra (contratado en Milán, o en Pittsburg) ignora, por principio, los espacios y las audiencias en las que tendrá cabida su intervención (la conscripción de fondos para la que ha sido convocado), opera de forma tan abstracta en relación con el material que organiza y el público que lo verá que es más bien poco lo que puede agregar al sentido común. Se hace lo que se puede, con lo que viene y como viene.
*
Los imperios se caracterizan por su capacidad para reconocer la multiplicidad de lo viviente (la diversidad de las formas de vida) y, al mismo tiempo, por su convicción de que son ellos quienes mejor pueden administrar esa multiplicidad y esa diversidad a partir de un sistema de categorización que, más tarde o más temprano, terminará sometiendo esas potencias de lo otro a una mera variante de entonación pero, nunca, de función, de forma o de sentido.
Los museos imperiales, con su declarada vocación de custodios de la historia en su totalidad, son un claro ejemplo de ello. Son vanas las protestas egipcias contra el Pergamon de Berlín para recuperar la Nefertiti o las sublevaciones atenienses en reclamo de la restitución de los frisos del Partenón que los ingleses se llevaron para enriquecer su British Museum: el Imperio sigue considerando (y así lo declara cada vez que el asunto sale a cuento) que es el mejor custodio de esas piezas que las modernas repúblicas que se levantan sobre las ruinas de los antiguos imperios serían incapaces de salvaguardar de la barbarie (la polución, el vandalismo). Quien manda en el mundo decide qué negocios hacer con la historia propia, pero también con la ajena.
Se escucha, incluso, que es ilusoria la reivindicación soberana de esos patrimonios porque las naciones son modernas y que por lo tanto no hay línea de continuidad entre el siglo de Pericles y la Atenas agobiada por la crisis financiera del capitalismo, o entre las dinastías egipcias y el Cairo musulmán y pro norteamericano de nuestro tiempo. Esos monumentos del pasado, declaran, son un “patrimonio de la humanidad” cuya exacta grandeza nadie ni nada sino un imperio es capaz de administrar e interpretar.
El imperio es coleccionista, pero no lo es por razones meramente estéticas derivadas del ocio y la contemplación desinteresada de las cosas del mundo367, sino sobre todo porque quiere mostrar a los ciudadanos de las Metrópolis el tamaño de su abrazo humanitario: “fíjense qué lejos hemos llevado nuestro sistema clasificatorio; fíjense qué extraños ejemplares hemos conseguido para llenar los casilleros de nuestras colecciones; fíjense lo bien que administramos la multiplicidad de lo viviente”368.
El siglo XIX, que se dejó arrastrar por los paroxismos de los imperios dinásticos al mismo tiempo que preparaba su ruina, multiplicó los museos de las civilizaciones, los parques zoológicos, los jardines botánicos y los museos de arte como manera de demostrar que no había variedad de lo viviente que pudiera resistirse a su poder de administración.
Visitados hoy, los museos imperiales dan una impresión penosa: son el residuo anacrónico de una concepción de lo viviente que murió asfixiada en los hornos crematorios del nazismo. El British Museum es tal vez el ejemplo más conspicuo de una serie de saqueos totalmente desatinados y que no pueden contemplarse sin temblor.
No hay impresión más desasosegante que examinar, en la sala del Partenón, esos pedazos de piedra que habían sido concebidos para que, azotados por el viento en una colina del Mediterráneo, dijeran cosas sobre la relación con la historia y con lo sobrenatural que una comunidad había decidido sostener como propia, como una forma-de-vida369 (un estilo, sí, pero también una ley formal y una sustancia). Fuera de contexto, los frisos del Partenón solo pueden decir que fueron objeto de una política de normalización, que perdieron su carácter sacro (al mismo tiempo sagrado y maldito, imposible y prohibido) cuando fueron forzados a ocupar una posición en la política curatorial de un museo del imperio.
Con el arte sucede más o menos lo mismo, y basta con cruzar el Támesis para encontrarse, en la Modern Tate, que tanto ha enriquecido el área londinense de Southwark, con una parodia de la mirada imperial sobre lo viviente, esta vez acotada a esa forma de vida que reconocemos como “arte”. Y, en particular, el arte del siglo XX.
La historia misma de ese proyecto surgido del corazón de las políticas culturales del thatcherismo merecería un mayor desarrollo. Pero basta observar la ordenación actual de la colección permanente del museo (una de las más importantes del mundo en su género) para darse cuenta del modo en que la mirada imperial administra el arte.
Hasta 2006, la colección estuvo organizada en cuatro grupos temáticos (Historia/Memoria/Sociedad, Desnudo/Acción/Cuerpo, Paisaje/Materia/Medio ambiente y Bodegón/Objetos/Vida real), que, cuestionables como podían ser, al menos suponían un principio de organización (sin el cual, se sabe, no hay colección posible).
Luego de varias manipulaciones, hoy el museo ofrece su colección permanente articulada en cuatro categorías: Poesía y sueño (la estela surrealista), Gestos materiales (pintura y escultura europeas y americanas de posguerra), Estados de flujo (cubismo, futurismo, vorticismo, “cambio y modernidad”) y Energía y Proceso (arte radical de los años setenta y el movimiento “Arte Povera”).
Es una nueva forma de organizar el todo que pretende prescindir de las antiguas variables temáticas, pero lo que en principio se postula como una organización formal pronto se revela como una organización histórica encubierta (que es lo único que puede explicar la aparición de Joseph Beuys junto con Francis Bacon bajo la ambigua rúbrica de la poesía y el sueño). Es como si cada categoría se propusiera un desarrollo más o menos autónomo de la historia del arte del siglo XX (y, por eso, el inevitable Picasso está incluido en las cuatro), pero, sobre todo, un desarrollo diferente de las líneas hegemónicas impuestas por el Museo de Arte Moderno de Nueva York.
Los curadores de la Tate parecen al tanto de las últimas corrientes museográficas y por eso proponen “relatos curatoriales” en lugar de clasificaciones temáticas. Pero esos mismos relatos a veces se contradicen y otras se superponen, como si lo único que interesara fuera (en un museo popular como pocos otros en el mundo) un statement sobre el poder de la propia mirada (imperial) por sobre otra mirada (igualmente imperial): “hemos retomado las riendas administrativas del mundo”.
Comparada con el British Museum, la Tate no provoca la misma impresión de cachivacherío malamente importado (porque el arte y la civilización responden a lógicas diferentes de apropiación), pero en un caso y en otro se trata de interiores imperiales en los cuales se decide qué fragmento de arte o de cultura hace lucir mejor la capacidad adquisitiva de los contribuyentes. La gratuidad de los museos londinenses no quiere decir sino eso: como el imperio (milenario) ha decidido administrar la totalidad de lo todavía vivo (¿no es curar una vigilancia atenta a lo que vive todavía?), es justo y legítimo que los no ciudadanos del reino puedan disfrutar sin pago de peaje, cuando visitan la Metrópoli, esas ambiguas propiedades (bienes, pero también cualidades) que alguna vez fueron experiencias de vida.
*
Tres grandes obsesiones sostuvieron (a) los pueblos precolombinos de la zona de Perú: la albañilería, de lo cual son impresionantes muestras los sillares incaicos en Cusco y Macchu Picchu y las pirámides de ladrillos de barro del Templo de Adoradores del Mar (Huaca Pucllana, el centro administrativo y ceremonial de la cultura de Lima) en el corazón del coqueto Miraflores limeño; la agricultura, de lo que brindan testimonio las terrazas escalonadas de Ollantaytambo o el centro experimental de Moray; y, finalmente, el sexo anal, prolija y detalladamente registrado en los huacos eróticos de la cultura mochica.
La cultura moche (o mochica, o proto-chimú) se desarrolló entre los años 300 a. C. y 700 d. C., en la costa del norte de Perú. Los conocimientos en ingeniería hidráulica (canales de riego) permitieron a los moches desarrollar una agricultura de grandes excedentes que fundamentaron una economía sólida y pujante. Sabido es que, habiendo excedentes económicos siempre habrá como correlato excesos artísticos y culturales: los moche fueron los mejores ceramistas del antiguo Perú y en las vasijas (de uso cotidiano o ceremonial) representaron a las divinidades que honraban, el paisaje en el que se desenvolvían, los animales que cazaban o que domesticaron y las escenas más importantes de su vida comunitaria. Fatalmente, el sexo encontraría un lugar privilegiado en ese sistema de representaciones.
Los artistas moches impusieron a la maleable materia que tuvieron entre manos un realismo y, al mismo tiempo, una delicadeza y una expresividad que todavía hoy asombra a los estudiosos y a los ocasionales paseantes. Tanto si se trataba de representar un coito entre animales o si se proponían inmortalizar el retrato de un poderoso de la tribu, los ceramistas moches imprimieron en el barro todo el arte del que eran capaces y esa experiencia artístico-religiosa todavía nos alcanza y nos conmueve a través de los años.
Naturalmente, el invasor español, con sus cruces y sus códigos pronvincianos en lo que a etiqueta sexual se refiere, repudió las representaciones sexuales propias de los moches y otros pueblos que se inspiraron en su libertad. Muchos de los huacos (vasijas y otras piezas cerámicas) fueron destruidos sin hesitación.
No es la única forma de censura que los huacos sufrieron y, todavía hoy, sorprende verlos en vidrieras de los museos al lado de los cuales ciertos letreros normalizadores pretenden disimular lo indisimulable.
La mayor colección de huacos eróticos puede verse en el Museo limeño Larco Herrera (fundado por Rafael Larco Hoyle, 1901-1966), donde la mayoría de las piezas mochicas aparecen acompañadas de algunos ejemplares de las culturas nazca, vicús y chimú: los nombres pueden cambiar, pero las chanchadas son las mismas.
Al lado de los tumescentes o directamente erectos miembros masculinos, algunos carteles indican “realistas” o, si se trata del “pene erecto y desmesurado” de un muerto que se masturba, suponen una “representación sexual moralizadora-humorística”. Cómo el arqueólogo se atreve a deducir la intención del artista, tantos años después y tratándose de culturas sin escritura, será siempre un misterio, pero valga la licencia dado que la mayoría de las piezas han sido, lacónicamente, caracterizadas como “realistas”. Y en el mejor de los casos, después de todo, la distancia entre “realista” y “humorístico” fue medida con el resero de la alguna vez hegemónica divina proporción.
En cuanto a prácticas sexuales humanas, los huacos reconocen cuatro variantes: la masturbación (masculina o femenina), la felación, el coito vaginal y el coito anal.
De las cuatro, inútil es decirlo, solo una podría asociarse con ritos de fertilidad y reproducción y de allí que la hipótesis ceremonial-comunitaria habría sido insostenible: ni el derrame de simiente (lo que el Antiguo Testamento señaló alarmado en relación con Onán, el díscolo) ni su encapsulamiento per angostam viam o al final de la garganta pueden tener otro sentido que el “realista”: se trata o bien del puro placer o, en el peor de los casos, de la contraconcepción (la Santa Sede, que sigue insistiendo con sus métodos pretecnológicos para el control poblacional, podría haber aprendido algo de las culturas a las que les impuso su Horrenda Sociedad Trina).
Los huacos presentan tres morfologías corporales (a las que no convendría superponerles géneros de forma automática, como los curadores de los museos hacen con cierta ligereza): están los hombres, las mujeres y los hermafroditas. Entre los hermafroditas, habría que considerar tanto a aquellos huacos que muestran a seres con genitalia ambigua o doble, pero también a aquellos con ninguna genitalia reconocible.
Los letreros del Museo Larco Herrera dicen, exactamente al lado de la manifestación de placer que califican, su propia mala conciencia: porque tan inútil (es decir, tan sorprendente) como la aclaración “coito vaginal entre un hombre y una mujer” (¿qué otras variantes se suponen?) son los “coito anal entre hombre y mujer en posición de cúbito ventral” o “fellatio entre hombre y mujer”, sobre todo cuando no hay ningún rasgo morfológico que revele a la mujer como receptora de tales dones.
Capaces de alabar la masturbación más allá de la muerte y capaces de reconocer el hermafroditismo, ¿por qué se habrían privado los artistas moche de imaginar o representar el coito entre varones?
Ambiguas e inestables (porque el material que ha llegado hasta nosotros es evidentemente apenas un resto), cuando las estadísticas suspenden toda decisión sobre la morfología corporal de los participantes señalan que un 21% de los huacos representan coitos anales. Teniendo en cuenta los géneros, casi un 40% muestran relaciones homosexuales. Pudoroso, el Museo disimula tales números.
*
Cualquier lugar común sirve como punto de partida (como grado cero del sentido): “Roma, ciudad eterna”, “Roma: historia de la belleza”, “Roma, ciudad abierta”. Dos mil siglos de historia del arte y de la arquitectura se suceden ante los ojos del paseante, se superponen en capas sucesivas de alucinación y de memoria. Roma es, en efecto, un museo andante: los restos imperiales (¿pero es el Imperio realmente un resto o la fuerza ciega de la Historia?), las murallas y las puertas, los cementerios y el barroco grandilocuente y acuático que, gracias al delirio de la repetición, hace de todos los rincones uno y el mismo: la piazza, la fuente y el monumento.
¿Qué le faltaba a Roma, ese Museo de todos los museos, si no la tentación de museificar ya no el tiempo pasado sino el porvenir, lo que todavía no ha sucedido?
Así nació en mayo de 2010 el MAXXI, Museo Nazionale delle Arti del XXI Secolo, el primero en su género en el mundo, cuya misión toma por objeto lo que no ha sido (y tal vez no sea nunca): las artes del siglo XXI. Las intenciones del Museo, promovido por el Ministerio para los Bienes y la Actividad Cultural y sostenido por la Fundación MAXXI, son claras (y protocolares): “El MAXXI promueve la creatividad de hoy en un país, como Italia, caracterizado de siglo en siglo por su primado en el campo artístico y arquitectónico. Las tensiones estéticas de nuestro tiempo son, de hecho, la prolongación de las expresiones artísticas y culturales de las épocas pasadas, aun cuando sus formas expresivas sean radicalmente diversas. La misión del MAXXI es promover e investigar el sentido de esta continuidad, proyectándola al futuro”.
El museo físico (un bellísimo edificio diseñado por la arquitecta iraní-londinense Zaha Hadid) se complementa, desde el 21 de octubre de 2010, con el MAXXI BASE - Biblioteca, Archivo, Estudios, Editorial, que constituye el centro de investigación del museo, “concebido como una estructura viva y dinámica, un auténtico laboratorio de investigación que ofrecerá al público herramientas e instrumentos de vanguardia para la profundización, la investigación y la comprensión de los fenómenos artísticos contemporáneos”.
Decir que una institución nace es una metáfora corriente: lo extraño de este caso es que nazca antes de que su objeto esté formado, y probablemente eso explique la primacía de las mujeres en el proyecto: Margherita Guccione fue la primera directora del MAXXI Arquitectura, Anna Mattirolo, la directora del MAXXI Arte, ubicado (¿dónde más?) en la parte “moderna” de Roma, la ciudad alta, cerca del complejo Auditorium, sobre la via Guido Reni, nombre tan asociado al manierismo que el museo parece puesto bajo su tutela, y su morfología, al mismo tiempo ligera y laberíntica, parece una cita de ese instante de peligro del Renacimiento, cuando el sentido se volvió maniera y, de esa forma, pretendió escapar de las determinaciones de los universales (de la Historia)370.
El MAXXI ha organizado el material de sus colecciones en formación (que, justo es decirlo, fuerzan las fechas: Sol Lewitt, Maurizio Cattelan, Anselm Kiefer, ¡Andy Warhol! y Guido De Dominicis, entre algunos reconocidos artistas del siglo XX, comparten el percorso junto con los más jóvenes Adrina Paci, Anish Kapoor, William Kentridge, Carlos Garaicoa y el argentino Jorge Rosario) en series tituladas “La escena y lo imaginario”, “Del cuerpo a la ciudad”, “Natural Artificial” y “Mapas de lo Real”, que, lejos de organizar el sinsentido propio del arte, más bien lo interrogan desde los previsibles lugares de la teoría de los umbrales del siglo XXI: lo imaginario, lo real, el cuerpo, el artefacto.
Una frase de Zaha Hadid, cuyo proyecto edilicio (en un gesto manierista más) constituye uno de los objetos privilegiados del percorso exhibitivo, se despliega a lo ancho de las vastas puertas de vidrio del museo: “No puede haber progreso sin afrontar lo ignoto”. Tal vez sea que el arte que vendrá, en la perspectiva de las autoridades y los curadores del MAXXI, permitirá refedinir los lugares (comunes) teóricos según los cuales nos hemos acostumbrado a capturar lo incapturable.
En todo caso, el MAXXI inició sus interrogaciones colocando una gigantesca escultura de Gino de Dominicis (1947-1998) ante la puerta. Dos señoras romanas que pasaban la calificaron como un “dinosauro con naso de Pinocchio”, porque se trata de un esqueleto (herido en el dedo de la mano) con nariz gigante.
La obra, de 1988, lleva por título Calamita Cosmica y esa obsesión del artista, que no está presente en la serialización prevista por los curadores, parece, sin embargo, dominar la perspectiva del MAXXI: ha habido una catástrofe cósmica (el Fin de la Historia, la muerte de Dios y del Hombre: Pinocchio es el nombre de esas dos singularidades) y el arte es el resultado de ese acontecimiento irreversible: un fósil alienígena que sin embargo sobrevive a golpes de museo.
La muestra de Gino de Dominicis (curada por Achille Bonito Oliva) subraya el sentido de esa catástrofe al comienzo del percorso, sobre todo a partir de las indagaciones del artista en los años sesenta y setenta (¡del siglo pasado!) y sus obsesiones por la (in)mortalidad de la materia, la entropía, la ubicuidad y la metamorfosis, los confines entre lo visible y lo invisible, la suspensión entre pasado y porvenir. El abandono de la cronología en favor de una temporalidad circular funciona, en este caso, no solo respecto de la mejor apreciación de la obra del artista, sino como manifiesto institucional: lo que el XXI fuere, no lo sabemos todavía, pero su suerte se decidirá en un juego de circunvalaciones temporales, de ritornellos.
Otras obras de De Dominicis son igualmente interesantes: L’Immortale (1979), por ejemplo, designa unas estatuas invisibles (solo quedan para la percepción del desprevenido paseante los zapatos y el sombrero), idénticas a las que hay que soportar en Piazza Navona, desempeñadas por ex estatuas vivientes, cansadas ya de dar la cara por unas monedas que nunca llegan. ¿Son las estatuas invisibles el arte de hoy y de mañana o mero entretenimiento para turistas? Jamás lo sabremos.
Como tampoco nunca sabremos si lo que importará del MAXXI son las obras que contiene o contendrá, o los impresionantes juegos con la luz (la luz romana) que la arquitecta ha querido imprimirle a todo el edificio, con sus techos vidriados.
Formando parte de la serie “Del cuerpo a la ciudad” hay una Capella Pasolini (2005) de Adrian Paci (1969): una casucha hecha de chapas y cartones dentro de la cual hay dibujos que reproducen fotogramas de Il vangelo secondo Mateo. El amadísimo Pier Paolo, en Poesía en forma de rosa (1964), iba ya “por la Tuscolana como un loco,/ como un perro sin dueño por la Apia/ (…) más moderno que todos los modernos, buscando hermanos que no existen más”.
Más moderno que todos los modernos: también el MAXXI podría adoptar para sí esa divisa que destrozó las certezas baudelarianas (“la modernidad es lo transitorio, lo fugitivo, lo contingente, que es la mitad del arte, cuya otra mitad es lo inmutable”371). En ese más allá de lo moderno sucede nuestro tiempo (Roma lo sabe).
*
Una serie de pronunciamientos legales acompañaron la apertura de la 29ª Bienal de San Pablo (2010) como para subrayar el pretendido (y más bien insostenible) carácter “político” de la muestra. La 13ª Cámara Civil Federal de San Pablo ordenó retirar a los tres urubúes que formaban parte de la instalación Bandera blanca de Nuno Ramos, donde las aves de rapiña (parecidos a los buitres) revoloteaban como indicación segura de que había algún cadáver en las proximidades.
Finalmente, la mediación del Instituto de Medio Ambiente brasileño permitió que los pájaros (monitoreados diariamente) permanecieran en el lugar de privilegio que les habían asignado: “El Paraíso de una perspectiva única: la de la muerte del arte. Esas aves que lo comprenden todo y saben que (…) los artistas pronto morirán”372.
Casi al mismo tiempo, la Bienal rechazó una petición de la Orden de Abogados de Brasil para suspender la muestra de la serie Enemigos de Gil Vicente, donde el artista aparece asesinando al papa Benedicto XI, a la reina Isabel II de Inglaterra y al presidente Luiz Inacio Lula da Silva (entre otros líderes políticos).
Menos privilegiada (menos brasileña) que las anteriores, la instalación El alma nunca piensa sin imagen de Roberto Jacoby fue suspendida por tiempo indeterminado a petición de la Procuraduría Electoral (mostraba las fotos de dos candidatos presidenciales y hacía intervenir a una “Brigada Argentina por Dilma Roussef” pocos días antes de la elección presidencial).
Los partidarios de Jacoby emitieron un comunicado en el que señalaron que si “La 29ª Bienal de San Pablo está anclada en la idea de que es imposible separar el arte de la política”, la censura sufrida indica que “hay serios motivos para dudar de la honestidad de esta declaración” y denunciaron “la pulcritud inmaculada con que habitualmente brilla la palabra política en los textos curatoriales”.
Francisco Antônio Paulo Matarazzo Sobrinho, más conocido como Ciccillo Matarazzo (San Pablo, 1898-1977), heredero de un emporio industrial todavía famoso por la calidad de sus pastas secas, fundó (para otorgarle brillo a la burguesía paulista), entre otras instituciones, la Bienal Internacional de Arte de San Pablo en 1951, entidad que depende de una Fundación que Ciccillo presidió hasta su muerte y que se convirtió en uno de los eventos artísticos más importantes del mundo (junto con la Bienal de Venecia y la Documenta de Kassel).
Es conocida la repugnancia de curadores como Cuauhtémoc Medina a las bienales de arte porque “no obstante su importancia en proveer el barómetro de la cultura del tiempo presente”, como modelos de exhibición de arte contemporáneo tienen una limitación compartida: la escasa o casi nula interacción entre los artistas y proyectos que los integran373. El adocenamiento, el aburguesamiento, la debilidad curatorial y el embotamiento de la mirada son sus características (más allá de la calidad de las obras expuestas).
Lisette Lagnado, cerca de las posiciones de Medina, fue designada como curadora general de la 27ª edición de la Bienal de San Pablo (2006), puesta bajo el lema “Cómo vivir juntos”, la más política de las interrogaciones que el arte actual puede hacerse (o lisa y llanamente, la única pregunta política que importa). Conviene detenerse en este antecedente porque la edición 2010 de la muestra paulista, que se propuso subrayar “la noción de que es imposible separar el arte de la política” eligió como lema el abstruso dístico “Siempre hay un vaso de mar para que el hombre navegue” tomado del poema “Invenção de Orfeu” (1952) del nordestino Jorge de Lima (1895-1953), quien comenzó su carrera como aplaudido sonetista paranasiano. Luego de su contacto con los grupos modernistas, en 1925, cultivó una poesía de inspiración folclórica y finalmente, luego de su conversión religiosa, se volcó a una poesía católica con alguna que otra reminiscencia superrealista.
Si los curadores de la 29ª edición de la Bienal de San Pablo (Moacir dos Anjos y Agnaldo Farias) consideraron que por ahí pasa la política contemporánea habría que comenzar preguntándose qué entienden por “política” y en qué sentido eso que entienden por política (el canto órfico y su manía civilizatoria), en función de los sucesivos malos entendidos que se suscitaron desde la inauguración de la muestra, puede tener que ver con la lógica del arte (que convendría sostener más bien del lado del canto sirenaico)374, y con la práctica curatorial. Pero dejemos a Orfeo y las sirenas, por el momento, debatir calladamente, y sigamos el hilo de la crisis institucional del arte actual (es decir, de las bienales).
Lo primero que decidió Lagnado, preocupada por la con-vivencia y la co-existencia (de las formas de vida, del arte como forma de vida) fue suspender los “envíos nacionales” que, a todas luces, obstaculizan todo relato curatorial, sometiéndolo a los caprichos, componendas y necesidades protocolares de los diferentes responsables de esos envíos en cada país.
En 2008, Ivo Mesquita y Ana Paula Cohen decidieron levantar la apuesta de su predecesora y, bajo el lema “En contacto directo”, presentaron una bienal casi sin obras de arte y con el segundo piso del gigantesco pabellón diseñado por Niemayer totalmente vacío.
Se trataba, entonces, de responder a la crisis de la forma bienal y, al mismo tiempo, potenciar el valor político del vacío, de la inoperancia y la desobra en un mundo demasiado acostumbrado a fetichizar la acumulación insensata. En el informe que produjeron luego de la (brevísima) bienal, los curadores escribieron: “El futuro de la Bienal depende de reformas profundas de la Fundación Bienal, que dependen, sobre todo, del desempeño de su gestión y su junta directiva más que de la curaduría”.
Obedientes de ese mandato (y del prolijo reporte “administrativo” que lo acompañaba), los miembros de la Fundación Bienal designaron a Heitor Martins como su nuevo presidente y se propusieron un objetivo para esta bienal (“Nuestra meta es tener un público de un millón de personas”) que, en el fondo, no solo negaba las preocupaciones de los curadores previos sobre la co-existencia, el silencio, lo sagrado y el futuro del arte sino que definitivamente aniquilaba (como quedó demostrado) toda posibilidad de pensamiento (político).
Ahora se entiende claramente lo que entienden por “política” los curadores de San Pablo y en qué línea historiográfica se colocan: la mera administración de lo viviente (el canto órfico y su poder de apaciguar a las fieras) característica de las biopolíticas de las sociedades que se imaginan en un más allá de la historia, en vez del canto desestabilizante de esas aves de rapiña monstruosas que fueron las sirenas (y cuyo canto, conviene recordarlo, solo prometía el goce y la muerte). No la interrogación sobre los modos potenciales de vivir juntos sino la mera vigilancia jurídica de formas de vida ya cristalizadas. Los urubúes de San Pablo, como las sirenas de Kafka, optaron por callar.
*
La identificación total entre el sujeto y el objeto sería, para los filósofos más o menos hegelianos, un índice del final de la historia. No habiendo distancia entre sujeto y objeto (es decir: trabajo), tampoco habría negatividad. Sin trabajo (y sin negatividad), la historia deja de suceder como aventura de un cierto sujeto, que posiciones más modernas que las del maestro de Jena reconocieron como la clase (el proletariado, el campesinado: esos souvenires de la memoria que los museos actuales no se cansarán de celebrar y de declarar, por esa misma manía celebratoria, muertos o caducos).
La muestra Berni: narrativas argentinas, curada por Roberto Amigo y Martha Nanni para el Museo Nacional de Bellas Artes (del 15 de julio al 12 de septiembre de 2010) con el auspicio del banco Citi, fue un buen ejemplo de ese impulso melancólico respecto de un pasado que, por los efectos mismos del montaje de la muestra, aparece como definitivamente cancelado y refractario a cualquier forma de interrogación o pensamiento.
La muestra era la segunda de las tres exposiciones con las que el MNBA conmemoró el Bicentenario nacional y la única individual, lo que, en algún sentido, subraya su apabullante significado estatal, es decir antiartístico y apolítico.
Desde hace tiempo, Antonio Berni (1905-1981) ha quedado como rehén definitivo de una poética comunitaria (que, efectivamente, el gran pintor rosarino investigó) de la cual conviene rescatarlo con urgencia.
En 1984, Martha Nanni ya había realizado la investigación, el catálogo y el montaje de la muestra Antonio Berni: obra pictórica, 1922-1981, con la que, entonces, el Museo Nacional de Bellas Artes inscribía su política exhibitiva en los tiempos de la democracia. Las ecuaciones, por su sencillez, se vuelven sospechosas: ¿democracia?, Berni. ¿Bicentenario?, Berni.
La distancia entre la actual Berni: narrativas argentinas y su predecesora son, sin embargo, evidentes en los mismos nombres y en los cortes temporales: la “obra pictórica” comienza en 1922. Las “narrativas argentinas”, en la década del treinta, cuando Berni adhiere al realismo social y al Partido Comunista en cuadros como Manifestación o Desocupados, de 1934, que dominan la muestra (porque dan de ella la primera y definitiva impresión).
Los textos del catálogo insistieron en la plenitud, la coherencia absoluta y la representatividad (¡la democracia!, ¡el bicentenario!, ¡el pueblo!) de la obra de Berni: “La muestra, que no se atiene a una lectura cronológica, evidencia la afirmación personal de un hacer creativo atento a la vida de los sectores populares, los obreros y los marginales”, “la exhibición da cuenta de un artista que unió sus intereses plásticos a su postura ideológica, cuestiones presentes en el carácter político y social de su producción”, “la exposición permite apreciar la profundidad del compromiso de Antonio Berni, a nivel tanto artístico como político, y la coherencia de sus convicciones”.
Es como si la pintura de Berni (aquello por lo cual su nombre nos importa) no fuera sino un “medio de expresión” de una realidad siempre idéntica a sí misma. Es como si la pintura de Berni perdiera su cualidad de cosa de arte (Kunst-Ding) y, arrastrada por los sueños totalitarios del Estado, se hundiera bajo el peso de sujetos colectivos de los cuales la obra de arte (Kunstwerk) sería su representante glorioso375.
La misma selección de cuadros es significativa: ¿por qué no estaba La orquesta típica (1939-1975: hecho en la primera fecha, repintado en la segunda), que pertenece también a la colección del Museo Nacional de Bellas Artes? Tal vez porque el tema habría introducido la sospecha de que Berni no fue siempre y en todo momento tan grandilocuente como se pretendía.
La disposición de los cuadros, organizados alrededor de los ya señalados y de La pesadilla de los injustos (tan diferente de los anteriores que sorprende que en ninguna parte la circunstancia aparezca señalada) privilegia el carácter monumental, pietista de los asuntos tratados por Berni.
En un recodo sin señalizar y que conducía al mismo tiempo a la salida de emergencia y a una coda intimista de la labor pictórica, “se presenta también un escogido conjunto de retratos de los años treinta y cuarenta que manifiestan la faceta íntima del artista y su dominio en la composición de figuras”. El dominio compositivo es un casi-fuera-de-cuadro que rendía pleitesía a la protesta.
¿Por qué, entonces, si el criterio curatorial había decidido tomar partido de manera tan tajante por la unicidad del sentido, que se presenta sin fisuras a lo largo de cincuenta años, la muestra recurre al plural: narrativas argentinas? Lo que se propone es un relato curatorial y solo uno. Ni siquiera podría pensarse que el plural remita a varias historias más o menos autónomas (la del arte, la de la política), precisamente porque los textos insisten en la coincidencia total de ambos registros en la obra de Berni.
El plural tal vez refiera a un cierto malestar que los cuadros de Berni no dejan de proclamar en contra de los curadores de la muestra. Porque es verdad que Berni investigó los alcances del realismo y toda su bisutería: la expresividad tópica de los rostros (Mantegna), la comunidad y las clases, las multiplicidades de masa, todo el conjunto de determinaciones que las estéticas realistas consideran el paradigma de lo típico…
Pero también es cierto que (la obra lo grita) Berni fue capaz de notar el callejón sin salida (totalizador, transhistórico) al que lo conducía dar por sentado la existencia de la comunidad.
Berni sostuvo que: “Si hay arte, no hay pancarta; pero si no hay arte, la pancarta es burda y no sirve para nada; mejor dicho, sirve a todo lo contrario de lo que se propuso servir”. El realismo socialista llegó a parecerle “una desgraciada compaginación del peor academicismo formal con una chata significación que no superó nunca las ilustraciones vulgarizadas, tipo dibujo animado, de las revistas comerciales alienantes”.
Por eso, su última obra recurre, al mismo tiempo, al nombre propio (Juanito Laguna, Ramona Montiel) y al collage como dis-positivo (como negación de toda ilusión de plenitud previa, de toda fusión con lo comunitario) para la postulación radical de formas de vida marginales (el villero, la puta).
Pretender que no hay una distancia o un corte (un hiato) entre un Berni y otro es como tratar de disimular que el conflicto (que fue siempre, desde el primer momento, el motor de su obra) e incluso la contradicción forman parte de su grandeza.
Las obsesivas series de Juanito y Ramona, que incorporan los desechos como parte constitutiva de la cosa de arte (es decir: de la cualidad de lo viviente a finales del siglo XX), han renunciado por completo a toda organicidad y a toda complicidad con la plenitud del Estado y la cultura, aunque Narraciones argentinas pretendiera lo contrario.
Pocas semanas antes de morir (accidentalmente), y entregado ya a una investigación del Apocalipsis de Juan de Patmos, Berni señalaba que “El arte es una respuesta a la vida. Ser artista es emprender una manera riesgosa de vivir, es adoptar una de las mayores formas de la libertad, es no hacer concesiones. En cuanto a la pintura, es una forma de amor, de transmitir el amor a través del arte”. Para él, entonces, “el verdadero artista y el verdadero arte de un pueblo es aquel que abre nuevos caminos impulsados por las cambiantes condiciones objetivas. Dejan de serlo los que pasan y obran según el clisé establecido, aferrándose a formas pasadas y caducas, que no obedecen a ninguna realidad artística ni social”.
Porque “hemos llegado a esa etapa histórica del hombre vacío, del ocaso de las revoluciones”, pensaba Berni, es que valía la pena detenerse a reflexionar sobre esas formas de vida del día después de mañana. Lo demás era cliché.
*
La prensa porteña, en su gran mayoría, celebró sin hesitación la reapertura del Museo de Arte Moderno de Buenos Aires (MAMBA), dirigido por Laura Buccellato entre 1997 y 2013 y cerrado por remodelación en 2005.
Como en tantas otras ocasiones, se trataba de una inauguración falsa, porque la obra no estaba terminada: fueron abiertos al público poco más o poco menos (según los diarios que se consideren como fuentes) 3000 metros cuadrados de los casi 12.000 que el MAMBA habría de tener cuando el larguísimo proceso de construcción y refacción concluyera.
Más desconcertante todavía fue la prohibición de hablar del tema que regía para los empleados y funcionarios del MAMBA. Cualquier pregunta que uno hubiera querido hacer sobre la reforma debía ser canalizada directamente al área de prensa del Ministerio de Cultura de la Ciudad de Buenos Aires, lo que da a entender que en una simple obra de ampliación se juega algún destino político y se dirimen internas de poder. Aun cuando parte del MAMBA abrió al público, nadie hubiera podido jactarse de una apertura tan parcial y desprolija que, en los catálogos de las muestras con las que el museo reinauguró, todavía aparecían una dirección electrónica de Gmail y un blog (en la plataforma Blogger de Google) en vez de los tradicionales dominios que corresponden en este caso.
En la nueva sala del primer piso se exhibieron un puñado de las 7000 piezas que constituyen el patrimonio del museo, en diálogo con algunas obras de la colección Pirovano (una de las principales donaciones de las que el MAMBA puede enorgullecerse), diálogo que Laura Buccellato, en el texto del catálogo, llamó tal vez con exceso “un per saltum dialéctico”.
La muestra así reunida (curada por Laura Buccellato y Cecilia Rabossi) llevaba el extraño título “El imaginario de Ignacio Pirovano” (París, 1909-Buenos Aires, 1980), que no parece ser la denominación más adecuada para las piezas de op art, arte abstracto y concreto que dominan el conjunto. Además, introducía una noción, “el imaginario”, sobre la que nada se decía en los textos que acompañaban la muestra, tal vez porque eso habría obligado a un tratamiento diferente del material exhibido, destacando, por ejemplo, los puntos de sutura que, necesariamente, constituyen lo imaginario y la imaginación: en el caso del op art (que en Argentina hizo escuela bajo el título de “arte generativo”), habría que haber señalado la coincidencia histórica entre ciertas obsesiones formales y el imaginario de las drogas (en particular, las alucinógenas), per saltum dialéctico sin el cual no se entiende esta práctica artística.
Más allá del título desafortunado, la muestra fue un buen repertorio de un arte tal vez demasiado fechado pero que no carece de interés, puesto en correlación con los antecedentes de la abstracción dentro y fuera del país. Particularmente feliz fue la disposición de las piezas “extranjeras” (la apretada sucesión de Klee, Kandinsky, Herbin y Delaunay decía algo sobre los aires de familia y, al mismo tiempo, sobre las singularidades de las prácticas estéticas).
En la planta baja, en la “sala vieja” del MAMBA se dispusieron bajo otro título confuso, “Narrativas inciertas”, una muestra panorámica de las tendencias del arte argentino de los últimos veinte años. En palabras, otra vez, de Laura Buccellato, los artistas invitados “ofrecen su visión de un mundo suspendido, incierto, inestable, en permanente fluctuación”.
La curadora, Valeria González, que aceptó la encomienda y el título propuesto por la directora del MAMBA, consideró que alcanzaba con poner su texto de presentación bajo la autoridad del “Principio de incertidumbre de Heisenberg” (que puede ser cualquier cosa, pero que es, sobre todo, una noción muy precisa que nada tiene que ver con la fluctuación permanente). Corresponde nombrar a todos los artistas antologizados en esta muestra temporaria: Gabriel Baggio, Eduardo Basualdo, Nicola Constantino, Dino Bruzzone, Matías Duville, Leandro Erlich, Estanislao Florido, Max Gómez Canle, Sebastián Gordón, Diego Gravinese, Marcelo Grosman, Carlos Huffmann, Iuso, Martín Legon, Lux Linder, Fabián Marcaccio, Hernán Marina, Alberto Passolini, Esteban Pastorino, Débora Pierpaoli, Alexandra Sanguinetti, Mariano Sardon, Alejandra Seeber y Mariano Vilela.
Los conocedores de las tensiones últimas del arte argentino (no es mi caso) podrán evaluar si la selección es representativa o tendenciosa. Y es muy probable que el visitante del MAMBA considere que parte del material expuesto era o pavote o execrable. Pero por alguna razón que tiene que ver con la habilidad en la disposición de las obras, la selección se dejaba leer en la primera mirada como un conjunto de calidad pareja.
Un Marcaccio (muy impresionante) dominaba el conjunto desde una posición privilegiada. La mejor pieza, la instalación de Mariano Sardon, podría haberse destacado más en otro lugar, pero nadie la pasó por alto, tan complejo y tan exquisito era su mecanismo.
Las fotografías de Nicola Constantino (al mismo tiempo espléndidas y triviales) estaban acompañadas de un taburete que no solo interfería en la circulación sino que además subrayaba el divismo de la artista.
El MAMBA es el último museo porque su “misión” lo acerca peligrosamente a esas instituciones sin objeto cierto: “el arte de hoy”, lo que en algún sentido lo obliga a presuponer la existencia de aquello que, desde muchos puntos de vista, podría declararse muerto.
Las dos muestras que el edificio de San Juan 350 albergó en su reinauguración eran, en algún sentido, reveladoras de esa tensión entre la eternidad del arte y su caducidad, sobre la que Baudelaire dijo palabras definitivas: “la modernidad es lo transitorio, lo fugitivo, lo contingente, la mitad del arte, cuya otra mitad es lo eterno e inmutable”376. La mitad de lo que el MAMBA está obligado a guardar y a exhibir lleva la marca de la muerte (o todo lo que el MAMBA guarda y muestra está semiherido de muerte). Por ese lado, tal vez, se habrían encontrado mejores títulos para las dos muestras con las que el MAMBA volvió a la vida.
*
En 1926, analizando el Museo de Etnología de Berlín, Carl Einstein comprobó que cada objeto de arte o cada utensilio que vaya a parar a un museo es privado de sus condiciones de vida, de su entorno biológico y, por lo tanto, del efecto que le es propio: “La entrada en el museo confirma la muerte natural de la obra de arte y consuma el acceso a una inmortalidad sombría, muy limitada y, digamos, estética”. Un retablo o un retrato, arrancados de su entorno, son solo un fragmento de trabajo muerto. Aislados en una exhibición, se falsifica y se limita el efecto de esos objetos (y de la función-arte con ellos asociada).
Lejos de colocarlo en el lugar de un respeto acrítico o temeroso de la tradición, habría que subrayar que Carl Einstein comprendía, tanto como Aby Warburg, la radical bipolaridad de vida y muerte que se agitan en el arte: “El museo modifica por completo el carácter de todo arte, ya que este adquiere valor por sí mismo. Sustraído al más allá de la fe viva, es investigado con arreglo a su valoración formal”.
Si me detengo en estas hipótesis no es porque sean desconocidas entre nosotros sino porque, en cierto sentido, han orientado la serie de paseos a través de los museos que he presentado: el Guggenheim y el MOMA de Nueva York, el Museo Larco Herrera de Lima, el MALBA, el MNBA, la Tate de Londres, el MAXXI de Roma, la Bienal de San Pablo, el MAMBA.
En todas partes se constataba esa tensión entre lo vivo y lo muerto (el arte es una forma de vida y, al mismo tiempo, tematiza otras formas de vida) que, en algunos casos, se sostenía en su precario equilibrio en los museos y las ficciones curatoriales que sostenían las diferentes muestras, y que, en otros, quedaba sepultada en un amontonamiento inconsecuente y sin sentido de fragmentos de trabajo muerto y de esnobismo reaccionario.
Las mejores muestras investigaron el “lugar del muerto” del arte en las sociedades contemporáneas: la de Tim Burton en el MOMA, la de Gino de Dominicis en el MAXXI o las que pusieron el acento no tanto en los procesos de acumulación sino en la lógica de destrucción propia del capitalismo, y esto es así no tanto por prejuicio o gusto personal, sino porque, como queda demostrado desde las perspectivas de Einstein o de Warburg, toda otra elección conduce a un formalismo estéril y vacío de sentido.
No hace falta referirse al “arte primitivo” o a las lejanas piedras de los orígenes de la civilización para incurrir en un imperialismo cultural tan desasosegante: lo mismo puede decirse cuando las ficciones curatoriales toman a Berni, Warhol o Kandinksy como objeto de su contemplación irresponsable y exhiben las piezas asociadas a esos nombres totalmente desgajadas de la experiencia que las constituye.
Tal vez el arte, como el ser humano, no sea sino una calamidad cósmica (y por eso persiste, como un grito, a pesar de todas las advertencias y constataciones de deceso).
Curare, curar es restituir una experiencia de distanciamiento (una forma de vida) para que alguien pueda aprender (o inventar) a partir de ella una manera de resolver la tensión entre lo vivo y lo muerto (o entre lo que vive solo allí donde se ausenta y lo que no cesa de morir).