Para oponerse al sistema cerrado de Hegel, y a la existencia de mero contentamiento que se deduciría del final de la historia, Georges Bataille, en una carta célebre que ya he citado más de una vez, conceptualizó la vida (la suya) como una “herida abierta”.
Para Giorgio Agamben, esa es “una aporía que acompaña todo el proyecto de Bataille”674, e incluso va más lejos, al sostener que “las aporías de la filosofía en nuestro tiempo coinciden con las aporías de este cuerpo irremediablemente tenso y dividido entre animalidad y humanidad”675, entre zoé y bios:
Haber intercambiado esta nuda vida independiente de su forma, en su abyección, por un principio superior –la soberanía, o lo sagrado– es el límite del pensamiento de Bataille, que lo vuelve inservible para nosotros676.
Descartada, pues, por inservible y aporística la noción de la vida (una vida) como herida abierta, ¿qué nos queda? Tal vez, como quería Deleuze, una vida como potencia, beatitud completa, ese momento que no es otro que el de una vida que juega con la muerte. Es lo que llamo, contra (sobre) la herida abierta de Bataille, sutura.
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La sociedad del espectáculo, el libro de Guy Debord (no la película, que lleva el mismo nombre y a la que ya me he referido) comienza señalando que “Toda la vida de las sociedades donde prevalecen las condiciones modernas de producción se anuncian como una inmensa acumulación de espectáculos”. Todo el libro de Debord (y, ahora sí, también la película) no dejan de poner el acento de interrogación en la vida y en sus condiciones de posibilidad en las sociedades en las que vivimos.
El espectáculo, en el que “aquello que era directamente visto se transforma en una representación” se define como una “inversión concreta de la vida”, “Cuanto más la vida del hombre se convierte en su producto, más se separa de su vida” (n. 33). La vida en la condición espectacular es una “falsa vida” (n. 48) o una “supervivencia” (n. 154) o un “seudo-uso de la vida” (n. 49). Contra esta vida alienada y separada de sí, se esgrime algo que Debord denomina “vida histórica” (n 139) y cuyo origen localiza en el Renacimiento como una “ruptura gozosa con la eternidad”; más precisamente: “en la vida exuberante de las ciudades italianas... la vida se conoce como un goce del paso del tiempo”677.
Suturas pretende, pues, rescatar la palpitación de lo viviente en las imágenes y en las escrituras de los dispositivos que pretenden capturarlo y domesticarlo: el arte y la literatura, esas instituciones que, por una pirueta sintáctica de profundas implicancias ideológicas, el capitalismo ha incluido en sus programas de “Industrias Culturales” subsidiadas por el Estado Universal Homogéneo678 en la época de la Sociedad del Espectáculo.
La vida como goce del paso del tiempo, la vida histórica, la vida como potencia y beatitud completa, sobrevive en algunas imágenes y en algunos textos en los cuales conviene detenerse para sostener, si acaso fuera todavía posible, una ética radical de lo viviente y de lo comunitario.
Hay arte (o literatura, o espectáculo, en fin: “sistema cerrado”) cuando las imágenes, los sonidos y las escrituras son arrancadas de sus condiciones (materiales, pero también imaginarias) de producción comunitaria, de su particular función en un ritual, de su relación con unos paisajes, unos cuerpos y unas voces. Pero como tampoco se puede sostener la aporía de la herida abierta (volvernos, incesantemente, cromagnones descabezados y supersticiosos) nos conviene detenernos en esos momentos en los que una vida se juega en su destino con la muerte: ¿de qué otra cosa podríamos hablar?
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Llego a Giorgio Agamben a través de Pasolini y de Lorca. Como se sabe, Federico le habría dejado el manuscrito de Poeta en Nueva York a José Bergamín, maestro y amigo de Agamben. Como se sabe, el joven Giorgio actuó como Felipe en Il vangelo secondo Matteo (1964) de Pier Paolo Pasolini, en quien la poesía de Lorca tuvo un impacto profundísimo.
En Nuovi Argomenti (dirigida por Alberto Moravia, Pier Paolo Pasolini y, más tarde, por Leonardo Sciascia), el joven Agamben publicó varios poemas. En los números 11 (julio-septiembre de 1968), 20 (octubre-diciembre de 1970) y 23-24 (julio-diciembre de 1971), tres breves conjuntos de poemas que reescriben a Rimbaud, Nietzsche, Mandelstam, San Juan de la Cruz: “Ricerca della pietra e dell’ombra”, “Il Dio Nuovo” y “Tre poesie. Entre el alma y lo esposo”. Diego Bentivegna tradujo para nosotros uno de ellos:
Al dios Dionisio
En tu cuarto las muñecas envueltas en gasa se envenenan
la hermana espía en un rincón sus
transfiguraciones
la casa tiene grandes corredores y ventanales de vidrio sobre el mar.
Cómo estás enfermo de partidas, cómo tus
malvadas ganas
me poseen. Dices: toda la noche caminaré
en tu sangre, hasta que tu respiración se
transforme en piedra.
Duermo mal, ídolo de miel.
¿O tendré que llevarte la luz de los venenos?
el blanco huevo de reptil
de tu sexo
experto de narcosis.
Tienes la frente alunada, caminas en cuatro
patas como Anubis,
morir por ti significa criar un pequeño
monstruo.
estás caliente de sangre y hueles a mar.
¿Cómo podrás darme el olor de los
monstruos?
Ilumina mis manos.
Toda cosa que tocas se hace hiedra negra y
esperanza679.
Es probable que Agamben no quiera rescatar este texto del archivo y si yo lo hago es porque encontré en él no solo un aire de familia sino también algunas indicaciones de método: leer, examinar, mirar imágenes y escrituras, someterlas a una posfilología o una diagramatología es volverlas, mediante el tacto, al mismo tiempo hiedra negra y esperanza, sostener la respiración transformada en piedra: eso es una sutura y en esa sutura (la respiración y la piedra, lo mineral y lo aéreo) se sostiene lo que vive todavía y lo que, tal vez, no deba tener nombre (Dionisio, Maimónides, Beckett, lo innombrable vuelve siempre como un ritornello), una danza como de polillas que se acercan peligrosamente al fuego.
In girum imus nocte et consumimur igni (1978), la gran película de Guy Debord, se abre con una declaración de guerra en contra de su época (“No haré en este filme ninguna concesión al público. Varias y excelentes razones justifican, a mi modo de ver, tal conducta”) y continúa con un análisis implacable de las condiciones de vida que la sociedad del espectáculo en la fase extrema de su desarrollo ha instaurado planetariamente.
Inmediatamente después de haber evocado su juventud perdida, Guy Debord añade que nada expresaría mejor el despilfarro que esta “antigua frase construida letra por letra como un laberinto sin salida, por lo que se adapta perfectamente a la forma y el contenido de la pérdida”, el palíndromo In girum imus nocte et consumimur igni: “Giramos en círculo en la noche y nos consume el fuego”.
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En 1984 publiqué mi primer artículo “ambicioso” (es el único, de aquella época, que todavía está en mi curriculum). Se llamaba “Medi(t)aciones de lo real en El entenado” y apareció en el número 3 de la revista Pie de Página, que copiaba gráficamente a Punto de Vista pero pretendía contradecirla en todo lo demás. Pocos días después de ese ejercicio crítico recibí, en la oficina editorial en la que trabajaba, una encendida misiva firmada por Enrique Fogwill (a quien había conocido pocos meses antes y a quien temía más que a David Viñas), donde me corregía de cabo a rabo (desde la ortografía de ciertos nombres propios hasta la interpretación que yo hacía del “Über Sinn und Bedeutung” de Gottlob Frege y, sobre todo, mi evaluación de esa novela de Saer).
Cada tanto (no había, por entonces, Internet) recibía una carta de Quique cuyo contenido (insultante y descalificador) yo conocía ya antes de rasgar el sobre y que me sumía en la angustia más profunda. Fogwill leyó, creo, cada cosa que yo escribí y sobre todo me hizo llegar su parecer, en oleadas cada vez más inofensivas de reproches.
Como una vez respondí a un crítico miope (que lo descalificaba) con una carta que terminaba con “un abrazo” protocolar, me tildó de timorato, traidor y no sé qué más obscenidades. Años después, quiso que ese crítico y yo festejáramos (peleándonos en público) la aparición de un nuevo libro suyo. Ante mi negativa, dijo ante una audiencia notabilísima que yo era “una histérica”.
Fogwill fue una de las personas más inteligentes y más íntegras que yo haya conocido, y yo lo amaba. Como un hijo que presiente que nunca dará la talla, al principio; como a un compañero de toda la vida, en los últimos años, que ha aprendido a adaptar el ritmo de su andar al del otro. No es el primer hombre que mi vida pierde (mi primo desaparecido, mi hermano, mi padre, mi maestro, los autores a los que sigo copiando, algún ocasional amante), pero es el primer amigo que me falta.
Una vez, me regaló Frauenliebe und -leben (y otros lieder de Schumann) en la versión de Bernarda Fink, y me preguntó, después, si había escuchado bien “An meinem Herzen, an meinem Brust” (en mi corazón, en mi pecho) y si no me parecía, como a él, “el canto de un puto feliz”. Le contesto que no, que mucho más de puto feliz me parecía “Du Ring an meinem Finger” (tú, anillo en mi dedo). El que él cita es puro éxtasis femenino, pensaba (pienso) yo, y nos enredamos en una discusión sobre los nombres y las categorías.
Termino de escribir este libro el 27 de febrero de 2015, en el instante en que otras dos muertes me alcanzan (y ponen en juego mi vida entera).
La muerte de Julio Strassera, el Fiscal del Juicio a las Juntas (para quien, en aquel momento de verdadera significación histórica, “A partir de este juicio y de la condena que propugno, nos cabe la responsabilidad de fundar una paz basada no en el olvido sino en la memoria; no en la violencia sino en la justicia. Ésta es nuestra oportunidad: quizás sea la última”) se llevó parte de mí.
Yo tenía por entonces 26 años y, desde ese momento tembloroso de la Historia que viví sólo gracias a la imaginación política de Raúl Alfonsín680, pasaron otros tantos.
Siento que con la muerte de Strassera se va mi juventud, ese otro que yo era, los sueños, las esperanzas (y las imposibilidades) que tenía.
A esa muerte suturo otra que muchos juzgarán más banal, pero que también me arrastra un poco hacia la nada y el fuego de la noche. El mismo día que Strassera, murió Leonard Nimoy, ¡qué digo Leonard Nimoy!, murió el Sr. Spock, que alimentó mis fantasías infantiles de niño ensimismado, orejudo y cordobés y que me mostró el camino hacia formas de organización de lo viviente para mí desconocidas.
En un mismo día vastas partes de mi infancia y de mi juventud se volvieron humo negro y quedé abandonado por esos que espero que vuelvan en mis sueños para salvarme del horror intolerable del presente, hac lachrimarum valle mezcla de vulgaridad y oportunismo.
Espero que todo esto conduzca a una ética y funde una comunidad (la de aquellos que no tienen ni tendrán comunidad). Sé, en todo caso, que todas estas cicatrices trazan, titubeantemente, un diagrama que requiere de una lectura retardada: unas voces que hablan entre ellas y no saben que son escuchadas.
Buenos Aires, 27 de febrero de 2015