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Escindida en dos

Si tuviera que dibujar un mapa de esos cuatro años y pico para ilustrar el tiempo transcurrido entre el día de la muerte de mi madre y el día que inicié mi andadura por el Sendero del Macizo del Pacífico, el mapa sería un caos de líneas en todas direcciones, como una crepitante bengala del Cuatro de Julio, con Minnesota inevitablemente en su centro. Hasta Texas, ida y vuelta. Hasta Nueva York, ida y vuelta. Hasta Nuevo México y Arizona y Nevada y California y Oregón, ida y vuelta. Hasta Wyoming, ida y vuelta. Hasta Portland, Oregón, ida y vuelta. Hasta Portland, ida y vuelta otra vez. Y otra vez más. Pero esas líneas no contarían la verdadera historia. El mapa mostraría todos los lugares a los que hui, pero no mis esfuerzos por quedarme. No reflejaría cómo en los meses posteriores a la muerte de mi madre traté —en vano— de sustituirla en mi empeño de mantener unida a mi familia. O cómo batallé para salvar mi matrimonio, a la vez que lo condenaba al fracaso con mis propias mentiras. El mapa se asemejaría a esa desdibujada estrella, escapando desde el centro sus brillantes líneas.

Cuando llegué al pueblo de Mojave, en California, la noche antes de empezar a recorrer el SMP, había escapado de Minnesota por última vez. Incluso se lo había dicho a mi madre, aunque ella ya no me oía. Me había sentado en el arriate donde Eddie, Paul, mis hermanos y yo, en el bosque de nuestra finca, habíamos mezclado sus cenizas con la tierra y colocado una lápida, y le había explicado que ya no iba a estar allí para cuidar de su tumba. Eso significaba que nadie lo haría. Finalmente no me quedó otra alternativa que dejar que su tumba fuera invadida por las malas hierbas y las ramas arrancadas por el viento y las piñas caídas. Expuesta a la nieve y las hormigas y los ciervos y los osos negros y las avispas excavadoras, para que hicieran con ella lo que les viniera en gana. Me tendí entre los crocos en la mezcla de ceniza y tierra que había sido mi madre y le dije que no pasaba nada. Que me había rendido. Que desde su muerte todo había cambiado. Cosas que ella no habría podido imaginar ni habría adivinado. Las palabras me salieron en voz baja y de manera continua. Sentía tal tristeza que era como si alguien me asfixiara y, sin embargo, tenía la impresión de que toda mi vida dependía de que pronunciara esas palabras. Ella siempre sería mi madre, le dije, pero tenía que marcharme. En todo caso, expliqué, para mí ella ya no estaba en ese arriate. La había puesto en otra parte. El único lugar donde podía acceder a ella. Dentro de mí.

Al día siguiente abandoné Minnesota para siempre. Iba a recorrer el SMP.

Era la primera semana de junio. Fui a Portland en mi furgoneta Chevy Luv de 1979, cargada con una docena de cajas llenas de alimentos liofilizados y material de excursionismo. Había dedicado las semanas anteriores a reunirlo todo, y cada caja llevaba una etiqueta, para su posterior envío, con la dirección de sitios donde nunca había estado, paradas en el SMP con evocadores nombres como lago del Eco y Soda Springs, Burney Falls y valle de Seiad. Dejé la furgoneta y las cajas a mi amiga Lisa, en Portland —ella me las mandaría por correo a lo largo del verano— y viajé en avión a Los Ángeles; luego el hermano de un amigo me acercó a Mojave en coche.

Entramos en el pueblo a última hora del día, cuando el sol se escondía tras los montes Tehachapi a unos veinte kilómetros al oeste por detrás de nosotros. Eran los montes que recorrería al día siguiente. El pueblo de Mojave se halla a una altitud de casi 850 metros, y, sin embargo, tuve la sensación de encontrarme en el fondo de algo, en un lugar donde los carteles indicadores de las gasolineras, los restaurantes y los moteles se alzaban por encima del árbol más alto.

—Puedes parar aquí —dije al hombre que me había llevado desde Los Ángeles, señalando un letrero de neón antiguo que anunciaba MOTEL WHITE, con la palabra TELEVISIÓN de color amarillo arriba y la frase HAY HABITACIONES LIBRES en rosa abajo. Por el aspecto desgastado del edificio, supuse que era el establecimiento más barato del pueblo. Perfecto para mí.

—Gracias por el viaje —dije en cuanto nos detuvimos en el aparcamiento.

—De nada —respondió él, y me miró—. ¿Seguro que estarás bien?

—Sí —contesté con falso aplomo—. He viajado mucho sola.

Me apeé con mi mochila y dos enormes bolsas de plástico llenas. Mi intención había sido vaciar las bolsas y acomodar el contenido en la mochila antes de partir de Portland, pero no había tenido tiempo. Había llevado, pues, las bolsas. Ya lo organizaría todo en mi habitación.

—Suerte —dijo el hombre.

Lo vi alejarse. El aire caliente sabía a polvo; el pelo, agitado por el viento seco, se me metía en los ojos. El aparcamiento era una superficie de pequeños guijarros blancos fijados con cemento; el motel, una larga hilera de puertas y ventanas con cortinas raídas. Me eché la mochila a los hombros y cogí las bolsas. Se me hacía extraño tener solo eso. De pronto me sentí vulnerable, menos exultante de lo que había previsto. Había pasado los últimos seis meses imaginando ese momento, pero ahora que el momento había llegado —ahora que me hallaba a solo veinte kilómetros del propio SMP— se me antojaba menos vívido en la realidad que antes en la imaginación, como si estuviese en un sueño, como si mis pensamientos fuesen un líquido que fluía lentamente, impulsados más por la voluntad que por el instinto. «Entra —tuve que decirme antes de poder avanzar en dirección a la recepción del motel—. Pide una habitación.»

—Son dieciocho dólares —dijo la anciana que se hallaba detrás del mostrador. Con grosero énfasis, miró por encima de mí, hacia la puerta de cristal por la que yo acababa de entrar—. A menos que vaya acompañada. Para dos, es más caro.

—No voy acompañada —respondí, y me sonrojé; solo cuando decía la verdad me sentía como si mintiera—. Ese hombre solo me ha traído hasta aquí.

—De momento son dieciocho dólares, pues —contestó—, pero si al final tiene compañía, tendrá que pagar más.

—No tendré compañía —dije sin alterarme. Saqué un billete de veinte dólares del bolsillo del pantalón corto y lo deslicé sobre el mostrador hacia la mujer. Ella cogió el dinero y me entregó dos dólares y una ficha para rellenar, junto con un bolígrafo prendido de una cadena de cuentas—. Voy a pie, así que no puedo poner nada en el apartado del coche —dije, señalando el formulario. Sonreí, pero ella no me devolvió la sonrisa—. Además, en realidad no tengo señas. Estoy viajando, así que…

—Ponga la dirección a la que volverá —indicó.

—Es que ahí está el problema. No sé bien dónde viviré después porque…

—La de su familia, pues —atajó con aspereza—. Lo que considere su casa.

—De acuerdo —accedí, y anoté la dirección de Eddie, aunque en realidad mi trato con él en los cuatro años desde la muerte de mi madre había sido tan doloroso y distante que, en rigor, ya no podía considerarlo mi padrastro.

No tenía «casa», pese a que la que habíamos construido seguía en pie. Leif, Karen y yo estábamos inseparablemente unidos como hermanos, pero rara vez nos hablábamos o veíamos; nuestras vidas eran muy distintas. Paul y yo habíamos concluido el proceso de divorcio hacía un mes, tras una angustiosa separación de un año. Tenía amigos muy queridos a quienes a veces aludía como familia, pero los compromisos entre nosotros eran informales e intermitentes, más familiares de palabra que de hecho. «La sangre tira», decía siempre mi madre cuando yo era pequeña, un sentimiento que yo había puesto en duda a menudo. Pero al final dio igual si ella tenía razón o no. Mis dos hermanos se me habían escurrido entre los dedos.

—Aquí tiene —dije, empujando el formulario por el mostrador en dirección a la mujer. Ella tardó en volverse hacia mí. Estaba viendo la televisión en un pequeño aparato colocado en una mesa detrás del mostrador. El noticiario de la noche. Algo sobre el juicio de O. J. Simpson.

—¿Cree usted que es culpable? —preguntó sin apartar la mirada del televisor.

—Eso parece, pero aún es pronto para saberlo, supongo. Aún no tenemos toda la información.

—¡Claro que fue él! —vociferó la mujer.

Cuando por fin me dio la llave, atravesé el aparcamiento hasta una puerta en el extremo opuesto del edificio. La abrí y entré; dejé mis cosas y me senté en la mullida cama. Estaba en el desierto de Mojave, pero en la habitación se percibía una extraña humedad, un olor a moqueta mojada y lejía. En un rincón, una caja metálica blanca con rejilla cobró vida con un rugido: un climatizador evaporativo que expulsó aire helado durante unos minutos y luego se apagó con un tremendo tableteo que no hizo más que exacerbar mi sensación de inquietante soledad.

Me planteé salir y buscarme compañía. Era algo tan fácil. Los años anteriores habían sido un sinfín de ligues de una noche, o de dos o de tres. Ahora me resultaban absurdos, toda esa intimidad con personas a quienes no quería. Aun así, ansiaba esa elemental sensación producida por la presión de un cuerpo contra el mío, sensación que anulaba todo lo demás. Me levanté de la cama para sacudirme ese anhelo, para apartar mis pensamientos de ese zumbido voraz: «Podría ir a un bar. Podría dejar que un hombre me invitara a una copa. Podríamos venir aquí en un abrir y cerrar de ojos».

A ese anhelo le siguió inmediatamente el impulso de telefonear a Paul. Ahora era mi exmarido, pero seguía siendo mi mejor amigo. Pese a lo mucho que me había distanciado de él en los años posteriores a la muerte de mi madre, también me había apoyado firmemente en él. En medio de mis angustiosas cavilaciones acerca de nuestro matrimonio, en su mayor parte silenciosas, habíamos tenido buenos momentos, habíamos sido, de maneras extrañamente reales, una «pareja feliz».

La caja metálica con rejilla del rincón volvió a encenderse y me planté delante, dejando que el aire helado me acariciase las piernas desnudas. Vestía la ropa que llevaba puesta desde que salí de Portland la noche anterior, todo recién estrenado. Era mi atuendo de excursionista, y con él me sentía un tanto ajena a mí misma, como la persona en la que aún no me había convertido. Calcetines de lana bajo un par de botas de montañismo de cuero con presillas metálicas. Pantalón corto azul marino provisto de imponentes bolsillos con cierre de velcro. Ropa interior de una tela especial de secado rápido y una sencilla camiseta blanca sobre un sujetador deportivo.

Esas prendas se contaban entre las muchas cosas para las que había ahorrado todo el invierno y la primavera, trabajando el mayor número de turnos posible en el restaurante donde servía mesas. Al comprarlas no me habían resultado ajenas. Pese a mis recientes incursiones en la tensa vida urbana, podría describírseme perfectamente como «amante de la vida al aire libre». Al fin y al cabo, había pasado la adolescencia curtiéndome en los bosques septentrionales de Minnesota. Mis vacaciones en familia siempre habían implicado alguna forma de acampada, al igual que mis viajes con Paul o sola o con amigos. Había dormido en la caja de mi furgoneta y acampado en parques y bosques nacionales innumerables veces. Pero ahora, allí, sin nada más que esa ropa a mano, de pronto me sentí una farsante. En los seis meses transcurridos desde que decidí recorrer el SMP, había mantenido al menos una docena de conversaciones en las que expliqué por qué ese viaje era una buena idea y lo idóneo que era semejante desafío para mí. Pero en ese momento, sola en mi habitación del motel White, supe que no podía negarse el hecho de que me hallaba en terreno resbaladizo.

—Tal vez primero deberías probar con un viaje más corto —había propuesto Paul varios meses antes, cuando le hablé sobre mi plan, durante una de nuestras discusiones acerca de si debíamos seguir juntos o divorciarnos.

—¿Por qué? —había preguntado yo, irritada—. ¿Crees que no soy capaz?

—No es eso —respondió él—. Es solo que nunca has hecho montañismo, que yo sepa.

—¡Sí que he hecho montañismo! —repliqué con indignación, aunque era verdad: no lo había hecho. A pesar de las muchas actividades que había llevado a cabo relacionadas, a mi juicio, con el montañismo, en realidad nunca me había adentrado en la naturaleza con una mochila y había pasado allí la noche. Ni una sola vez.

«¡Nunca he hecho montañismo!», pensé ahora con compungida jocosidad. De pronto miré la mochila y las bolsas de plástico que había acarreado desde Portland y que contenían todo aquello que aún no había sacado de sus envoltorios. Mi mochila era de color verde bosque con guarniciones negras; componían el cuerpo central tres amplios compartimentos con anchos bolsillos exteriores de malla y nailon que asomaban a cada lado como grandes orejas. Se sostenía en pie por propia voluntad, gracias a un único soporte de plástico que sobresalía a lo ancho de la base. El hecho de que se sostuviese en pie de ese modo en lugar de desplomarse a un lado, como otras mochilas, me procuraba un leve y extraño consuelo. Me acerqué a ella y toqué la parte superior como si acariciara la cabeza de un niño. Un mes antes me habían aconsejado encarecidamente que cargara mi mochila tal como lo haría para emprender mi viaje y que hiciera una excursión de prueba. Me había propuesto hacerlo antes de partir de Minneapolis, y luego volví a proponérmelo una vez en Portland. Pero no lo había hecho. Acabaría probándola al día siguiente, en mi primera jornada en el sendero.

Metí la mano en una de las bolsas de plástico y extraje un silbato de color naranja, en cuyo envoltorio se afirmaba que era el «más sonoro del mundo». Lo abrí y lo sostuve en alto por el cordón amarillo; luego me lo colgué al cuello, como una entrenadora. ¿Se suponía que debía llevarlo así por esos caminos? Se me antojó absurdo, pero qué sabía yo. Como tantas otras cosas, cuando compré el silbato más sonoro del mundo, no fue resultado de grandes reflexiones. Me lo saqué y lo até al armazón de la mochila, para que quedara suspendido por encima de mi hombro mientras caminaba. Allí lo tendría al alcance de la mano en caso de necesidad.

¿Lo necesitaría?, me pregunté mustiamente, lúgubre, a la vez que me desplomaba en la cama. Ya había pasado la hora de la cena, pero con mi nerviosismo no tenía apetito: la sensación de soledad era un incómodo ruido que me llenaba el estómago.

—Por fin has conseguido lo que querías —había dicho Paul hacía diez días cuando nos despedimos en Minneapolis.

—¿Y qué quería? —pregunté.

—Estar sola —contestó, y sonrió, pero yo me limité a mover la cabeza en un gesto de incertidumbre.

Era lo que yo quería, sí, aunque no se reducía al mero hecho de estar «sola». En lo referente al amor, mis necesidades, por lo visto, no tenían explicación. El final de mi matrimonio fue un largo proceso que se inició con una carta llegada una semana después de la muerte de mi madre, si bien el principio se remontaba más allá.

La carta no era para mí. Era para Paul. Pese a lo reciente que era mi dolor, nada más ver el remite irrumpí en nuestra habitación rebosante de entusiasmo y se la entregué. Era de la New School de Nueva York. En otra vida —solo tres meses antes, en los días previos al diagnóstico de cáncer de mi madre— yo había ayudado a Paul a solicitar una plaza para un doctorado de filosofía política. A mediados de enero, la idea de vivir en Nueva York se me había antojado lo más apasionante del mundo. Pero ahora, a finales de marzo —cuando él abrió la carta y exclamó que lo habían aceptado, cuando lo abracé y actué en todos los sentidos como si celebrara la buena noticia—, sentí que me escindía en dos. Estaba, por un lado, la mujer que yo era antes de morir mi madre y, por otro, la que era ahora, en cuya superficie se veía la marca de mi antigua vida como un moretón. Mi verdadero yo se hallaba en un estrato inferior, palpitando bajo todo aquello que antes creía saber. Que yo obtendría la licenciatura en junio y al cabo de un par de meses nos marcharíamos. Que alquilaríamos un apartamento en el East Village o en Park Slope, lugares que solo conocía por la lectura y la imaginación. Que llevaría vistosos ponchos, adorables gorros de lana y modernas botas mientras daba mis primeros pasos como escritora a la manera romántica y desharrapada de muchos de mis héroes y heroínas literarios.

Ahora todo eso era imposible, al margen de lo que dijera la carta. Mi madre había muerto. Mi madre había muerto. Mi madre había muerto. Todo lo que en otro tiempo había imaginado acerca de mí había desaparecido por el resquicio abierto cuando ella exhaló su último aliento.

No podía marcharme de Minnesota. Mi familia me necesitaba. ¿Quién ayudaría a Leif a acabar de madurar? ¿Quién estaría al lado de Eddie en su soledad? ¿Quién prepararía la cena de Acción de Gracias y mantendría las tradiciones de nuestra familia? Alguien debía conservar unido lo que quedaba de nuestra familia. Y ese alguien tenía que ser yo. Eso se lo debía a mi madre.

—Tendrás que ir sin mí —le dije a Paul mientras él sostenía aún la carta.

Y lo repetí una y otra vez en nuestras conversaciones de las siguientes semanas, cada vez más convencida. Parte de mí sentía terror ante la idea de que él me dejara; otra parte lo deseaba desesperadamente. Si se marchaba, la puerta de nuestro matrimonio se cerraría por sí sola sin necesidad de que yo tuviera que hacerlo de una patada. Quedaría libre y no tendría la culpa de nada. Yo lo quería, pero, en el ímpetu de mis diecinueve años, me había precipitado al casarme con él; no estaba ni remotamente preparada para comprometerme con otra persona, por encantadora que fuese. Pese a que me habían atraído otros hombres desde poco después de casarnos, los había mantenido a raya. Pero ahora eso me era imposible. El dolor me impedía contenerme. Se me habían negado demasiadas cosas, argumenté. ¿Por qué negarme también a mí misma?

Mi madre llevaba muerta una semana cuando besé a otro hombre. Y a otro una semana más tarde. No había ido más allá con ellos ni con los siguientes —me había jurado no cruzar una línea sexual que tenía cierto sentido para mí—; aun así, sabía que no estaba bien engañar y mentir. Me sentía atrapada en mi propia incapacidad para abandonar a Paul o serle fiel, así que esperé a que él me abandonara a mí, que se fuera solo a su doctorado, aunque, por supuesto, él se negó.

Postergó su admisión durante un año y nos quedamos en Minnesota para que yo pudiera permanecer cerca de mi familia, pese a que mi proximidad en el año posterior a la muerte de mi madre de poco sirvió. Como se vio, no fui capaz de mantener unida a mi familia. Yo no era mi madre. Solo después de su muerte tomé conciencia de quién era ella: una fuerza al parecer mágica en el centro de la familia en cuya poderosa órbita girábamos todos invisiblemente. Sin ella, Eddie poco a poco se convirtió en un desconocido. Leif, Karen y yo nos alejamos a la deriva, cada uno hacia su propia vida. Pese a mis esfuerzos para conseguir que las cosas fueran de otro modo, al final también yo tuve que aceptarlo: sin mi madre, no éramos lo que habíamos sido; éramos cuatro personas flotando por separado entre los restos del naufragio de nuestro dolor, unidos solo por una finísima cuerda. Nunca preparé esa cena de Acción de Gracias. Cuando llegó el día, ocho meses después de morir mi madre, mi familia era algo de lo que yo hablaba en pasado.

Así que cuando por fin Paul y yo nos trasladamos a Nueva York un año después de lo previsto, me alegré de marcharme. Allí podía partir de cero. Dejaría de tontear con hombres. Dejaría atrás mi honda aflicción. Dejaría de expresar mi rabia por la pérdida de mi familia. Sería una escritora que vivía en Nueva York. Iría de aquí para allá con botas modernas y un adorable gorro de lana.

No fue así. Yo era quien era: la misma mujer que palpitaba bajo el moretón de su antigua vida; solo que ahora estaba en otro sitio.

De día, escribía cuentos; de noche, servía mesas y me besaba con uno de los dos hombres con quienes «no cruzaba la línea» simultáneamente. Solo llevábamos un mes en Nueva York cuando Paul abandonó el doctorado y decidió que quería tocar la guitarra. Al cabo de seis meses nos marchamos definitivamente. Volvimos por un breve tiempo a Minnesota antes de iniciar un viaje por carretera de varios meses a lo largo y ancho del oeste, trabajando aquí y allá, trazando un amplio círculo que incluyó el Gran Cañón y el valle de la Muerte, Big Sur y San Francisco. Al acabar el viaje, a finales de la primavera, aterrizamos en Portland y encontramos empleos en restaurantes; primero nos alojamos en el pequeño apartamento de mi amiga Lisa y luego en una granja a quince kilómetros de la ciudad, donde —a cambio de cuidar de una cabra, un gato y una nidada de exóticas gallináceas de caza— vivimos sin pagar alquiler durante el verano. Sacamos el futón de la furgoneta y dormimos en la sala de estar bajo una ventana grande y ancha que daba a un avellanar. Dimos largos paseos y cogimos moras e hicimos el amor. «Puedo conseguirlo —pensé—. Puedo ser la mujer de Paul.»

Pero una vez más me equivoqué. Únicamente podía ser quien, por lo visto, tenía que ser. Solo que ahora era así todavía más. Ni siquiera recuerdo a la mujer que fui antes de escindirse mi vida. Cuando vivía en esa pequeña granja de las afueras de Portland, pocos meses después del segundo aniversario de la muerte de mi madre, ya no me preocupaba cruzar la línea. Cuando Paul aceptó un empleo en Minneapolis que lo obligó a regresar a Minnesota mientras nos dedicábamos aún al trabajo provisional de cuidar gallináceas exóticas, yo me quedé en Oregón y me follé al exnovio de la dueña de las gallináceas exóticas, y luego me follé a un cocinero del restaurante donde había encontrado un puesto de camarera. También me follé a un fisioterapeuta que me dio un trozo de tarta de plátano y un masaje gratis. A los tres en el plazo de cinco días.

Me pareció que así debía de sentirse la gente que se infligía cortes aposta. No era bonito, pero sí limpio. No era bueno, pero no generaba arrepentimiento. Yo intentaba cerrar mis heridas. Intentaba expulsar lo malo de mi organismo para volver a ser buena. Curarme de mí misma. A finales del verano, cuando regresé a Minneapolis para vivir con Paul, creía haberlo conseguido. Pensaba que era distinta, mejor, «terminada». Durante un tiempo así fue, y permanecí fiel todo el otoño y hasta entrado el nuevo año. Entonces tuve otra aventura. Supe que estaba al final de una etapa. Ya no me soportaba a mí misma. Había llegado el momento de pronunciar ante Paul las palabras que desgarrarían mi vida: no que no lo quisiera, sino que necesitaba estar sola, aunque no sabía por qué.

Mi madre había muerto hacía tres años.

Cuando dije todo lo que tenía que decir, los dos nos desplomamos en el suelo y sollozamos. Al día siguiente, Paul se marchó de casa. Poco a poco comunicamos a nuestros amigos que nos separábamos. Esperábamos poder superarlo, dijimos. Eso no significaba que fuéramos a divorciarnos. Al principio, los demás mostraron incredulidad: parecíamos muy «felices», dijeron todos. Luego se enfurecieron, no con nosotros, sino conmigo. Una de mis mejores amigas cogió una fotografía mía que tenía enmarcada, la rompió por la mitad y me la mandó por correo. Otra besó a Paul. Cuando me mostré dolida y celosa por eso, otra amiga me dijo que eso era lo que me merecía: probar mi propia medicina. En rigor no podía discrepar, y, aun así, se me partió el corazón. Tumbada sola en nuestro futón, casi tuve la sensación de levitar a causa del dolor.

Tres meses después de separarnos, seguíamos en un torturante estado de espera. Yo no deseaba ni volver con Paul ni divorciarme. Quería ser dos personas para poder hacer ambas cosas. Paul salía con varias mujeres, pero de pronto yo era célibe. Ahora que había destrozado mi matrimonio por el sexo, nada había más lejos de mi cabeza que el sexo.

—Tienes que salir por piernas de Minneapolis —me aconsejó mi amiga Lisa durante una de nuestras acongojadas conversaciones nocturnas. Y añadió—: Ven a verme a Portland.

Al cabo de menos de una semana dejé mi empleo de camarera, cargué la furgoneta y me marché hacia el oeste, y recorrí la misma ruta que realizaría un año después para acceder al Sendero del Macizo del Pacífico.

Cuando llegué a Montana, supe que había hecho bien: kilómetros y kilómetros de amplio paisaje verde frente a mi parabrisas, y el cielo se extendía aún a mayor distancia. La ciudad de Portland titilaba más allá, todavía fuera del alcance de la vista. Sería mi cautivadora huida, aunque solo por un breve tiempo. Allí dejaría mis problemas atrás, pensaba.

Pero, a la hora de la verdad, encontré más.