Había hecho muchas tonterías y cosas peligrosas en mi vida, pero pedir a un desconocido que me llevara en coche no era aún una de ellas. Los autostopistas eran víctimas de atrocidades, yo lo sabía, y más en el caso de mujeres solas. Las violaban y decapitaban. Las torturaban y las dejaban abandonadas para que murieran. Pero mientras iba del motel White a la gasolinera cercana, no podía permitir que esos pensamientos me distrajeran. A menos que estuviera dispuesta a caminar diecinueve kilómetros por el ardiente arcén de la carretera para llegar al sendero, necesitaba que me llevaran.
Además, el autostop era aquello a lo que los excursionistas recurrían en el SMP de vez en cuando, así de sencillo. Y yo era una excursionista en el SMP, ¿o no? ¿O no?
Sí.
El Sendero del Macizo del Pacífico. Volumen I: California explicaba el proceso con su habitual ecuanimidad. En algunos lugares, el SMP cruzaba una carretera, y a varios kilómetros por esa carretera estaba la oficina de correos adonde uno había enviado la caja de comida y provisiones necesarias para el siguiente tramo del sendero. El autostop era la única solución práctica cuando se trataba de ir a por esas cajas y regresar al sendero.
Me detuve junto a las máquinas de refrescos adosadas al exterior de la gasolinera, y desde allí observé a la gente que iba y venía, con la esperanza de intuir quién no entrañaba el menor peligro nada más verlo, haciendo, entre tanto, acopio de valor para acercarme al elegido. Me fijé en hombres viejos de pelo blanqueado por el desierto con sombreros de vaquero, en familias cuyos coches ya iban llenos, y en adolescentes que se detenían con la música a todo volumen y las ventanas abiertas. Nadie en particular tenía aspecto de asesino o violador, pero tampoco había nadie en particular que no lo tuviese. Compré una lata de Coca-Cola y la bebí aparentando una naturalidad que se contradecía con el hecho de que no podía permanecer debidamente erguida a causa del increíble peso cargado sobre mi espalda. Al final, tuve que actuar. Eran casi las once, y el día avanzaba firmemente hacia el calor de un día de junio en el desierto.
Se detuvo un monovolumen con matrícula de Colorado y se apearon dos hombres. Uno era más o menos de mi edad, el otro tendría algo más de cincuenta años. Me acerqué a ellos y les pregunté si podían llevarme. Vacilaron y cruzaron una mirada, y en sus expresiones se reveló que estaban unidos en la tácita búsqueda de una razón para negarse. Así que seguí hablando y, a trompicones, expliqué mi propósito de llegar al SMP.
—Claro —dijo por fin el de mayor edad con manifiesta reticencia.
—Gracias —gorjeé con voz de niña.
Cuando avancé con paso inestable hacia la gran puerta lateral del monovolumen, el más joven me la abrió. Miré el interior, y, de repente, me di cuenta de que no tenía la menor idea de cómo iba a arreglármelas para subir al vehículo. No podía siquiera intentar entrar con la mochila a hombros. Tendría que quitármela, pero ¿cómo? Si desabrochaba las hebillas que la mantenían sujeta en torno a mi cintura y mis hombros, me sería imposible evitar que se me desprendiera con tal violencia que podía arrancarme los brazos.
—¿Te echo una mano? —preguntó el joven.
—No, está todo bajo control —contesté con un tono de falsa serenidad.
La única posibilidad que se me ocurrió fue volverme de espaldas al monovolumen, acuclillarme para sentarme en el hueco de la puerta corredera, agarrada al borde de esta, y dejar que la mochila quedara apoyada en el suelo del coche detrás de mí. Fue todo un alivio. Desabroché las correas de la mochila y, con cuidado, me desprendí de ella sin volcarla. A continuación, me di media vuelta para entrar en el monovolumen y sentarme al lado.
Los hombres se mostraron más cordiales en cuanto estuvimos en camino, rumbo al oeste a través del árido paisaje formado por arbustos resecos y, a lo lejos, pálidas montañas. Eran un padre y un hijo que vivían en una zona residencial en las afueras de Denver, y que iban de camino a una ceremonia de graduación en San Luis Obispo. Al cabo de no mucho tiempo, apareció un indicador que anunciaba el paso de Tehachapi y el hombre de mayor edad redujo la velocidad y se detuvo a un lado de la carretera. El más joven salió y me abrió la enorme puerta. Yo confiaba en ponerme la mochila de la misma manera que me la había quitado, acuclillándome junto a la puerta y aprovechando la altura del suelo del monovolumen. Pero el hombre, sin darme tiempo a salir, sacó la mochila y la dejó caer pesadamente en el suelo de grava del arcén. Cayó con tal fuerza que temí que se reventara la bolsa dromedario. Me apeé, volví a colocarla en posición vertical y le sacudí el polvo.
—¿Estás segura de que puedes levantar eso? —preguntó—. Porque yo apenas puedo.
—Claro que sí —respondí.
Se quedó allí inmóvil, como si esperara a que se lo demostrase.
—Gracias por traerme —dije, deseando que se marchara para que no presenciara mi humillante número de la operación de carga de la mochila.
Asintió y corrió la puerta del monovolumen.
—Cuídate.
—Eso haré —respondí, y lo observé subirse al coche.
Cuando se alejaron, me quedé junto a la silenciosa carretera. Pequeñas nubes de polvo se levantaban en arremolinadas ráfagas bajo el resplandeciente sol del mediodía. Me hallaba en una elevación de casi mil doscientos metros, rodeada por los cuatro costados de montañas de color beis y aspecto yermo salpicadas de matas de artemisa, árboles de Josué y chaparral de un metro de altura. Estaba en el límite occidental del desierto de Mojave y en las estribaciones meridionales de Sierra Nevada, la vasta cordillera que se extendía hacia el norte a lo largo de más de seiscientos cincuenta kilómetros, hasta el Parque Nacional Volcánico del Lassen, donde se unía a la cadena de las Cascadas, que nacía en el norte de California, atravesaba Oregón y Washington y terminaba más allá de la frontera canadiense. Esas dos cordilleras serían mi mundo durante los siguientes tres meses; sus picos, mi hogar. En un poste de una cerca más allá de la cuneta alcancé a ver un cartel metálico del tamaño de la palma de una mano donde se leía SENDERO DEL MACIZO DEL PACÍFICO.
Ya había llegado. Por fin podía ponerme en marcha.
Se me ocurrió que ese sería el momento perfecto para tomar una fotografía, pero sacar la cámara de la mochila, con la consiguiente retirada de correas elásticas y parte del equipo, implicaría tal trajín que no me atreví siquiera a intentarlo. Además, para salir yo misma en la foto, tendría que encontrar una superficie donde poner la cámara a fin de activar el temporizador y colocarme en mi sitio antes de que se disparara, y no vi en las inmediaciones nada muy prometedor. Incluso el poste de la cerca al que estaba prendido el cartel del SMP parecía demasiado reseco y frágil. Así pues, opté por sentarme en el suelo de espaldas a mi mochila, tal como había hecho en la habitación del motel, y me la coloqué como pude en los hombros; luego, a cuatro patas, llevé a cabo la maniobra del peso muerto y me levanté.
Eufórica, nerviosa, encorvada en una postura mínimamente erguida, me abroché y ceñí la mochila y, tambaleante, di los primeros pasos por el sendero hasta una caja metálica marrón clavada a otro poste de la cerca. Cuando abrí la tapa, vi dentro un cuaderno y un bolígrafo. Era el registro del sendero, que mencionaba mi guía. Escribí mi nombre y la fecha, y leí los nombres y anotaciones de los excursionistas que habían pasado por allí en las semanas anteriores, casi todos hombres que viajaban de dos en dos. No había ninguna mujer sola. Me quedé allí un rato más, henchida de emoción, hasta que caí en la cuenta de que no había nada que hacer salvo ponerse en marcha, y eso hice.
El sendero enfilaba en dirección este y discurría paralelo a la carretera durante un tiempo, descendiendo por torrenteras rocosas y ascendiendo de nuevo. «¡La excursión ha empezado!», pensé. Y luego: «Voy de excursión por el Sendero del Macizo del Pacífico». Fue ese mismo acto, el de ir de excursión, lo que me convencía de que un viaje así era una empresa razonable. Al fin y al cabo, ¿qué es ir de excursión sino andar? «¡Yo ando!», aduje cuando Paul me expresó su preocupación por el hecho de que en realidad yo nunca había practicado el montañismo. Andaba sin cesar. Andaba durante horas interminables en mi trabajo de camarera. Andaba en las ciudades donde vivía y en las que visitaba. Andaba unas veces por placer y otras con un objetivo. Todo eso era cierto. Pero, tras andar un cuarto de hora por el SMP, quedó claro que yo nunca había andado en montañas desérticas a principios de junio con una mochila a la espalda que pesaba considerablemente más de la mitad que yo, cosa que, como se vio, no tiene nada que ver con andar; cosa que, de hecho, se parece más al infierno que a andar.
Empecé a jadear y a sudar de inmediato, y a medida que el sendero doblaba hacia el norte y comenzaba a ascender en lugar de seguir un curso ondulante, mis botas y mis pantorrillas se fueron cubriendo de polvo. Cada paso era un esfuerzo soberano conforme subía y subía, salvo por algún que otro breve descenso, que no era tanto un respiro del infierno como otra clase de infierno, porque me veía obligada a apuntalarme a cada paso, por miedo a que la fuerza de gravedad me catapultara hacia delante, y me cayera con aquel peso tremendo e incontrolable. Tenía la sensación de que más que llevar la mochila unida a mí, era yo quien iba unida a la mochila, como un edificio con extremidades, desprendida de mis cimientos y precipitándome a través de aquel paraje agreste.
Al cabo de cuarenta minutos, la voz dentro de mi cabeza gritaba: «¿En qué me he metido?». Procuré hacer caso omiso, tararear mientras avanzaba, pese a lo difícil que resultaba tararear a la vez que jadeaba y gemía de sufrimiento e intentaba mantenerme encorvada en esa postura mínimamente erguida sin dejar de impulsarme hacia delante; me sentía como un edificio con piernas. Así que sencillamente traté de concentrarme en lo que oía —el ruido sordo de mis pisadas en el sendero seco y rocoso, el chacoloteo de las frágiles hojas y ramas de los arbustos bajos entre los que pasaba, movidas por el viento caliente—, pero era imposible. El clamor de «¿En qué me he metido?» era un grito poderoso. No había manera de ahogarlo. La única distracción posible era permanecer alerta a la aparición de serpientes de cascabel. Esperaba ver una a la vuelta de cada recodo, presta a atacar. Aquel paisaje estaba hecho para ellas, parecía. Y también para los pumas, y para los asesinos en serie especializados en parajes naturales.
Pero no pensaba en ellos.
Era un trato al que había llegado conmigo misma meses antes y lo único que me había permitido emprender sola aquella andadura. Sabía que si permitía que el miedo se adueñase de mí, mi viaje estaba condenado al fracaso. El miedo, en gran medida, surge de una historia que nos contamos a nosotros mismos, y por tanto me propuse contarme una historia distinta de la que se cuenta a las mujeres. Decidí que no corría peligro. Era fuerte. Era valiente. Nada podía vencerme. Insistir en esta historia era una forma de control mental, pero, en general, surtía efecto. Cada vez que oía un sonido de origen desconocido o sentía que algo horrendo cobraba forma en mi imaginación, lo apartaba. Simplemente no me permitía sucumbir al miedo. El temor engendra temor. La fuerza engendra fuerza. Me obligué a engendrar fuerza. Y al cabo de un tiempo dejé de tener miedo realmente.
Realizaba un esfuerzo demasiado grande para tener miedo.
Daba un paso y después otro, avanzando tan despacio como un caracol. Nunca había pensado que recorrer el SMP fuera fácil. Sabía que requeriría cierta adaptación. Pero ahora que me encontraba allí, no estaba tan segura de que llegara a adaptarme. Caminar por el SMP no era tal como lo había imaginado. Yo misma no era tal como me había imaginado. Ni siquiera recordaba qué había imaginado seis meses antes, allá por diciembre, cuando tomé la decisión de hacerlo.
Iba conduciendo por una autopista al este de Sioux Falls, Dakota del Sur, cuando se me ocurrió la idea. Había viajado en coche a Sioux Falls desde Minneapolis el día anterior con mi amiga Aimee para recuperar mi furgoneta, que un amigo al que se la presté había dejado allí, averiada, hacía una semana.
Cuando Aimee y yo llegamos a Sioux Falls, la grúa se había llevado la furgoneta. Ahora estaba tras la alambrada de un aparcamiento, enterrada bajo la nieve que había caído durante una ventisca hacía un par de días. Precisamente por esa ventisca había ido yo a REI el día anterior para comprar una pala. Mientras hacía cola para pagar, eché el ojo a una guía sobre algo llamado Sendero del Macizo del Pacífico. La cogí, examiné la tapa y leí la contracubierta antes de volver a dejarla en la estantería.
En cuanto Aimee y yo retiramos la nieve de la furgoneta ese día en Sioux Falls, me senté al volante y accioné la llave de contacto. Di por supuesto que no oiría nada aparte de esos chasquidos moribundos que emiten los automóviles cuando no les queda nada que ofrecernos; sin embargo, arrancó al instante. Podíamos haber vuelto a Minneapolis en ese momento, pero decidimos pasar la noche en un motel. Fuimos a cenar temprano a un restaurante mexicano, eufóricas por la imprevista fluidez de nuestro viaje. Mientras comíamos nachos con salsa y bebíamos margaritas, experimenté una extraña sensación en el estómago.
—Es como si me hubiera tragado los nachos enteros —expliqué a Aimee—. Como si los bordes siguieran intactos y se me hincaran por dentro. —Sentí saciedad y, muy abajo, un cosquilleo como nunca había sentido—. A lo mejor estoy embarazada —bromeé, y en cuanto lo dije, caí en la cuenta de que no bromeaba.
—¿Lo estás? —preguntó Aimee.
—Podría ser —contesté, de pronto aterrorizada.
Había tenido relaciones sexuales unas semanas antes con un tal Joe. Lo había conocido el verano anterior en Portland, al ir allí a visitar a Lisa para escapar de mis penas. Yo llevaba en la ciudad solo unos días cuando él se acercó a mí en un bar y apoyó la mano en mi muñeca.
—Bonita —dijo, siguiendo los afilados contornos de mi pulsera de latón con los dedos.
Lucía el pelo de neón propio de un punk rock, cortado a cepillo, y un estridente tatuaje que le abarcaba medio brazo. No obstante, la expresión de su rostro contradecía claramente esos disfraces: era tenaz y tierna, como la de un gatito que quiere leche. Tenía veinticuatro años, y yo veinticinco. No me había acostado con nadie desde la ruptura con Paul, hacía tres meses. Esa noche hicimos el amor en el desigual futón de Joe, extendido en el suelo, y nos quedamos charlando, básicamente sobre él, hasta que salió el sol, sin apenas dormir. Me habló de su inteligente madre y su padre alcohólico, y de la universidad elegante y rigurosa donde se había licenciado el año anterior.
—¿Has probado la heroína? —me preguntó por la mañana. Negué con la cabeza y me reí frívolamente.
—¿Acaso debería?
Podría haberme abstenido. Joe la consumía desde hacía poco tiempo cuando me conoció. La tomaba al margen de mí, con un grupo de amigos suyos a quienes no me había presentado. Podría haber pasado de largo, pero algo me impulsó a detenerme. Sentí curiosidad. No tenía lazos con nadie. En mi aflicción, y joven como era, estaba dispuesta a autodestruirme.
Así que no solo dije que sí a la heroína, sino que la acogí con los brazos abiertos.
La primera vez que la consumí, una semana después de conocer a Joe, me hallaba acurrucada con él en su raído sofá tras hacer el amor. Por turno, aspirábamos el humo de un ascua de heroína negra como el alquitrán colocada en una lámina de papel de aluminio, usando una pipa también de papel de aluminio. Al cabo de unos días, ya no estaba en Portland para visitar a Lisa y escapar de mis penas; estaba en Portland dejándome arrastrar por aquel semienamoramiento alimentado por la droga. Me mudé al apartamento de Joe, situado encima de una farmacia abandonada, y allí pasamos la mayor parte del verano disfrutando de un sexo aventurero y tomando heroína. Al principio fue unas pocas veces por semana, luego cada par de días, al final a diario. Primero la fumábamos, luego la esnifábamos. «¡Pero nunca nos la chutaríamos!», dijimos. Eso ni hablar.
Luego nos la chutamos.
Era fantástico. Era algo extraordinariamente hermoso, como de otro mundo. Como si hubiese descubierto un planeta real cuya existencia desconocía hasta ese momento. El Planeta Heroína. El lugar donde no había dolor, donde eran hechos desafortunados, pero en esencia aceptables, que mi madre hubiera muerto, que mi padre biológico no formara parte de mi vida, que mi familia se hubiera desmoronado y que yo hubiera sido incapaz de seguir casada con un hombre a quien quería.
Al menos así era como me sentía cuando estaba colocada.
Por las mañanas, mi dolor se multiplicaba por mil. Por las mañanas, ya no tenía ante mí solo esas tristes circunstancias de mi vida; a eso se añadía el hecho de que yo era una mierda. Me despertaba en la habitación de Joe, cuya sordidez se traslucía hasta en los objetos más banales: la lámpara y la mesa; el libro que se había caído y había quedado boca abajo y abierto, sus finas páginas dobladas en el suelo. En el cuarto de baño me lavaba la cara y, cubriéndomela con las manos, sollozaba entrecortadamente antes de ir a trabajar de camarera a un establecimiento de desayunos. Pensaba: «Esta no soy yo. Yo no soy así. Basta ya. Se acabó». Pero por la tarde regresaba con unos cuantos billetes para comprar otro poco de heroína y pensaba: «Sí. Tengo que hacer esto. Tengo que echar a perder mi vida. Tengo que ser una yonqui».
Pero no fue eso lo que sucedió. Un día Lisa me telefoneó y dijo que quería verme. Me había mantenido en contacto con ella, pasando largas tardes en su casa, dejándole entrever detalles de aquello en lo que andaba metida. Esta vez, tan pronto como entré allí, supe que ocurría algo.
—Háblame de la heroína —exigió.
—¿La heroína? —repliqué a la ligera. ¿Qué podía decir? Era inexplicable, incluso para mí—. No voy a acabar siendo una yonqui, si eso es lo que te preocupa —dije por propia iniciativa. Reclinada contra la encimera de su cocina, la observaba barrer el suelo.
—Sí, eso es lo que me preocupa —respondió con severidad.
—Pues descuida —dije. Se lo expliqué tan racional y jocosamente como me fue posible. Hacía solo un par de meses. Pronto lo dejaríamos. Joe y yo solo tonteábamos, por pura diversión—. ¡Es verano! —exclamé—. Tú misma sugeriste que viniera aquí para escapar, ¿te acuerdas? Pues estoy escapando. —Me eché a reír, pero ella no se rio conmigo. Le recordé que yo nunca había tenido problemas con las drogas, que bebía alcohol con moderación y cautela. Era una experimentalista, añadí. Una artista. La clase de mujer que decía «sí» en lugar de «no».
Lisa puso en tela de juicio todas y cada una de mis afirmaciones, cuestionó todos y cada uno de mis razonamientos. Barrió y barrió y barrió el suelo mientras nuestra conversación degeneraba en discusión. Al final se enfureció conmigo hasta tal punto que me asestó un escobazo.
Volví a la casa de Joe y hablamos de Lisa, que coincidió en que no entendía nada.
Luego, pasadas dos semanas, Paul telefoneó.
Quería verme. De inmediato. Lisa lo había puesto al corriente sobre mi relación con Joe y mi consumo de heroína, y él había cogido el coche al instante y había recorrido los 2.700 kilómetros desde Minneapolis para hablar conmigo. Me reuní con él al cabo de una hora en el apartamento de Lisa. Era un día cálido y soleado de finales de septiembre. Yo había cumplido veintiséis años hacía una semana. Joe no se había acordado. Fue el primer cumpleaños de mi vida en el que no me felicitó nadie.
—Feliz cumpleaños —dijo Paul en cuanto entré por la puerta.
—Gracias —contesté con excesiva formalidad.
—Quería llamarte, pero no tenía tu número; mejor dicho, el de Joe.
Asentí. Se me hacía extraño verlo. Mi marido. Un fantasma de mi vida real. La persona más auténtica que conocía. Nos sentamos a la mesa de la cocina, oyendo el golpeteo de las ramas de una higuera contra la ventana cercana. La escoba con la que Lisa me había golpeado estaba apoyada en la pared.
—Te noto cambiada —dijo—. Se te ve muy… No sé cómo expresarlo. Es como si no estuvieras aquí.
Yo sabía a qué se refería. Su mirada me dio a entender todo lo que me había negado a escuchar de labios de Lisa. Estaba cambiada. No estaba allí. La heroína me había convertido en eso y, sin embargo, se me antojaba inconcebible abandonarla. Al mirar a Paul a la cara comprendí que no podía pensar con claridad.
—Solo dime por qué estás haciéndote esto —preguntó, mirándome tiernamente con aquel rostro que me era tan familiar. Alargó los brazos por encima de la mesa y me cogió las manos; nos las estrechamos, fijó sus ojos en los míos, y las lágrimas resbalaron primero por mi cara y luego por la suya. Quería que regresara a casa con él esa misma tarde, propuso con voz ecuánime. No para volver con él, sino para huir. No de Joe, sino de la heroína.
Le dije que necesitaba pensar. Cogí el coche y volví al apartamento de Joe. Allí me senté al sol en una tumbona que él tenía en la acera de delante del edificio. La heroína me había aturdido y distanciado de mí misma. En mi cabeza se formaba un pensamiento y enseguida se evaporaba. No podía ejercer el menor control sobre mi mente, ni siquiera cuando no iba colocada. Mientras estaba allí sentada, se acercó a mí un hombre. Se llamaba Tim, me dijo. Me cogió la mano, me la estrechó y me aseguró que podía confiar en él. Me preguntó si podía darle tres dólares para pañales, luego si podía utilizar el teléfono del apartamento, luego si tenía cambio de cinco dólares, y así siguió, hilvanando preguntas enrevesadas e historias lastimeras que me confundieron hasta que me sentí impulsada a levantarme y sacar los últimos diez dólares que me quedaban en el bolsillo del vaquero.
Cuando vio el dinero, sacó una navaja de debajo de su camisa. La aproximó casi cortésmente a mi pecho y, con voz sibilante, dijo:
—Dame ese dinero, encanto.
Metí en una bolsa mis escasas pertenencias, escribí una nota a Joe y la pegué con celo al espejo del baño. Acto seguido, telefoneé a Paul. Cuando se detuvo en la esquina, subí al coche.
Mientras cruzábamos el país, sentada yo en el asiento del acompañante, sentí mi vida real como algo presente pero inasequible. Paul y yo discutimos y lloramos y sacudimos el coche con nuestra rabia. Fuimos de una crueldad monstruosa. Después hablamos con benevolencia, conmocionándonos mutuamente, sorprendiéndonos a nosotros mismos. Decidimos que nos divorciaríamos y luego decidimos que no. Lo odié y lo amé. Con él me sentía atrapada, marcada, retenida y amada. Como una hija.
—Yo no te he pedido que vengas a buscarme —grité en el transcurso de una de nuestras discusiones—. Has venido por tus propias razones. Para poder ser el gran héroe.
—Es posible —dijo.
—¿Por qué has venido a buscarme desde tan lejos? —pregunté jadeando de pesar.
—Porque sí —contestó él, apretando el volante, con la mirada fija en la noche estrellada a través del parabrisas—. Sencillamente porque sí.
Vi a Joe pasadas varias semanas, cuando vino a visitarme a Minneapolis. Ya no éramos pareja, pero enseguida volvimos a las andadas: nos colocamos todos los días de la semana que pasó allí e hicimos el amor un par de veces. Pero cuando se fue, di aquello por concluido. La relación con él y con la heroína. No había vuelto a pensar en ello hasta que, sentada con Aimee en Sioux Falls, tuve aquella extraña sensación en el estómago: como si los bordes afilados de los nachos intactos se me hincaran por dentro.
Salimos del restaurante mexicano y fuimos a por una prueba de embarazo a un gran supermercado. Mientras atravesábamos la tienda vivamente iluminada, intenté persuadirme de que no estaba embarazada. Había esquivado esa bala ya en numerosas ocasiones, angustiándome y preocupándome en vano, imaginando los síntomas del embarazo de manera tan convincente que me asombraba cuando me llegaba la regla. Pero ahora tenía veintiséis años y estaba ya fogueada en cuestiones de sexo; no iba a sucumbir a esa clase de temores.
Ya en el motel, me encerré en el cuarto de baño y oriné en la tira de la prueba mientras Aimee esperaba fuera, sentada en la cama. Al cabo de un momento aparecieron dos líneas de color azul oscuro en el pequeño indicador de la prueba.
—Estoy embarazada —anuncié con lágrimas en los ojos cuando salí.
Aimee y yo, recostadas en la cama, hablamos del tema durante una hora, pese a que no había mucho que decir. La necesidad de abortar era tan inapelable que resultaba absurdo plantearse siquiera cualquier otra opción.
El viaje en coche desde Sioux Falls hasta Minneapolis es de cuatro horas. A la mañana siguiente, Aimee me siguió con su coche por si mi furgoneta volvía a averiarse. Conduje sin escuchar la radio, pensando en mi embarazo. Era del tamaño de un grano de arroz y, aun así, lo sentía en la parte más honda y fuerte de mí, arrastrándome hacia el fondo, sacándome a flote a sacudidas, saliendo de mí en forma de reverberación. En algún lugar entre las tierras de labranza del suroeste de Minnesota, rompí a llorar, no solo por aquel embarazo no deseado, y tan intenso fue mi llanto que apenas podía conducir. Era un llanto por todo, por el nauseabundo cenagal en que había convertido mi vida desde la muerte de mi madre, por lo absurda que era ahora mi existencia. No estaba destinada a ser así, a vivir así, a fracasar tan sombríamente.
Fue entonces cuando recordé la guía que había cogido de una estantería en REI mientras esperaba para pagar la pala hacía un par de días. El recuerdo de la fotografía de la tapa, un lago salpicado de peñascos y rodeado de riscos que se recortaban contra el cielo azul, penetró en mí por la fuerza, directo como un puñetazo en plena cara. Al coger el libro mientras hacía cola, creí que solo estaba matando el tiempo, pero de pronto lo vi como algo más: una señal. No solo de lo que podía hacer, sino de lo que debía hacer.
Cuando Aimee y yo llegamos a Minneapolis, me despedí de ella con un gesto en su salida de la autopista, pero yo no me desvié en la mía. Opté por seguir hasta REI, donde compré El Sendero del Macizo del Pacífico. Volumen I: California. Me lo llevé a mi apartamento y me quedé toda la noche leyéndolo. Lo leí una docena de veces a lo largo de los siguientes meses. Aborté y aprendí a hacer migas de atún desecado y cecina de pavo; asistí a un curso de reciclaje en primeros auxilios y practiqué el uso del depurador de agua en el fregadero de mi cocina. Tenía que cambiar. «Tenía que cambiar» fue la idea que me impulsó durante esos meses de planificación. No para convertirme en una persona distinta, sino para volver a ser la persona que era antes: fuerte y responsable, perspicaz y motivada, buena y con sentido de la ética. Y el SMP me llevaría a eso. Allí caminaría y pensaría en mi vida. Recuperaría la fuerza, lejos de todo lo que había convertido mi vida en algo ridículo.
Pero ahora estaba allí, en el SMP, ridícula otra vez, aunque de otra manera, encorvada en una postura mínimamente erguida, cada vez menos erguida, en el primer día de mi andadura.
Al cabo de tres horas llegué a un tramo llano, cosa rara, cerca de un grupo de árboles de Josué, yucas y enebros, y allí me detuve a descansar. Para enorme alivio mío, había una gran roca en la que pude sentarme y desprenderme de la mochila tal como había hecho en el monovolumen, en Mojave. Asombrada al verme libre de aquel peso, me paseé por allí y, accidentalmente, rocé un árbol de Josué, que me asaeteó con sus afiladas púas. La sangre empezó a manar al instante de tres cuchilladas en mi brazo. Cuando saqué mi botiquín de primeros auxilios de la mochila y lo abrí, el viento soplaba con tal intensidad que se me llevó todas las tiritas. Las perseguí inútilmente por aquel terreno llano, pero desaparecieron montaña abajo, ya inalcanzables. Me senté en el suelo, apreté la manga de la camiseta contra el brazo y eché varios tragos de mi cantimplora.
No había sentido semejante agotamiento en toda mi vida. En parte se debía al proceso de adaptación de mi cuerpo al esfuerzo y la altitud —me hallaba a unos mil quinientos metros, cuatrocientos por encima de mi punto de partida, el paso de Tehachapi—, pero casi todo ese agotamiento podía achacarse al descabellado peso de la mochila. La miré con desesperanza. Era la cruz con la que debía cargar, creada absurdamente por mí; sin embargo, no concebía siquiera cómo iba a poder cargar con ella. Saqué mi guía y le eché un vistazo, sujetando las hojas para que el viento no las agitara, con la esperanza de que aquellas palabras y mapas ya conocidos disiparan mi creciente desasosiego; de que el libro, con su benévola armonía en cuatro partes, me convenciera de que yo podía hacerlo, igual que me había convencido durante los meses dedicados a fraguar el plan. No había fotos de los cuatro autores de El Sendero del Macizo del Pacífico. Volumen I: California, pero los veía a todos en mi imaginación: Jeffrey P. Schaffer, Thomas Winnett, Ben Schifrin y Ruby Jenkins. Eran sensatos y amables, sabios y bien informados. Me guiarían hasta el final. Tenían que hacerlo.
Muchos empleados de RAI me habían hablado de sus propias excursiones, pero ninguno había recorrido el SMP y no se me había ocurrido intentar localizar a alguien que lo hubiera hecho. Corría el verano de 1995, la edad de piedra por lo que se refiere a Internet. Ahora pueden encontrarse en línea docenas de diarios de personas que han recorrido el SMP y todo un arsenal de información sobre el sendero, tanto permanente como en continuo cambio, pero yo no disponía de nada de eso. Solo tenía El Sendero del Macizo del Pacífico. Volumen I: California. Era mi biblia. Mi cuerda de salvamento. El único libro que había leído sobre la práctica del excursionismo en el SMP, o en cualquier sitio, a decir verdad.
Pero hojearlo por primera vez allí sentada en el sendero era menos tranquilizador de lo que esperaba. Había pasado por alto ciertos detalles, como vi en ese momento, como, por ejemplo, una cita textual en la página seis de un tal Charles Long, con quien los autores de El Sendero del Macizo del Pacífico. Volumen I: California coincidían plenamente. Decía así: «¿Cómo puede describir un libro los factores psicológicos para los que una persona debe prepararse: la desesperación, el enajenamiento, la angustia y sobre todo el dolor, tanto físico como mental, que traspasa el corazón mismo de la voluntad del montañero, todo aquello que de verdad hay que planear? No existen palabras para transmitir esos factores…».
Me quedé estupefacta, acechada por la certidumbre de que en efecto no existían palabras para transmitir tales factores. No hacía falta. Yo sabía ya cuáles eran, con toda exactitud. Los había descubierto recorriendo poco más de cinco kilómetros por aquellas montañas desérticas bajo una mochila que parecía un Escarabajo Volkswagen. Seguí leyendo, reparando en la indicación de que era conveniente mejorar la forma física antes de emprender el viaje, entrenarse específicamente para caminar, quizás. Y en las advertencias sobre el peso de la mochila, ni que decir tiene. Sugería no cargar siquiera con la guía entera, porque pesaba demasiado para llevarla completa y, en todo caso, era innecesario; uno podía fotocopiar o arrancar los apartados requeridos e incluir la parte necesaria en la siguiente caja de reaprovisionamiento. Cerré el libro.
¿Por qué no había pensado yo en eso? ¿En dividir la guía en secciones?
Porque era una idiota de tomo y lomo y no tenía ni zorra idea de lo que hacía, por eso. Y empezaba a enterarme allí sola en medio del monte con una carga bestial que acarrear.
Me rodeé las piernas con los brazos, apreté la cara contra lo alto de las rodillas desnudas y cerré los ojos, hecha un ovillo, mientras el viento me azotaba furiosamente la melena.
Cuando abrí los ojos al cabo de varios minutos, vi que estaba sentada junto a una planta que reconocí. Esa salvia era menos verde que la que mi madre había cultivado en nuestro jardín durante años, pero la forma y el aroma eran los mismos. Alargué el brazo y arranqué un puñado de hojas, que froté entre las palmas de mis manos; luego acerqué la cara a ellas y respiré hondo, tal como me había enseñado mi madre. «Te da un estallido de energía», afirmaba ella, rogando a mis hermanos y a mí que siguiéramos su ejemplo durante aquellas largas jornadas de trabajo para construir nuestra casa cuando al final flaqueaban nuestros cuerpos y nuestros espíritus.
Al inhalarla ahora, más que oler el penetrante aroma a tierra de la salvia del desierto, percibí el poderoso recuerdo de mi madre. Alcé la vista para mirar el cielo azul, y sentí un estallido de energía, pero sobre todo la presencia de mi madre, y recordé las razones que me habían inducido a pensar que era capaz de recorrer ese sendero. Entre todas las cosas que me persuadieron de que no debía tener miedo durante ese viaje, entre todas las cosas que me llevaron a la convicción de que podía recorrer el SMP, la muerte de mi madre era lo que más profundamente me permitía creer en mi seguridad: no podía ocurrirme nada malo, pensaba; ya había ocurrido lo peor.
Me levanté, dejé que el viento se llevara las hojas de salvia de mis manos y me acerqué al borde del pequeño llano donde me hallaba. Más allá, por debajo de mí, la tierra daba paso a un afloramiento de roca. A mi alrededor, en un radio de kilómetro, veía las montañas, que descendían suavemente hacia un amplio valle desértico. Hileras de turbinas eólicas blancas y angulares se extendían por las cumbres. Según mi guía, generaban electricidad para los habitantes de las ciudades y pueblos de más abajo, pero ahora yo estaba lejos de todo eso. De las ciudades y los pueblos. De la electricidad. Incluso de California, o esa impresión tenía, pese a hallarme justo en el centro del estado, de la verdadera California, con su viento implacable y sus árboles de Josué y sus serpientes de cascabel al acecho en lugares que yo aún no había descubierto.
Allí de pie, y aunque mi intención inicial al parar era seguir adelante, supe que mi jornada había terminado. Demasiado cansada para encender el hornillo y, en todo caso, sin apetito debido al agotamiento, monté la tienda, a pesar de que solo eran las cuatro de la tarde. Saqué unas cuantas cosas de la mochila y las eché en el interior de la tienda para evitar que se las llevara el viento; después, a empujones, también metí dentro la mochila y, a rastras, entré detrás de ella. De inmediato experimenté el alivio de estar dentro, aunque «dentro» significara solo una cueva de nailon verde arrugada. Instalé mi pequeña silla plegable y me senté en el pequeño espacio de acceso, donde el techo de la tienda era algo más alto y no lo tocaba con la cabeza. A continuación revolví entre mis pertenencias en busca de un libro: no El Sendero del Macizo del Pacífico. Volumen I: California, que debía leer para saber lo que me esperaba al día siguiente, ni Staying Found, que debería haber leído antes de emprender el viaje, sino el poemario de Adrienne Rich, The Dream of a Common Language.
Ese, me constaba, era un peso injustificable. Imaginé las expresiones de desaprobación en los rostros de los autores de El Sendero del Macizo del Pacífico. Volumen I: California. Incluso la novela de Faulkner tenía más derecho a estar en mi mochila, aunque solo fuera porque aún no la había leído y, por tanto, podía explicarse como entretenimiento. Había leído The Dream of a Common Language tantas veces que casi me lo sabía de memoria. En los últimos años ciertos versos se habían convertido para mí en una especie de conjuro, las palabras que había entonado para mis adentros en los momentos de pesar y confusión. Ese libro era un consuelo, un viejo amigo, y cuando lo sostuve en mis manos aquella primera noche en el sendero, no lamenté ni remotamente haberlo llevado, pese a que ello implicara encorvarme bajo su peso. Era cierto que El Sendero del Macizo del Pacífico. Volumen I: California era ahora mi Biblia, pero The Dream of a Common Language era mi religión.
Lo abrí y leí en alto el primer poema; mi voz se elevaba por encima del rugido del viento que azotaba las paredes de mi tienda. Lo leí otra vez y otra y otra más.
El poema se titulaba «Poder».