En rigor soy quince días mayor que el Sendero del Macizo del Pacífico. Nací en 1968, el 17 de septiembre, y la ley del Congreso que otorgó al sendero su designación oficial se aprobó el 2 de octubre de ese mismo año. El sendero existía ya en diversas formas mucho antes —forjándose y uniéndose tramos desde la década de los treinta, cuando un grupo de excursionistas y entusiastas de la naturaleza se interesaron por primera vez en crear un sendero desde México hasta Canadá—, pero el SMP no recibió esa designación hasta 1968 y no se completó hasta 1993. Quedó constituido oficialmente casi dos años exactos antes de despertar yo aquella primera mañana entre los árboles de Josué que me habían acuchillado. A mí no me parecía que el sendero tuviera dos años de antigüedad. Ni siquiera me parecía poco más o menos de mi edad. Me parecía ancestral. Sabio. Total y profundamente indiferente a mí.
Desperté al amanecer y durante una hora no me animé siquiera a incorporarme, optando por quedarme tendida en el saco y leer mi guía, aún somnolienta pese a haber dormido doce horas, o al menos pasar todo ese tiempo tendida. El viento me había despertado repetidas veces a lo largo de la noche, embistiendo mi tienda con fuertes rachas, a veces hasta el punto de que las paredes me golpeaban la cabeza. Amainó unas horas antes del alba, pero entonces me despertó otra cosa: el silencio. La prueba irrefutable de que me hallaba allí en la mayor soledad.
Salí a rastras de la tienda y me erguí lentamente, con los músculos entumecidos por la caminata del día anterior, resintiéndoseme los pies descalzos en el suelo rocoso. Seguía sin apetito, pero me obligué a desayunar, y eché dos cucharadas de un preparado de soja en polvo llamado Better Than Milk (‘mejor que la leche’) en uno de mis cazos y lo mezclé con agua antes de añadir granola. No me supo mejor que la leche. Ni peor. No me supo a nada. Lo mismo podría haber comido hierba. Al parecer, se me habían insensibilizado las papilas gustativas. De todos modos, seguí llevándome la cuchara a la boca. Necesitaría la nutrición para la larga jornada que tenía por delante. Bebí el resto del agua de las cantimploras y, torpemente, las rellené con agua de la bolsa dromedario, flácida y pesada entre mis manos. Según El Sendero del Macizo del Pacífico. Volumen I: California, me hallaba a veinte kilómetros de mi primera fuente de agua: Golden Oak Springs, a donde, pese a mi pobre rendimiento del día anterior, preveía llegar al final de ese día.
Cargué la mochila igual que el día anterior en el motel, apretujando y encajando objetos hasta que no cabía nada más, y sujeté después lo demás por fuera mediante las correas elásticas. Tardé una hora en levantar el campamento y ponerme en marcha. Casi de inmediato pisé una pequeña pila de excrementos en el sendero, a unos pasos de donde había dormido. Eran negros como el alquitrán. Confié en que fuera un simple coyote. ¿O sería acaso un puma? Examiné la tierra en busca de huellas, pero no vi nada. Oteé el paisaje, preparándome para avistar el rostro de un gran felino entre la artemisa y las rocas.
Empecé a caminar, sintiéndome experimentada como no me había sentido el día anterior, menos cauta a cada paso a pesar de los excrementos, más fuerte bajo la mochila. Esa fortaleza se desmoronó al cabo de quince minutos, cuando ascendí y luego ascendí un poco más, adentrándome en las montañas de roca, un repecho tras otro. El armazón de mi mochila chirriaba a mis espaldas a cada paso por la tensión del peso. Tenía los músculos de la parte superior de la espalda y los hombros contraídos en nudos tirantes y calientes. De vez en cuando me detenía y me agachaba para apoyar las manos en las rodillas y desplazar el peso de la mochila y dar alivio a los hombros antes de seguir adelante, tambaleándome.
Al mediodía estaba a más de 1.800 metros de altitud y el aire se había enfriado, después de que el sol se ocultara repentinamente tras las nubes. El día anterior había hecho calor en el desierto; en cambio, ahora, mientras comía el almuerzo consistente en una barra de proteínas y orejones, tiritaba y la camiseta empapada de sudor se enfriaba contra mi espalda. Saqué el anorak de forro polar de mi bolsa de ropa y me lo puse. Después me tumbé sobre la lona para descansar unos minutos y, sin proponérmelo, me quedé dormida.
Me despertaron unas gotas de lluvia en la cara. Consulté mi reloj. Había dormido casi dos horas. No había soñado, no había tenido conciencia siquiera de que dormía, como si alguien se hubiera acercado a mí por la espalda y me hubiera dejado sin conocimiento de un golpe de piedra. Cuando me incorporé, vi que me envolvía una nube, una niebla tan impenetrable que no veía más allá de un par de metros. Me ceñí la mochila y seguí caminando bajo la llovizna, pese a que tenía la sensación de que todo mi cuerpo avanzaba a través de aguas profundas. Formé dobleces en la tela de mi camiseta y en mi pantalón corto, a modo de almohadillas en las zonas de la cadera, la espalda y los hombros, zonas que empezaba a tener en carne viva por la fricción de la mochila; sin embargo, lo único que conseguí fue agravar el problema.
Continué, hasta entrada la tarde y el anochecer, sin ver nada salvo lo que tenía inmediatamente delante de mí. No pensaba en las serpientes, a diferencia del día anterior. No pensaba: «Estoy recorriendo el Sendero del Macizo del Pacífico». Ni siquiera pensaba: «¿En qué me he metido?». Solo pensaba en avanzar. Mi mente era un jarrón de cristal que contenía ese único deseo. Mi cuerpo era todo lo contrario: un saco de cristales rotos. Cada vez que me movía, sentía dolor. En silencio conté los pasos para apartar el dolor de mi pensamiento, tachando los números en mi cabeza hasta llegar a cien, y vuelta a empezar. Gracias a los bloques de números, la caminata se me hizo un poco más soportable, como si solo tuviera que llegar al final de cada bloque.
Mientras ascendía, caí en la cuenta de que no entendía qué era una montaña, o siquiera si subía por una montaña o por una sucesión de ellas. No me había criado en la montaña. Había estado en unas cuantas, pero solo había andado por caminos trillados en excursiones de un solo día. Me habían parecido simples colinas muy grandes. Pero no eran eso. Eran, como ahora descubría, complejas y con múltiples capas, inexplicables, sin la menor analogía con nada. Cada vez que llegaba al lugar donde esperaba encontrar la cima de la montaña o de la sucesión de ellas, descubría que me había equivocado. Aún tenía que subir más, incluso si antes había una pequeña pendiente que descendía hipnóticamente. Así que subía y subía hasta llegar a lo que era la cima de verdad. Sabía que era la cima porque había nieve. No en el suelo, sino cayendo del cielo, en finos copos que trazaban delirantes remolinos, impulsados por el viento.
No esperaba que lloviera en el desierto, y desde luego no esperaba que nevara. Así como allí donde me crie no había montañas, tampoco había desiertos, y aunque había visitado un par de estos en excursiones de un solo día, en realidad no entendía qué eran los desiertos. Los había tomado por lugares secos, tórridos, arenosos, llenos de serpientes, escorpiones y cactus. No eran eso. Eran eso y muchas cosas más. Eran complejos y con múltiples capas, inexplicables, sin la menor analogía con nada. Mi nueva existencia no admitía analogías, comprendí aquel segundo día en el sendero.
Me hallaba en un terreno totalmente nuevo.
Esa ignorancia de lo que era una montaña y lo que era un desierto no fue lo único que no había previsto. Tampoco había previsto que me sangraran la rabadilla y las caderas y la cara anterior de los hombros. No había previsto recorrer unos mil quinientos metros la hora por término medio, que era lo que, según mis cálculos —realizados gracias a la muy descriptiva guía—, había recorrido hasta ese momento, sumando mis muchos descansos al tiempo que dedicaba realmente a caminar. En la época en que mi andadura por el SMP no era más que una idea, había planeado recorrer por término medio unos veintidós kilómetros al día en el transcurso de mi viaje, si bien la mayoría de los días en realidad llegaría más lejos porque mi media prevista incluía los días de descanso que me tomaría cada semana o cada dos, días en que dejaría de caminar por completo. Pero no había tenido en cuenta mi mala forma física, ni los verdaderos rigores del camino, hasta que estuve en él.
Descendí presa de un leve pánico hasta que la nieve dio paso a la niebla, y esta a unas vistas nítidas de los verdes y los marrones apagados de las montañas que me rodeaban cerca y lejos, y contrastaban con el cielo claro sus perfiles, ora en suave pendiente, ora de contornos aserrados. Mientras caminaba, se oían solo los crujidos de mis botas en el pedregoso sendero y los chirridos agudos de mi mochila, que me enloquecían lentamente. Me detuve y me quité la mochila para untar el armazón con bálsamo labial allí donde me parecía que se originaba el chirrido, pero cuando reanudé la marcha advertí que no había cambiado nada. Pronuncié unas palabras en voz alta para distraerme. Habían pasado poco más de cuarenta y ocho horas desde que me despedí de los hombres que me llevaron en autostop hasta el sendero, pero se me antojaba toda una semana, y mi voz, allí sola en el aire, me sonó rara. Creía que pronto me toparía con otro montañero. Me sorprendía no haber visto todavía a nadie, aunque esa soledad me vino bien al cabo de una hora cuando de repente tuve la necesidad de hacer lo que en mi cabeza llamaba «ir al baño», si bien allí ir al baño significaba mantenerme en cuclillas sin apoyo para poder cagar en un agujero abierto por mí misma. Para eso llevaba la paleta de acero inoxidable, suspendida de la correa de la cintura de la mochila en su funda negra de nailon con el rótulo «U-Dig-It».
La idea no me entusiasmaba, pero ese era el procedimiento de los mochileros, así que no había otra. Caminé hasta encontrar lo que consideré un sitio razonable para apartarme unos pasos del sendero. Me despojé de la mochila, saqué la paleta de la funda y me apresuré a esconderme tras una mata de artemisa y cavar. El suelo era pétreo, de un beis rojizo, manifiestamente sólido. Cavar un hoyo allí era como intentar traspasar una encimera de granito revestida de arena y guijarros. Solo un martillo neumático lo habría conseguido. O un hombre, pensé, furiosa, hincando la punta de la paleta en la tierra una y otra vez hasta que creí que iban a partírseme las muñecas. Rasqué y rasqué aquella superficie en vano, a la vez que me estremecía a causa de los retortijones y un sudor frío. Al final tuve que erguirme para no cagarme encima. No me quedó más remedio que quitarme el pantalón —para entonces había renunciado a las bragas porque me agravaban las rozaduras en carne viva de las caderas—, acuclillarme y dejarme ir sin más. Cuando acabé, me sobrevino tal debilidad, junto con la sensación de alivio, que casi me desplomé en la pila de mis propios excrementos calientes.
Después, renqueando, recogí unas cuantas piedras y construí un pequeño mojón sobre la mierda para enterrar las pruebas antes de seguir mi camino.
Creía que estaba a punto de llegar a Golden Oak Springs, pero a las siete de la tarde no lo tenía aún a la vista. Me dio igual. Aún inapetente debido al cansancio, volví a saltarme la cena, ahorrándome así el agua que habría empleado para prepararla, y encontré un sitio relativamente llano que me permitió plantar la tienda. El pequeño termómetro que colgaba a un lado de mi mochila marcaba cinco grados. Me quité la ropa sudada y la tendí a secar en un arbusto antes de meterme a rastras en la tienda.
A la mañana siguiente tuve que doblarla para ponérmela. Mis prendas, congeladas por el frío de la noche, estaban tiesas como tablas.
Llegué a Golden Oak Springs pocas horas después de iniciarse mi tercer día en el sendero. Al ver la alberca de hormigón cuadrada me animé enormemente, no solo porque había agua en el manantial, sino también porque saltaba a la vista que la habían construido seres humanos. Hundí las manos en el agua, espantando a unos cuantos bichos que surcaban su superficie. Saqué el depurador, introduje la toma de agua en la alberca y empecé a bombear tal como había practicado en el fregadero de mi cocina en Minneapolis. Resultaba más difícil de lo que recordaba, quizá porque en mis prácticas solo bombeaba unas cuantas veces. Parecía que ahora el movimiento de compresión con la bomba requería más fuerza. Y cuando sí conseguía bombear, la toma asomaba a la superficie y solo absorbía aire. Bombeé y bombeé hasta que no pude más y tuve que descansar; luego volví a bombear. Finalmente conseguí rellenar las dos cantimploras y la bolsa dromedario. Me exigió casi una hora, pero era necesario. Mi siguiente fuente de agua se encontraba a la friolera de treinta kilómetros.
Tenía el firme propósito de seguir adelante ese día, pero opté por sentarme en mi silla plegable junto al manantial. Por fin había subido la temperatura, y el sol resplandecía en mis brazos y mis piernas desnudos. Me quité la camiseta, me bajé un poco el pantalón y me quedé allí tendida con los ojos cerrados, confiando en que el sol ejerciera un efecto balsámico en las zonas de piel del torso en carne viva a causa de la mochila. Cuando abrí los ojos, vi una lagartija en una roca cercana. Parecía hacer flexiones de pecho.
—Hola, lagartija —saludé, y ella interrumpió sus flexiones. Se quedó absolutamente inmóvil por un instante y luego desapareció como una flecha.
Necesitaba recuperar el tiempo perdido. Ya iba con retraso respecto a lo que consideraba mis previsiones, pero ese día no pude obligarme a abandonar el pequeño y fresco robledal que rodeaba Golden Oak Springs. Además de las rozaduras en carne viva, me dolían los músculos y los huesos de tanto andar, y tenía cada vez más ampollas en los pies. Sentada en el suelo, me las examiné, consciente de que poco podía hacer para impedir que las ampollas fueran de mal en peor. Deslicé un dedo con delicadeza por encima de ellas y luego por el morado negro del tamaño de una moneda de dólar que adornaba mi tobillo: este no era una herida del SMP, sino prueba de mi idiotez pre-SMP.
Fue por ese morado por lo que decidí no telefonear a Paul cuando me sentí sola en el motel de Mojave, el morado que era el centro de la historia que, como yo sabía, él percibiría oculta en mi voz: que mi intención había sido mantenerme a distancia de Joe durante los dos días que pasé en Portland antes de tomar el vuelo a Los Ángeles, pero no lo conseguí; que acabé chutándome heroína con él a pesar de que no la probaba desde aquella vez que él vino a visitarme a Minneapolis seis meses antes.
—Ahora me toca a mí —dije con apremio en Portland después de verlo chutarse. De pronto el SMP me pareció muy lejos en el futuro, aunque estaba solo a cuarenta y ocho horas.
—Acerca el tobillo —pidió Joe al no encontrar la vena en mi brazo.
Pasé el día en Golden Oak Springs con la brújula en la mano, leyendo Staying Found. Encontré el norte, el sur, el este y el oeste. Exultante, caminé sin la mochila por una pista de montaña que ascendía hasta el manantial con el propósito de ver qué había por allí. Era espectacular andar sin la mochila a cuestas, pese al estado en que tenía los pies y a lo doloridos que tenía los músculos. No solo me sentía erguida, sino como si flotase, como si dos gomas elásticas me sostuviesen por los hombros desde arriba. Cada paso era un brinco, ligero como el aire.
Cuando llegué a una atalaya, me detuve y contemplé aquella gran extensión de tierra. Solo había más montañas desérticas, hermosas y austeras, y más hileras de turbinas eólicas angulares blancas a lo lejos. Regresé al campamento, monté el hornillo y traté de prepararme una comida caliente, la primera en el sendero, pero, por más que lo intenté, no conseguí mantener encendida la llama del hornillo. Saqué el pequeño manual de instrucciones, leí el apartado solucionador de problemas y descubrí que me había equivocado de tipo de gasolina al cargar la botella del hornillo. La había llenado de combustible sin plomo normal en lugar de poner la gasolina limpia especial que debía emplearse, y ahora se había atascado el tubo generador, y el pequeño cazo se había ennegrecido de hollín como consecuencia de mis esfuerzos.
De todos modos, no tenía apetito. Mi apetito era como un dedo entumecido y apenas se hincaba en mí. Comí un puñado de migas de atún desecado y, a las seis y cuarto, me venció el sueño.
El cuarto día, antes de ponerme en marcha, me curé las heridas. Un empleado de REI me había alentado a comprar una caja de Spenco segunda piel: parches de hidrogel destinados a tratar quemaduras que además iban muy bien para las ampollas. Me los apliqué allí donde sangraba, o tenía ampollas o la piel irritada: en la punta de los dedos y en los talones, en los huesos de la cadera, en la cara anterior de los hombros y en la zona lumbar. Cuando acabé, sacudí los calcetines, intentando reblandecerlos antes de ponérmelos. Tenía dos pares, pero los dos se habían endurecido a causa de la suciedad y el sudor seco. Parecían de cartón más que de tela, a pesar de que me los cambiaba cada pocas horas; usaba unos mientras el otro par se secaba al aire, suspendido de las gomas elásticas de mi mochila.
Tras alejarme del manantial esa mañana, cargada otra vez con catorce kilos de agua, tomé conciencia de que experimentaba una especie de extraña y abstracta diversión en retrospectiva. En los momentos que iban entre mis diversos sufrimientos, reparaba en la belleza que me rodeaba, lo prodigiosas que eran las cosas tanto pequeñas como grandes: el color de una flor del desierto que me rozaba en el sendero o el vasto cielo cuando el sol se desvanecía al otro lado de las montañas. Me hallaba en medio de estas ensoñaciones cuando resbalé en los guijarros y caí de bruces en el duro suelo con tal fuerza que se me cortó la respiración. No me moví durante un minuto largo, debido tanto al punzante dolor en la pierna como al colosal peso sobre la espalda, que me inmovilizaba contra la tierra. Cuando salí a rastras de debajo de la mochila y evalué los daños, me descubrí una brecha en la espinilla de la que manaba abundante sangre, así como una mancha del tamaño de un puño formándose ya por debajo del corte. Vertí encima un poco de mi preciada agua para limpiarme lo mejor que pude de tierra y piedrecillas; luego me presioné la herida con una torunda de gasa hasta restañar la hemorragia. A continuación, cojeando, reanudé la marcha.
Anduve el resto de la tarde con la mirada fija en el sendero justo ante mí, temiendo volver a perder el equilibrio y caer. Fue entonces cuando avisté lo que llevaba días buscando: huellas de puma. El felino había pasado por el sendero poco antes en la misma dirección que yo: las marcas de sus garras, claramente legibles en la tierra, se veían a lo largo de unos cuatrocientos metros. Empecé a detenerme cada pocos minutos para echar un vistazo alrededor. Aparte de pequeñas manchas verdes, el paisaje se componía sobre todo de una gama de amarillos y marrones, los colores del puma. Seguí adelante, acordándome de un artículo que había leído recientemente en un periódico sobre tres mujeres en California —las tres, por separado, habían muerto atacadas por pumas a lo largo del año anterior— y de todos aquellos documentales sobre la naturaleza que había visto de niña en los que los depredadores elegían al miembro de la manada que consideraban más débil. No cabía duda de que ese era yo: el más fácil de descuartizar miembro a miembro. Entoné en voz alta las cancioncillas que me vinieron a la cabeza —Twinkle, Twinkle Little Star y Take Me Home, Country Roads — con la esperanza de que mi voz aterrorizada ahuyentara al puma, a la vez que temía alertarlo de mi presencia, como si la sangre coagulada en mi pierna y el hedor de varios días que emanaba mi cuerpo no bastaran para atraerlo.
Mientras escrutaba el paisaje, vi que había recorrido ya tal distancia que el terreno empezaba a cambiar. El paisaje siguió siendo árido, dominado por el mismo chaparral y los arbustos de artemisa del principio, pero ahora los árboles de Josué característicos del desierto de Mojave solo aparecían esporádicamente. Eran más comunes los enebros, los pinos piñoneros, los encinillos. De vez en cuando atravesaba umbríos prados de espesa hierba. Esta y aquellos árboles relativamente grandes me reconfortaban. Inducían a pensar en agua y vida. Parecían decirme que podía hacerlo.
Eso, hasta que un árbol me obligó a parar. Había caído en el sendero, de través; su grueso tronco, sostenido por las ramas, había quedado a una altura que no me permitía pasar por debajo, y tampoco me era posible trepar por encima, debido sobre todo al peso de la mochila. Circundarlo también quedaba descartado: a un lado del sendero, la pendiente era demasiado escarpada; al otro, la maleza era demasiado densa. Permanecí inmóvil durante un buen rato, buscando la manera de rebasar el árbol. Tenía que hacerlo, por imposible que pareciese. La alternativa era darme media vuelta y regresar al motel de Mojave. Al acordarme de mi pequeña habitación de dieciocho dólares por noche, me consumí de anhelo, y me invadió el deseo de volver allí. Me puse de espaldas al árbol, me desabroché la mochila y la empujé por encima del áspero tronco, haciendo lo posible por dejarla caer al otro lado sin que reventara la bolsa dromedario a causa del impacto. Luego me encaramé al árbol, arañándome las manos, ya resentidas por la anterior caída. En el siguiente par de kilómetros encontré otros tres árboles derribados por el viento. Para cuando los superé todos, la costra de la pantorrilla se me había abierto y la herida sangraba de nuevo.
La tarde del quinto día, mientras avanzaba por un tramo estrecho y empinado del sendero, alcé la vista y vi correr hacia mí un enorme animal marrón con cuernos.
—¡Alce! —chillé, aunque yo sabía que no era un alce. En el pánico del momento, no conseguí identificar lo que veía y un alce era lo más aproximado—. ¡Alce! —chillé con mayor desesperación mientras el animal se acercaba. Me adentré como pude entre las gayubas y los encinillos que bordeaban el sendero, apretándome lo máximo posible contra sus afiladas ramas, estorbada por el peso de la mochila.
Entre tanto la bestia en cuestión seguía avanzando hacia mí, y comprendí que estaba a punto de ser embestida por un toro de grandes cuernos, un texas longhorn.
—¡Aaalce! —grité aún con más fuerza a la vez que buscaba a tientas el silbato más sonoro del mundo, colgado del armazón de la mochila por medio de su cordón amarillo. Lo encontré, me lo acerqué a los labios, cerré los ojos y soplé con toda mi alma, hasta que tuve que tomar aire y paré.
Cuando abrí los ojos, el toro había desaparecido.
También había desaparecido toda la piel en el extremo de mi dedo índice de la mano derecha, arrancada por las dentadas ramas de la gayuba durante mi desesperada huida.
Lo esencial de recorrer el Sendero del Macizo del Pacífico ese verano, lo que lo convirtió en una experiencia tan profunda para mí —y a la vez, como tantas cosas, tan sencilla—, fue el hecho de tener siempre muy pocas opciones y verme obligada con frecuencia a hacer lo que menos me apetecía. El hecho de que no había escapatoria ni posibilidad de negación. No había manera de anestesiarse con un Martini ni de enmascarar nada con un revolcón en el heno. Ese día, allí agarrada al chaparral, mientras intentaba remendar mi dedo sangrante, atenta al menor sonido por miedo a que volviera el toro, me planteé mis opciones. Eran solo dos, y básicamente la misma. Podía volver sobre mis pasos o podía seguir adelante en la dirección en la que pretendía ir. El toro, admití lúgubremente, podía hallarse tanto a un lado como al otro, ya que, al cerrar los ojos, no había visto por dónde se había ido. Solo podía elegir entre el toro que me haría retroceder y el toro que me haría avanzar.
Así que, por lo tanto, seguí adelante.
Para recorrer catorce kilómetros al día necesitaba todas mis fuerzas intactas. Recorrer catorce kilómetros al día era una hazaña física muy superior a cualquier otra cosa que hubiera hecho antes. Me dolían todas y cada una de las partes de mi cuerpo, excepto el corazón. No veía a nadie, pero, por raro que pareciera, no echaba de menos a nadie. Solo deseaba comida, agua y poder descargarme la mochila. Pero seguí acarreándola igualmente. Arriba y abajo por aquellos montes resecos, donde pinos de Jeffrey y robles negros bordeaban el sendero, cruzando pistas de montaña con huellas de grandes camiones, aunque no había ninguno a la vista.
La mañana del octavo día me entró hambre y esparcí toda la comida por el suelo para evaluar la situación, y sentí un intenso deseo de comer caliente. Incluso en mi estado de agotamiento y pérdida del apetito, para entonces había consumido casi todo lo que no necesitaba cocinarse: la granola y los frutos secos, los orejones, la cecina de pavo y las migas de atún, las barras de proteínas y la leche deshidratada. La mayor parte de los alimentos que me quedaban debían guisarse y no disponía de un hornillo en condiciones. La siguiente caja de reaprovisionamiento me esperaba en Kennedy Meadows, a unos doscientos quince kilómetros del principio de mi viaje. Un montañero avezado habría salvado esa distancia en el tiempo que yo llevaba ya en el sendero. Al ritmo que avanzaba, no había recorrido ni la mitad del camino. E incluso si conseguía llegar hasta Kennedy Meadows con la comida que me quedaba, primero tendría que reparar el hornillo y rellenar la botella con el combustible adecuado, y Kennedy Meadows, al ser una base a gran altitud para cazadores, montañeros y pescadores más que un pueblo, no era el lugar indicado para eso. Sentada en el suelo, con las bolsas de cierre hermético llenas de comida liofilizada que no podía cocinar esparcidas alrededor, decidí desviarme del sendero. No lejos de donde me hallaba, el SMP atravesaba una red de pistas de montaña que iban en distintas direcciones.
Empecé a bajar por una de esas pistas con la idea de que acabaría encontrando civilización en forma de carretera, una que discurría paralela al sendero a unos treinta y cinco kilómetros al este. Caminé sin saber exactamente por qué pista iba, dejándome guiar por la convicción de que daría con algo, avanzando bajo el sol tórrido y radiante. Notaba mi propio olor mientras andaba. Llevaba desodorante y cada mañana me lo ponía en las axilas, pero ya no servía de nada. Hacía más de una semana que no me bañaba. Tenía el cuerpo cubierto de tierra y sangre; el pelo apelmazado a causa del polvo y el sudor seco, pegado a la cabeza bajo la gorra. Sentía que los músculos de mi cuerpo se fortalecían a diario y al mismo tiempo, en igual medida, que los tendones y las articulaciones se debilitaban. Me dolían los pies tanto por dentro como por fuera, con la piel en carne viva por las ampollas, los huesos y los músculos agotados por los kilómetros recorridos. La pista era plácidamente llana o presentaba un suave descenso, un grato descanso después del implacable subir y bajar del sendero, pero seguía sufriendo. Durante largos tramos procuré imaginar que en realidad no tenía pies, que en lugar de eso mis piernas terminaban en dos muñones inmunes a todo, capaces de soportar cualquier cosa.
Después de cuatro horas empecé a lamentar mi decisión. En el SMP podía morir de hambre o a causa de la embestida de un longhorn merodeador, pero al menos allí sabía dónde estaba. Volví a consultar mi guía, pues para entonces ya ni siquiera sabía si continuaba en una de las pistas descritas de pasada. Sacaba mi mapa y mi brújula cada hora para evaluar y volver a calcular mi posición. Cogí Staying Found para releer cómo se usaban exactamente un mapa y una brújula. Observé el sol. Pasé junto a un pequeño rebaño de vacas que no estaban encerradas en un cercado y el corazón me dio un vuelco al verlas, pese a que ninguna se movió en dirección a mí. Simplemente dejaron de comer para levantar la cabeza y verme pasar mientras yo les canturreaba con delicadeza: «Vaca, vaca, vaca».
El paisaje en torno a la pista era sorprendentemente verde en algunos lugares, seco y rocoso en otras, y pasé dos veces junto a tractores estacionados a un lado de la pista, silenciosos e inquietantes. Caminé en un estado de asombro ante tanta belleza y tanto silencio, pero ya entrada la tarde la aprensión me atenazó la garganta.
Iba por una pista, pero hacía ocho días que no veía a un solo ser humano. Aquello era la civilización y, sin embargo, no se veía la menor señal de ella, aparte de las vacas en campo abierto y los dos tractores abandonados, y el mismo camino. Me sentía como la protagonista de una película de ciencia ficción, como si fuera la única persona que quedaba en el planeta, y por primera vez en mi viaje creí que iba a echarme a llorar. Respiré hondo para contener las lágrimas, me quité la mochila y la dejé en el suelo para hacerme una composición de lugar. Más adelante la pista torcía a un lado; me acerqué a la curva sin la mochila para ver qué había al otro lado.
Lo que vi fue a tres hombres sentados en la cabina de una furgoneta amarilla.
Uno era blanco. Uno era negro. Uno era hispano.
Tardé alrededor de sesenta segundos en llegar hasta ellos. Me observaron con la misma expresión que había aparecido en mi cara al ver el longhorn el día anterior, como si de un momento a otro fueran a gritar: «¡Alce!». Mi alivio al verlos fue enorme. Aun así, mientras avanzaba a zancadas hacia ellos, sentí un hormigueo en todo mi cuerpo ante la compleja noción de que ya no era la única protagonista de una película sobre un planeta deshabitado. Ahora intervenía en una película totalmente distinta: era la única mujer en compañía de tres hombres de intenciones, personalidad y origen desconocidos que me observaban desde la penumbra de la cabina de una furgoneta amarilla.
Mientras les explicaba mi situación a través de la ventanilla abierta del conductor, me miraban en silencio, y la expresión de sus ojos pasó primero del sobresalto a la estupefacción, y luego a la mofa, hasta que los tres se echaron a reír.
—¿Sabes en qué te has metido, nena? —preguntó el hombre blanco cuando recobró la compostura. Y yo negué con la cabeza. El negro y él aparentaban unos sesenta años, y el hispano rondaba apenas los veinte—. ¿Ves esa montaña de ahí? —Desde su posición al volante, señaló al frente a través del parabrisas—. Estamos a punto de volarla. —Me explicó que una compañía minera había adquirido los derechos de esos terrenos e iban a excavar allí para extraer roca decorativa que la gente pondría en sus jardines—. Me llamo Frank —dijo, tocándose el ala del sombrero vaquero—. Y en rigor has entrado sin permiso en una propiedad privada, jovencita, pero no te lo tendremos en cuenta. —Me miró y me guiñó el ojo—. Solo somos mineros, no los dueños de estas tierras. De lo contrario tendríamos que pegarte un tiro.
Soltó otra carcajada y señaló al hispano, sentado en medio, y dijo que se llamaba Carlos.
—Yo soy Walter —se presentó el negro, que ocupaba el asiento del acompañante.
Eran las primeras personas que veía desde que los dos hombres del monovolumen con matrícula de Colorado me dejaron en el arcén de la carretera hacía más de una semana. Cuando hablé, mi propia voz me sonó extraña, se me antojó más aguda y acelerada de lo que recordaba, como si fuera algo que no conseguía atrapar y retener, como si cada palabra fuera un pajarillo y se escabullera aleteando. Me dijeron que subiera a la plataforma de la furgoneta, y recorrimos la corta distancia hasta el otro lado de la curva para recoger mi mochila. Frank se detuvo y los tres se apearon. Walter cogió la mochila y se quedó atónito por el peso.
—Estuve en Corea —dijo mientras la levantaba y cargaba con considerable esfuerzo en la plataforma metálica de la furgoneta—. Y nunca llevamos una mochila tan pesada. O quizás una vez sí cargué con una tan pesada, pero eso fue un castigo.
Rápidamente, sin apenas intervención por mi parte, se decidió que fuera a casa de Frank, donde su mujer me daría de cenar, y yo podría bañarme y dormir en una cama. Por la mañana, él me ayudaría a llegar a algún sitio donde reparar el hornillo.
—¿Puedes explicármelo todo de nuevo? —preguntó Frank varias veces, y en cada ocasión los tres me escucharon absortos y desconcertados.
Vivían a unos treinta y cinco kilómetros del Sendero del Macizo del Pacífico, y, sin embargo, ninguno había oído hablar de él jamás. No concebían qué podía llevar a una mujer a echarse sola a la montaña, y Frank y Walter así me lo dijeron, con actitud jovial y caballerosa.
—A mí me parece una pasada —apuntó Carlos al cabo de un rato. Tenía dieciocho años, me dijo, y estaba a punto de incorporarse a filas.
—Quizá te convendría más hacer esto —propuse.
—Qué va —contestó.
Los hombres volvieron a subirse a la furgoneta de nuevo, y yo viajé sola en la parte de atrás hasta llegar a donde Walter tenía aparcada su furgoneta, a tres o cuatro kilómetros de allí. Carlos y él se marcharon y me dejaron a solas con Frank, a quien le quedaba otra hora de trabajo por delante.
Sentada en la cabina de la furgoneta amarilla, observé a Frank ir y venir en un tractor, nivelando el camino. Cada vez que pasaba por delante, me saludaba y, cuando se alejaba, yo examinaba subrepticiamente el contenido de su furgoneta. En la guantera encontré una petaca de plata con whisky. Eché un trago y, con fuego en los labios, volví a dejarla rápidamente en su sitio. Metí la mano bajo el asiento y extraje un alargado estuche negro. Al abrirlo, vi un arma tan plateada como la petaca de whisky. Lo cerré y lo empujé debajo del asiento. Las llaves de la furgoneta colgaban del contacto, y me pregunté ociosamente qué pasaría si arrancaba y me marchaba. Me descalcé y me masajeé los pies. El pequeño moretón del tobillo, el resultado de chutarme heroína en Portland, seguía allí, pero ahora degradado hasta adquirir un tono amarillento. Deslicé el dedo por encima, por el bulto formado en torno a la pequeña hilera de pinchazos todavía detectables en el centro, asombrada de mi propia ridiculez, y luego volví a ponerme los calcetines para no verlo más.
—¿Qué clase de mujer eres? —preguntó Frank cuando acabó de trabajar y montó en la furgoneta a mi lado.
—¿Qué clase? —repetí. Nuestras miradas se cruzaron y en la suya algo quedó al descubierto, y yo aparté la vista.
—¿Eres como Jane? ¿La clase de mujer que le gustaría a Tarzán?
—Supongo —dije, y me eché a reír, aunque sentí una creciente inquietud, y deseé que Frank arrancara la furgoneta y se pusiera en marcha.
Era un hombre alto y flaco, de rostro curtido y rasgos bien definidos. Un minero que a mí me parecía un vaquero. Sus manos me recordaban a las de todos los hombres que había conocido en mi infancia, hombres que se ganaban la vida mediante el trabajo físico, hombres que nunca tenían las manos limpias por más que se las restregaran. Sentada allí a su lado, sentí lo que siempre siento cuando estoy sola con ciertos hombres en ciertas circunstancias: que podía ocurrir cualquier cosa. Que quizás él siguiera con sus asuntos, educada y amablemente, o que tal vez me agarrara y cambiara el curso de los acontecimientos por completo en un instante. Junto a Frank en su furgoneta, observé sus manos, todos sus movimientos, con cada célula de mi cuerpo en estado de máxima alerta, pese a que parecía tan relajada como si acabara de despertar de una siesta.
—Tengo algo para nosotros dos —anunció, y alargó el brazo hacia la guantera para sacar la petaca de whisky—. Es mi recompensa después de una dura jornada. —Desenroscó el tapón y me la entregó—. Las damas primero.
La acepté, me la llevé a los labios y dejé correr el whisky por mi boca.
—Sí. Eres esa clase de mujer. Así voy a llamarte: Jane. —Cogió la petaca de mi mano y echó un largo trago.
—En realidad, no estoy aquí totalmente sola —dije de pronto, inventando la mentira conforme hablaba—. Mi marido, que se llama Paul, está también de excursión. Empezó en Kennedy Meadows. ¿Sabes dónde cae? Los dos queríamos conocer la experiencia de recorrer los caminos solos, así que él se dirige hacia el sur y yo hacia el norte, y nos encontraremos en medio. Luego pasaremos el resto del verano juntos.
Frank asintió y tomó otro sorbo de la petaca.
—Pues entonces está más loco que tú —declaró después de pensar en ello durante un momento—. Una cosa es ser una mujer tan chiflada como para hacer lo que tú haces. Otra es ser un hombre que permite a su esposa hacer una cosa así.
—Ya —contesté, como si le diera la razón—. Bueno, el caso es que nos reuniremos dentro de unos días. —Lo dije con tal convicción que yo misma me convencí de que Paul en ese mismo instante recorría el sendero hacia mí. De que en realidad no habíamos tramitado el divorcio hacía dos meses, en un día nevado de abril. De que venía a por mí. O de que se enteraría si yo no seguía avanzando por el sendero. De que mi desaparición se sabría en cuestión de días.
Pero la verdad era muy distinta. La gente de mi vida era como las tiritas que se había llevado el viento del desierto aquel primer día en el sendero. Se desperdigaron y luego desaparecieron. Nadie esperaba de mí siquiera una llamada cuando llegara a mi primera parada. Ni a la segunda ni a la tercera.
Frank se recostó en el asiento y se reacomodó la gran hebilla metálica del cinturón.
—Hay otra cosa con la que me gusta recompensarme después de una dura jornada —dijo.
—¿Y qué es? —pregunté con una sonrisa vacilante, y sentí mi corazón acelerarse. Sentí un hormigueo en las manos, apoyadas en el regazo. Era muy consciente de que no tenía allí la mochila, de que estaba en la plataforma de la furgoneta. Al instante decidí que la dejaría allí si tenía que abrir de pronto la puerta de la furgoneta y salir corriendo.
Frank metió la mano debajo del asiento, donde se hallaba el arma en su pequeño estuche negro.
Sacó una bolsa de plástico transparente. Dentro había largas y finas tiras de regaliz rojo, enrollado cada uno como un lazo. Me tendió la bolsa y preguntó:
—¿Te apetece, señorita Jane?