6

Un toro en ambas direcciones

Devoré casi dos metros del regaliz rojo de Frank mientras él conducía, y habría comido otros dos si los hubiese tenido.

—Espera aquí —me dijo en cuanto aparcó en el pequeño camino de acceso de tierra a un lado de la casa: una caravana en un pequeño campamento de caravanas entre los matorrales del desierto—. Voy a entrar a explicarle a Annette quién eres.

Al cabo de unos minutos salieron juntos. Annette era una mujer rellenita y canosa. Tenía una expresión poco hospitalaria y recelosa.

—¿Eso es todo lo que traes? —gruñó mientras Frank descargaba la mochila de la furgoneta. Los seguí adentro, donde él desapareció inmediatamente en el cuarto de baño—. Ponte cómoda —dijo Annette, cosa que interpreté como que debía sentarme a la mesa que delimitaba la cocina mientras ella me preparaba un plato de comida.

En el ángulo opuesto de la mesa había un pequeño televisor encendido con el volumen tan alto que costaba oír. Otra noticia sobre el juicio de O. J. Simpson. Fijé la mirada en él hasta que Annette vino y puso el plato ante mí. Acto seguido, apagó el televisor.

—No se oye hablar de otra cosa. Que si O. J. tal y O. J. cual —dijo—. Cualquiera diría que no mueren niños de hambre en África. Tú empieza —instó, señalando la comida.

—Esperaré —dije con una naturalidad que contradecía la desesperación que sentía. Contemplé el plato. Contenía una alta pila de costillas asadas, maíz de lata y ensalada de patatas. Pensé en levantarme y lavarme las manos, pero temí que, si lo hacía, la cena se atrasara. Daba igual. La necesidad de lavarse las manos antes de comer me resultaba ahora tan lejana como el noticiario de la televisión.

—¡Come! —ordenó Annette, a la vez que colocaba ante mí un vaso de plástico con zumo de cereza.

Me llevé a la boca el tenedor con ensalada de patatas. Estaba tan buena que casi me caí de la silla.

—¿Eres universitaria?

—Sí —contesté, sintiéndome extrañamente halagada por el hecho de dar esa imagen pese a mi mugre y hedor—. O mejor dicho, lo era. Me titulé hace cuatro años —añadí, y tomé otro bocado, consciente de que aquello en rigor era mentira.

Pese a prometerle a mi madre en los últimos días de su vida que me licenciaría, no lo había hecho. Mi madre había muerto el lunes de nuestras vacaciones de primavera y yo había vuelto a las clases una semana después. A trancas y barrancas, afronté un sinfín de asignaturas ese último trimestre, medio ciega de dolor, pero no obtuve el título porque me faltaba una cosa. No había entregado un trabajo de cinco páginas para una materia de lengua de nivel intermedio. Debería haber sido pan comido, pero cuando intenté ponerme a escribir, me quedé con la vista clavada en la pantalla en blanco del ordenador. Atravesé el escenario con el birrete y la toga, y acepté el pequeño documento enrollado que me entregaron, pero cuando lo desplegué, decía lo que ya preveía: que no obtendría el título hasta que entregara ese trabajo. Lo que sí tenía era la deuda de los préstamos bancarios para mis estudios, que, según mis cálculos, seguiría pagando hasta los cuarenta y tres años.

A la mañana siguiente, Frank me dejó en una tienda de abastos al pie de carretera después de indicarme que fuera en autostop a un pueblo llamado Ridgecrest. Me senté en el porche delantero de la tienda hasta que apareció un repartidor de patatas fritas que accedió a llevarme cuando se lo pedí, pese a que la empresa prohibía recoger a autostopistas. Se llamaba Troy, me dijo en cuanto subí a su camión. Viajaba por el sur de California cinco días a la semana, repartiendo bolsas de patatas fritas de todo tipo. Llevaba casi diecisiete años con su novia del instituto, desde los diecisiete.

—Diecisiete años fuera de la jaula y diecisiete dentro —bromeó, pese a que su voz destilaba pesar—. Haría cualquier cosa por estar en tu lugar —dijo mientras conducía—. Soy un espíritu libre que nunca ha tenido los huevos para ser libre.

Me dejó en la Tienda de Artículos para Actividades al Aire Libre de Todd, donde el señor Todd en persona desmontó mi hornillo, lo limpió, instaló un filtro nuevo, me vendió la gasolina apropiada y luego me hizo una demostración de encendido, para mayor seguridad. Compré más segunda piel para mis heridas y cinta adhesiva, y fui a un restaurante, donde pedí un batido de leche malteada con chocolate y una hamburguesa con queso y patatas fritas, sintiéndome igual que en la cena de la noche anterior: derretida a cada delicioso bocado. Después, me paseé por el pueblo mientras los coches circulaban a toda velocidad; los conductores y los pasajeros se giraban para mirarme con fría curiosidad. Pasé ante establecimientos de comida rápida y concesionarios de coches, sin saber bien si debía hacer dedo o quedarme a dormir en Ridgecrest y regresar al SMP al día siguiente. Cuando me detuve cerca de un cruce, planteándome en qué dirección seguir, se acercó a mí un hombre de aspecto desaliñado que iba en bicicleta. Llevaba una bolsa de papel arrugada.

—¿Te marchas del pueblo? —preguntó.

—Es posible —contesté.

La bicicleta era pequeña —para niño, no para adulto— y con chillonas llamaradas pintadas a los lados.

—¿Hacia dónde vas? —preguntó. Olía tan mal que estuve a punto de toser, aunque supuse que yo olía casi tan mal como él. Pese al baño que me había dado la noche anterior en casa de Frank y Annette después de la cena, seguía vestida con mi ropa sucia.

—Quizá me aloje en un motel a pasar la noche —respondí.

—¡No lo hagas! —bramó—. Yo lo hice y me metieron en la cárcel.

Asentí, comprendiendo que creía que yo era como él. Una vagabunda. Una forajida. No una supuesta universitaria ni una exuniversitaria. Ni siquiera me planteé explicarle lo del SMP.

—Toma —dijo, ofreciéndome la bolsa de papel—. Es pan y mortadela ahumada. Puedes hacerte bocadillos.

—No, gracias —respondí, asqueada y conmovida por su ofrecimiento.

—¿De dónde eres? —preguntó, reacio a marcharse.

—De Minnesota.

—¡Vaya! —exclamó, y una sonrisa se desplegó por su rostro mugriento—. Eres mi hermana. Yo soy de Illinois. Illinois y Minnesota son como vecinos.

—Bueno, casi vecinos; en medio está Wisconsin —corregí, y lo lamenté de inmediato. No deseaba herir sus sentimientos.

—Aun así, somos vecinos —insistió, y tendió la palma de la mano desde abajo para que yo chocara los cinco.

Choqué los cinco.

—Suerte —le deseé cuando empezó a pedalear.

Fui a un supermercado y me paseé por los pasillos antes de tocar nada, deslumbrada por tales montañas de comida. Compré unas cuantas cosas para reemplazar los alimentos que ya había consumido cuando no era capaz de prepararme mis cenas liofilizadas. A continuación, recorrí una transitada travesía hasta encontrar lo que parecía el motel más barato del pueblo.

—Me llamo Bud —se presentó el hombre de detrás del mostrador cuando le pedí una habitación. Tenía cara de abatimiento y tos de fumador. Unos carrillos curtidos le colgaban a los lados del rostro arrugado. Cuando le expliqué que estaba recorriendo el SMP, insistió en lavarme la ropa—. Puedo echarla junto con las sábanas y toallas, cariño. No me cuesta nada —adujo cuando protesté.

Fui a mi habitación, me desnudé y me puse el pantalón impermeable y el chubasquero, pese a que era un caluroso día de junio; luego regresé a la recepción y entregué tímidamente a Bud mi pequeña pila de ropa sucia, dándole las gracias de nuevo.

—Es porque me gusta tu pulsera. Por eso me he ofrecido —explicó Bud.

Me subí la manga del chubasquero y la contemplamos. Era una desvaída pulsera de plata: llevaba el rótulo PRISIONERO DE GUERRA / DESAPARECIDO EN COMBATE y me la había colocado mi amiga Aimee en la muñeca cuando nos despedimos en una calle de Minneapolis unas semanas antes.

—A ver a quién tienes ahí. —Alargó el brazo por encima del mostrador y, cogiéndome la muñeca, le dio la vuelta para leer el nombre—. William J. Crockett —dijo, y me soltó. Aimee había investigado quién era William J. Crockett y me lo había contado: un piloto de las fuerzas aéreas a quien le faltaban dos meses para cumplir veintiséis años cuando su avión fue abatido en Vietnam. Ella había llevado la pulsera durante años sin quitársela jamás. Desde el momento en que me la dio, tampoco yo me había desprendido de ella—. Yo mismo soy veterano de Vietnam, así que estoy atento a esos detalles. También es por eso por lo que te he dado la única habitación con bañera —añadió Bud—. Estuve allí en el 63, con poco más de dieciocho años, pero ahora me opongo a la guerra, a toda clase de guerra. Me opongo rotundamente. Excepto en ciertos casos. —Un cigarrillo ardía en un cenicero de plástico cercano. Bud lo cogió pero no se lo llevó a los labios—. Supongo, pues, que sabes que este año hay mucha nieve allá en Sierra Nevada.

—¿Nieve? —pregunté.

—Este año se han batido récords históricos. Está a rebosar. Hay una delegación de la Agencia de Administración Territorial aquí en el pueblo, por si quieres telefonear y averiguar en qué condiciones están las montañas —informó, y dio una calada—. Tendré tu ropa lista dentro de una o dos horas.

Regresé a mi habitación, me duché y luego me di un baño. Después, retiré la colcha y me tumbé sobre las sábanas. En la habitación no había aire acondicionado, pero, de todos modos, no tenía calor. Me sentí como nunca en la vida, ahora que el sendero me había enseñado lo mal que podía llegar a sentirme. Me levanté, revolví en la mochila y me recosté en la cama a leer Mientras agonizo, con las palabras de Bud sobre la nieve resonando en mi cabeza.

Conocía la nieve. Al fin y al cabo me había criado en Minnesota. La había apartado a paladas, había conducido por ella y había hecho bolas para lanzarlas. La había contemplado por la ventana durante días enteros mientras caía y se apilaba formando montículos que permanecían congelados durante meses en el suelo. Pero esta nieve era distinta. Era una nieve que cubría Sierra Nevada de manera tan indómita que toda esa cordillera le debía su nombre.

Me pareció absurdo pensar que desde el principio de mi andadura había estado recorriendo esa cordillera nevada, que las áridas montañas que había atravesado desde el momento en que pisé el SMP formaran parte en rigor de Sierra Nevada. Pero aquello no era aún Sierra Alta: el formidable sistema de picos y precipicios graníticos más allá de Kennedy Meadows que el montañero y escritor John Muir había recorrido en sus famosas exploraciones y que había adorado hacía más de cien años. No había leído los libros de Muir sobre Sierra Nevada antes de iniciar mi viaje por el SMP, pero sabía que era el fundador del Club Sierra. Proteger Sierra Nevada de los pastores de ovejas, la explotación minera, el desarrollo turístico y otras intrusiones de la era moderna habían constituido la pasión de su vida. Gracias a él y a aquellos que dieron apoyo a su causa, la mayor parte de Sierra Nevada es todavía hoy un espacio natural. Espacio natural que, por lo visto, estaba intransitable por la nieve.

No me cogió del todo por sorpresa. Los autores de mi guía me habían prevenido acerca de la nieve que podía encontrar en Sierra Alta, y me había preparado. O al menos había hecho lo que consideraba que era «prepararse» para el SMP: había comprado un piolet y me lo había enviado a mí misma por correo en la caja que debía recoger en Kennedy Meadows. Al comprarlo había supuesto que solo lo necesitaría ocasionalmente, para los tramos más altos del sendero. La guía me aseguraba que en un año normal la mayor parte de la nieve se habría fundido para cuando yo recorriera Sierra Alta a finales de junio y en julio. No se me había ocurrido investigar si ese era un año normal.

Encontré un listín telefónico en la mesilla de noche y lo hojeé; a continuación, marqué el número de la Delegación de la Agencia de Administración Territorial.

—Uy, sí, allí arriba hay mucha nieve —dijo la mujer que atendió la llamada. No disponía de datos concretos, me explicó, pero sabía con toda certeza que ese año se había batido un récord histórico en cuanto a precipitaciones en forma de nieve en la Sierra. Cuando le dije que estaba recorriendo el SMP, se ofreció a llevarme en coche hasta el sendero. Al colgar el teléfono, la sensación de alivio por no tener que hacer autostop se impuso a toda preocupación por la nieve. Simplemente lo vi como algo muy lejano, imposible.

La amable mujer de la agencia me llevó al día siguiente por la tarde de vuelta al sendero, concretamente a un lugar llamado paso del Caminante. Mientras la observaba alejarse, me sentí más humilde y a la vez un poco más segura de mí misma que nueve días antes, cuando inicié mi andadura. En los días anteriores me había embestido un toro longhorn, había acumulado heridas y magulladuras a causa de caídas y percances, y había descendido por una remota pista junto a una montaña que estaban a punto de volar. Había atravesado kilómetros de desierto, había subido y bajado por incontables montañas y había pasado días sin ver a nadie. Me había dejado los pies en carne viva; me había producido rozaduras sangrantes, y había cargado a lo largo de kilómetros y kilómetros de escabroso terreno no solo conmigo misma, sino también con una mochila que pesaba más de la mitad que yo. Y lo había hecho sola.

Eso tenía un valor, ¿no?, pensé mientras atravesaba el camping rústico cercano al paso del Caminante y buscaba un lugar donde acampar. Era tarde pero aún quedaba luz, aquella última semana de primavera en el mes de junio. Monté la tienda y preparé la primera comida caliente en el sendero, con mi hornillo, que ahora ya podía utilizar: judías blancas con arroz. Contemplé el cielo mientras la luz se desvanecía en un despliegue de vivos colores por encima de las montañas, sintiéndome la persona más afortunada de este mundo. Faltaban ochenta y tres kilómetros para Kennedy Meadows, y unos veinticinco para que encontrara mi primera fuente de agua en el sendero.

Por la mañana cargué en la mochila otro aprovisionamiento de agua completo y crucé la carretera estatal 178. La siguiente vía que atravesaba Sierra Nevada se hallaba a unos doscientos treinta kilómetros al norte en línea recta, cerca de Tuolumne Meadows. Seguí el curso rocoso y ascendente del SMP bajo el intenso sol matutino, con vistas de las montañas en todas direcciones, cerca y lejos: los Scodies al sur en primera línea, los montes El Paso al este más allá, y al noroeste la Reserva Natural Dome Land, a donde llegaría pasados unos días. Todas me parecían iguales, aunque cada una presentaba sutiles diferencias. Me había acostumbrado a tener montañas a la vista continuamente; mi visión había cambiado en el transcurso de la semana anterior. Me había adaptado a los interminables paisajes panorámicos de kilómetros y kilómetros. Me había familiarizado con la percepción de que caminaba por la tierra justo allí donde confluía con el cielo. La cresta.

Pero, en general, no alzaba la vista. Paso a paso, mantenía la mirada en el sendero de arena y pedregoso, resbalando a veces mientras subía por un repecho y otro más. Mi mochila emitía molestos chirridos a cada paso, surgiendo el sonido aún del mismo punto a solo unos centímetros de mi oreja.

Al caminar, procuraba obligarme a no pensar en las cosas que me dolían —los hombros y la parte alta de la espalda, los pies y la cadera—, pero lo conseguía solo durante breves intervalos. Cuando atravesaba el flanco oriental del monte Jenkins, me detuve varias veces para contemplar las extensas vistas del desierto que se extendía al este por debajo de mí hasta el punto de fuga. Por la tarde llegué a un desgalgadero y me detuve. Alcé la vista hacia lo alto de la montaña y recorrí el desgalgadero arriba y abajo con la mirada. Un gran río de piedras metamórficas angulosas del tamaño de un puño descendía allí donde antes estaba el sendero llano, de algo más de medio metro de anchura, por el que cualquier ser humano podía transitar. Y yo ni siquiera era un ser humano normal. Era un ser humano con una tremenda carga a mis espaldas y sin siquiera un bastón de senderismo para mantener el equilibrio. A saber por qué había prescindido en mi equipaje de un bastón de senderismo y, sin embargo, había incluido una sierra plegable. Encontrar un palo era imposible: los pocos árboles bajos y escuálidos que tenía alrededor no me servían. No me quedaba más remedio que seguir adelante.

Me temblaban las piernas cuando, medio en cuclillas, pisé el desgalgadero, temiendo que mi habitual andar con el cuerpo encorvado en una postura mínimamente erguida desplazara las piedras y provocara un desprendimiento en masa montaña abajo, llevándome consigo. Me caí una vez, golpeando el suelo con la rodilla, y me levanté para seguir avanzando aún más lentamente, oyendo a cada paso el chapoteo del agua en la bolsa dromedario a mis espaldas. Cuando alcancé el extremo opuesto del desgalgadero, sentí tal alivio que no me importó que la rodilla me sangrara y palpitara de dolor. «Eso ha quedado atrás», pensé agradecida, pero me equivocaba.

Esa tarde tuve que cruzar otros tres desgalgaderos.

Por la noche acampé en un collado alto entre el monte Jenkins y el Owens, físicamente traumatizada por el esfuerzo que me había exigido llegar allí pese a haber recorrido solo trece kilómetros y medio. Me había reprendido en silencio por no avanzar más deprisa, pero ahora, sentada en mi silla plegable, con un cazo en el suelo entre los pies, llevándome la cuchara a la boca en actitud catatónica, solo sentía agradecimiento por haber llegado hasta allí. Me hallaba a una altitud de 2.100 metros, con el cielo alrededor por todas partes. Al oeste vi apagarse el sol más allá de la tierra ondulante en una gama de diez tonos de naranja y rosa; al este, hasta donde alcanzaba la vista, se extendía el valle desértico en apariencia interminable.

Sierra Nevada es un único bloque inclinado de corteza terrestre. Su cara occidental abarca el noventa por ciento de la cordillera, y desciende de forma gradual las cimas hacia los fértiles valles que finalmente dan paso a la costa californiana, paralela al SMP, poco más o menos a trescientos kilómetros al oeste en la mayor parte del camino. La cara oriental de Sierra Nevada es totalmente distinta: una empinada escarpa que desciende con brusquedad hacia una extensa llanura desértica que llega hasta la Gran Cuenca de Nevada. Hasta entonces yo había visto Sierra Nevada solo una vez, al viajar al oeste con Paul unas semanas después de marcharnos de Nueva York. Habíamos acampado en el Valle de la Muerte, y al día siguiente atravesamos en coche durante cuatro horas un paisaje tan desolado que no parecía de este mundo. A eso del mediodía, Sierra Nevada asomó en el horizonte por el oeste, un enorme e impenetrable muro blanco que se elevaba sobre la tierra. Ahora, allí sentada en aquel alto collado, me era casi imposible evocar esa imagen. Ya no me encontraba a gran distancia de ese muro. Me hallaba sobre su cresta. Mientras el cielo se oscurecía, contemplé el paisaje en un estado de arrobo y desfallecimiento, tan cansada que ni siquiera podía levantarme para caminar hasta la tienda de campaña. Por encima de mí brillaba la luna y por debajo, muy lejos, titilaban las luces de las localidades de Inyokern y Ridgecrest. El silencio era pasmoso. Percibía esa ausencia como un peso. «Para esto he venido —pensé—. Esto es lo que he logrado.»

Cuando por fin me puse en pie y preparé el campamento para acostarme, caí en la cuenta de que por primera vez en el sendero no me había abrigado con el anorak de forro polar al ponerse el sol. Ni siquiera me había puesto la camiseta de manga larga. Ni aun a 2.100 metros de altitud se percibía la menor sensación de frío en el aire. Esa noche agradecí la brisa suave y templada que acariciaba mis brazos desnudos, pero, al día siguiente, a las diez de la mañana, esa gratitud había desaparecido.

Se evaporó como consecuencia de un calor magnífico e inexorable.

Al mediodía el calor era tan implacable y el sendero estaba tan expuesto al sol que me pregunté sinceramente si sobreviviría. Hacía tal calor que la única manera de seguir adelante era deteniéndome cada diez minutos a descansar durante cinco, y entonces tomaba un trago de agua de la cantimplora, caliente como un té. Mientras caminaba, gemía una y otra vez, como si eso me pro-porcionara un refrescante alivio, pero nada cambiaba. El sol seguía mirándome despiadadamente, sin importarle un comino si yo vivía o moría. La reseca maleza y los escuálidos árboles se alzaban allí con indiferente determinación, como siempre habían hecho y siempre harían.

Yo era un guijarro. Yo era una hoja. Yo era una irregular rama de un árbol. Para ellos yo no era nada, y ellos lo eran todo para mí.

Descansaba en cualquier mínima sombra que encontraba, donde me abandonaba a detalladísimas fantasías de agua fría. El calor era tan intenso que mi recuerdo de él es más un sonido que una sensación, un lamento que se elevaba hasta convertirse en un disonante gemido en cuyo centro se hallaba mi cabeza. Pese a todo lo que había padecido hasta el momento en el sendero, ni una sola vez me había planteado abandonar. Pero ahora, a solo diez días del punto de partida, estaba rota. Quería dejarlo.

Tambaleante, seguí en dirección norte, hacia Kennedy Meadows, furiosa conmigo misma por haber concebido una idea tan absurda. En otros lugares la gente hacía barbacoas y se tomaba el día de descanso, se solazaba junto a un lago y dormía la siesta. Tenía acceso a cubitos de hielo y limonada, y a habitaciones donde la temperatura era de veinte grados. Conocía a esa gente. Quería a esa gente. También la odiaba, por lo lejos que estaba, mientras yo me hallaba allí, al borde de la muerte en un sendero del que muy pocos habían oído siquiera hablar. Iba a abandonar. «Abandona, abandona, abandona», canturreaba para mí a la vez que gemía y caminaba y descansaba (diez, cinco, diez, cinco). Pensaba llegar a Kennedy Meadows, recoger mi caja de reaprovisionamiento, comerme todas las barritas de chocolate que había metido en ella y luego ir en autostop al pueblo al que se dirigiese el primer conductor que me recogiera, fuera cual fuese. Llegaría por mis propios medios a una estación de autobuses y desde allí viajaría a cualquier parte.

A Alaska, decidí al instante. Porque en Alaska, con toda seguridad, había hielo.

A medida que se apoderaba de mí la idea de abandonar, se me ocurrió otra razón para reafirmarme en la convicción de que esa andadura por el SMP había sido una idea descabelladamente estúpida. Me había propuesto recorrer el sendero para reflexionar sobre mi vida, para pensar en todo aquello que me había quebrantado, y recobrar la integridad. Pero la verdad era que, al menos de momento, me consumía solo el sufrimiento físico y más inmediato. Desde el inicio de la andadura, los conflictos de mi vida solo habían aflorado de vez en cuando a mi pensamiento. ¿Por qué, ay, por qué había muerto mi buena madre y cómo era posible que yo fuera capaz de vivir y prosperar sin ella? ¿Cómo era posible que mi familia, antes tan unida y fuerte, se hubiera desintegrado tan rápida y rotundamente después de su muerte? ¿Qué había hecho yo al echar por tierra mi matrimonio con Paul, el marido tierno y fiable que me había amado tan incondicionalmente? ¿Por qué había caído en aquella triste maraña de la heroína, de Joe y del sexo con hombres a quienes apenas conocía?

Estas eran las preguntas que me habían pesado como piedras durante todo el invierno y la primavera, mientras me preparaba para recorrer el Sendero del Macizo del Pacífico. Las preguntas por las que había llorado y me había lamentado, hurgando en ellas con insoportable minuciosidad en mi diario personal. Había previsto aparcarlas todas mientras recorría el SMP. Había imaginado interminables meditaciones ante puestas de sol o mientras contemplaba los inmaculados lagos de montaña. Creí que derramaría lágrimas de aflicción catártica y de alegría reparadora cada día de mi viaje. En lugar de eso, solo gemía, y no porque me doliera el alma. Era porque me dolían los pies y la espalda, así como las heridas aún abiertas en la cadera. Y también, durante esa segunda semana en el sendero —cuando la primavera estaba justo a punto de convertirse oficialmente en verano—, porque tenía tanto calor que pensaba que la cabeza me iba a estallar.

Cuando no rezongaba para mis adentros por mi estado físico, sin darme cuenta reproducía una y otra vez mentalmente retazos de canciones y melodías publicitarias en un eterno bucle sin sentido, como si tuviera dentro de la cabeza una emisora de radio que ponía popurrís. Frente al silencio, mi cerebro respondía con fragmentos de temas musicales que había oído en el transcurso de mi vida: trozos de canciones que me encantaban y nítidas versiones de melodías de anuncios que casi me enloquecían. Pasé horas intentando expulsar de mi cabeza los anuncios del chicle Doublemint y de Burger King, toda una tarde procurando recordar el siguiente verso de una canción de Uncle Tupelo que decía: «Cayéndome de la ventana. Tropezando en una arruga de la alfombra…». Dediqué un día entero a intentar reunir la letra completa de Something about what happens when we talk.

Con los pies al rojo vivo, la carne desollada, los músculos y las articulaciones doloridos, el dedo despellejado por la embestida del toro palpitándome a causa de una ligera infección, la cabeza convertida en un hervidero de música aleatoria, al final de aquel abrasador décimo día de mi andadura, llegué prácticamente arrastrándome a una umbría arboleda formada por álamos y sauces que mi guía identificaba como Spanish Needle Creek. A diferencia de muchos de los lugares mencionados en mí guía con nombres falsamente prometedores que incluían la palabra «creek» (‘arroyo’), Spanish Needle Creek se correspondía de verdad con un arroyo, o al menos a mí me bastó: unos cuantos centímetros de agua destellaban sobre las rocas en su sombreado lecho. De inmediato me quité la mochila, las botas y la ropa y, sentándome desnuda en el agua fresca y poco profunda, me la eché a la cara y por la cabeza. En los diez días que llevaba en el sendero no había visto a otro ser humano, así que me solacé sin preocuparme por la posibilidad de que apareciera alguien, aturdida por el éxtasis mientras bombeaba afanosamente el agua fría a través del depurador de agua y bebía una cantimplora tras otra.

Cuando desperté a la mañana siguiente acompañada por el suave murmullo del Spanish Needle Creek, me entretuve en la tienda, viendo clarear el cielo a través del techo de malla. Me comí una barrita de granola y leí mi guía, preparándome para el tramo del sendero que tenía por delante. Finalmente me levanté, fui al arroyo y me bañé en él por última vez, saboreando aquel lujo. Eran solo las nueve de la mañana, pero ya hacía calor, y temía abandonar aquella porción de sombra junto al arroyo. A remojo en ese curso de agua de diez centímetros de profundidad, decidí que no iría a Kennedy Meadows. Al paso que iba, incluso eso estaba demasiado lejos. Mi guía mencionaba una carretera que cruzaba el sendero a diecinueve kilómetros de allí. Al llegar al cruce, haría lo mismo que la vez anterior: descender hasta que alguien me recogiera. Solo que en esta ocasión no volvería.

Mientras me preparaba para partir, oí un ruido al sur. Me volví y vi subir por el sendero a un hombre barbudo con mochila. Su bastón de senderismo emitía un nítido golpe contra la tierra apisonada a cada paso.

—¡Hola! —saludó, sonriente—. Tú debes de ser Cheryl Strayed.

—Sí —dije con voz titubeante, tan atónita por ver a otro ser humano como por oírlo pronunciar mi nombre.

—Te he visto en el registro del sendero —explicó al advertir mi expresión—. Llevo días siguiéndote el rastro.

Pronto me acostumbraría a que la gente me abordara en medio de la montaña con esa familiaridad; el registro del sendero cumplía la función, durante todo el verano, de boletín social o algo por el estilo.

—Soy Greg —dijo, estrechándome la mano. Luego señaló mi mochila—: ¿De verdad cargas con eso?

Sentados a la sombra, charlamos sobre adónde íbamos y acerca de dónde veníamos. Él tenía cuarenta años, procedía de Tacoma, Washington, y era contable, con toda la apariencia melindrosa y metódica de un contable. Llevaba en el SMP desde primeros de mayo, había partido del principio del sendero en la frontera mexicana y planeaba recorrerlo entero hasta Canadá. Era la primera persona con quien me encontraba que en esencia hacía lo mismo que yo, aunque él recorrería una distancia mucho mayor. No necesitaba que yo le explicara qué hacía allí. Él lo entendía.

Mientras hablábamos, me sentí eufórica en su compañía y a la vez desanimada por la creciente conciencia de que él era de una casta totalmente distinta: tan bien preparado como mal preparada estaba yo; versado en aspectos del senderismo cuya existencia yo ni siquiera concebía. Llevaba años planeando ese viaje; había mantenido correspondencia con otros excursionistas que habían recorrido el SMP en veranos anteriores para recabar información; además, había asistido a lo que llamó conferencias sobre senderismo «de largo recorrido». Enumeraba distancias y altitudes, y hablaba con todo lujo de detalles sobre los pros y los contras del armazón externo e interno de las mochilas. Mencionó repetidas veces a un hombre de quien yo nunca había oído hablar, un tal Ray Jardine: un legendario montañero de largo recorrido, me explicó Greg con tono reverencial. Jardine era un verdadero experto, un indiscutible gurú, en todo lo referente al SMP, especialmente en cómo recorrerlo sin cargas pesadas. Me preguntó por mi depurador de agua, mi ingesta diaria de proteínas y la marca de calcetines que usaba. Quiso saber cómo me trataba las ampollas y el promedio de kilómetros que recorría a diario. Greg hacía un promedio de treinta y cinco. Esa misma mañana había recorrido los once kilómetros que a mí me habían representado tal tormento durante todo el día anterior.

—Ha sido más duro de que lo que pensaba —admití, pesarosa ante la evidencia de que, en efecto, era una idiota de tomo y lomo, más aún de lo que había supuesto inicialmente—. A lo máximo que llego es a dieciséis o diecisiete —mentí, como si hubiese conseguido al menos eso.

—Ya, claro —contestó Greg, sin sorprenderse—. A mí al principio me pasaba lo mismo, Cheryl. No te preocupes. Yo llegaba, con suerte, a veintidós o veinticuatro kilómetros, y acababa molido. Y eso que me había entrenado antes; había hecho excursiones de fin de semana con la mochila llena y eso… Estar aquí es distinto. El cuerpo tarda un par de semanas en aclimatarse lo suficiente para echarle kilómetros.

Asentí, experimentando un enorme consuelo, no tanto por su respuesta como por su misma presencia. Pese a su clara superioridad, era de los míos. No sabía si él sentía lo mismo respecto a mí.

—¿Qué haces con la comida por la noche? —pregunté tímidamente, temiendo su respuesta.

—Normalmente duermo con ella.

—Yo también —contesté con efusivo alivio.

Antes del viaje mi intención era colgar la comida de los árboles diligentemente cada noche, como se aconseja a todo buen mochilero. Hasta el momento mi agotamiento había sido tal que ni siquiera me lo había planteado. En lugar de eso, guardaba la bolsa de comida en la tienda conmigo (justo donde se recomienda no ponerla), usándola como almohada sobre la que apoyar los pies hinchados.

—La meto dentro de la tienda —explicó Greg, y algo dentro de mí cobró vida—. Eso mismo hacen los guardas forestales en las zonas aisladas. Solo que no se lo dicen a nadie, porque se verían en un aprieto si un oso fuera y atacara a alguien por culpa de eso. Pienso colgar la comida en los tramos más turísticos del sendero, donde los osos se han habituado a la gente, pero hasta entonces yo no me preocuparía por eso.

Asentí muy segura de mí misma, esperando transmitir la falsa idea de que sabía colgar correctamente una bolsa de comida de un árbol de tal manera que fuera inaccesible para un oso.

—Aunque también es posible que ni siquiera lleguemos a esas zonas —añadió Greg.

—¿Que no lleguemos? —pregunté, sonrojándome por la sospecha irracional de que, a saber cómo, él había adivinado mi plan de abandonar.

—Por la nieve.

—Ya, la nieve. He oído que había algo de nieve. —Con tanto calor se me había olvidado por completo. Bud, la mujer de la Agencia de Administración Territorial, el señor Todd y el hombre que había intentado darme la bolsa con pan y mortadela ahora me parecían solo un recuerdo lejano.

—La sierra está a rebosar —dijo Greg, repitiendo las palabras de Bud—. Muchos excursionistas han desistido del todo, porque este año se han batido récords históricos de acumulación de nieve. Va a ser difícil pasar por allí.

—¡Vaya! —exclamé con una mezcla de terror y alivio; ahora tenía tanto un pretexto como el vocabulario necesario para abandonar: «Yo quería recorrer el SMP, ¡pero no pude! ¡Estaba a rebosar de nieve!».

—En Kennedy Meadows tendremos que trazar un plan —dijo Greg—. Me quedaré allí unos días para hacerme una composición de lugar, así que estaré allí cuando llegues y podemos tomar una decisión.

—Estupendo —dije con despreocupación, no del todo dispuesta a comunicarle que, cuando él llegara a Kennedy Meadows, yo estaría en un autobús camino de Anchorage.

—Encontraremos nieve justo al norte de allí, y a partir de ese punto el sendero está enterrado a lo largo de cientos de kilómetros. —Se levantó y se echó la mochila a hombros con soltura. Sus piernas velludas eran como los pilares de un muelle en un lago de Minnesota—. Hemos elegido mal año para hacer el SMP.

—Supongo que sí —dije mientras intentaba levantar la mochila e introducir los brazos con naturalidad por debajo de las correas, igual que había hecho Greg, como si por el simple deseo de evitar la humillación fuera a desarrollar repentinamente músculos el doble de fuertes, pero la mochila pesaba demasiado y aún no podía levantarla ni un centímetro del suelo.

Greg se acercó y me ayudó a cargármela.

—Esta mochila sí que pesa —apuntó mientras forcejeábamos para colgármela a la espalda—. Mucho más que la mía.

—Ha sido un placer verte —dije en cuanto tuve la mochila puesta, procurando dar la impresión de que no me encorvaba por fuerza en una postura mínimamente erguida, sino que me inclinaba hacia delante con un propósito y una intención—. Hasta ahora no he visto a nadie en el sendero. Pensé que habría más… excursionistas.

—No mucha gente hace el SMP. Y menos este año, eso desde luego, con el récord histórico de nieve. Mucha gente se enteró de eso y aplazó el viaje para el año que viene.

—Me pregunto si no deberíamos hacer nosotros lo mismo —dije, esperando que a él le pareciera una excelente idea regresar al año siguiente.

—Tú eres la única mujer sola que me he encontrado aquí hasta el momento, y también la única que he visto en el registro. Eso no está nada mal.

Contesté con una parca sonrisa más bien lastimera.

—¿Lista para ponerte en marcha? —preguntó.

—¡Lista! —contesté con más vigor del que tenía. Lo seguí por el sendero, caminando tan deprisa como podía para no rezagarme, acomodando mis pasos al golpeteo de su bastón. Cuando al cabo de quince minutos llegamos a una serie de repechos consecutivos, me detuve para tomar un sorbo de agua.

—Greg —lo llamé mientras él seguía adelante—. Encantada de conocerte.

Paró y se volvió.

—Solo faltan unos cincuenta kilómetros para Kennedy Meadows.

—Ya —dije, dirigiéndole un leve gesto de asentimiento. Él estaría allí a la mañana siguiente. Yo, si es que seguía, necesitaría tres días.

—Allá arriba refrescará —anunció Greg—. Hay unos trescientos metros más de altitud.

—Bravo —contesté lánguidamente.

—Lo estás haciendo muy bien, Cheryl —dijo—. No te preocupes demasiado. Estás verde, pero eres dura. Y aquí lo que más cuenta es ser duro. No cualquiera sería capaz de hacer lo que tú estás haciendo.

—Gracias —contesté, tan animada por sus palabras que se me contrajo la garganta de la emoción.

—Nos veremos en Kennedy Meadows —dijo, y empezó a alejarse.

—En Kennedy Meadows —respondí, levantando la voz con más convicción de la que sentía.

—Ya planearemos algo respecto a la nieve —dijo antes de perderse de vista.

Caminé bajo el calor de ese día con renovada determinación. Inspirada por la fe de Greg en mí, no volví a plantearme abandonar. Mientras avanzaba, reflexioné acerca del piolet que estaría en mi caja de reaprovisionamiento. El piolet que supuestamente me pertenecía. Era negro y plateado, de aspecto peligroso; una daga metálica de unos sesenta centímetros de largo con otra más corta y afilada dispuesta perpendicularmente en un extremo. Lo compré, me lo llevé a casa y lo puse en la caja con la etiqueta «Kennedy Meadows», dando por sentado que cuando llegara a Kennedy Meadows sabría cómo usarlo, convertida ya para entonces inexplicablemente en una experta montañera.

A estas alturas yo ya sabía que las cosas no eran tan fáciles. El sendero me había dado una lección de humildad. Sin adiestramiento en el manejo del piolet, más que conseguir usarlo para no despeñarme por la ladera de una montaña, muy probablemente acabaría empalándome con él. Durante los descansos de ese día en el sendero, con temperaturas por encima de los treinta grados, hojeé mi guía para ver si contaba algo sobre el uso del piolet. No había nada. En cuanto a caminar por un terreno cubierto de nieve, no obstante, decía que eran necesarios tanto los crampones como el piolet, además de un sólido conocimiento del uso de la brújula, «un bien informado respeto por los aludes» y «mucha intuición para moverse en la montaña».

Cerré el libro bruscamente y seguí adelante bajo el calor, adentrándome en la Reserva Natural Dome Land, camino de lo que esperaba que fuese un cursillo intensivo sobre el manejo del piolet impartido por Greg en Kennedy Meadows. Apenas lo conocía y, sin embargo, se había convertido en un modelo para mí, la estrella que me señalaría el norte. Si él podía hacerlo, yo también, pensé furiosamente. Él no era más duro que yo. Nadie lo era, me dije, sin creérmelo. Lo convertí en el mantra de esos días; cuando me detenía ante una nueva serie de repechos o descendía resbalando por pendientes romperrodillas, cuando se me desprendían trozos de carne de los pies junto con los calcetines, cuando por la noche me tendía sola, y con sensación de soledad, en mi tienda, preguntaba a menudo en voz alta: «¿Quién es más duro que yo?».

La respuesta era siempre la misma, e incluso cuando sabía que era absolutamente imposible que eso fuera cierto, lo decía igualmente: «Nadie».

Mientras caminaba, el terreno cambió poco a poco: el desierto dio paso al bosque; los árboles empezaron a ser más altos y frondosos; cada vez eran más los cauces de los arroyos por los que bajaba un hilo de agua; los prados estaban ahora salpicados de flores silvestres. En el desierto también había visto flores, pero eran menos abundantes, más exóticas, preciosas y magníficamente engalanadas. Las flores silvestres que encontraba ahora eran más comunes, y crecían en forma de mantos de vivos colores u orlaban los sombríos bordes del sendero. Muchas me resultaban familiares, porque eran de la misma especie o parientes cercanas de las que medraban en verano en Minnesota. Al pasar junto a ellas, percibía tan claramente la presencia de mi madre que tenía la sensación de que estaba allí; en una ocasión incluso tuve que detenerme para mirar alrededor y buscarla antes de poder seguir.

La tarde del día que conocí a Greg vi un oso en el sendero por primera vez, aunque antes, para ser exactos, lo oí: un resoplido inconfundiblemente robusto ante el que paré en seco. Cuando alcé la vista, vi un animal del tamaño de una nevera plantado a cuatro patas en el sendero, a menos de diez metros de mí. En cuanto se cruzaron nuestras miradas, asomó a los rostros de ambos la misma expresión de sobresalto.

—¡Oso! —chillé, y me llevé la mano al silbato tan pronto como se dio media vuelta y se echó a correr, ondeando sus gruesas ancas bajo el sol, a la vez que mi silbato emitía su pitido criminalmente sonoro.

Tardé unos minutos en reunir el valor necesario para seguir. Además del hecho real de que ahora debía encaminarme en la misma dirección en que había huido el oso, debía afrontar la circunstancia de que aparentemente no era un oso negro. Ya había visto muchos osos negros, que abundaban en los bosques del norte de Minnesota. A menudo los había espantado de esa misma manera mientras paseaba o corría por el camino de grava junto al que me crie. Pero esos osos negros eran distintos del que acababa de ver. Eran negros. Negros como el alquitrán. Negros como la tierra enriquecida que se compra en grandes sacos en los garden centers. Este oso no se parecía a ellos. Tenía el pelaje de color marrón canela, casi amarillo en algunos sitios.

Vacilante, reanudé la marcha, intentando convencerme de que no era un oso grizzly ni un oso pardo, los primos úrsidos del oso negro con mayor instinto depredador. Claro que no lo era. Sabía que no podía serlo. Esos otros osos ya no habitaban en California; los habían exterminado hacía muchos años. Aun así, ¿cómo es que el oso que había visto era tan…, tan incuestionablemente… no negro?

Llevé el silbato en la mano durante una hora, preparada para usarlo, a la vez que cantaba canciones para no coger por sorpresa al oso de tamaño nevera, cualquiera que fuese su especie, en caso de volver a toparme con él. Berreé mis viejas melodías de emergencia, las que había utilizado la semana anterior cuando estaba convencida de que me acechaba un puma, cantando «Twinkle, twinkle, little star…» y «Country roads, take me home…» con un tono artificialmente valeroso, y continuando con el popurrí de la emisora de radio que sonaba en mi cabeza, es decir, que sencillamente cantaba fragmentos de canciones que deseaba oír. «A mulatto, an albino, a mosquito, my libido. YEAHH!»

Fue precisamente por tanto cantar que estuve a punto de pisar una serpiente de cascabel: no asimilé que el insistente cascabeleo que aumentaba de volumen surgía en efecto de un cascabel. Y no era un cascabel vulgar y corriente, sino uno unido a la cola de una serpiente gruesa como mi antebrazo.

—¡Ah! —chillé cuando posé la mirada en la serpiente enroscada a unos pasos de mí.

Si hubiese sido capaz de saltar, habría saltado. Salté, pero mis pies no se despegaron del suelo. Opté por alejarme torpemente de la cabeza pequeña y roma de la serpiente, gritando aterrorizada. Tardé mis buenos diez minutos en hacer acopio de valor para rodearla en un amplio arco, temblando de los pies a la cabeza.

El resto del día avancé lentamente, escrutando con la mirada tanto el suelo como el horizonte, asustándome ante el menor ruido, a la vez que canturreaba: «No tengo miedo». Pese a mi agitación, no podía por menos de sentir cierto agradecimiento por ver un par de los animales que compartían ese lugar que yo había empezado a considerar un poco mío. Comprendí que, a pesar de mis apuros, cuando me acercaba al final del primer tramo de mi viaje empezaba a sentir un creciente afecto por el SMP. Mi mochila, aun con todo su peso, se me antojaba ya casi un compañero con vida propia. No era ya el absurdo Escarabajo Volkswagen que había levantado dolorosamente en la habitación de aquel motel de Mojave hacía un par de semanas. Ahora mi mochila tenía nombre: Monstruo.

La llamaba así en el sentido más afectuoso posible. Me asombraba que pudiese llevar a mis espaldas lo que necesitaba para sobrevivir. Y lo más sorprendente de todo era que pudiera cargar con ello, que pudiera soportar lo insoportable. Tomar conciencia de mi vida física y material no podía sino incidir en la esfera espiritual y emocional. Me parecía extraordinario que mi complicada vida pudiera simplificarse tanto. Pensaba ya que quizá no fuera malo no haber dedicado mis días en el sendero a cavilar sobre las penas de mi vida, que quizás al verme obligada a concentrarme en mi sufrimiento físico, parte de mi sufrimiento emocional se diluiría. Al final de esa segunda semana, caí en la cuenta de que no había derramado una sola lágrima desde el principio de mi andadura.

Recorrí los últimos kilómetros hasta el estrecho llano donde acampé la noche antes de llegar a Kennedy Meadows, sumida en el ya conocido tormento que se había convertido en mi continuo acompañante. Sentí alivio al ver que un ancho árbol caído delimitaba mi campamento. Muerto desde hacía mucho tiempo, tenía el tronco gris y alisado por la erosión, despojado de la corteza desde hacía una eternidad. Formaba un banco alto y liso, donde me senté y me liberé de la mochila con facilidad. En cuanto me desprendí de ella, me tendí en el árbol como si fuera un sofá: un agradable respiro después de pasar tanto tiempo pegada al suelo. El árbol tenía justo la anchura necesaria para permanecer tendida en él sin rodar a un lado si me quedaba quieta. Fue espectacular. Tenía calor, sed, hambre, y estaba cansada, pero todo eso no era nada en comparación con el punzante dolor que emanaba de los músculos agarrotados de la parte alta de mi espalda. Cerrando los ojos, dejé escapar un suspiro de alivio.

Al cabo de unos minutos noté algo en la pierna. Eché un vistazo y vi que toda yo estaba cubierta de hormigas negras, un ejército entero que, como en la conga, formaba una fila por mi cuerpo desde un agujero en el árbol. Abandoné el tronco de un brinco, gritando aún más que cuando había visto el oso y la serpiente de cascabel, sacudiéndome a golpes a las inofensivas hormigas, con la respiración entrecortada a causa de un miedo irracional. Y no solo de las hormigas, sino de todo. Del hecho mismo de que yo no pertenecía a ese mundo, por más que insistiera en lo contrario.

Me preparé la cena y me retiré a mi tienda en cuanto pude, mucho antes de oscurecer, simplemente para poder estar en un espacio interior, aunque ese espacio interior estuviera delimitado solo por una fina lámina de nailon. Antes de empezar la ruta del SMP pensaba que solo dormiría dentro de la tienda cuando amenazara lluvia, que la mayoría de las noches me tendería en mi saco de dormir encima de la lona y dormiría al raso, pero en eso, como en tantas otras cosas, me había equivocado. Cada noche anhelaba el refugio de mi tienda, la mínima sensación de que algo me protegía del resto del mundo; no es que me librara del peligro, sino de la propia inmensidad. Me encantaba la penumbra tenue y bochornosa de mi tienda, la acogedora familiaridad con que disponía mis pertenencias en torno a mí cada noche.

Saqué Mientras agonizo, me coloqué la linterna frontal en la cabeza y situé la bolsa de comida bajo mis pantorrillas mientras pronunciaba una pequeña oración para que el oso que había visto ese mismo día —el oso negro, hice hincapié— no irrumpiera en mi tienda para robármela.

Cuando a las once me despertaron los aullidos de los coyotes, la luz de mi linterna se había atenuado; la novela de Faulkner seguía abierta sobre mi pecho.

Por la mañana apenas podía ponerme en pie. No fue solo esa mañana, la del decimocuarto día. Venía ocurriéndome durante toda la semana anterior, un creciente cúmulo de problemas y dolores que me impedían erguirme o caminar como una persona normal cuando salía de la tienda. Era como si de pronto fuera muy vieja y empezara el día renqueando. Para entonces había conseguido acarrear a Monstruo más de ciento cincuenta kilómetros por un terreno escabroso y a veces empinado, pero, cuando comenzaba un nuevo día, ni siquiera podía tolerar mi propio peso; tenía los pies sensibles e hinchados por los esfuerzos del día anterior y las rodillas demasiado rígidas para lo que exigía un andar normal.

Cuando había acabado de recogerlo todo, yendo descalza de aquí para allá por el campamento, y estaba lista para ponerme en marcha, aparecieron dos hombres por el sendero desde el sur. Al igual que Greg, me saludaron por mi nombre antes de que yo despegara siquiera los labios. Eran Albert y Matt, un equipo formado por un padre y un hijo de Georgia, que recorrían el sendero de extremo a extremo. Albert tenía cincuenta y dos años; Matt, veinticuatro. Los dos habían sido águilas en los Boy Scouts, y se les notaba. Eran de una sinceridad nítida y de una precisión militar que contradecía sus barbas desvaídas, sus pantorrillas cubiertas de polvo incrustado y la nube de hedor de un metro y medio de radio que envolvía todos sus movimientos.

—¡Repámpanos! —exclamó Albert arrastrando las sílabas cuando vio a Monstruo—. ¿Qué llevas ahí dentro, chiquilla? Parece que te lo hayas traído todo menos el fregadero de la cocina.

—Solo cosas de excursionismo —respondí, ruborizándome de vergüenza. Sus mochilas eran más o menos la mitad de la mía.

—Lo decía en broma —dijo Albert amablemente.

Conversamos sobre el calor abrasador que habíamos dejado atrás en el sendero y el frío gélido que nos esperaba. Mientras hablábamos sentí lo mismo que al conocer a Greg: vértigo por estar con ellos, pese a que estar con ellos solo ponía de manifiesto mi escasa preparación para aquel viaje. Sentí sus miradas en mí, las interpreté mientras pasaban de un pensamiento al siguiente, mientras reparaban en mi absurda mochila y mi dudosa aptitud para el asunto que tenía entre manos, a la vez que reconocían el arrojo que había necesitado para llegar hasta allí sola. Matt era un grandullón, con la complexión de un linebacker, el pelo castaño rojizo dispuesto en suaves rizos por encima de las orejas y un vello dorado resplandeciente en las piernas descomunales. Solo tenía un par de años menos que yo, pero era tan tímido que a mí me parecía un niño que dejaba la conversación en manos de su padre mientras él se quedaba en segundo plano.

—Perdona que te lo pregunte —dijo Albert—: ¿cuántas veces orina al día con este calor?

—Esto… No he llevado la cuenta. ¿Debería? —quise saber, sintiendo una vez más que me delataba como impostora del montañismo. Esperaba que la noche anterior no hubieran acampado tan cerca como para oír mis gritos a causa de las hormigas.

—Lo ideal es siete veces —respondió Albert lacónicamente—. Esa es la regla entre los Boy Scouts, aunque con este calor y la escasez de agua en el sendero, unido todo ello al extremo nivel de esfuerzo, tenemos suerte si llegamos a tres.

—Ya. A mí me pasa lo mismo —respondí, aunque de hecho había habido un periodo de veinticuatro horas, en medio del calor feroz, en que no había orinado ni una sola vez—. Vi un oso al sur de aquí —dije para cambiar de tema—. Un oso marrón, que era un oso negro, claro. Pero parecía marrón. De color, quiero decir, el oso negro.

—Lo que ocurre es que los de esta zona son de color canela —explicó Albert—. Por efecto del sol de California, supongo. —Se tocó la visera de la gorra—. Volveremos a vernos en Kennedy Meadows, señorita. Encantado de conocerte.

—Por delante de mí va otro excursionista. Se llama Greg —informé—. Lo conocí hace un par de días, y me dijo que él aún estaría allí. —Sentí una sacudida en mi interior al mencionar el nombre de Greg, por la sencilla razón de que era la única persona que conocía en el sendero.

—Le seguimos los pasos desde hace un buen trecho, así que estará bien conocerlo por fin —contestó Albert—. Por detrás de nosotros viene otro par de excursionistas. Muy probablemente aparecerán de un momento a otro —añadió, y se volvió para mirar hacia el sendero en la dirección por la que habían llegado—. Dos chicos llamados Doug y Tom, más o menos de su edad y la de mi hijo. Empezaron no mucho antes que usted, algo más al sur.

Me despedí de Albert y Matt con un gesto y me quedé unos minutos sentada pensando en Doug y Tom, y acto seguido me puse en pie y caminé durante varias horas con mayor intensidad que nunca; mi único objetivo era que no me alcanzaran antes de Kennedy Meadows. Me moría de ganas de conocerlos, claro está, pero deseaba conocerlos como la mujer que los había dejado atrás en su estela de polvo, no como la mujer a quien habían adelantado. Albert y Matt, al igual que Greg, habían iniciado su andadura en la frontera mexicana, y a esas alturas estaban curtidos, y cubrían cerca de cuarenta kilómetros al día. Pero Doug y Tom eran distintos. Como yo, habían empezado recientemente en el SMP; «no mucho antes que usted —había dicho Albert—, y un poco más al sur». Reproduje mentalmente sus palabras, como si repitiéndolas les extrajera más significado y especificidad. Como si a través de ellas pudiera averiguar si avanzaba más rápido o más despacio que Doug y Tom. Como si la respuesta a esa pregunta contuviera la clave de mi éxito o fracaso en esa empresa, la más difícil de toda mi vida.

Cuando me asaltó esa idea, la idea de que recorrer el SMP era la empresa más difícil de toda mi vida, paré en seco. Me rectifiqué de inmediato: ver morir a mi madre y seguir viviendo sin ella, eso era lo más difícil que había hecho. Como también había sido difícil abandonar a Paul y destruir nuestro matrimonio y nuestra vida tal como yo la conocía por la sencilla e inexplicable razón de que me sentía obligada a hacerlo. Pero recorrer el SMP era difícil en otro sentido. En el sentido de que me permitía ver esas otras cosas como algo ya no tan difícil. Era extraño pero así era. Y quizá lo había sabido en cierto modo desde el principio. Quizás el impulso de comprar la guía del SMP unos meses antes había sido un intento primario de obtener una curación, de atrapar el hilo de mi vida que se había seccionado.

Esa mañana, mientras caminaba, viendo de vez en cuando a lo lejos los picos nevados de Sierra Alta, sentí que se desenrollaba detrás de mí: el viejo hilo que había perdido, el nuevo que estaba hilando. Al andar, no pensaba en esos picos nevados. Opté por pensar en lo que haría en cuanto llegara a la tienda de abastos de Kennedy Meadows esa tarde, imaginando con extraordinario detalle las cosas de comer y beber que compraría: limonada fría y barritas de chocolate y comida basura que rara vez consumía en mi vida corriente. Me representaba el momento en que pondría las manos en mi primera caja de reaprovisionamiento, para mí un hito colosal, la prueba tangible de que por fin había llegado allí. «Hola —me decía a mí misma, anticipándome a lo que diría en cuanto llegara a la tienda—, soy una excursionista del SMP y vengo a recoger mi caja. Me llamo Cheryl Strayed.»

Cheryl Strayed, Cheryl Strayed, Cheryl Strayed: esas dos palabras aún salían con cierta vacilación de mis labios. Cheryl había sido siempre mi nombre, pero Strayed era una incorporación reciente, mi apellido oficial desde abril, cuando Paul y yo solicitamos el divorcio. Habíamos adoptado nuestros respectivos apellidos cuando nos casamos, y nuestros nombres se convirtieron en un largo nombre de cuatro sílabas, unidos por un guion. Nunca me gustó. Era demasiado complicado e incómodo. Casi nadie conseguía escribirlo bien, e incluso a mí se me trababa la lengua a menudo al decirlo. «Cheryl Guion-Guion», me llamaba un viejo cascarrabias para el que trabajé brevemente, desconcertado por mi verdadero nombre, y no pude evitar darle la razón.

En ese periodo incierto en que Paul y yo estuvimos varios meses separados pero no sabíamos aún si queríamos el divorcio, nos sentamos a examinar los formularios, solicitados por teléfono, para un divorcio sin atribución de culpa que debían rellenar los propios interesados, como si tenerlos en las manos fuera a ayudarnos a decidir qué hacer. Mientras hojeábamos la documentación, encontramos la siguiente pregunta: cuál sería nuestro apellido después del divorcio. La línea bajo la pregunta estaba en blanco. En ella, para mi asombro, podíamos escribir cualquier cosa. Ser cualquier persona. En ese momento nos reímos, inventándonos nuevos nombres absurdos, nombres de actores de cine y personajes de cómic y extrañas combinaciones de palabras que no eran nombres propiamente dichos.

Pero más tarde, sola en mi apartamento, esa línea en blanco se me clavó en el corazón. Por descontado, si me divorciaba de Paul, elegiría un apellido nuevo. No podía seguir siendo Cheryl Guion-Guion, ni podía volver a usar el apellido que había llevado en el instituto y ser la chica que antes era. Así que durante los meses en que Paul y yo permanecimos en esa tierra de nadie conyugal, sin saber en qué dirección avanzaríamos, me planteé la cuestión de mi apellido, rastreando mentalmente palabras que sonaban bien con Cheryl y elaborando listas de personajes de novelas que admiraba. Nada encajaba hasta un día en que la palabra «strayed» acudió a mi mente. De inmediato la consulté en el diccionario y supe que era mía. Sus sucesivas definiciones hacían alusión directa a mi vida y también tenían resonancias poéticas: «apartarse del buen camino, desviarse de la ruta directa, extraviarse, asilvestrarse, no tener ni madre ni padre, carecer de hogar, moverse sin rumbo fijo en busca de algo, divergir o desencaminarse».

Yo había divergido, me había desencaminado, me había apartado y asilvestrado. No acogí la palabra que sería mi nuevo apellido porque definiera aspectos negativos de mis circunstancias o mi vida, sino porque incluso en mis días más negros —esos días en que buscaba un apellido— vi la fuerza de la negrura. Vi que, de hecho, sí me había descarriado y que, en efecto, era una descarriada y que en los lugares salvajes a los que me había llevado mi descarriada vida había aprendido cosas que antes ignoraba.

«Cheryl Strayed», escribí repetidamente en toda una página de mi diario, como una niña enamorada del niño con quien quería casarse. Solo que el niño no existía. Yo era mi propio niño, que plantaba una raíz en el centro mismo de mi desarraigo. Aun así, tenía mis dudas. Coger una palabra del diccionario y declararla mía se me antojaba un tanto fraudulento, un tanto pueril o necio, además de un poco hipócrita. Durante años me había mofado en privado de las personas de mis círculos hippies, seudoartísticos e izquierdistas que habían adoptado nombres inventados para sí mismos. Jennifers y Michelles que se convertían en Sequoias y Lunas; Mikes y Jasons que se convertían en Robles y Cardos. Aun así, no me eché atrás y confié mi decisión a unos pocos amigos, pidiéndoles que empezaran a llamarme por mi nuevo apellido para ayudarme a probarlo. Hice un viaje por carretera y cada vez que me encontraba con un libro de huéspedes firmaba «Cheryl Strayed»; entonces me temblaba un poco la mano y me sentía vagamente culpable, como si estuviese falsificando un cheque.

Para cuando Paul y yo decidimos tramitar la documentación del divorcio, mi nuevo nombre ya estaba tan rodado que lo escribí sin vacilar en la línea en blanco. Fueron otras líneas las que me hicieron dudar, las innumerables líneas que exigían firmas para ratificar la disolución de nuestro matrimonio. Esas fueron las que rellené con mayor inquietud. Yo no quería divorciarme exactamente. No quería «no» divorciarme exactamente. Casi en igual medida, creía que divorciándome de Paul hacía lo correcto y que al hacerlo estaba destruyendo lo mejor que tenía. Para entonces mi matrimonio se había convertido en una situación semejante a la del sendero en el momento en que caí en la cuenta de que había un toro en ambas direcciones. Simplemente di un salto de fe y seguí adelante hacia donde no había estado nunca.

El día que firmamos los papeles del divorcio era abril y nevaba en Minneapolis, densos remolinos de copos que hechizaban la ciudad. Nos sentamos a una mesa enfrente de una mujer llamada Val que era conocida nuestra y, casualmente, tenía licencia de notaria pública. Veíamos la nieve desde una amplia ventana de su despacho en el centro de la ciudad, intercalando en la conversación comentarios jocosos cuando podíamos. Solo había visto a Val unas pocas veces antes; conocía detalles sueltos sobre ella que se mezclaban en mi cabeza. Era mona, franca e increíblemente menuda; tenía al menos diez años más que nosotros. Llevaba el pelo cortado al dos y decolorado, salvo por un mechón más largo teñido de rosa, que le caía como una pequeña ala sobre los ojos. Varios aros de plata bordeaban sus orejas y una multitud de tatuajes multicolores cubrían sus brazos como mangas.

Ese era su aspecto, y, sin embargo, tenía un trabajo de verdad en un despacho de verdad, situado en el centro y con una amplia ventana y, por si eso fuera poco, licencia de notaria pública. La elegimos a ella para tramitar nuestro divorcio porque queríamos que fuera fácil. Queríamos que fuera civilizado. Queríamos creer que aún éramos personas buenas y consideradas en el mundo, que todo lo que nos habíamos dicho seis años antes era verdad. «¿Qué fue lo que nos dijimos?», nos habíamos preguntado mutuamente unas semanas antes, medio borrachos en mi apartamento, donde decidimos de una vez por todas que pasaríamos por aquel trámite.

—Aquí está —había gritado yo después de rebuscar entre unos papeles y encontrar los votos nupciales escritos de nuestro puño y letra, tres hojas desvaídas grapadas. Les habíamos puesto título: «El día que florecieron las margaritas»—. ¡El día que florecieron las margaritas! —exclamé, y los dos nos reímos de nosotros mismos, de las personas que antes éramos. Después dejé los votos en la pila donde los había encontrado, incapaz de leerlos.

Nos habíamos casado tan jóvenes, tan en contra de lo que era habitual, que incluso nuestros padres nos preguntaron por qué no podíamos vivir juntos sin más. No podíamos vivir juntos sin más, a pesar de que yo solo tenía diecinueve años y él veintiuno. Estábamos locamente enamorados y pensamos que debíamos cometer una locura para demostrarlo, así que hicimos la mayor locura que se nos ocurrió: casarnos. Pero ni siquiera casados nos veíamos como «personas casadas»; éramos monógamos, pero no teníamos intención de sentar la cabeza. Embalamos las bicicletas y las mandamos por avión a Irlanda, donde al cabo de un mes yo cumplí veinte años. Alquilamos un piso en Galway, y luego cambiamos de idea y nos trasladamos a Dublín, donde conseguimos empleos equiparables en dos restaurantes distintos: él en una pizzería, yo en un restaurante vegetariano. Cuatro meses más tarde nos trasladamos a Londres y recorrimos las calles en tal estado de indigencia que buscábamos monedas en las aceras. Pasado un tiempo, volvimos a casa, y no mucho después murió mi madre e hicimos todo aquello que nos llevó allí, al despacho de Val.

Paul y yo nos habíamos cogido de la mano bajo la mesa, observando a Val mientras examinaba metódicamente la documentación del divorcio sin atribución de culpa para rellenar por los propios interesados. Inspeccionaba una hoja y luego la siguiente, y así sucesivamente con las cincuenta o sesenta páginas, comprobando que no hubiera errores. Mientras tanto, creció dentro de mí algo así como un sentimiento de lealtad, algo que me unía a Paul ante cualquier objeción que ella pudiera presentar, como si solicitáramos estar juntos el resto de nuestras vidas en lugar de todo lo contrario.

—Parece que está todo bien —dictaminó al fin, ofreciéndonos una sonrisa reticente. Y luego volvió a repasar las hojas, esta vez a un ritmo más enérgico, estampando en unas cuantas su enorme sello notarial y deslizando docenas de ellas hacia nosotros por encima de la mesa para que las firmáramos.

—Yo le quiero —prorrumpí cuando casi habíamos terminado, y se me empañaron los ojos. Pensé en remangarme para mostrarle, como prueba, el recuadro de gasa que cubría mi flamante tatuaje del caballo, pero solo seguí farfullando—. Quiero decir, para que lo sepas, que esto no es por falta de amor. Yo le quiero y él me quiere a mí… —Miré a Paul, esperando que él interviniera y coincidiera, y me declarara también su amor, pero permaneció en silencio—. Lo digo para que lo sepas —repetí—. Para que no te formes una idea equivocada.

—Lo sé —dijo Val, y se apartó el mechón rosa para que yo la viera desviar la mirada nerviosamente desde los documentos hacia mí y posarla de nuevo en los papeles.

—Y ha sido todo culpa mía —añadí con voz trémula y cada vez más alta—. Él no ha hecho nada. He sido yo. Yo misma me he roto el corazón.

Paul tendió la mano y, a modo de consuelo, me apretó la pierna. Yo era incapaz de mirarlo. Si lo miraba, me echaría a llorar. Habíamos hecho aquello de común acuerdo, pero sabía que si me volvía hacia él y le proponía que nos olvidáramos del divorcio y siguiéramos juntos, él accedería. No me volví. Algo dentro de mí zumbó como una máquina que yo había puesto en marcha pero que no podía apagar. Bajé la mano y la apoyé en la mano de Paul sobre mi pierna.

A veces nos preguntábamos si las cosas habrían ido de otra manera si alguno de los hechos reales no hubiese sucedido realmente. Si mi madre no hubiera muerto, por ejemplo, ¿yo lo habría engañado? O si yo no lo hubiera engañado, ¿me habría engañado él? Y si no hubiera ocurrido nada —ni la muerte de mi madre ni los engaños—, ¿nos habríamos divorciado igualmente, solo por habernos casado demasiado jóvenes? Era imposible saberlo, pero queríamos creer que lo sabíamos. Pese a lo unidos que habíamos estado cuando vivíamos juntos, estábamos más unidos al desligarnos, explicándonoslo todo por fin, palabras que, pensábamos, nunca antes habían pronunciado dos seres humanos; tal fue la profundidad a la que llegamos, diciendo todo lo que era hermoso y feo y cierto.

—Ahora que hemos pasado todo esto juntos deberíamos seguir juntos —dije medio en broma en los tiernos momentos posteriores a nuestra última conversación con el corazón en la mano y el alma desnuda, aquella en la que por fin decidimos divorciarnos.

Estábamos sentados en el sofá de mi apartamento, en la penumbra, después de haber hablado durante toda la tarde y hasta anochecer, pero tan destrozados ambos cuando el sol se puso que no nos pudimos levantar a encender la luz.

—Espero que puedas hacer eso algún día con alguna otra persona —dije cuando él no contestó, aunque la sola idea de que existiera esa otra persona me traspasó el corazón.

—Espero que tú también puedas —respondió él.

Permanecí en la penumbra a su lado, deseando creer que era capaz de volver a encontrar la clase de amor que compartía con él, solo que la próxima vez sin echarlo a perder. Me pareció imposible. Pensé en mi madre. Pensé en todas las cosas espantosas que habían ocurrido durante los últimos días de su vida. Cosas horribles, nimias. Los balbuceos delirantes y caprichosos de mi madre. El dorso de sus brazos ennegrecido por la sangre estancada a causa del tiempo que llevaba postrada en la cama. La manera en que suplicaba por algo que ni siquiera era compasión. Por algo que, fuera lo que fuese, no llegaba a compasión; por algo para lo que no existía palabra. Esos fueron los días peores, pensé en su momento, y sin embargo, cuando murió habría dado cualquier cosa por recuperarlos. Todos aquellos días espantosos y magníficos, uno tras otro. Quizás ocurriría lo mismo con Paul, me dije, sentada a su lado la noche que decidimos divorciarnos. Quizá cuando esos días espantosos pasaran, también desearía recuperarlos.

—¿Qué piensas? —preguntó, pero yo no contesté. Me limité a inclinarme y encendí la luz.

Teníamos que enviar nosotros mismos la documentación del divorcio con la fe notarial. Paul y yo salimos juntos del edificio y, bajo la nieve, caminamos por la acera hasta encontrar un buzón. Después nos reclinamos contra los fríos ladrillos de un edificio y nos besamos, llorando y musitando palabras de pesar; las lágrimas se mezclaron en nuestras caras.

—¿Qué estamos haciendo? —preguntó Paul al cabo de un rato.

—Nos despedimos —respondí. Pensé en pedirle que volviera a mi apartamento conmigo, como habíamos hecho unas cuantas veces en el transcurso del año de nuestra separación para pasar una noche o una tarde en la cama, pero no tuve valor.

—Adiós —dijo él.

—Adiós —contesté.

Permanecimos muy juntos, cara a cara. Le aferré de la pechera del abrigo. Percibía la muda ferocidad del edificio a un lado; al otro, el cielo gris y las calles blancas como una gigantesca bestia dormida; y en medio estábamos nosotros, solos y juntos en un túnel. Los copos de nieve se derretían en su pelo y quise tender la mano para tocarlos, pero me abstuve. Nos quedamos allí sin hablar, mirándonos a los ojos como si fuera la última vez.

—Cheryl Strayed —dijo al cabo de mucho rato, y mi nuevo nombre sonó muy extraño en sus labios.

Yo asentí y le solté el abrigo.