7

La única chica en el bosque

—¿Cheryl Strayed? —preguntó sin sonreír la mujer de la tienda de abastos de Kennedy Meadows. Cuando asentí efusivamente, se volvió y desapareció en la trastienda sin pronunciar una palabra más.

Miré alrededor, ebria en presencia de tanta comida y bebida envasada, sintiendo una mezcla de expectación ante todo lo que consumiría en las siguientes horas y de alivio por el hecho de no tener ya la mochila acoplada al cuerpo, pues la había dejado en el porche de la tienda.

Allí estaba. Había llegado a mi primera parada. Me pareció un milagro. Medio esperaba encontrar a Greg, Matt y Albert en la tienda, pero no se los veía por ningún lado. Según mi guía, el camping estaba a unos cinco kilómetros, y supuse que los encontraría allí, y tarde o temprano también a Doug y Tom. Gracias a mis esfuerzos, no habían conseguido alcanzarme. Kennedy Meadows era una bonita extensión de pinares y prados de salvia y hierba a una altitud de mil novecientos metros sobre el río South Fork Kern. No era un pueblo, sino más bien un puesto avanzado de la civilización desparramado en un área de varios kilómetros a la redonda, que se componía de una tienda de abastos, un restaurante llamado Grumpie’s y un camping primitivo.

—Aquí tiene —dijo la mujer cuando volvió con mi caja y la dejó en el mostrador—. Es la única que viene a nombre de una chica. Por eso lo he sabido. —Tendió la mano por encima del mostrador—. También ha llegado esto.

Sostenía una postal. La cogí y la leí: «Espero que hayas llegado hasta ahí —decía, y reconocí la letra—. Algún día quiero ser tu amigo limpio. Te quiero, Joe». En el anverso había una foto del hotel Sylvia Beach en la costa de Oregón, donde nos habíamos alojado una vez. Me quedé un buen momento contemplando la fotografía a la vez que me asaltaban sucesivos sentimientos a oleadas: agradecimiento por tener noticia de alguien a quien conocía, nostalgia por Joe, decepción ante el hecho de que solo me había escrito una persona, y pena, por poco razonable que fuera, al ver que la única persona que me había escrito no era Paul.

Compré dos botellas de limonada Snapple, una barra de chocolate Butterfinger de tamaño familiar y una bolsa de Doritos, y salí a sentarme en los peldaños de la entrada, donde lo devoré todo mientras leía la postal una y otra vez. Al cabo de un rato reparé en una caja colocada en el ángulo del porche. Contenía sobre todo comida envasada para mochileros. Encima, un cartel escrito a mano rezaba:

¡¡¡CAJA GRATUITA PARA LOS EXCURSIONISTAS DEL SMP!!!

¡DEJA AQUÍ LO QUE NO QUIERAS!

¡LLÉVATE LO QUE QUIERAS!

Había un bastón de esquí apoyado detrás de la caja, justo lo que yo necesitaba. Era un bastón de esquí para una princesa: blanco, con la correa de la muñeca de color rosa chicle. Di unos cuantos pasos para probarlo. Era de la altura perfecta. Me ayudaría a atravesar no solo la nieve, sino también los numerosos vados de arroyos y los desgalgaderos que, sin duda, me esperaban por delante.

Lo usé una hora más tarde mientras recorría el camino de tierra curvo que circundaba el camping para reunirme con Greg, Matt y Albert. Era la tarde de un domingo de junio, pero aquello estaba prácticamente vacío. Pasé junto a un hombre que preparaba sus aparejos de pesca y junto a una pareja con una nevera portátil y un aparato de música, hasta que al final llegué al camping, donde un hombre canoso sin camisa, con un enorme vientre bronceado, leía un libro sentado a una mesa de picnic. Alzó la vista cuando me acerqué.

—Tú debes de ser la famosa Cheryl, la de la enorme mochila —dijo, alzando la voz.

Me reí a modo de asentimiento.

—Yo soy Ed. —Se acercó a mí para estrecharme la mano—. Tus amigos están aquí. Los han llevado a todos en coche a la tienda…. Debéis de haberos cruzado, pero no os habréis visto. En cualquier caso, me han pedido que esté atento por si llegabas. Puedes plantar tu tienda ahí mismo si te apetece. Todos han acampado aquí, Greg, Albert y su hijo. —Señaló las tiendas alrededor—. Hemos hecho apuestas para ver quién llegaba primero, si tú o los dos chicos del este que vienen detrás de ti.

—¿Quién ha ganado? —pregunté.

Ed se detuvo a pensarlo por un momento.

—Nadie —contestó, y prorrumpió en una risotada—. Nadie ha apostado por ti.

Apoyé a Monstruo en la mesa de picnic, me lo quité y lo dejé allí, para no verme obligada a ejecutar mi patético número del peso muerto desde el suelo cuando tuviera que cargar con él otra vez.

—Bienvenida a mi humilde morada —dijo Ed, señalando una pequeña caravana desplegable con un toldo de lona proyectado a un lado bajo el que había una cocina improvisada.

—¿Tienes hambre?

No había duchas en el camping, así que mientras Ed me preparaba el almuerzo, me acerqué al río para lavarme lo mejor que pude con la ropa puesta. El río fue para mí una conmoción, después de haber cruzado tanto territorio seco. Y el río South Fork Kern no era un río cualquiera. Era violento y muy suyo, frío como el hielo y turbulento; su fuerza era una prueba inequívoca de las abundantes nieves de las montañas. La corriente era tan impetuosa que no podía hundirme siquiera hasta los tobillos. Recorrí, pues, la orilla y al final encontré un remanso arremolinado cerca del borde, donde me metí. El agua estaba tan fría que me dolieron los pies y al final se me durmieron. Me agaché, me mojé el pelo sucio y, para lavarme el cuerpo, me eché agua con las manos por debajo de la ropa. Me sentía galvanizada por el azúcar y la victoria de la llegada, expectante ante las conversaciones que sostendría en los dos o tres días siguientes.

Cuando acabé, volví río arriba y después, mojada y fresca, atravesé un amplio prado. Vi a Ed a lo lejos y, cuando me acerqué, advertí que iba y venía desde su cocina hasta la mesa de picnic con platos de comida en las manos, frascos de kétchup y mostaza, y latas de Coca-Cola. Lo conocía solo desde hacía unos minutos y, sin embargo, como me había ocurrido con los otros hombres con quienes me había cruzado allí, enseguida me resultó afín, como si pudiera confiarle casi cualquier cosa. Nos sentamos uno frente al otro y comimos mientras él me hablaba de sí mismo. Tenía cincuenta años, era poeta aficionado y vagabundo a temporadas, estaba divorciado y no tenía hijos. Procuré comer a su ritmo parsimonioso, llevándome un bocado a la boca cada vez que lo hacía él, tal como había intentado acomodar mis pasos a los de Greg hacía unos días. Pero no pude. Estaba famélica. Devoré dos perritos calientes y una montaña de alubias con tomate, y otra montaña de patatas fritas en un santiamén, y me quedé allí sentada, con un ávido deseo de seguir comiendo. Mientras tanto, Ed siguió lánguidamente con su comida; se detuvo para abrir su diario personal y leer en voz alta poemas que había compuesto el día anterior. Vivía en San Diego la mayor parte del año, explicó, pero cada verano acampaba en Kennedy Meadows a fin de recibir a los excursionistas del SMP a su paso por allí. Era lo que en el argot de los excursionistas del SMP se conocía como un «ángel del sendero», pero yo eso aún no lo sabía. No sabía siquiera que existiese un argot de los excursionistas del SMP.

—Mirad, chicos, todos hemos perdido la apuesta —anunció Ed a voz en grito cuando los hombres regresaron de la tienda.

—¡Yo no he perdido! —protestó Greg, acercándose para darme un apretón en el hombro—. Yo aposté por ti, Cheryl —insistió, pese a que los demás se lo discutieron.

Nos sentamos en torno a la mesa de picnic y hablamos del sendero. Al cabo de un rato, todos se dispersaron para echar una siesta: Ed en su caravana; Greg, Albert y Matt en sus respectivas tiendas. Yo, demasiado excitada para dormir, me quedé en la mesa de picnic, revolviendo el contenido de la caja que había preparado semanas antes. Los objetos de su interior despedían el olor de un mundo lejano, el mundo que yo había habitado en lo que se me antojaba otra vida, todo aromatizado por el incienso de Nag Champa que en su día impregnaba mi apartamento. Las bolsas de cierre hermético y los envoltorios de comida seguían brillantes e intactos. La camiseta nueva olía al detergente de lavanda que compraba a granel en la cooperativa a la que pertenecía en Minneapolis. La tapa floreada de los Cuentos completos de Flannery O’Connor no se había doblado.

No podía decirse lo mismo de Mientras agonizo, de Faulkner, o, mejor dicho, de la delgada porción del libro que aún llevaba en la mochila. Había arrancado la tapa y todas las hojas ya leídas la noche anterior y las había quemado en el pequeño molde de aluminio que llevaba para colocarlo bajo el hornillo por si saltaban chispas. Había contemplado el nombre de Faulkner mientras desaparecía entre las llamas con la sensación de que era, en cierto modo, un sacrilegio —nunca se me había pasado por la cabeza quemar libros—, pero quería aligerar mi carga a toda costa. Había hecho lo mismo con la sección de El Sendero del Macizo del Pacífico. Volumen I: California que hablaba de la parte que ya había recorrido.

Dolía, pero había que hacerlo. Había adorado los libros en mi vida normal, pre-SMP, pero en el sendero habían adquirido un significado aún mayor. Era el mundo en el que podía perderme cuando aquel en el que estaba realmente me resultaba demasiado solitario o áspero o difícil de soportar. Cuando acampaba por la tarde, me apresuraba a plantar la tienda, filtrar el agua y preparar la cena para poder sentarme después en mi silla al abrigo de mi tienda con mi cazo de comida caliente entre las rodillas. Comía con la cuchara en una mano y el libro en la otra, leyendo a la luz de la interna frontal cuando el cielo oscurecía. Durante la primera semana de mi andadura, a menudo el agotamiento me impedía leer más de una o dos páginas antes de quedarme dormida, pero conforme me fortalecí, leía más, deseosa de huir del tedio de mis días. Y cada mañana quemaba lo que había leído la noche anterior.

Mientras sostenía el ejemplar intacto de los cuentos de O’Connor, Albert salió de su tienda.

—Yo diría que no te vendría mal librarte de unas cuantas cosas —dijo—. ¿Necesitas ayuda?

—La verdad es que sí —contesté con una sonrisa compungida.

—Vale, pues. Te diré lo que quiero que hagas: llena eso como si estuvieras a punto de marcharte de aquí para recorrer el siguiente tramo del sendero. Empecemos por ahí.

Se dirigió hacia el río con medio cepillo de dientes en la mano; lo había partido para reducir el peso, lógicamente.

Me puse manos a la obra, aunando lo nuevo y lo viejo, con la sensación de que me sometía a una prueba en la que por fuerza fracasaría. Cuando concluí, Albert regresó y vació mi mochila metódicamente. Distribuyó los objetos en dos pilas: una para volver a cargar en la mochila, otra para meter en la caja de reaprovisionamiento ahora vacía, que bien podía enviar de nuevo a casa o dejar en la caja gratuita para excursionistas del SMP, en el porche de la tienda de abastos de Kennedy Meadows, para que la saquearan otros. A la caja fueron la sierra plegable, los prismáticos en miniatura y el flash de megavatios para la cámara que aún no había usado. Ante mis ojos, Albert tiró a un lado el desodorante cuyos poderes yo había sobrevalorado, la cuchilla desechable que había llevado con la vaga idea de afeitarme las piernas y las axilas, y —para profundo bochorno mío— el grueso rollo de condones que había incluido en mi botiquín.

—¿De verdad los necesitas? —preguntó, sosteniendo los condones en alto.

Albert, el Papá Águila de los Boys Scouts de Georgia, cuya alianza de boda brillaba bajo el sol, que había cortado la empuñadura de su cepillo de dientes pero sin duda llevaba una Biblia de bolsillo en la mochila. Me miró con la expresión impasible de un soldado mientras los envoltorios de plástico blanco de una docena de condones ultrafinos no lubrificados marca Trojan se desplegaban desde su mano como una serpentina en medio de una sucesión de chasquidos.

—No —contesté, sintiéndome como si fuera a morirme de vergüenza.

Ahora la idea de acostarme con alguien me parecía absurda, pero mientras preparaba la mochila, cuando ignoraba aún los efectos que tendría en mi cuerpo de caminar por el Sendero del Macizo del Pacífico, lo había considerado una posibilidad lógica. No había visto mi imagen desde que estuve en el motel de Ridgecrest, pero, cuando los hombres se fueron a echar la siesta, tuve oportunidad de contemplarme la cara en el espejo acoplado al lateral de la furgoneta de Ed. Estaba morena y sucia, pese a mi reciente inmersión en el río. Había perdido algo de peso y se me había aclarado el pelo rubio oscuro, en partes apelmazado y en partes erizado debido a una combinación de sudor seco, agua del río y polvo.

No tenía el aspecto de una mujer que podía necesitar doce condones.

Pero Albert no se detuvo a reflexionar sobre esas cuestiones: sobre si se me tiraría alguien o no, o si era guapa. Siguió adelante, saqueando mi mochila, preguntándome severamente una y otra vez antes de descartar en la pila de lo prescindible los diversos objetos que yo previamente había considerado necesarios. Respondí con gestos de asentimiento casi todas las veces que él sostuvo en alto un objeto, coincidiendo en que debía eliminarlo, aunque me mantuve en mis trece tanto con Cuentos completos como con mi adorado ejemplar intacto de The Dream of a Common Language. Lo mismo pasó con mi diario personal, donde consignaba todo lo que hacía ese verano. Y cuando Albert no miraba, arranqué un condón del extremo del grueso rollo que él había apartado y lo guardé discretamente en el bolsillo posterior de mi pantalón corto.

—¿Y qué te ha traído hasta aquí? —me preguntó al finalizar su trabajo. Se sentó en el banco de la mesa de picnic con las anchas manos cruzadas ante él.

—¿Te refieres al SMP? —pregunté.

Él asintió y me observó mientras yo volvía a meter en la mochila los objetos que, según habíamos decidido, podía conservar.

—Te contaré por qué estoy aquí yo —se apresuró a decir él, sin darme tiempo a contestar—. Ha sido el sueño de mi vida. Cuando oí hablar del sendero, pensé: «Eso sí es algo que me gustaría hacer antes de ir a reunirme con el Señor». —Golpeó suavemente la mesa con el puño—. ¿Y tú qué, chiquilla? Mi teoría es que la mayoría de la gente tiene una razón. Algo que la ha impulsado a venir aquí.

—No lo sé —respondí a modo de evasiva. No estaba dispuesta a contarle a un águila de los Boy Scouts, un cincuentón cristiano de Georgia, por qué había decidido caminar sola por el bosque durante nada menos que tres largos meses, por más que asomara a sus ojos un destello de amabilidad cuando sonreía. Las circunstancias que me habían impulsado a recorrer ese sendero a él le parecerían escandalosas, y a mí, inciertas; la verdad dejaría a las claras lo precaria que era toda esa empresa.

—Más que nada pensé que sería divertido —dije.

—¿Esto te parece divertido? —preguntó, y los dos nos echamos a reír.

Me volví y me apoyé en Monstruo, introduciendo los brazos bajo las correas.

—Veamos si se nota mucha diferencia —dije, y me abroché lo mochila. Cuando la levanté de la mesa, me asombró lo ligera que parecía, incluso plenamente cargada con mi nuevo piolet y un reaprovisionamiento de víveres para once días. Dirigí a Albert una radiante sonrisa—. Gracias.

Él respondió con una breve risa y cabeceó.

Exultante, me alejé para hacer un recorrido de prueba con la mochila por el camino de tierra curvo que circundaba el camping. La mía seguía siendo la mochila más grande del grupo —al viajar sola, tenía que acarrear cosas que quienes iban en pareja podían repartirse, y yo no tenía la seguridad ultraligera ni las habilidades de Greg—; pero, en comparación a como estaba mi mochila antes de que Albert me ayudara a cribar el contenido, era tan ligera que tenía la impresión de que podía saltar con ella. De hecho, a medio camino de la curva, me detuve y salté.

No me despegué del suelo más de dos centímetros, pero al menos era posible.

—¿Cheryl? —me llamó una voz justo en ese momento.

Alcé la vista y vi acercarse a un joven guapo con mochila.

—¿Doug? —pregunté, y acerté.

En respuesta, agitó los brazos y lanzó un alarido de júbilo. Luego vino derecho hacia mí y me abrazó.

—Leímos tu anotación en el registro, y hemos estado intentando alcanzarte.

—Pues aquí me tenéis —dije con un tartamudeo, desconcertada por su entusiasmo y su atractivo físico—. Hemos acampado allí. —Señalé por detrás de mí—. Somos varios. ¿Dónde está tu amigo?

—Ahora viene —contestó Doug, y soltó otro alarido, sin motivo aparente.

Me recordó a todos los niños mimados por la vida que había conocido: con una apostura clásica y una encantadora seguridad respecto a su lugar en lo alto del montón, convencidos de que el mundo les pertenecía y de que estaban a salvo en él, sin plantearse siquiera otra posibilidad. De pie a su lado, tuve la sensación de que en cualquier momento me cogería de la mano y juntos nos lanzaríamos en paracaídas desde lo alto de un precipicio, para descender entre risas, planeando suavemente.

—¡Tom! —vociferó Doug cuando vio aparecer una figura camino arriba.

Los dos nos dirigimos hacia él. Incluso a lo lejos advertí que Tom era el polo opuesto de Doug, en el sentido físico y en el espiritual: huesudo, pálido, con gafas. La sonrisa que asomó a su rostro cuando nos acercamos era cauta y, quizá, no muy convencida.

—Hola —me saludó cuando nos aproximamos, alargando el brazo para estrecharme la mano.

En los pocos minutos que tardamos en llegar al campamento de Ed, intercambiamos mucha información sobre quiénes éramos y de dónde procedíamos. Tom tenía veinticuatro años; Doug, veintiuno. «Sangre azul de Nueva Inglaterra», los habría llamado mi madre (lo supe casi antes de que despegaran los labios). Para ella significaba que, en esencia, eran ricos y de algún lugar al este de Ohio y al norte de Washington. En el transcurso de los siguientes días, lo averiguaría todo sobre ellos. Que sus padres eran cirujanos y alcaldes y ejecutivos en entidades financieras. Que los dos habían estudiado en un internado pijo tan famoso que hasta yo conocía el nombre. Que habían veraneado en Nantucket y en islas privadas ante la costa de Maine y habían pasado las vacaciones de primavera en Vail. Pero, en ese momento, aún no sabía todo eso; ignoraba que, en muchos sentidos, sus vidas eran insondables para mí, como la mía lo era para ellos. En ese momento sabía solo que en un sentido muy concreto eran personas muy afines. No eran expertos en equipo de montañismo ni avezados mochileros ni lo sabían todo sobre el SMP. No habían partido de México, ni se habían pasado una década planeando el viaje. Más aún, tras los kilómetros que llevaban recorridos estaban casi tan destrozados como yo. Como iban juntos, no se habían pasado días sin ver a otro ser humano. Sus mochilas parecían de un tamaño razonable, lo que me llevó a dudar de que su equipaje incluyera una sierra plegable. Pero en cuanto crucé una mirada con Doug, supe que, pese a su seguridad en sí mismo y su desenvoltura, había pasado por una «experiencia difícil». Y cuando Tom me estrechó la mano, interpreté con toda exactitud la expresión de su rostro. Significaba: «¡¡¡Tengo que quitarme estas putas botas!!!».

Al cabo de un momento, lo hizo, tras sentarse en el banco de la mesa de picnic de Ed cuando llegamos a nuestro campamento y los hombres se reunieron para presentarse. Observé a Tom mientras se desprendía con cuidado de los calcetines mugrientos, a la vez que se quitaba trozos de molesquín de las almohadillas protectoras y de su propia piel. Sus pies se parecían a los míos: blancos como pescados, salpicados de heridas sanguinolentas y supurantes y capas de piel levantada por el roce y ahora colgante, aún dolorosamente adherida a las zonas de carne que tendrían una muerte lenta, inducida por el SMP. Me descargué de la mochila y abrí la cremallera de un bolsillo para sacar el botiquín.

—¿Has probado esto? —le pregunté a Tom, tendiéndole una tira de segunda piel; por suerte había incluido más en mi caja de reaprovisionamiento—. A mí me han salvado —expliqué—. De hecho, no sé si podría seguir adelante sin esto.

Tom se limitó a levantar la vista con cara de desesperación y asintió sin decir nada. Dejé un par de tiras de segunda piel en el banco.

—Puedes quedártelas, si quieres —dije.

Al verlas en sus envoltorios azules translúcidos, me acordé del condón que llevaba en el bolsillo de atrás. Me pregunté si Tom tenía alguno; si tenía alguno Doug; si finalmente mi idea de cargar con los condones no había sido tan tonta. En presencia de Tom y Doug, ya no me lo parecía.

—Hemos pensado en ir todos al Grumpie’s a las seis —dijo Ed, consultando su reloj—. Faltan un par de horas. Os llevaré a todos en mi furgoneta. —Miró a Tom y Doug—. Mientras tanto, con mucho gusto os serviré un tentempié, chicos.

Sentados a la mesa de picnic, los hombres comieron las patatas fritas y las alubias frías con tomate de Ed, a la vez que charlaban de por qué eligieron tal o cual mochila y acerca de los pros y los contras de cada una. Alguien sacó una baraja, y se dio comienzo a una partida de póquer. Greg hojeaba su guía en el extremo de la mesa más cercano a mí, donde yo seguía de pie junto a mi mochila, todavía maravillada por su transformación. Bolsillos antes llenos hasta reventar ahora contenían pequeños huecos vacíos.

—Ya eres prácticamente una jardi-nazi —dijo Albert con tono jocoso al verme contemplar la mochila—. Así se llama a los discípulos de Ray Jardine, por si no lo sabías. Tienen una idea muy peculiar sobre el peso de la mochila.

—Es aquel hombre del que te hablé —añadió Greg.

Asentí con naturalidad, intentando disimular mi ignorancia.

—Voy a prepararme para la cena —anuncié, y me dirigí con parsimonia hacia el extremo de nuestro campamento.

Monté la tienda y me metí dentro. Extendí el saco de dormir y, tumbada encima, contemplé el techo de nailon verde mientras escuchaba el murmullo de la conversación de los hombres y alguna que otra risotada. Iba a ir a un restaurante en compañía de seis hombres y —comprendí sombríamente— no tenía nada que ponerme, aparte de lo que llevaba puesto: una camiseta sobre un sujetador deportivo y un pantalón corto sin nada debajo. Me acordé de mi camiseta nueva en la caja de reaprovisionamiento y me incorporé para ponérmela. Toda la espalda de la camiseta que había llevado desde Mojave presentaba ahora una mancha de color amarillo parduzco por el permanente baño de sudor que había padecido. La doblé de mal modo y la dejé en un rincón de la tienda. Después la tiraría a la basura en la tienda de abastos. El resto de la ropa que tenía era la que usaba para protegerme del frío. Me acordé del collar que había llevado hasta que el calor arreció tanto que no soportaba sentirlo encima; lo encontré en la bolsa de cierre hermético en la que guardaba el carné de conducir y el dinero, y me lo puse. Era un pequeño pendiente de plata con una turquesa; había pertenecido a mi madre. Como se me había perdido el otro, había cogido unos alicates de punta fina y había convertido el que quedaba en un colgante suspendido de una fina cadena de plata. Había cargado con él porque había sido de mi madre; llevarlo encima tenía un valor para mí, pero ahora me alegraba poder ponérmelo por la sencilla razón de que con él me sentía más guapa. Me atusé el pelo con los dedos y, con el auxilio de mi pequeño peine, intenté darle una forma atractiva, pero al final desistí y me lo remetí por detrás de las orejas.

Sabía bien que era mejor que me mostrara así, con ese aspecto, tal como me sentía y olía. Al fin y al cabo, era lo que Ed había descrito un tanto imprecisamente como «la única chica en el bosque», sola en medio de una panda de hombres. Por necesidad, allí en el sendero, sentía que debía neutralizar sexualmente a los hombres con quienes me cruzaba, para lo cual debía ser, en la medida de lo posible, una de ellos.

Nunca había hecho eso en mi vida, interactuar con hombres exhibiendo la continua indiferencia que implica ser uno de ellos. No me pareció algo fácil de sobrellevar, allí sentada en mi tienda, mientras los hombres jugaban a las cartas. A fin de cuentas, siempre había sido una chica, consciente del poder que me otorgaba mi femineidad, y dependía de él. Al reprimirlo, sentí un lúgubre malestar en el estómago. Comportarme como uno más de entre los chicos implicaba dejar de ser la mujer que tan expertamente era entre los hombres. Esa era una versión de mí misma que empecé a saborear sobre los once años, experimentando ya por entonces un cosquilleo de poder cuando hombres adultos volvían la cabeza para mirarme o silbarme o decir «Eh, monada», levantando la voz lo suficiente para que yo los oyera. La versión en la que me había apoyado a lo largo de la secundaria, matándome de hambre para estar delgada, haciéndome la tonta y la niña mona para tener éxito y lograr que me quisieran. La versión que había fomentado durante mi primera juventud mientras me probaba distintos disfraces: chica materialista, punki, vaquera, alborotadora, de rompe y rasga. La versión para la cual detrás de cada par de botas arrebatadoras o faldita sensual o movimiento de pelo había una trampilla que conducía a la versión menos real de mí misma.

Ahora solo existía una versión. En el SMP no me quedaba más remedio que mostrarla tal cual, enseñar mi cara mugrienta al mundo exterior; un mundo que, al menos por el momento, lo componían solo seis hombres.

—Cheryyyyl —llamó Doug con voz suave a unos pocos metros de la tienda—. ¿Estás ahí?

—Sí —contesté.

—Nos vamos al río. Ven con nosotros.

—Vale —dije, sintiéndome halagada a mi pesar. Cuando me incorporé, el condón crujió en mi bolsillo trasero. Lo saqué y, tras guardarlo en el botiquín, salí a gatas de mi tienda y me encaminé hacia el río.

Doug, Tom y Greg se habían metido en el lugar poco profundo donde yo me había lavado unas horas antes. Más allá de donde ellos estaban, el agua corría impetuosamente, saltando sobre riscos grandes como mi tienda. Pensé en la nieve que pronto encontraría si seguía adelante con mi piolet, que aún no sabía utilizar, y en el bastón de esquí blanco con esa monada de correa rosa que había llegado a mis manos por azar. Todavía no había empezado a darle vueltas a lo que me esperaba en el sendero. Me había limitado a escuchar y a asentir cuando Ed me explicó que la mayoría de los excursionistas del SMP que habían pasado por Kennedy Meadows durante las tres semanas que él llevaba allí acampado habían optado por abandonar el sendero en ese punto por el récord histórico de nieve, motivo por el cual el sendero era en esencia intransitable a lo largo de setecientos u ochocientos kilómetros. Hacían autostop o viajaban en autobús para reanudar su andadura por el SMP más al norte, a altitudes inferiores, me explicó. Algunos pretendían volver atrás más adelante ese mismo verano para recorrer el tramo que les faltaba; otros preferían saltárselo sin más. Dijo que unos cuantos habían abandonado el sendero definitivamente, tal como me había explicado Greg antes, y habían dejado el SMP para otro año sin récords históricos. Y muy pocos habían perseverado en su empeño, resueltos a atravesar la nieve.

Contenta por haber llevado mis baratas sandalias de acampada, me abrí camino por las rocas que bordeaban el cauce del río hacia los hombres, notando el agua tan fría que me dolían hasta los huesos.

—Tengo algo para ti —anunció Doug cuando llegué hasta él. Me tendió la mano. Me ofrecía una pluma brillante, de unos treinta centímetros de largo, tan negra que despedía destellos azulados bajo el sol.

—¿Para qué? —pregunté, cogiéndola.

—Te dará suerte —respondió, y me tocó el brazo.

Cuando apartó la mano, el punto de contacto casi me ardió; tomé conciencia de lo poco que me habían tocado en los últimos catorce días, de lo sola que había estado.

—Llevo un rato pensando en la nieve —apunté, sosteniendo la pluma y alzando la voz por encima del fragor del río—. Esa gente que la rodeó… Pasaron por aquí hace una o dos semanas. Desde entonces se ha derretido mucha más nieve, así que quizá no haya ningún problema. —Me volví hacia Greg y luego miré la pluma negra, acariciándola.

—La profundidad de la nieve en Bighorn Plateau el 1 de junio era más del doble de la que había en esa misma fecha el año anterior —informó, y lanzó una piedra—. Dentro de una semana la situación no habrá cambiado mucho a ese respecto.

Asentí, como si supiera dónde estaba Bighorn Plateau o qué significaba que la acumulación de nieve fuera el doble de profunda que el año anterior. Me sentí como una farsante solo por mantener esa conversación, como una mascota entre deportistas, como si ellos fueran los auténticos montañeros del SMP y yo simplemente pasara por allí, como si, de algún modo, por mi inexperiencia, por no haber leído siquiera una página de Ray Jardine, por mi risible lentitud y por mi convicción de que había sido razonable cargar con una sierra plegable, en realidad, no hubiera recorrido el sendero hasta Kennedy Meadows desde el paso de Tehachapi, sino que me hubiesen llevado hasta allí.

Pero sí había recorrido toda esa distancia, y aún no tenía intención de renunciar a ver Sierra Alta. Ese era el tramo del sendero que esperaba con más interés, su belleza intacta ensalzada por los autores de El Sendero del Macizo del Pacífico. Volumen I: California e inmortalizada por el naturalista John Muir en los libros que había escrito hacía un siglo. Era el tramo de las montañas que él había llamado «Cadena de la Luz». Sierra Alta y sus picos de entre 3.800 y 4.300 metros de altura, sus lagos fríos y cristalinos, así como sus profundos cañones eran lo que daba sentido a recorrer el SMP en California, por lo visto. Además, rodearla suponía una complicación logística. Si tenía que saltarme Sierra Alta, acabaría en Ashland más de un mes antes de lo previsto.

—Me gustaría seguir adelante, si hay alguna manera —dije, moviendo la pluma con un floreo. Ya no me dolían los pies. Para mi dicha, se me habían dormido en el agua helada.

—Bueno, nos quedan unos setenta kilómetros por recorrer antes de que las cosas se pongan difíciles de verdad, desde aquí hasta el paso del Sendero —apuntó Doug—. Allí hay una senda que cruza el SMP y baja hasta un camping. Podemos ir al menos hasta allí y ver cómo está la cosa, ver cuánta nieve hay, y entonces abandonar si queremos.

—¿Tú qué opinas, Greg? —pregunté. Yo haría lo que hiciera él.

Greg asintió.

—Me parece un buen plan.

—Eso mismo haré yo —afirmé—. No tendré ningún problema. Ahora tengo mi piolet.

Greg me miró.

—¿Sabes utilizarlo?

A la mañana siguiente me dio una clase práctica.

—Aquí está el asta —explicó, deslizando la mano a lo largo del piolet—. Y esto es el regatón —añadió, tocando con la yema del dedo la punta afilada—. Y en el otro extremo tenemos la cruz.

¿El asta? ¿La cruz? ¿El regatón? Intenté no echarme a reír como una adolescente en clase de educación sexual, pero no pude evitarlo.

—¿Qué pasa? —preguntó Greg con la mano en torno al asta de su piolet, pero yo me limité a negar—. Hay dos bordes —prosiguió—. El lado romo es la hojuela. Sirve para excavar el apoyo para el pie. Y el otro lado es la pica. Sirve para salvar el culo cuando resbalas por la ladera de la montaña. —Hablaba en un tono como dando por sentado que yo eso ya lo sabía y sencillamente repasara los rudimentos antes de empezar.

—Ya. El asta, la cruz, el regatón, la pica, la juela —dije.

—La hojuela —me corrigió—. Empieza por «ho». —Estábamos en un escarpado terraplén junto al río, lo más parecido que encontramos a una pendiente helada—. Ahora imaginemos que te caes —dijo Greg, lanzándose por el talud a modo de demostración. Mientras caía, hundió la pica en el barro—. Te conviene clavar esa pica con todas tus fuerzas a la vez que te aferras al asta con una mano y a la cruz con la otra. Así. Y cuando estás anclada, intentas recuperar el equilibrio.

Lo miré.

—¿Y si no recuperas el equilibrio?

—Pues entonces te agarras aquí —contestó él, desplazando las dos manos hacia lo alto del piolet.

—¿Y si no aguanto tanto tiempo? O sea, llevaré la mochila y tal, y en realidad ni siquiera tengo fuerza para hacer una sola dominada.

—Tú aguanta —dijo él desapasionadamente—. A menos que prefieras rodar por la ladera de la montaña.

Me puse manos a la obra. Me lancé una y otra vez contra la pendiente cada vez más lodosa, simulando que resbalaba en el hielo, y una y otra vez hundí la pica de mi piolet en el suelo ante la mirada de Greg, que me aleccionaba y hacía comentarios críticos sobre mi técnica.

Doug y Tom, sentados allí cerca, fingían no prestar atención. Albert y Matt yacían en una lona que habíamos extendido para ellos a la sombra de un árbol junto a la furgoneta de Ed, demasiado enfermos para ir a cualquier sitio salvo al excusado varias veces por hora. Los dos se habían despertado en plena noche aquejados de lo que, empezábamos a creer, era giardiasis, una enfermedad provocada por un parásito acuático que causa una diarrea y unas náuseas inmovilizadoras, requiere fármacos para curarla y casi siempre implica una interrupción de una semana o más en el sendero. Por eso los excursionistas del SMP hablaban tanto de depuradores y fuentes de agua, por miedo a cometer un error y pagar las consecuencias. No sabía dónde habían contraído Matt y Albert lo que fuera que tuvieran, pero recé para no padecerlo yo también. Al final de la tarde nos reunimos todos en torno a ellos, que yacían pálidos y exánimes sobre su lona, e intentamos convencerlos de que había llegado el momento de trasladarlos al hospital de Ridgecrest. Demasiado enfermos para resistirse, nos observaron mientras llenábamos sus mochilas y las cargábamos en la parte de atrás de la furgoneta de Ed.

—Gracias por ayudarme a aligerar la mochila —dije a Albert cuando nos quedamos un momento a solas antes de su marcha. Él levantó la vista débilmente para mirarme desde su lecho en la lona—. Habría sido incapaz de hacerlo yo sola.

Me dirigió una débil sonrisa y asintió.

—Por cierto —añadí—. Quería decírtelo…, respecto a por qué decidí recorrer el SMP… Me divorcié. Estaba casada, y no hace mucho me divorcié. Por otro lado, mi madre falleció hace cuatro años; con solo cuarenta y cinco, tuvo un cáncer fulminante y murió. Ha sido una etapa dura de mi vida y digamos que me he descarriado. Así que… —Él abrió los ojos de par en par, fijando la mirada en mí—. Pensé que venir aquí me ayudaría a centrarme. —Quedándome sin palabras, un poco sorprendida por haber dicho tanto, representé con un gesto de las manos mi estado de desmoronamiento.

—Bueno, ahora ya te has orientado, ¿no? —dijo. Se incorporó y el rostro se le iluminó a pesar de las náuseas. Se puso en pie, caminó lentamente hasta la furgoneta de Ed y se sentó al lado de su hijo.

Me encaramé en la parte de atrás con sus mochilas y la caja de cosas que ya no necesitaba y fui con ellos hasta la tienda de abastos. Cuando llegamos, Ed se detuvo un momento; bajé de un salto con mi caja y me despedí con la mano de Albert y Matt, gritando: «¡Suerte!».

Sentí de pronto una mezcla de afecto y pena al verlos marcharse. Ed regresaría al cabo de unas horas, pero muy probablemente no volvería a ver a Albert y Matt. Me adentraría en Sierra Alta con Doug y Tom al día siguiente, y por la mañana tendría que despedirme también de Ed y Greg; este se quedaría en Kennedy Meadows un día más y, aunque con toda seguridad me alcanzaría, probablemente sería una visita fugaz, y luego también él desaparecería de mi vida.

Me acerqué al porche de la tienda de abastos y lo dejé todo en la caja gratuita para excursionistas del SMP, menos la sierra plegable, el flash especial de alta tecnología para mi cámara y los prismáticos en miniatura. Metí estos objetos en la vieja caja de reaprovisionamiento y le puse la dirección de Lisa en Portland. Mientras cerraba la caja con un rollo de celo que me había dejado Ed, tuve la sensación de que faltaba algo.

Después, mientras iba por el camino de regreso al camping, caí en la cuenta: el rollo de condones.

Habían desaparecido todos, del primero al último.