Había rodeado Sierra Alta. Había pasado de largo. Ya no corría peligro. Había dejado la nieve atrás de un salto. El resto de California sería un viaje sin obstáculos, supuse. Luego atravesaría Oregón hasta Washington. Mi nuevo destino era un puente que cruzaba el río Columbia, la frontera de los dos estados. El Puente de los Dioses. Estaba a 1.622 kilómetros por el sendero; hasta el momento había recorrido solo 273, pero empezaba a acelerar el paso.
Por la mañana, Greg y yo salimos de Sierra City y caminamos dos kilómetros y medio por el arcén de la carretera hasta llegar al cruce con el SMP; luego anduvimos juntos durante unos minutos por el sendero y, por fin, nos detuvimos para despedirnos.
—Según la guía, se conoce a ese arbusto como «desdicha de montaña» —dije, señalando los matorrales verdes de escasa altura que bordeaban el sendero—. Esperemos que no sea literal.
—Me temo que podría serlo —observó Greg, y tenía razón: el sendero ascendería casi mil metros en los siguientes trece kilómetros. Yo estaba preparada para empezar el día, con comida para una semana en la mochila, Monstruo—. Suerte —dijo, fijando sus ojos castaños en los míos.
—Suerte también a ti. —Lo abracé con fuerza.
—Persevera, Cheryl —me animó cuando se volvía para marcharse.
—Lo mismo digo —respondí, como si necesitara que se lo dijesen.
A los diez minutos lo había perdido de vista.
Estaba ilusionada por hallarme de nuevo en el sendero, a 725 kilómetros al norte de donde lo había dejado. Los picos nevados y las elevadas paredes de granito de Sierra Alta ya no se veían, pero a mí el sendero se me antojaba el mismo. En muchos sentidos, su aspecto era también igual. Pese a los interminables paisajes de montaña y desierto que había visto, era la imagen de la banda de medio metro de anchura formada por el sendero lo que me resultaba más familiar, aquello en lo que mantenía posada la vista casi siempre, atenta a las raíces y las ramas, las serpientes y las piedras. A veces el sendero era arenoso, otras veces rocoso o lodoso o pedregoso o estaba alfombrado de capas y capas de pinaza. Podía ser negro o marrón o gris o amarillento como el caramelo de mantequilla, pero siempre era el SMP. La base.
Caminé por un bosque de pinos, robles y cedros de incienso; luego pasé entre abetos de Douglas mientras el sendero repechaba y repechaba, sin ver a nadie esa soleada mañana, durante mi ascenso, pese a que percibía la presencia invisible de Greg. A cada kilómetro esa sensación se desvanecía, conforme lo imaginaba cada vez más lejos, avanzando a su habitual ritmo vertiginoso. El sendero dejó atrás el bosque umbrío y llegó a una sierra despejada, desde donde veía, abajo, el cañón que se extendía kilómetros y kilómetros, y por encima las formaciones de roca. Al mediodía me hallaba a más de dos mil metros de altura, y allí el sendero se convertía en un barrizal, pese a que hacía días que no llovía. Finalmente, cuando doblé un recodo, me encontré ante un campo nevado. O más bien, lo que consideré un campo, es decir, una extensión que tenía un límite. Me detuve en el borde y busqué las huellas de Greg, pero no las vi. La nieve no estaba en pendiente, sino en una zona llana de un bosque poco denso, y menos mal, porque ya no tenía el piolet. Lo había dejado esa mañana en la caja gratuita para excursionistas del SMP de la oficina de correos de Sierra City cuando Greg y yo salíamos del pueblo. No tenía dinero para reenviárselo a Lisa, muy a mi pesar, dado su coste, pero tampoco estaba dispuesta a cargar con él, pensando que en adelante no lo necesitaría.
Clavé el bastón de esquí en la nieve, pisé la superficie helada y empecé a caminar, proeza que conseguía solo de manera intermitente. En algunos lugares resbalaba; en otros, se abrían agujeros bajo mis pies y me hundía casi hasta las rodillas. Al poco tiempo se me acumuló nieve dentro de las botas, y el frío me quemó los tobillos de tal modo que tuve la sensación de que me habían raspado la carne con un cuchillo romo.
Eso me preocupaba menos que el hecho de no ver el sendero, enterrado bajo la nieve. La ruta parecía bastante clara, me dije para tranquilizarme; sostenía las páginas de mi guía mientras caminaba, y me detenía a ratos para examinar cada palabra. De pronto, al cabo de una hora, me asusté y paré. ¿Iba por el SMP? Durante todo ese rato había permanecido atenta con la esperanza de ver alguno de los pequeños indicadores metálicos en forma de rombo del SMP que aparecían clavados de vez en cuando a los árboles, pero no había encontrado ninguno. Eso no era por fuerza razón para alarmarse. Me constaba que no debía confiar en los indicadores del SMP. En algunos tramos los había cada pocos kilómetros; en otros, podía caminar durante días sin ver ninguno.
Saqué del bolsillo del pantalón corto el mapa topográfico de esa zona. Al hacerlo, la moneda de cinco centavos que llevaba en el bolsillo salió con él y cayó en la nieve. Alargué el brazo hacia la moneda, agachándome precariamente bajo la mochila, pero, al rozarla con los dedos, se hundió más y desapareció. Escarbé en la nieve, pero no la encontré.
Ahora solo me quedaban sesenta centavos.
Recordé la moneda de cinco centavos de Las Vegas, aquella con la que había jugado en una máquina tragaperras y con la que había ganado sesenta dólares. Al pensar en ello, solté una sonora carcajada, con la sensación de que esas dos monedas estaban relacionadas, aunque no podía explicar por qué: sencillamente esa absurda idea se me ocurrió allí en aquel momento. Quizá perder la moneda me diera suerte, tal como, en realidad, la pluma negra, símbolo del vacío, tenía un significado positivo. Quizá yo no estaba justo en medio de algo, aquella nieve, que tanto me había esforzado por evitar. Quizás al doblar el siguiente recodo el panorama se despejaría.
Para entonces tiritaba, allí de pie en la nieve en pantalón corto, con la camiseta empapada en sudor, pero no me atrevía a seguir sin antes orientarme. Desdoblé las hojas de la guía y leí qué decían los autores de El Sendero del Macizo del Pacífico. Volumen I: California sobre ese tramo del sendero. «Desde la elevación al borde del sendero, mirando hacia abajo, se observa una pendiente constante, flanqueada de arbustos —decía para describir el lugar donde pensaba que podía hallarme—. Al cabo de un rato el sendero se nivela en un llano de bosque abierto…» Giré en un lento círculo, abarcando los 360 grados a mi alrededor. ¿Sería eso el llano de bosque abierto? Habría cabido pensar que la respuesta sería evidente, pero no lo era. Allí lo único evidente era que todo estaba enterrado bajo la nieve.
Cogí la brújula, que pendía de un cordel a un lado de mi mochila, junto al silbato más sonoro del mundo. No la había usado desde el día que recorrí aquella pista de montaña al final de mi dura semana inicial en el sendero. Observándola conjuntamente con el mapa, deduje como pude dónde debía de estar y seguí adelante, con paso lento e inseguro por la nieve, a ratos resbalando en su superficie, a ratos hundiéndome en ella, con las espinillas y las pantorrillas cada vez más irritadas. Al cabo de una hora vi un rombo metálico donde se leía SENDERO DEL MACIZO DEL PACÍFICO, clavado a un árbol cubierto de nieve, y me invadió una sensación de alivio. Seguía sin conocer mi paradero exacto, pero al menos sabía que estaba en el SMP.
A media tarde llegué a una elevación desde donde veía una profunda hondonada llena de nieve.
—¡Greg! —llamé, para comprobar si estaba cerca.
No había visto el menor rastro de él en todo el día, pero aún albergaba la esperanza de que la nieve lo hubiese obligado a aminorar la marcha, lo que me permitiría alcanzarlo; así podríamos superar esa zona juntos. Oí unas tenues voces y vi a tres esquiadores en una cima contigua, al otro lado de la hondonada nevada, inaccesibles pero no tan lejos como para no oírnos. Agitaron los brazos en amplios movimientos en dirección a mí y yo les devolví el saludo. Por la distancia y por su indumentaria de esquí, me fue imposible distinguir si eran hombres o mujeres.
—¿Dónde estamos? —vociferé por encima de la extensión nevada.
—¿Qué? —contestaron a gritos, aunque apenas las oí.
Repetí mis palabras una y otra vez —«¿Dónde estamos? ¿Dónde estamos?»—, hasta que se me irritó la garganta. Creía saber aproximadamente dónde estaba, pero quería ver qué decían ellos, solo para mayor seguridad. Pregunté y pregunté sin hacerme entender, así que lo probé por última vez, con toda mi alma, casi arrojándome por la ladera de la montaña a causa del esfuerzo:
—¡¿Dónde estamos?!
Siguió un silencio, indicio de que por fin habían captado mi pregunta, y luego contestaron al mismo tiempo:
Por la manera en que se apoyaron unos en otros, supe que reían.
—Gracias —respondí con sarcasmo, aunque el tono de mi voz se lo llevó el viento.
Dijeron algo que no alcancé a entender. Lo repitieron varias veces, pero llegó distorsionado en cada ocasión, hasta que por fin gritaron las palabras una por una y las oí.
—¡¿Te… has… perdido?!
Me lo pensé por un momento. Si decía que sí, me rescatarían y para mí se habría acabado ese sendero dejado de la mano de Dios.
—¡No! —rugí. No estaba perdida.
Estaba jodida.
Miré los árboles alrededor, la menguante luz oblicua a través de ellos. Pronto anochecería, y debía encontrar un sitio donde acampar. Montaría la tienda en la nieve y despertaría en la nieve, y seguiría avanzando por la nieve. Eso a pesar de todo lo que había hecho para eludirla.
Reanudé la marcha y, al final, encontré lo que pasaba por ser un rincón relativamente acogedor donde plantar la tienda cuando no queda más remedio que considerar acogedora una porción de nieve helada bajo un árbol. Cuando me metí en el saco de dormir, tras ponerme el equipo impermeable encima de la ropa, estaba helada pero bien, con las cantimploras muy cerca de mí para que no se congelara el agua.
Por la mañana, las paredes de mi tienda estaban cubiertas de remolinos de escarcha debido a que durante la noche se había helado mi aliento condensado. Me quedé un rato inmóvil pero despierta, no preparada todavía para afrontar la nieve, escuchando los trinos de pájaros cuyos nombres desconocía. Solo sabía que su sonido ahora ya me resultaba familiar. Cuando me incorporé, bajé la cremallera de la puerta y me asomé; vi a los pájaros revolotear de árbol en árbol, elegantes, sencillos e indiferentes a mí.
Cogí mi cazo, eché agua y leche en polvo, y lo removí; luego añadí un poco de granola y me senté a comer cerca de la puerta abierta de mi tienda, con la esperanza de hallarme aún en el SMP. Me puse en pie, lavé el cazo con un puñado de nieve y oteé el paisaje. Estaba rodeada de rocas y árboles que sobresalían de la nieve helada. Me preocupaba mi situación y, al mismo tiempo, sentía asombro ante aquella vasta y solitaria belleza. ¿Debía continuar o dar media vuelta?, me pregunté, aunque ya conocía la respuesta. La sentía arraigada en mis entrañas: claro que continuaría. Llegar hasta allí había representado tal esfuerzo que no podía contemplar otra posibilidad. Dar media vuelta tenía sentido desde un punto de vista lógico. Podía volver sobre mis pasos hasta Sierra City y hacer autostop hasta algún lugar despejado de nieve aún más al norte. Eso sería lo seguro. Sería lo razonable. Sería probablemente lo más acertado. Pero no había nada dentro de mí que me indujera a hacerlo.
Caminé todo el día, cayendo y resbalando y avanzando penosamente, impulsándome con tanto vigor con el bastón de esquí que me salieron ampollas. Me lo pasé a la otra mano y también me salieron ampollas. Al doblar cada recodo y al superar cada cima y al cruzar cada prado, esperaba que ya no hubiera más nieve. Pero siempre había más nieve entre alguna que otra porción donde la tierra quedaba a la vista. «¿Es eso el SMP?», me preguntaba cuando veía asomar esas porciones de tierra. Nunca tenía la total certeza. Solo el tiempo lo diría.
Sudaba mientras caminaba. Llevaba la espalda mojada allí donde la mochila cubría mi cuerpo, al margen de la temperatura y la ropa que me pusiera. Cuando me detenía, empezaba a tiritar en cuestión de minutos, y de pronto sentía la ropa fría como el hielo. Mis músculos por fin habían empezado a adaptarse a las exigencias del excursionismo de larga distancia, pero ahora se hallaban sometidos a nuevas exigencias, y no solo al esfuerzo continuo que suponía mantenerme erguida. Si el suelo por el que caminaba estaba en pendiente, tenía que marcar cada paso a fin de pisar con firmeza, por miedo a resbalar ladera abajo y estrellarme contra las rocas y los arbustos y los árboles o, peor aún, despeñarme por el borde de un precipicio. Metódicamente, escarbaba con el pie en la corteza helada, formando puntos de apoyo paso a paso. Recordé que Greg me había enseñado a hacer eso mismo con el piolet allá en Kennedy Meadows. Ahora anhelaba ese piolet casi con fervor patológico, y me lo imaginaba inútilmente abandonado en la caja gratuita para montañeros del SMP en Sierra City. A fuerza de escarbar con las botas e impulsarme con los brazos, me salieron nuevas ampollas en los pies, además de acrecentarse las que me habían salido durante los primeros días de andadura, y tenía aún en carne viva las caderas y los hombros por las correas de Monstruo.
Seguí avanzando, una penitente en el sendero, a una marcha angustiosamente lenta. La mayoría de los días avanzaba a una media de algo más de tres kilómetros por hora, pero en la nieve todo era distinto: más lento, más incierto. Al principio pensaba que me llevaría seis días llegar a Belden Town, pero, al cargar en mi mochila comida para seis días, no tenía la menor idea de con qué me encontraría. Seis días en esas condiciones eran impensables, y no solo por el desafío físico de moverme entre la nieve. Cada paso suponía además un esfuerzo calculado para permanecer poco más o menos en lo que confiaba que fuera el SMP. Con el mapa y la brújula en mano, intenté recordar todo lo que pude de Staying Found, el libro que había quemado hacía tiempo. Muchas de las técnicas —triangulación, orientación por azimuts, referentes visuales— me habían desconcertado incluso cuando tenía el libro en la mano. Ahora me resultaba imposible aplicarlas con una mínima certidumbre. Nunca había poseído mente matemática. Sencillamente me era imposible retener las fórmulas y los números en la cabeza. Era una lógica a la que yo veía poco sentido. En mi percepción, el mundo no era un gráfico ni una fórmula ni una ecuación. Era un relato. Así que básicamente confiaba en las descripciones narrativas de mi guía, que leía una y otra vez, cotejándolas con los mapas, tratando de adivinar la intención y los matices de cada palabra y cada oración. Era como estar dentro de una gigantesca pregunta de examen estandarizada: «Si Cheryl sube hacia el norte por una pendiente durante una hora a un ritmo de dos kilómetros y medio por hora, y se dirige luego al oeste hacia un collado desde el cual ve dos lagos alargados al este, ¿está en el lado sur del pico 7503?».
Hice más y más cábalas, midiendo, leyendo, deteniéndome, calculando y contando hasta depositar por fin mi fe en lo que fuera que me parecía cierto. Por suerte, ese tramo, salpicado de picos y paredes rocosas, lagos y embalses a menudo visibles desde el sendero, ofrecía numerosas pistas. Tenía la misma sensación que al principio, cuando empecé a recorrer Sierra Nevada desde su extremo meridional: la sensación de que estaba encaramada en lo alto del mundo, de que lo contemplaba todo desde arriba. Avancé de cima en cima, experimentando alivio cuando avistaba tierra desnuda en las zonas donde el sol había fundido la nieve, temblando de alegría cuando identificaba una masa de agua o determinada formación rocosa que concordaba con lo que mostraba el mapa o lo que describía la guía. Entonces me sentía fuerte y serena, y, al cabo de un momento, cuando volvía a detenerme una vez más para evaluar la situación, tenía la certeza de que la decisión de continuar había sido una gran estupidez. Pasé junto a árboles que me resultaban desconcertantemente familiares, como si con toda seguridad hubiese pasado junto a ellos una hora antes. Contemplé vastas extensiones de montes que no me parecieron muy distintos de las vastas extensiones que había visto antes. Rastreé el terreno en busca de huellas, con la esperanza de que el menor indicio de la presencia de otro ser humano me tranquilizara, pero no vi ninguna. Solo distinguí rastros de animales: los tenues zigzagueos de los conejos o las marcas triangulares dejadas, supuse, por puercoespines o mapaches en su correteo. A veces el aire cobraba vida con el sonido del viento que azotaba los árboles; otras veces se acallaba profundamente por el efecto silenciador de la interminable nieve. Excepto yo, todo parecía seguro de sí mismo. El cielo no se preguntaba dónde estaba.
—¡¡¡Hola!!! —vociferaba de vez en cuando, convencida siempre de que nadie contestaría, pero, aun así, necesitando oír una voz, aunque fuera la mía. Mi voz me protegería de ello, creía, y ese «ello» era la posibilidad de perderme para siempre en medio de aquel paraje agreste y nevado.
Mientras caminaba, los fragmentos de canciones se sucedían en el popurrí de la emisora de radio que sonaba en mi cabeza, interrumpido ocasionalmente por la voz de Paul, que me reprochaba lo tonta que había sido por adentrarme así, sola, en la nieve. Sería él quien haría lo que hiciera falta si de verdad no volvía. Pese a nuestro divorcio, seguía siendo mi familiar más cercano, o al menos el que tenía el mínimo sentido de la organización necesario para asumir tal responsabilidad. Recordé sus arremetidas contra mí el otoño anterior en el viaje de Portland a Minneapolis tras arrancarme de las garras de la heroína y de Joe. «¿Sabes que podrías morir? —había dicho con repugnancia, como si en parte deseara que así fuera para demostrar que tenía razón—. Cada vez que tomas heroína es como si jugaras a la ruleta rusa. Te pones una pistola en la sien y aprietas el gatillo. No sabes cuándo habrá una bala en la recámara.»
Yo no había aducido nada en mi defensa. Lo que decía era verdad, pese a que a mí no me lo había parecido en su momento.
Pero recorrer un camino abierto por mí misma —camino que esperaba que fuera el SMP— era todo lo contrario de consumir heroína. El gatillo que había apretado al adentrarme en la nieve avivaba más que nunca mis sentidos. A pesar de la incertidumbre, intuía que hacía bien en seguir adelante, como si el propio esfuerzo tuviera sentido; tal vez estar en medio de la belleza no profanada de la naturaleza significaba que también yo podía considerarme no profanada, al margen de lo que hubiera perdido o de lo que me hubiera visto privada, más allá de los actos deplorables que hubiera cometido contra otros o contra mí misma, o de todo lo malo que otros me hubieran hecho. Aunque eran muchas las cosas ante las que me había mostrado escéptica, frente a aquello era diferente: la naturaleza poseía una nitidez que me incluía dentro de ella.
Abatida y eufórica, avancé en aquel ambiente frío. El sol resplandecía a través de los árboles; su brillante luz se reflejaba en la nieve pese a las gafas de sol. Aunque la nieve estaba omnipresente, notaba cómo se debilitaba, cómo se fundía imperceptiblemente minuto a minuto. Parecía tan viva en su agonía como lo estaba un panal de abejas en la plenitud de su vida. En ocasiones pasaba por lugares donde oía un borboteo, como si un torrente descendiera bajo la nieve, invisible. En otras, la nieve caía en grandes cuajarones húmedos de las ramas de los árboles.
En mi tercer día tras salir de Sierra City, mientras me curaba las ampollas de los pies, sentada cerca de la puerta abierta de la tienda, caí en la cuenta de que el día anterior había sido el Cuatro de Julio. Al imaginar tan claramente qué habían hecho sin mí no solo mis amigos, sino también buena parte de los habitantes de Estados Unidos, me sentí aún más lejos. Sin duda habían celebrado fiestas y desfiles, se habían quemado bajo el sol y habían tirado petardos, mientras yo estaba allí, sola en medio del frío. Por un instante me vi desde lo alto, una mota sobre aquella gran masa verde y blanca, ni más ni menos importante que cualquiera de las aves sin nombre posadas en los árboles. Allí podía ser cuatro de julio o diez de diciembre. Esos montes no contaban los días.
A la mañana siguiente caminé por la nieve durante horas hasta llegar a un claro donde había un gran árbol caído, con el tronco limpio de nieve y ramas. Me quité la mochila y me encaramé a él, sintiendo su rugosa corteza debajo de mí. Saqué unas cuantas lonchas de cecina de ternera de la mochila y, allí sentada, me las comí entre trago y trago de agua. Pronto vi una mancha roja a mi derecha: un zorro entrando en el claro, posando sus patas silenciosamente en la nieve. Dirigió la vista al frente sin mirarme, al parecer sin saber siquiera que yo estaba allí, aunque eso parecía poco probable. Cuando el zorro se hallaba justo ante mí, a unos tres metros, se detuvo, volvió la cabeza y miró plácidamente hacia mí, olfateando, sin mirarme a los ojos. Tenía un aspecto en parte felino, en parte canino, rasgos faciales afilados y compactos, actitud alerta.
Se me aceleró el corazón, pero me quedé absolutamente inmóvil, reprimiendo el impulso de levantarme a toda prisa y saltar detrás del árbol en busca de protección. Ignoraba cómo reaccionaría a continuación el zorro. No creía que fuera a hacerme daño, pero no podía evitar temerlo. Aunque apenas me llegaba a las rodillas, su fuerza debía de ser tremenda, su belleza deslumbrante, su superioridad respecto a mí evidente hasta en su mismísimo pelaje inmaculado. Podía abalanzarse sobre mí en un abrir y cerrar de ojos. Ese era su mundo. Se sentía tan seguro como el cielo.
—Zorro —susurré con la voz más suave posible, como si llamándolo por su nombre pudiera defenderme de él y a la vez atraerlo hacia mí.
Alzó su cabeza roja de huesos delicados, pero siguió donde estaba durante unos segundos más, examinándome, antes de dar media vuelta, sin la menor alarma, para acabar de cruzar el claro y adentrarse entre los árboles.
—Vuelve —lo llamé en voz baja, y luego de pronto exclamé—: ¡Mamá! ¡Mamá! ¡Mamá! ¡Mamá! —No sabía que la palabra iba a salir de mi boca hasta que salió.
Y después, igual de repentinamente, callé, extenuada.
A la mañana siguiente llegué a una carretera. En los días anteriores había atravesado pistas de montaña más pequeñas y escabrosas enterradas en la nieve, pero ninguna tan ancha y bien definida como esta. Casi me hinqué de rodillas cuando la vi. La belleza de los montes nevados era inapelable, pero la carretera era mi gente. Si era la que creía, el mero hecho de llegar hasta allí podía considerarse una victoria. Significaba que no me había apartado del SMP. Significaba asimismo que había pueblos a pocos kilómetros en ambas direcciones. Podía doblar a la izquierda o la derecha y seguir, y accedería a una versión de los primeros días de julio que tenía sentido para mí. Me quité la mochila y me senté en un granuloso montículo de nieve, planteándome qué hacer. Si me hallaba donde creía, había recorrido setenta kilómetros del SMP en los cuatro días desde que salí de Sierra City, aunque probablemente había caminado más que eso, dadas mis vacilantes aptitudes con el mapa y la brújula. Belden Town estaba a otros ochenta y ocho kilómetros por el sendero, cubiertos de nieve en su mayor parte. No tenía sentido siquiera contemplar esa posibilidad. En la mochila solo me quedaba comida para unos días. La acabaría toda si intentaba seguir adelante. Me encaminé por la carretera en dirección a un pueblo llamado Quincy.
La carretera era como el paraje que había recorrido durante los últimos días, silenciosa y nevada; solo que ahora no tenía que detenerme cada pocos minutos para decidir hacia dónde iba. Me limité a seguirla, y la nieve dio paso al barro. Mi guía no decía a qué distancia estaba Quincy, sino solo que había «un día entero de marcha». Avivé el paso, esperando llegar antes del anochecer. Otro asunto era qué haría allí con solo sesenta centavos.
A las once doblé una curva y vi un todoterreno verde aparcado a un lado de la pista.
—Hola —dije en voz alta, con actitud mucho más cauta que al bramar esa misma palabra en medio de la desolación blanca.
No contestó nadie. Me acerqué al todoterreno y miré en el interior. En el asiento delantero vi una sudadera con capucha, y en el salpicadero, una taza de café de papel, entre otros apasionantes objetos que me recordaron mi vida anterior. Seguí adelante por la carretera durante media hora, hasta que vi acercarse un coche por detrás y me volví.
Era el todoterreno verde. Al cabo de un momento se detuvo junto a mí. Viajaban un hombre y una mujer, él al volante, y ella en el asiento contiguo.
—Si quieres que te llevemos, vamos a Packer Lake Lodge —dijo la mujer después de bajar la ventanilla.
Se me cayó el alma a los pies. Aun así, le di las gracias y subí al asiento trasero. Había leído algo sobre Packer Lake Lodge en mi guía unos días antes. Habría podido coger un sendero lateral para llegar allí un día después de salir de Sierra City, pero había decidido pasar de largo y seguir en el SMP. Mientras circulábamos por la carretera, sentí cómo se invertía mi avance hacia el norte —todos los kilómetros que había superado tan esforzadamente, perdidos en menos de una hora—, y sin embargo, viajar en aquel coche era como estar en el Paraíso. Retiré el vaho en una porción de la ventana empañada y vi pasar los árboles como exhalaciones. Nuestra velocidad máxima debía de ser de unos treinta kilómetros por hora en aquella carretera tortuosa; aun así, tenía la sensación de que nos movíamos con una rapidez inexplicable, transformado el paisaje en algo general más que concreto, que ya no me incluía, sino que se quedaba discretamente al margen.
Me acordé del zorro. Me pregunté si habría vuelto al árbol caído y habría pensado en mí. Recordé el momento posterior a su desaparición en el bosque, cuando llamé a mi madre. Después de ese alboroto se produjo un profundo y poderoso silencio que parecía contenerlo todo. Los trinos de los pájaros y los chasquidos de los árboles. La nieve agonizante y el borboteo del agua invisible. El sol resplandeciente. El cielo seguro de sí mismo. El arma que no tenía una bala en la recámara. Y la madre. Siempre la madre. La que nunca vendría a mí.