Hacía autostop en el arcén de la carretera, a las afueras de la localidad de Chester, cuando un hombre al volante de un Chrysler LeBaron plateado paró y se apeó. En las últimas cincuenta y pico horas había caminado ochenta kilómetros con Stacy, Trina y su perro, desde Belden Town hasta un lugar llamado Stover Camp, pero nos habíamos separado diez minutos antes, cuando se detuvo una pareja en un Honda Civic y anunció que solo tenía sitio para dos. «Id vosotras», dijimos las tres. «No, id vosotras», repetimos. Hasta que insistí tanto que Stacy y Trina subieron al vehículo, seguidas torpemente por Odín, que se sentó donde pudo mientras yo les aseguraba que ya me las arreglaría.
Y sí, me las arreglaría, pensé, mientras el conductor del Chrysler LeBaron se acercaba a mí por el arcén de gravilla de la carretera. Aun así, sentí cierto malestar en el vientre a la vez que trataba de adivinar, en una milésima de segundo, sus intenciones. Parecía buena persona, un poco mayor que yo. Sí, era buena persona, decidí, cuando vi en el parachoques de su automóvil una pegatina verde donde se leía IMAGINA LA PAZ MUNDIAL.
¿Ha existido alguna vez un asesino en serie que imaginara la paz mundial?
—¿Qué tal? —saludé cordialmente.
Tenía el silbato más sonoro del mundo en la mano. De un modo inconsciente había rodeado con los dedos el cordón de nailon del que pendía en el armazón de Monstruo. No había utilizado el silbato desde que me embistió el toro, pero a partir de entonces tuve visceral conciencia en todo momento de dónde estaba con relación a mí, como si se hallara sujeto no solo a la mochila por medio de un cordón, sino también prendido a mí a través de otro cordón invisible.
—Buenos días —saludó el hombre, y tendió la mano para estrechar la mía; el pelo castaño le cayó por encima de los ojos.
Me dijo que se llamaba Jimmy Carter, aunque no era pariente del presidente, y que no podía llevarme porque no había espacio en el coche. Miré y vi que era verdad. Salvo por el asiento del conductor, estaba todo hasta los topes de periódicos, libros, ropa, latas de refrescos y un revoltijo de otros objetos que se alzaban a la altura de las ventanillas. Quería saber, aun así, si podía hablar conmigo. Explicó que era periodista y trabajaba para una publicación llamada Hobo Times. Viajaba en coche por el país entrevistando a «gentes» que llevaban vida de vagabundo.
—No soy una vagabunda —contesté; aquella idea me pareció hasta graciosa—. Soy una excursionista de largas distancias. —Solté el silbato y, extendiendo el brazo hacia la carretera, hice señas con el pulgar a una furgoneta que pasaba—. Estoy recorriendo el Sendero del Macizo del Pacífico —expliqué, mirándolo y deseando que se metiera en el coche y se marchara. Tenía que hacer autostop en dos carreteras distintas para llegar a Old Station y él no era de mucha ayuda.
Estaba sucia, y mi ropa más sucia aún, pero seguía siendo una mujer sola. La presencia de Jimmy Carter complicaba las cosas, alteraba el panorama desde el punto de vista de los conductores que pasaban. Recordé el tiempo que había tenido que esperar a pie de carretera cuando me proponía llegar a Sierra City con Greg. Con Jimmy Carter a mi lado, no iba a parar nadie.
—¿Y cuánto tiempo llevas en la carretera? —preguntó, sacando un bolígrafo y un cuaderno largo y estrecho de periodista del bolsillo trasero de su pantalón de pana ligero. Tenía el pelo desgreñado y sucio. El flequillo a veces ocultaba y a veces dejaba a la vista los ojos oscuros, según cómo soplara el viento. Me dio la impresión de ser una de esas personas que tenían un doctorado en algo etéreo e indescriptible. La historia de la conciencia, quizás, o estudios comparativos del discurso y la sociedad.
—Ya te lo he dicho, no voy vagando por los caminos —insistí, y me eché a reír. Pese a mi impaciencia por parar un coche, no podía evitar sentir cierto placer por la compañía de Jimmy Carter—. Estoy recorriendo el Sendero del Macizo del Pacífico —repetí, señalando a modo de aclaración el bosque que se elevaba desde la carretera, aunque, en realidad, el SMP estaba a unos catorce kilómetros al oeste de dónde nos encontrábamos.
Me miró con semblante inexpresivo, sin entender. Con la mañana avanzada, la temperatura ya era alta: uno de esos días en que a las doce apretaría el calor. Me pregunté si él percibía mi olor. A esas alturas yo ya no lo sentía. Retrocedí un paso y, rindiéndome, bajé mi brazo de autostopista. Por lo que se refería a parar un coche, mientras él no se fuera, lo tenía crudo.
—Es un sendero paisajístico nacional —dije, pero él siguió mirándome con expresión paciente y el cuaderno en la mano con la hoja en blanco. Mientras le explicaba qué era el SMP y qué hacía yo allí, advertí que Jimmy Carter no estaba mal. Me pregunté si llevaría comida en el coche.
—Si estás recorriendo un sendero en plena naturaleza, ¿qué haces aquí? —preguntó.
Le conté que daba un rodeo para evitar la nieve profunda del Parque Volcánico Nacional del Lassen.
—¿Cuánto tiempo llevas en la carretera?
—Llevo en el «sendero» cerca de un mes —contesté, y lo observé mientras lo anotaba. Se me ocurrió que tal vez sí era un poco vagabunda, después de tanto tiempo de autostop y rodeos, pero no me pareció prudente mencionarlo.
—¿Cuántas noches has dormido bajo techo a lo largo de ese mes? —preguntó.
—Tres —contesté, después de pensármelo: una noche en casa de Frank y Annette, y otras dos noches en los moteles de Ridgecrest y Sierra City.
—¿Ese es todo tu equipaje? —preguntó, señalando con el mentón la mochila y el bastón de esquí.
—Sí. Bueno, también tengo unas cuantas cosas almacenadas, pero por ahora esto es todo. —Apoyé la mano en Monstruo, que ya siempre me parecía un amigo, pero más aún en compañía de Jimmy Carter.
—¡Pues entonces diría que eres una vagabunda! —sentenció alegremente, y me pidió que le deletreara mi nombre y mi apellido.
Accedí y enseguida me arrepentí de haberlo hecho.
—¡No me jodas! —exclamó cuando lo hubo anotado en el papel—. ¿De verdad te llamas así?
—Sí —contesté, y me volví, como si buscara un coche, para que no advirtiera la vacilación en mi rostro. Reinó un inquietante silencio hasta que un camión de transporte de madera dobló la curva y pasó estruendosamente, indiferente a mi pulgar suplicante.
—Bien —dijo Jimmy Carter después de pasar el camión—, pues podría decirse que eres una auténtica extraviada.3
—Yo no diría eso —farfullé—. Ser vagabunda y ser excursionista son dos cosas muy distintas. —Metí la muñeca en la correa rosa de mi bastón de esquí y escarbé la tierra con la punta, trazando una línea que no iba a ninguna parte—. Puede que no sea una excursionista tal como tú lo concibes —expliqué—. Soy más bien una excursionista «experta». Recorro entre veinticinco y treinta y cinco kilómetros diarios, un día tras otro, monte arriba, monte abajo, lejos de las carreteras, de la gente y de todo, pasando a menudo días y días sin ver a nadie más. Tal vez deberías escribir un artículo sobre eso.
Él apartó la vista del cuaderno y me miró; el pelo se le agitó ante la cara pálida. Se parecía a mucha gente que conocía. Me pregunté si él pensaba eso mismo de mí.
—Joder, casi nunca encuentro a mujeres vagabundas —dijo casi en un susurro, como si me confiara un secreto—, así que esto me viene que ni pintado.
—¡No soy una vagabunda! —insistí, esta vez con mayor vehemencia.
—Es difícil encontrar vagabundas —repitió él, erre que erre.
Le dije que eso se debía a que las mujeres estaban demasiado oprimidas para ser vagabundas. Que muy probablemente las mujeres que deseaban ser vagabundas estaban enclaustradas en una casa con una patulea de niños que criar. Niños engendrados por hombres vagabundos que se habían echado a la carretera.
—Ah, ya veo —me respondió—. Eres feminista, pues.
—Sí —respondí. Fue una satisfacción poder coincidir en algo con él.
—Mis preferidas —declaró, y escribió algo en su cuaderno sin decir a qué se refería con eso de «preferidas».
—¡Pero todo eso da igual! —exclamé—. Porque no soy una vagabunda. Debes saber que esto es una actividad del todo legal. Esto que hago. No soy la única que recorre el SMP. Hay más gente que lo hace. ¿Has oído hablar del Sendero de los Apalaches? Es como el SMP. Solo que en el este. —Me quedé mirándolo mientras escribía más palabras que las que yo había pronunciado, o esa impresión tuve.
—Me gustaría sacarte una foto —dijo Jimmy Carter. Metió la mano en el coche y sacó una cámara—. Por cierto, esa camiseta mola. Me encanta Bob Marley. Y también me gusta tu pulsera. Muchos vagabundos son veteranos de Vietnam, ¿sabías?
Miré el nombre de William J. Crocket inscrito en mi pulsera.
—Sonríe —indicó, y sacó una foto. Me dijo que buscara su artículo en el número de otoño del Hobo Times, como si fuera una lectora asidua. Añadió—: Harper’s ha publicado fragmentos de algunos artículos.
—¿Harper’s? —pregunté, estupefacta.
—Sí, es esa revista que…
—Ya sé qué es Harper’s —lo interrumpí con aspereza—, y no quiero salir en Harper’s. Mejor dicho, en realidad sí quiero salir en Harper’s, pero no por ser una vagabunda.
—Pensaba que no eras vagabunda —dijo él, y dio media vuelta para abrir el maletero de su coche.
—En efecto, no lo soy, así que sería muy mala idea salir en Harper’s, lo que significa que probablemente no deberías siquiera escribir un artículo porque…
—Aquí tienes un paquete asistencial estándar para vagabundos —anunció, volviéndose para darme una lata de cerveza Budweiser fría y una bolsa de plástico lastrada por un puñado de artículos.
—Pero yo no soy una vagabunda —repetí por última vez, con menos fervor que antes, temiendo que al final me creyera y me quitara el paquete asistencial estándar para vagabundos.
—Gracias por la entrevista —dijo, y cerró el maletero—. Cuídate.
—Sí. Lo mismo digo —respondí.
—Vas armada, supongo. O eso espero.
Me encogí de hombros, evitando pronunciarme.
—Porque ya sé que has estado al sur de aquí, pero ahora vas hacia el norte, lo que significa que pronto entrarás en la tierra del Pie Grande.
—¿El Pie Grande?
—Sí. Ya sabes, sasquatch. No te engaño. De aquí a la frontera y, más allá, en Oregón, estarás en el territorio donde más veces dicen haber visto a un pie grande. —Se volvió hacia los árboles como si un sasquatch estuviera a punto de abalanzarse sobre nosotros—. Mucha gente cree en ellos. Muchos vagabundos…, gente que vive al aire libre. Gente que sabe. Oigo hablar del pie grande continuamente.
—Bueno, no tengo miedo, creo. Al menos por ahora —dije, y me eché a reír, aunque se me encogió un poco el estómago.
En las semanas anteriores a mi andadura por el SMP había pensado en osos y serpientes, en pumas y gente extraña que me cruzaría por el camino. No había contemplado la posibilidad de encontrarme con esa otra clase de bestias: bípedos peludos humanoides.
—Seguramente no te pasará nada. Yo no me preocuparía. Lo más probable es que te dejen en paz. Sobre todo si vas armada.
—Ya —asentí.
—Suerte en tu viaje —dijo, y se metió en el coche.
—Y tú suerte… en tu búsqueda de vagabundos —me despedí, y lo saludé con la mano cuando se alejó.
Me quedé allí un rato, dejando pasar los coches sin intentar siquiera hacerlos parar. Me sentí más sola que nadie en todo el ancho mundo. El sol me aplastaba, incluso con la gorra. Me pregunté dónde estarían Stacy y Trina. El hombre que las había recogido las dejaría a unos dieciocho kilómetros al este, en el cruce de la siguiente carretera donde debíamos hacer autostop otra vez, que nos llevaría hacia el norte y luego de regreso al oeste hasta Old Station, donde reemprenderíamos la andadura por el SMP. Habíamos quedado en ese cruce. Lamenté un poco haberlas animado a marcharse sin mí cuando paró aquel coche. Extendí el pulgar al acercarse otro auto y, solo cuando me dejó atrás, caí en la cuenta de que no quedaba muy bien hacer dedo con una lata de cerveza en la mano. Me acerqué el aluminio frío a la frente caliente y de pronto sentí el impulso de bebérmela. ¿Por qué no? En la mochila no haría más que calentarse.
Me cargué en los hombros a Monstruo y bajé tranquilamente por el terraplén de la cuneta, atravesando la maleza, y volví a subir al otro lado para adentrarme en el bosque, donde, en cierto modo, me sentía como en casa. Ahora ese era un mundo que me pertenecía como no me pertenecía ya el de las carreteras, las poblaciones y los coches. Caminé hasta encontrar un buen sitio a la sombra. Me senté en el suelo y abrí la cerveza. No me gustaba la cerveza —de hecho, esa Budweiser era la primera cerveza entera que me bebía en la vida—, pero me supo bien, tal como les sabe la cerveza, imagino, a aquellos que la adoran: fría, áspera, vigorizante y en su punto.
Mientras la bebía, exploré el contenido de la bolsa de plástico. Lo saqué y puse cada cosa en el suelo ante mí: un paquete de chicle de menta, tres toallitas húmedas envueltas individualmente, dos aspirinas en un envoltorio de papel y seis caramelos en papel dorado translúcido, un librito de cerillas donde se leía «Gracias, Laboratorios Steinbeck», una salchicha Slim Jim dentro de su mundo de plástico al vacío, un único cigarrillo en un estuche cilíndrico de plástico, una cuchilla desechable y una lata pequeña pero ancha de alubias con tomate.
Comí primero la Slim Jim, regándola con lo que me quedaba de la Budweiser, y luego los caramelos, los seis, uno detrás de otro, y después —todavía famélica, siempre famélica— dirigí mi atención a la lata de alubias con tomate. La abrí con el abrelatas imposible de mi navaja suiza, avanzando poco a poco, y luego, por la pereza que me daba revolver en la mochila en busca de la cuchara, me las comí con la ayuda de la propia navaja, a lo vagabundo.
Volví a la carretera un poco mareada por la cerveza. Mascando dos chicles de menta para despejarme, enseñé alegremente el pulgar a todos los vehículos que pasaban. Al cabo de unos minutos se detuvo un viejo Maverick blanco. Iba al volante una mujer, y la acompañaban un hombre en el asiento contiguo y otro hombre con un perro en el de atrás.
—¿Adónde vas? —preguntó.
—A Old Station —respondí—. O al menos al cruce de la 36 con la 44.
—Nos pilla de camino —dijo, y salió del coche, fue a la parte de atrás y abrió el maletero. Aparentaba unos cuarenta años. Tenía el pelo muy rizado y teñido de rubio, el rostro hinchado y salpicado de antiguas cicatrices de acné. Vestía un pantalón con las perneras cortadas y una camiseta grisácea sin mangas que parecía hecha con las hebras de una fregona, y lucía unos pendientes de oro en forma de mariposas—. Menuda mochila llevas, chica —dijo, y se rio estentóreamente.
—Gracias, gracias —decía yo una y otra vez, enjugándome el sudor de la cara mientras, entre las dos, metíamos a Monstruo en el maletero.
Al final lo conseguimos, y yo me senté detrás con el perro y el hombre. El perro era un husky precioso, de ojos azules, que permanecía de pie en el pequeño espacio de suelo ante el asiento. El hombre era esbelto y más o menos de la misma edad que la mujer; llevaba el pelo oscuro recogido en una fina trenza. Vestía un chaleco negro de cuero sin camisa debajo y un fular rojo en lo alto de la cabeza, al estilo motero.
—Hola —musité en dirección a él mientras buscaba en vano el cinturón de seguridad, embutido irrecuperablemente en el pliegue del asiento, a la vez que recorría sus tatuajes con la mirada: en un brazo, una bola metálica con púas en el extremo de una cadena; en el otro, el busto de una mujer con los pechos desnudos y la cabeza echada hacia atrás en actitud de dolor o éxtasis; escrita a través del pecho moreno, una palabra en latín cuyo significado yo desconocía.
Cuando renuncié a encontrar el cinturón de seguridad, el husky se inclinó hacia mí y, con avidez, me lamió la rodilla con su lengua suave y extrañamente fría.
—Ese puto perro tiene buen gusto con las mujeres —dijo el hombre—. Se llama Stevie Ray —añadió. De inmediato el perro dejó de lamerme, cerró la boca firmemente y me miró con sus gélidos ojos ribeteados de negro, como si supiera que acabaran de presentarlo y quisiera mostrarse educado—. Yo soy Spider. Ya has conocido a Louise; la llaman Lou.
—¡Hola! —saludó Lou, mirándome a los ojos por un segundo a través del retrovisor.
—Y este es mi hermano Dave —continuó él, señalando al hombre del asiento del acompañante.
—Hola —saludé.
—¿Y tú qué? ¿Tienes nombre? —preguntó Dave, volviéndose.
—Ah, sí, perdona. Me llamo Cheryl. —Sonreí, aunque sentí una vaga incertidumbre por haberme subido a ese coche en particular. Ya no había nada que hacer. Íbamos de camino, y el viento caliente me agitaba el pelo. Acaricié a Stevie Ray a la vez que examinaba a Spider con el rabillo del ojo—. Gracias por recogerme —dije para disimular mi inquietud.
—Ah, no tiene importancia, hermana —contestó Spider. Llevaba un anillo con una turquesa cuadrada en el dedo corazón—. Todos hemos estado en la carretera. Todos sabemos lo que es. Yo hice dedo la semana pasada y ni muerto me habría parado un puto coche. Por eso al verte le he dicho a Lou que parase. El puto karma, ¿sabes?
—Ya —dije, llevándome la mano al pelo para remetérmelo por detrás de las orejas. Lo tenía tan áspero y seco como la paja.
—¿Y qué haces en la carretera? —preguntó Lou desde el asiento delantero.
Solté todo el rollo del SMP, explicando lo del sendero, el récord histórico de nieve y las complicaciones de hacer autostop para llegar a Old Station. Escucharon con curiosidad respetuosa y distante; los tres encendieron cigarrillos mientras yo hablaba.
Cuando acabé, Spider dijo:
—Tengo una historia para ti, Cheryl. Creo que está en la onda de lo que explicas. Hace un tiempo yo andaba leyendo cosas sobre animales, y había en Francia un puto científico allá por los putos años treinta o cuarenta o cuando fuera. Se proponía hacer dibujar a unos simios, imágenes artísticas, como las imágenes que vemos en los cuadros serios de los putos museos y toda esa mierda. La cosa es que el científico enseñaba continuamente a los simios unos cuadros y les daba carboncillos para dibujar, y de pronto un día uno de los simios por fin va y dibuja algo, pero no es una imagen artística lo que dibuja. Dibuja los barrotes de su puta jaula. ¡Su puta jaula! Tía, he ahí la realidad, ¿no? Me identifico con eso, y seguro que tú también, hermana.
—Así es —respondí, muy seria.
—Todos nos identificamos con eso, tío —dijo Dave, y se volvió en el asiento para poder intercambiar con Spider unas palmadas a lo hermanos de sangre moteros.
—¿Quieres saber una cosa de este perro? —me preguntó Spider cuando acabaron—. Me lo dieron el día que murió Stevie Ray Vaughan. Por eso le puse ese puto nombre.
—Me encanta Stevie Ray —dije.
—¿Te gusta Texas Flood? —me preguntó Dave.
—Sí —dije, derritiéndome de gusto solo de recordar el disco.
—Lo tengo aquí —dijo. Sacó un CD y lo puso en el aparato de música apoyado entre Lou y él.
Enseguida llenaron el coche los acordes de la celestial guitarra eléctrica de Vaughan. La música se me antojó una forma de sustento, como si fuera comida, como todas las cosas que en su día había dado por sentadas y que ahora se habían convertido en fuente de éxtasis para mí porque me habían sido negadas. Vi pasar los árboles a toda velocidad, absorta en la canción Love Struck Baby (‘una nena prendada de amor’).
Cuando acabó, Lou dijo:
—Nosotros también estamos prendados de amor, Dave y yo. Nos casamos la semana que viene.
—Enhorabuena —los felicité.
—¿Quieres casarte conmigo, cariño? —me preguntó Spider, rozándome fugazmente el muslo desnudo con el dorso de la mano. Sentí la dureza del anillo de turquesa en mi piel.
—No le hagas caso —dijo Lou—. Es un calentorro, el muy cabrón. —Se rio, y cruzamos una mirada por el retrovisor.
También yo era una calentorra, pensé, mientras Stevie Ray, el perro, me lamía la rodilla metódicamente y el otro Stevie Ray acometía una versión trepidante de Pride and Joy. El punto de la pierna donde Spider me había tocado parecía palpitar. Deseé que volviera a hacerlo, aun sabiendo que era ridículo. Del soporte del retrovisor colgaba una tarjeta plastificada con la imagen de una cruz, junto con un desvaído ambientador en forma de árbol de Navidad, y cuando la tarjeta giraba, veía en el otro lado la fotografía de un niño.
—¿Ese es hijo tuyo? —pregunté a Lou cuando acabó la canción, señalando el espejo.
—Es mi pequeño Luke —respondió ella, tendiendo la mano para golpetear la tarjeta.
—¿Irá a la boda? —pregunté, pero ella no contestó. Se limitó a bajar el volumen de la música, y al instante supe que había dicho una inconveniencia
—Murió hace cinco años, cuando tenía ocho —contestó Lou al cabo de un momento.
—Lo siento mucho —dije. Me incliné y le di unas palmadas en el hombro.
—Iba en bicicleta y lo embistió un camión —explicó sin más—. No murió en el acto. Aguantó durante una semana en el hospital. Los médicos no podían creérselo, que no muriera al instante.
—Tenía aguante, ese puto niño —afirmó Spider.
—Y tanto que lo tenía —coincidió Lou.
—Igual que su madre —intervino Dave, dándole un apretón en la rodilla a Lou.
—Lo siento mucho —repetí.
—Sé que lo sientes —dijo Lou antes de volver a subir el volumen de la música. Seguimos avanzando por la carretera sin hablar, escuchando el gemido de la guitarra eléctrica de Vaughan en Texas Flood; al oírla el corazón se me encogía.
Pocos minutos después, Lou anunció a voz en grito:
—Aquí está tu cruce. —Paró en el arcén, apagó el motor y miró a Dave—. ¿Por qué no sacáis a mear a Stevie Ray?
Se apearon todos conmigo y se quedaron alrededor encendiendo cigarrillos mientras yo sacaba la mochila del maletero. Dave y Spider se llevaron a Stevie Ray y se internaron entre los árboles que había al borde de la carretera; Lou y yo nos quedamos a la sombra, cerca del coche, mientras me abrochaba a Monstruo. Me preguntó si tenía hijos, cuál era mi edad, si estaba casada o si lo había estado alguna vez.
No, veintiséis, no, sí, contesté.
—Eres guapa —dijo—, así que te irá bien hagas lo que hagas. Yo en cambio cuento solo con mi buen corazón para ganarme el aprecio de los demás. Siempre he sido muy del montón.
—Eso no es verdad —protesté—. Yo te veo guapa.
—¿Ah, sí? —preguntó ella.
—Sí —respondí, aunque guapa no era precisamente como yo la habría descrito.
—¿Ah, sí? Gracias. Es agradable oírlo. En general, Dave es el único que lo piensa. —Bajó la mirada hacia mis piernas—. ¡Chica, necesitas depilarte! —exclamó, y luego rio de la misma manera estentórea que al hablar del tamaño de mi mochila—. No me hagas caso —dijo, expulsando humo por la boca—. Te estoy dando la lata. Me parece estupendo que hagas lo que te dé la gana. Si quieres saber mi opinión, tendrían que hacerlo más chicas, eso de mandar a la mierda a la sociedad y todas sus expectativas. Si lo hicieran más mujeres, nos iría mucho mejor. —Aspiró una calada y exhaló el humo, que formó un trazo consistente—. El caso es que después de aquello, la muerte de mi hijo…, después de lo que pasó, yo también me morí. Por dentro. —Se dio una palmada en el pecho con la mano que sostenía el cigarrillo—. Parezco la misma, pero aquí dentro no soy la misma. O sea, la vida sigue y todo ese rollo, pero la muerte de Luke me quitó las ganas de vivir. Intento disimularlo, pero así es. Lou se quedó sin Lou, y no voy a recuperarla. ¿Entiendes lo que quiero decir?
—Sí —respondí, mirándola a los ojos de color avellana.
—Me lo imaginaba —dijo ella—. Esa es la impresión que me has dado.
Me despedí de ellos, fui al otro lado del cruce y tomé la carretera que me llevaría a Old Station. El calor era tan intenso que se elevaba del suelo en ondas visibles. Cuando llegué a la carretera, vi tres figuras ondulantes a lo lejos.
—¡Stacy! —grité—. ¡Trina!
Me vieron y agitaron los brazos. Odín saludó con un ladrido.
Un coche nos llevó a las tres a Old Station, otra aldea, más un cúmulo de edificios que un pueblo. Trina se acercó a la oficina de correos para enviar a casa unas cuantas cosas mientras Stacy y yo la esperábamos en la cafetería con aire acondicionado, tomando un refresco y hablando acerca del siguiente tramo del sendero. Era una porción del altiplano de Modoc llamada Hat Creek Rim: una zona desolada y famosa por la escasez de sombra y de agua, un trecho legendario de un sendero de leyendas. Seca y calurosa, fue arrasada por un incendio en 1987. Según El Sendero del Macizo del Pacífico. Volumen I: California, si bien no existía ninguna fuente de agua fiable desde Old Station hasta Rock Springs, a cincuenta kilómetros de distancia, en el momento de imprimirse la guía, en 1989, el Servicio Forestal se disponía a instalar un depósito de agua cerca de las ruinas de una antigua torre de vigilancia contra incendios, a veinticinco kilómetros de allí. Advertía asimismo que esta información debía verificarse y, aun cuando lo hubieran instalado, no siempre podía contarse con tales depósitos debido a los actos vandálicos en forma de orificios de bala.
Chupando el hielo de mi refresco cubito a cubito, valoré este dato. Me había deshecho de mi bolsa dromedario en Kennedy Meadows, ya que la mayoría de los tramos del sendero al norte de allí proporcionaban agua suficiente. En previsión de la aridez de Hat Creek Rim, había pensado comprar una garrafa de agua y sujetarla a Monstruo por medio de una correa, pero, por razones económicas y físicas, confiaba en que eso no fuera necesario. Esperaba gastar el poco dinero que me quedaba en comida, allí en la cafetería, en lugar de destinarlo a una garrafa de agua, por no hablar ya del tormento de cargar con ella por los cincuenta kilómetros de sendero por Hat Creek Rim. Así que casi me caí de la silla de alegría y alivio cuando Trina volvió de la oficina de correos con la noticia de que los excursionistas que se dirigían hacia el sur habían escrito en el registro del sendero que el depósito mencionado en la guía estaba allí y contenía agua.
Exultantes, nos dirigimos a un camping situado a menos de dos kilómetros y plantamos las tres tiendas contiguas para una última noche juntas. Trina y Stacy se marcharían al día siguiente, pero yo decidí quedarme, porque deseaba volver a caminar sola y también descansar los pies, aún a medio recuperarse de las ampollas ocasionadas por el descenso desde Tres Lagos.
Cuando desperté a la mañana siguiente, tenía todo el camping para mí. Me senté a la mesa de picnic y bebí té preparado en el cazo mientras quemaba las últimas hojas de The Novel. El profesor que había despreciado a Michener tenía razón en algunos aspectos: no era William Faulkner ni Flannery O’Connor, pero en cualquier caso me había atrapado plenamente, y no solo por la manera de escribir. El tema me tocó la fibra sensible. Era una historia sobre muchas cosas, pero se centraba en la vida de una novela, narrada desde las perspectivas del autor y el editor, los críticos y los lectores. Pese a todas las cosas que había hecho en la vida, pese a todas las versiones de mí misma que había vivido, había algo que nunca había cambiado: yo era escritora. Tenía previsto escribir mi propia novela algún día. Me avergonzaba no haberla escrito ya. En la imagen de mí misma que tenía diez años antes, estaba convencida de que a estas alturas habría publicado ya mi primer libro. Había escrito varios cuentos y había hecho un intento serio con una novela, pero me hallaba aún muy lejos de tener un libro acabado. En el tumulto del año anterior había llegado a pensar que la facultad de escribir me había abandonado para siempre, pero en mis caminatas sentía que esa novela volvía a mí, intercalando su voz entre los fragmentos de canciones y las melodías publicitarias que sonaban en mi cabeza. Esa mañana en Old Station, mientras arrancaba las hojas del libro de Michener de cinco en cinco y de diez en diez para que ardieran mejor, acuclillada junto a la fogata de mi campamento para prenderles fuego, decidí empezar. De todos modos solo tenía por delante un largo día caluroso, así que me senté a la mesa de picnic y escribí hasta media tarde.
Cuando alcé la vista, vi que una ardilla listada abría un agujero con los dientes en la puerta de malla de mi tienda para acceder a la bolsa de comida. La ahuyenté y la maldije mientras ella me dirigía sus chasquidos desde un árbol. Para entonces el camping se había llenado: la mayoría de las mesas de picnic estaban cubiertas de neveras portátiles y hornillos Coleman; furgonetas y caravanas ocupaban las pequeñas plazas pavimentadas. Saqué la bolsa de comida de la tienda y cargué con ella a lo largo de los casi dos kilómetros de regreso a la cafetería donde me había sentado con Trina y Stacy la tarde anterior. Pedí una hamburguesa, sin importarme gastar casi todo el dinero que me quedaba. Mi siguiente caja de reaprovisionamiento se hallaba en el Parque Estatal de Burney Falls, a 67 kilómetros, pero podía llegar allí al cabo de dos días ahora que por fin era capaz de caminar más deprisa y recorrer mayor distancia: había completado dos etapas de treinta kilómetros consecutivas al salir de Belden. Eran las cinco de la tarde de un día de verano, y no oscurecía hasta las nueve o las diez, así que yo era la única cliente, allí, devorando mi cena.
Salí del restaurante con solo un poco de calderilla en el bolsillo. Pasé de largo ante un teléfono público. Luego volví sobre mis pasos hasta él, cogí el auricular y, al tiempo que las entrañas me temblaban por una mezcla de miedo y emoción, marqué el 0. Cuando me atendió la operadora para pasar mi llamada, le di el número de Paul.
Respondió cuando el teléfono sonaba por tercera vez. Me sentí tan abrumada al oír su voz que apenas pude saludarlo.
—¡Cheryl! —exclamó.
—¡Paul! —dije por fin, y luego, hablando atropelladamente, le conté dónde estaba y parte de lo que me había pasado desde la última vez que lo vi.
Hablamos durante casi una hora, manteniendo una conversación afectuosa y exuberante, marcada por el respaldo y la gentileza. No parecía mi exmarido; parecía mi mejor amigo. Cuando colgué, bajé la mirada hacia mi bolsa de comida, en el suelo. De un color azul verdoso y tubular, y de un material tratado con la textura de la goma, estaba casi vacía. La cogí, la estreché contra mi pecho y cerré los ojos.
Volví al camping y me quedé sentada durante un buen rato a la mesa de picnic con A Summer Bird-Cage en las manos, incapaz de leer a causa de la emoción. Observé a la gente preparar la cena alrededor; luego contemplé el sol amarillo mientras se degradaba en rosa, naranja y los más tenues tonos de lavanda en el cielo. Echaba de menos a Paul. Echaba de menos mi vida. Pero no deseaba volver a ella. El recuerdo del momento en que Paul y yo nos dejamos caer en el suelo cuando le conté mis infidelidades me embestía una y otra vez, y tomé conciencia de que al pronunciar esas palabras no solo había provocado mi divorcio, sino también esto otro: verme allí sola, en Old Station, California, sentada a una mesa de picnic bajo el magnífico cielo. No me sentía triste ni dichosa. No me sentía orgullosa ni avergonzada. Solo sentía que, a pesar de todos mis errores, llegar allí había sido un acierto.
Me acerqué a Monstruo y saqué el estuche de plástico con un cigarrillo que me había dado Jimmy Carter ese mismo día. Yo no fumaba, pero, aun así, rompí el estuche, me senté encima de la mesa de picnic y encendí el cigarrillo. Llevaba en el SMP poco más de un mes. Parecía mucho tiempo y a la vez tenía la impresión de que el viaje acababa de empezar, como si justo entonces comenzara a ahondar en aquello que debía hacer allí. Como si fuera aún la mujer con el agujero en el corazón, pero el tamaño del agujero hubiera disminuido mínimamente.
Di una calada y expulsé el humo por la boca, recordando que esa mañana, al marcharse Jimmy Carter, me había sentido más sola que nadie en el ancho mundo. Quizá sí estaba más sola que nadie en el ancho mundo.
Quizás eso no estaba mal.