Desperté en la oscuridad de mi penúltima noche en California al oír el azote del viento contra las ramas de los árboles y el repiqueteo de la lluvia sobre mi tienda. Había llovido tan poco a lo largo del verano que había dejado de poner la funda impermeable, y dormía solo con una amplia malla entre el cielo y yo. Descalza, salí a rastras en la oscuridad para extender la funda sobre la tienda, temblando pese a ser primeros de agosto. Las temperaturas no bajaban de treinta grados desde hacía semanas, y a veces alcanzaban los cuarenta, pero con el viento y la lluvia, el tiempo había cambiado de pronto. De nuevo en la tienda, me puse las mallas y el anorak de forro polar, me metí en el saco y subí la cremallera hasta la barbilla, ciñéndome bien la capucha en torno a la cabeza. Cuando desperté a las seis, el pequeño termómetro en la mochila marcaba tres grados.
Caminé por una elevada cumbre bajo la lluvia, vestida con casi toda la ropa que tenía. Si paraba más de unos minutos, me entraba tal frío que me castañeteaban cómicamente los dientes hasta que me ponía en marcha de nuevo y empezaba a sudar otra vez. En días despejados, afirmaba mi guía, se veía Oregón al norte, pero yo no veía nada más allá de tres metros por la densa niebla que lo ocultaba todo. No necesitaba ver Oregón. Lo presentía, enorme ante mí. Lo recorrería de punta a punta si llegaba al Puente de los Dioses. ¿Quién sería yo si lo conseguía? ¿Quién sería yo si no lo lograba?
Ya entrada la mañana, Stacy salió de la niebla; venía por el sendero en dirección sur. Habíamos salido juntas del valle de Seiad el día anterior, después de pasar la noche con Rex y las parejas. Por la mañana, Rex había tomado un autocar de regreso a su vida real mientras el resto de nosotros seguía adelante, y nos separamos al cabo de unas horas. Estaba casi segura de que no volvería a ver a las parejas en el sendero, pero Stacy y yo teníamos planeado reunirnos en Ashland, donde ella descansaría unos días mientras esperaba a su amiga Dee para iniciar con ella la andadura a través de Oregón. Ahora, al verla, me sobresalté, como si fuera mitad mujer, mitad fantasma.
—Vuelvo al valle de Seiad —dijo, y me explicó que tenía frío y ampollas en los pies; además, el saco de plumón se le había empapado la noche anterior y no podía contar con que se secara antes de la noche—. Iré a Ashland en autocar —anunció—. Ven a verme al albergue cuando llegues.
La abracé y, cuando se alejó, la niebla la envolvió en cuestión de segundos.
Al día siguiente desperté antes que de costumbre. El cielo presentaba un palidísimo color gris. Ya no llovía y el aire se notaba más cálido. Emocionada, me ceñí a Monstruo y me alejé de mi campamento: esos eran mis últimos kilómetros en California.
Me hallaba a un kilómetro más o menos de la línea divisoria cuando la pulsera de William J. Crockett se enganchó a una rama suspendida junto al borde del sendero, salió volando y fue a caer en la espesa maleza. Busqué entre las rocas, los arbustos y los árboles, presa del pánico, consciente, mientras me abría paso entre los matorrales, de que no había nada que hacer. No la encontraría. No había visto adónde había ido a parar. Al salir despedida, no había oído más que un ligerísimo sonido metálico. Me parecía absurdo perder la pulsera en ese preciso momento, un claro augurio de complicaciones en el futuro. Intenté darle la vuelta en mi cabeza y convencerme de que la pérdida representaba algo bueno —el símbolo de todo aquello que ya no necesitaba, quizás; un aligeramiento de la carga en sentido figurado—, pero al final esa idea se desdibujó y pensé solo en el propio William J. Crockett, el hombre de Minnesota que tenía más o menos mi edad cuando murió en Vietnam, cuyos restos nunca se habían hallado, cuya familia sin duda lloraba aún su pérdida. La pulsera no era más que el símbolo de la vida que él perdió demasiado joven. El universo sencillamente lo había atrapado en sus voraces e implacables fauces.
No podía hacer otra cosa que seguir adelante.
Llegué a la línea divisoria al cabo de unos minutos, y allí me detuve para asimilarlo: California y Oregón, un final y un principio contiguos. Para ser un lugar tan trascendente, no parecía nada especial. Allí solo había una caja metálica marrón que contenía un registro del sendero y en un letrero se leía: WASHINGTON: 801 KILÓMETROS. Nada de Oregón.
Pero yo sabía qué eran esos 801 kilómetros. Llevaba dos meses en California, pero tenía la sensación de haber envejecido años desde que estuve en el paso de Tehachapi sola con mi mochila e imaginé que llegaba a este otro punto. Me acerqué a la caja metálica, saqué el registro del sendero y, hojeándolo, leí las anotaciones de las semanas anteriores. Había comentarios de unas cuantas personas cuyos nombres yo no había visto nunca y otros de personas a quienes no había conocido, pero a quienes me parecía conocer porque había seguido sus pasos todo el verano. Las anotaciones más recientes eran de las parejas: John y Sarah, Helen y Sam. Bajo sus jubilosos comentarios, escribí el mío, tan abrumada por la emoción que decidí ser concisa: «¡Lo conseguí!».
Oregón. Oregón. Oregón.
Allí estaba yo. Entré en el estado, y alcancé a ver los picos del majestuoso monte Shasta al sur y del monte McLoughlin, más bajo pero más duro, al norte. Avancé por una cresta a gran altitud, y me encontré con breves trechos de nieve helada que crucé con la ayuda de mi bastón de esquí. Veía vacas pastando en las elevadas praderas verdes no muy lejos por debajo de mí y oía el campanilleo de sus enormes cencerros cuadrados cuando se movían.
—Hola, vacas de Oregón —las saludé a voz en cuello.
Esa noche acampé bajo una luna casi llena, en un cielo luminoso y frío. Abrí Esperando a los bárbaros, de J. M. Coetzee, pero solo leí unas páginas porque no podía concentrarme; Ashland asomaba una y otra vez a mi pensamiento. Por fin lo tenía tan cerca que podía permitirme pensar en él. En Ashland habría comida, música y vino, y gente que no sabía nada del SMP. Y lo más importante, habría dinero, y no solo los habituales veinte pavos. En mi caja de Ashland, había metido 250 dólares en cheques de viaje, pues inicialmente había pensado que esa sería la caja que me daría la bienvenida al final de mi andadura. No contenía comida ni reaprovisionamiento. Contenía solo cheques de viaje y un conjunto que ponerme para el «mundo real»: mis Levi’s preferidos, de color azul descolorido, y una entallada camiseta negra, un sujetador de encaje del mismo color nuevo por estrenar y unas bragas a juego. Así vestida, había pensado meses antes, celebraría el final de mi viaje y volvería a dedo a Portland. Al cambiar el itinerario, le había pedido a Lisa que pusiera esa caja pequeña en otra de las cajas que había llenado de comida y provisiones, y que la enviara a Ashland, no a una de las paradas a las que no llegaría en Sierra Nevada. Estaba impaciente por echarle mano —a esa caja dentro de la caja— y pasar el fin de semana con ropa distinta a la del sendero.
Llegué a Ashland al día siguiente, a eso de la hora del almuerzo, después de que me recogieran en la carretera un grupo de voluntarios de AmeriCorps.
—¿Te has enterado de la gran noticia? —me preguntó uno de ellos cuando estaba ya en la furgoneta.
Negué con la cabeza sin explicar que eran pocas las noticias que había oído, grandes o pequeñas, en los últimos dos meses.
—¿Conoces a los Grateful Dead? —dijo, y yo asentí—. Ha muerto Jerry García.
De pie en una acera en el centro del pueblo, me incliné para contemplar una imagen en colores psicodélicos del rostro de García en primera plana del periódico local y leer lo que pude a través de la ventanilla de plástico transparente del expendedor de periódicos, ya que no tenía dinero siquiera para comprar un ejemplar. Me gustaban varias canciones de los Grateful Dead, pero nunca había coleccionado cintas de sus conciertos en directo ni los había seguido por el país como algunos amigos míos, que eran auténticos fans. La muerte de Kurt Cobain el año anterior me había afectado más directamente; su final triste y violento había sido una advertencia no solo sobre los excesos de mi generación, sino también sobre los míos propios. Aun así, el fallecimiento de García parecía tener mayor trascendencia, como si fuera el final de una etapa, pero también de una época que había durado toda mi vida.
Caminé con Monstruo a la espalda unas cuantas manzanas hasta la oficina de correos, dejando atrás letreros escritos a mano en los escaparates de las tiendas donde se leía: TE QUEREMOS, JERRY. DESCANSA EN PAZ. Las calles eran un hervidero de turistas bien vestidos que llegaban en tropel para pasar el fin de semana y de jóvenes radicales de la zona inferior de la región del Pacífico noroeste que, congregados en corrillos en las aceras, emitían vibraciones más intensas que de costumbre debido a la noticia. «Eh», me dijeron varios de ellos cuando pasé por su lado; algunos añadieron: «hermana». Sus edades oscilaban entre la adolescencia y la tercera edad, y vestían atuendos que los situaban en algún punto del continuo hippy/anarquista/punk/rock/artista/drogota. Yo parecía uno de ellos —velluda, curtida y tatuada, lastrada por el peso de todas mis pertenencias—, y olía como uno de ellos, solo que sin duda peor, ya que no me bañaba debidamente desde la ducha en el camping de Castle Crags durante mi resaca de hacía un par de semanas. Y sin embargo, me sentía fuera de todo aquello, ajena a todo el mundo, como si acabara de aterrizar allí procedente de otro lugar y de otro tiempo.
—¡Eh! —exclamé, sorprendida, al pasar junto a uno de ellos.
Era uno de los hombres silenciosos salidos de la furgoneta que apareció en el lago Toad cuando Stacy y yo buscábamos el Encuentro del Arco Iris. Pero, colocado como iba, se limitó a asentir con la cabeza, al parecer sin reconocerme.
Llegué a la oficina de correos y abrí las puertas enérgicamente, con una sonrisa de expectación, pero, cuando di mi nombre a la mujer del mostrador, solo me entregó un pequeño sobre acolchado dirigido a mí. Ninguna caja. Ninguna caja dentro de otra caja. Ni Levi’s, ni sujetador de encaje negro, ni 250 dólares en cheques de viaje, ni la comida que necesitaba para recorrer la distancia hasta mi siguiente parada en el Parque Nacional del lago del Cráter.
—Tendría que haber una caja para mí —dije, sosteniendo el pequeño sobre acolchado.
—Tendrá que volver mañana —respondió la mujer con indiferencia.
—¿Está segura? —insistí con un tartamudeo—. O sea… Me consta que tendría que estar aquí.
La mujer negó con la cabeza sin la menor compasión. Yo le traía sin cuidado. Era una joven radical sucia y maloliente de la zona inferior de la región del Pacífico noroeste.
—Siguiente —dijo, haciendo una seña al hombre que encabezaba la cola.
Salí a la calle tambaleante, medio ciega de pánico y rabia. Estaba en Ashland, Oregón, y tenía solo 2,29 dólares. Necesitaba pagar una habitación en el albergue esa noche. Necesitaba mi comida antes de seguir adelante. Pero sobre todo —después de sesenta días caminando bajo mi mochila, comiendo alimentos liofilizados que sabían a cartón caliente, viviendo sin el menor contacto humano durante semanas enteras a la vez que subía y bajaba montañas con una increíble diversidad de temperaturas y terrenos— necesitaba que las cosas fueran fáciles. Solo durante unos días. Por favor.
Fui a un teléfono público cercano, me quité a Monstruo, lo dejé en el suelo y me encerré en la cabina. Me sentí extraordinariamente a gusto allí dentro, tanto que tuve la sensación de que ya nunca desearía salir de ese pequeño habitáculo transparente. Miré el sobre acolchado. Era de mi amiga Laura, de Minneapolis. Lo abrí y extraje el contenido: una carta plegada en torno a un collar que ella me había hecho en honor de mi nuevo nombre. STRAYED, decía en letras mayúsculas de plata prendidas de una cadena de bolitas. A primera vista parecía decir STARVED, ‘famélica’, porque la Y era un poco distinta de todas las demás letras, más gruesa y chata, forjada con un molde distinto, e inconscientemente combiné las letras formando una palabra que me resultaba familiar. Me puse el collar y miré el reflejo distorsionado de mi pecho en la brillante superficie metálica del teléfono. Quedaba por debajo del que llevaba puesto desde Kennedy Meadows, el pendiente de plata con una turquesa que había sido de mi madre.
Cogí el auricular e intenté llamar a Lisa a cobro revertido para preguntarle por mi caja, pero no contestó.
Alicaída, paseé por las calles procurando no desear nada. Ni almuerzo, ni las magdalenas ni las galletas expuestas en los escaparates, ni los cafés con leche en vasos de papel que los turistas sostenían en sus manos inmaculadas. Fui a pie hasta el albergue para ver si encontraba a Stacy. No estaba allí, me dijo el hombre de recepción, pero volvería más tarde; ya había reservado alojamiento para esa noche.
—¿Quieres reservar tú también? —me preguntó, pero negué con la cabeza.
Me acerqué a la cooperativa de alimentos naturales, delante de la cual los jóvenes radicales de la zona inferior de la región del Pacífico noroeste habían establecido algo semejante a un campamento de día, concentrados en la hierba y en las aceras ante la tienda. Casi de inmediato identifiqué a todos los hombres que había visto en el lago Toad: el de la cinta en la cabeza, el jefe de la manada que, como Jimi Hendrix, llamaba «nena» a todo el mundo. Sentado en la acera al lado de la entrada de la tienda, sostenía un pequeño letrero de cartón escrito con rotulador en el que pedía dinero. Ante sí tenía un envase de café con un puñado de monedas.
—Hola —saludé, deteniéndome ante él, animada al ver un rostro conocido, aunque fuera el suyo. Seguía con la extraña cinta sucia en la cabeza.
—¿Qué tal? —contestó, y fue evidente que no se acordaba de mí. No me pidió dinero. Al parecer, saltaba a la vista que no tenía. Preguntó—: ¿Estás de viaje?
—Estoy recorriendo el Sendero del Macizo del Pacífico —contesté para avivarle la memoria.
Asintió con la cabeza, sin reconocerme.
—Ha venido mucha gente de fuera para las celebraciones por los Dead.
—¿Hay celebraciones? —quise saber.
—Esta noche se montará algo.
Sentí curiosidad por saber si había organizado un mini-Encuentro del Arco Iris en el lago del Cráter, como había anunciado, pero no tanta como para preguntárselo.
—Que vaya bien —dije, y me alejé.
Entré en la cooperativa; me resultó extraño el contacto del aire acondicionado en las piernas y los brazos desnudos. A lo largo del SMP, en mis paradas de reaprovisionamiento, había visitado tiendas de abastos y pequeños supermercados para turistas, pero no había estado en ningún establecimiento como aquel desde el inicio de mi viaje. Recorrí los pasillos arriba y abajo, contemplando todo aquello que no podía ser mío, estupefacta ante esa repentina abundancia. ¿Cómo era posible que antes yo diera por sentadas todas esas cosas? Tarros de pepinillos en vinagre y barras de pan tan reciente que venía en bolsas de papel, botellas de zumo de naranja y tarrinas de sorbete, y sobre todo la fruta y la verdura, dispuestas en bandejas tan resplandecientes que casi me cegaron. Me entretuve allí, oliéndolo todo: los tomates y los cogollos de lechuga, las nectarinas y las limas. Tuve que contenerme para no meterme algo en el bolsillo.
Fui a la sección de belleza y salud, donde me eché muestras gratuitas de varias clases de loción en las manos y me las unté por todo el cuerpo; sus distintas fragancias me marearon: melocotón y coco, lavanda y mandarina. Tras examinar los tubos de muestra de carmín, me apliqué uno llamado Bruma de Ciruela mediante un bastoncillo natural, ecológico, fabricado con material reciclado y que cogí de un tarro de cristal de aspecto aséptico y con tapa plateada. Me lo retoqué con un pañuelo de papel natural, ecológico, fabricado con material reciclado, y me miré en el espejo redondo que había sobre un pedestal al lado del expositor de lápices de labios. Había elegido Bruma de Ciruela porque se parecía a la barra de labios que me ponía en mi vida corriente antes del SMP, pero ahora, pintada así, parecía un payaso, con la boca demasiado llamativa, demencial, en contraste con mi rostro curtido.
—¿Puedo ayudarla? —preguntó una mujer con gafas de abuela y una placa donde se leía JEN G.
—No, gracias —respondí—. Solo estaba mirando.
—Ese tono le queda bien. Realza el azul de sus ojos.
—¿Usted cree? —pregunté con una súbita sensación de timidez. Me miré en el pequeño espejo redondo, como si verdaderamente me plantease la compra de Bruma de Ciruela.
—También me gusta su collar —apuntó Jen G—. Starved: famélica. Tiene gracia.
Me llevé la mano al collar.
—En realidad dice «Strayed». Es mi apellido.
—Ah, sí —dijo Jen G, mirándolo de más cerca—. No lo había visto bien. Tiene gracia de las dos maneras.
—Es una ilusión óptica —expliqué.
Recorrí los pasillos en dirección a la sección de comidas preparadas, donde cogí una áspera servilleta de un expendedor y me limpié la Bruma de Ciruela de los labios. Luego examiné la selección de limonadas. No tenían Snapple, para mi pesar. Compré una limonada natural, ecológica, recién exprimida y sin conservantes con el dinero que me quedaba y fui a sentarme enfrente de la tienda. En mi furor por llegar al pueblo, no había comido, así que saqué una barra de proteínas y unos frutos secos rancios de la mochila a la vez que me prohibía pensar en la comida con la que tenía planeado deleitarme en lugar de eso: una ensalada César con una pechuga de pollo a la plancha y una cesta de crujiente pan que untaría de aceite de oliva, Coca-Cola Light para beber; y de postre, un banana split. Me bebí la limonada y charlé con todo aquel que se acercaba: con un hombre de Michigan que se había trasladado a Ashland para estudiar en la universidad local, y con otro que era batería de un grupo; con una mujer que era ceramista, especializada en estatuillas de diosas, y otra con acento europeo que me preguntó si esa noche iría a la celebración conmemorativa por Jerry García.
Me entregó una octavilla donde se leía, en la parte superior, «En recuerdo de Jerry».
—Es en un club cerca del albergue, por si estás alojada allí —me dijo. Era regordeta y bonita, de pelo muy rubio, recogido en un blando moño en lo alto de la cabeza—. Nosotros también estamos viajando —añadió, señalando mi mochila.
No supe a qué se refería con ese «nosotros» hasta que apareció un hombre a su lado. En cuanto a su físico, era su opuesto: alto y casi angustiosamente delgado, vestido con un pareo granate que le colgaba justo por debajo de las huesudas rodillas, el pelo más bien corto, distribuido en cuatro o cinco coletas en distintos puntos de la cabeza.
—¿Has llegado hasta aquí en autostop? —preguntó el hombre. Era norteamericano.
Les hablé de mi andadura por el SMP, de mis planes de pasar el fin de semana en Ashland. El hombre se quedó indiferente, pero la mujer me miró asombrada.
—Me llamo Susanna y soy suiza —se presentó, cogiéndome la mano entre las suyas—. A lo que tú haces nosotros lo llamamos «peregrinación». Si quieres, te doy un masaje en los pies.
—Ah, sería todo un detalle, pero no tienes por qué hacerlo —dije.
—Quiero hacerlo. Sería un honor para mí. Es la costumbre suiza. Enseguida vuelvo. —Se dio media vuelta y entró en la cooperativa mientras yo, levantando la voz, le decía que era muy amable.
Cuando se marchó, miré a su novio. Con aquel pelo, me recordó a una muñeca Kewpie.
—No te preocupes, le gusta mucho hacerlo —explicó él, y sentó a mi lado.
Susanna salió al cabo de un minuto, con aceite fragrante en las manos ahuecadas.
—Es de menta —dijo, sonriéndome—. ¡Quítate las botas y los calcetines!
—Pero mis pies… —vacilé—. Los tengo sucios y en muy mal estado….
—¡Esta es mi misión! —exclamó. Obedecí y, al cabo de un momento, estaba impregnándome de aceite de menta—. Estos pies… los tienes muy fuertes —declaró Susanna—. Son como los de un animal. Percibo su fuerza en las palmas de mis manos. Y también noto lo maltrechos que están. Veo que has perdido las uñas.
—Sí —musité, acodándome en la hierba. Se me cerraban los ojos.
—Los espíritus me han pedido que haga esto —dijo mientras hundía los pulgares en las plantas de mis pies.
—¿Te lo han pedido los espíritus?
—Sí. Al verte, los espíritus me han susurrado que tenía algo que ofrecerte, y por eso me he acercado con la octavilla, pero entonces he comprendido que había otra cosa. En Suiza, sentimos un gran respeto por quienes peregrinan. —Rotando los dedos de mis pies uno por uno entre los de sus manos, alzó la vista y preguntó—: ¿Qué significa esa palabra en tu collar? ¿Que estás famélica?
Y así pasé el siguiente par de horas, matando el tiempo ante la cooperativa. Famélica sí que estaba, eso desde luego. Ya no me sentía yo misma. Me sentía como un pozo de deseo, un ser ávido y marchito. Alguien me dio una magdalena vegetariana, otro una ensalada de quinoa con uvas. Varios se acercaron a admirar mi tatuaje del caballo o a interesarse por mi mochila. A eso de las cuatro apareció Stacy y le hablé de mi difícil situación; se ofreció a prestarme dinero hasta que llegara mi caja.
—Déjame probar otra vez en la oficina de correos —dije, reacia a aceptar su ofrecimiento, pese a lo mucho que se lo agradecía.
Regresé a la oficina de correos y me puse en la cola, decepcionada al ver que detrás del mostrador seguía la misma mujer que me había informado de que mi caja no estaba allí. Cuando me acerqué, le pregunté por ella como si no hubiese pasado por allí hacía solo unas horas. Entró en la trastienda, volvió con la caja y la deslizó hacia mí por encima del mostrador sin disculparse.
—Así que estaba aquí ya antes —dije, pero ella, sin inmutarse, contestó que no debía de haberla visto.
En mi éxtasis, fui incapaz de enfadarme y acompañé a Stacy al albergue con mi caja. Me registré y la seguí primero escalera arriba y después a través del dormitorio principal de mujeres hasta un pequeño hueco más íntimo situado bajo los aleros del edificio. Dentro había tres camas individuales. Stacy ocupaba una; su amiga Dee otra; y habían reservado para mí la tercera. Stacy me presentó a Dee, y charlamos mientras yo abría la caja. Allí estaban mis viejos vaqueros limpios, mi sujetador y mis bragas nuevos, y más dinero del que había tenido desde el inicio de mi viaje.
Fui a las duchas y, bajo el agua caliente, me restregué bien. No me duchaba desde hacía dos semanas, durante las cuales las temperaturas habían oscilado entre los tres y los cuarenta grados. Sentí cómo el agua se llevaba las sucesivas capas de sudor, como si fueran de hecho una capa de piel. Cuando acabé, me miré desnuda en el espejo; estaba más delgada que la última vez que me había mirado, y mi cabello estaba tan claro como no lo tenía desde que era niña. Me puse el sujetador nuevo, las bragas, la camiseta y los Levi’s descoloridos, que ahora me venían holgados, pese a que tres meses antes me costaba ponérmelos; luego regresé al hueco y me calcé las botas. Ya no estaban nuevas —se habían ensuciado y me daban calor, me pesaban y me hacían daño—, pero no tenía más calzado que ese.
Durante la cena con Stacy y Dee, pedí todo lo que me vino en gana. Después fui a una zapatería y compré unas sandalias deportivas Merrell de colores azul y negro, como las que debería haber elegido antes de mi viaje. Volvimos al albergue, pero pocos minutos después Stacy y yo salíamos de nuevo, camino de la celebración conmemorativa por Jerry García en un club cercano; Dee se quedó para dormir. Nos sentamos a una mesa en una pequeña zona acordonada que bordeaba la pista de baile, y allí bebimos vino blanco y observamos a mujeres de todas las edades, formas y tamaños, y algún que otro hombre, girar al ritmo de las canciones de los Grateful Dead, que sonaban una tras otra. Detrás de los bailarines, una pantalla mostraba una serie de imágenes proyectadas, algunas abstractos remolinos psicodélicos, otras dibujos figurativos de Jerry y su grupo.
—¡Te queremos, Jerry! —vociferó una mujer en la mesa contigua cuando apareció una imagen de él.
—¿Vas a bailar? —pregunté a Stacy.
Ella negó con la cabeza.
—Tengo que volver al albergue. Mañana salimos temprano.
—Yo creo que voy a quedarme un rato —dije—. Mañana, si aún estoy dormida, despiértame para despedirnos.
Cuando se marchó, pedí otra copa de vino y me quedé allí sentada escuchando la música, observando a la gente, sintiendo una profunda felicidad por el mero hecho de estar en un espacio entre otras personas una noche de verano escuchando música. Cuando me levanté para marcharme al cabo de media hora, pusieron Box of rain. Era una de mis canciones preferidas de los Dead y estaba un poco achispada, así que impulsivamente salí a la pista y empecé a bailar, y me arrepentí casi en el acto. Las rodillas, rígidas, me crujían después de tanto caminar, y tenía una extraña falta de flexibilidad en la cadera, pero en el momento en que me disponía a marcharme descubrí de pronto al hombre de Michigan —a quien había conocido antes ese mismo día— pegado a mí, aparentemente bailando conmigo, entrando y saliendo de mi órbita en su rotación como un giroscopio hippy, trazando una caja imaginaria en el aire con los dedos a la vez que me dirigía gestos de asentimiento con la cabeza, como si yo supiera qué demonios quería decir aquello. Así las cosas, me pareció descortés marcharme.
—Siempre pienso en Oregón cuando oigo esta canción —dijo, levantando la voz para hacerse oír por encima de la música mientras yo ejecutaba los movimientos de un falso boogie —. ¿Captas? —preguntó—. Caja de lluvia. Como si Oregón fuera también una caja de lluvia.
Asentí y me reí, intentando dar la impresión de que me lo pasaba bien, pero, en cuanto terminó la canción, salí disparada y me quedé junto a una pared baja, de un metro de altura, paralela a la barra.
—Eh —me dijo un hombre al cabo de un rato, y me volví.
Se hallaba al otro lado de la pared y sostenía un rotulador y una linterna. Por lo visto, era un empleado del club, quizás encargado de la zona donde estaba permitido beber, aunque yo no había reparado en él hasta ese momento.
—Eh —respondí.
Era guapo, con unos rizos oscuros que le rozaban los hombros, y parecía un poco mayor que yo. WILCO, rezaba el rótulo en la pechera de su camiseta.
—Me encanta ese grupo —apunté, señalando su camiseta.
—¿De verdad los conoces? —preguntó.
—Claro que los conozco —contesté.
Contrajo sus ojos castaños en una sonrisa.
—Tope —dijo—. Me llamo Jonathan —añadió, y me estrechó la mano.
La música empezó a sonar de nuevo antes de que pudiera decirle mi nombre; pero él se inclinó hacia mí para preguntarme al oído, gritando con delicadeza, de dónde era. Parecía saber que yo no era de Ashland. También a voz en cuello, le expliqué con la mayor concisión posible lo relativo al SMP, y después se inclinó otra vez hacia mí y, vociferando, pronunció una larga frase que yo no entendí a causa de la música, pero no me importó por el maravilloso roce de sus labios en mi pelo y el cosquilleo de su aliento en mi cuello, que me recorrió todo el cuerpo.
—¿Qué? —grité cuando acabó.
Él lo repitió, esta vez más despacio y más alto, y comprendí que me decía que esa noche trabajaba hasta tarde, pero que al día siguiente acababa a las once de la noche, y luego me preguntaba si me apetecía ir a ver al grupo que actuaba y después salir con él.
—¡Claro! —exclamé, aunque medio deseé obligarlo a repetirlo todo para sentir en mi pelo y mi cuello el efecto del roce de sus labios.
Me entregó el rotulador y, con mímica, me pidió que anotara mi nombre en la palma de su mano para poder incluirme en la lista de invitados. «Cheryl Strayed», escribí con la mayor claridad posible, apenas sin poder controlar el temblor de mis manos. Cuando acabé, él lo miró y levantó el pulgar, y yo me despedí con un gesto y salí por la puerta con una sensación de éxtasis.
Tenía una cita.
¿Tenía una cita? Empecé a pasear por las calurosas calles y de pronto me asaltaron las dudas. Quizás al final mi nombre no se incluyera en la lista. Quizá lo había oído mal. Quizás era absurdo salir con alguien con quien apenas había hablado y cuyo principal atractivo era ser guapo y gustarle Wilco. Desde luego había hecho cosas así con hombres basándome en mucho menos. Pero aquello era distinto. Yo misma era distinta. ¿O no?
Volví al albergue y pasé sigilosamente junto a las camas donde dormían mujeres desconocidas, hasta llegar al pequeño hueco bajo los aleros donde Dee y Stacy también dormían. Me desvestí y me metí en una cama de verdad que, para mi asombro, me pertenecía durante esa noche. Me quedé en vela durante una hora, recorriéndome el cuerpo con las manos, imaginándome qué sensación le produciría a Jonathan si lo tocaba la noche siguiente: los montes de mis pechos y el llano de mi abdomen, los músculos de mis piernas y el vello áspero de mi pubis —todo eso parecía aceptable—; pero cuando llegué a las caderas y palpé aquellas marcas del tamaño de la palma de mi mano que parecían algo entre corteza de árbol y pollo desplumado, comprendí que bajo ningún concepto podía quitarme el pantalón en mi cita del día siguiente. Y mejor así, probablemente. Bien sabía Dios que me había quitado el pantalón demasiadas veces, tantas que había perdido la cuenta, sin duda más de las que me convenía.
Pasé el día siguiente intentando disuadirme de ver a Jonathan esa noche. Durante todo el tiempo que dediqué a hacer la colada, darme festines en restaurantes y vagar por las calles mirando a la gente, me preguntaba: «Al fin y al cabo, ¿quién es para mí ese fan de Wilco tan guapo?». Y a la vez desfilaban por mi cabeza las imágenes de todo aquello que podíamos hacer.
Sin quitarme los pantalones.
Esa tarde me duché, me vestí y fui a la cooperativa para ponerme el lápiz de labios Bruma de Ciruela y aceite de ylang-ylang de las muestras gratuitas antes de acercarme con paso firme a la mujer que controlaba la puerta del club donde trabajaba Jonathan.
—Puede que esté en la lista —dije con naturalidad, y le di mi nombre, preparada para el rechazo.
Sin mediar palabra, me estampó un sello rojo en la mano.
Jonathan y yo nos vimos tan pronto como entré; me saludó desde su lugar inasequible en una plataforma elevada, donde se ocupaba de la iluminación. Pedí una copa de vino y me quedé allí de pie bebiéndola poco a poco en lo que esperaba que fuera una pose elegante, escuchando al grupo, cerca de la pared baja donde había conocido a Jonathan la noche anterior. Era un grupo de bluegrass relativamente famoso del Área de la Bahía de San Francisco. Dedicaron una canción a Jerry García. La música era buena, pero no pude concentrarme en ella debido a lo mucho que me esforzaba en mostrarme satisfecha y a gusto, en dar la impresión de que hubiese estado en ese mismo club, escuchando a ese mismo grupo, tanto si Jonathan me hubiese invitado como si no, y sobre todo en mirar y a la vez no mirar a Jonathan, que me miraba cada vez que yo lo miraba, lo que me llevó a temer que pensara que yo no dejaba de mirarlo, porque ¿y si era una simple coincidencia que, cada vez que yo lo miraba, él me miraba a mí, y en realidad él no me miraba siempre, sino solo en los momentos en que yo lo miraba a él? Eso lo induciría a preguntarse: «¿Por qué esa mujer me mira siempre?». Así que a partir de ese instante no lo miré durante tres canciones de bluegrass enteras, una de las cuales incluyó un solo de violín improvisado y aparentemente interminable, hasta que por fin el público aplaudió en reconocimiento del mérito, y yo ya no pude aguantar más y miré, y él no solo me miraba, sino que además me saludó con la mano.
Le devolví el saludo.
Me di la vuelta y me quedé absolutamente inmóvil y erguida, con plena conciencia de mí misma como objeto de una belleza tórrida y exquisita, percibiendo la mirada de Jonathan en mi culo y mis muslos cien por cien músculo, mis pechos en alto por efecto del precioso sujetador bajo la ceñida camiseta, mi cabello muy claro y mi piel bronceada, mis ojos azules aún más azules gracias al lápiz de labios Bruma de Ciruela, sensación que se prolongó durante más o menos una canción, al final de la cual dicha sensación se invirtió, y entonces tomé conciencia de que era una bestia horrenda con la carne de la cadera como la corteza de un árbol y la piel de un pollo desplumado y el rostro en exceso moreno y chupado y el pelo castigado por los elementos y un abdomen inferior que —pese a todo el ejercicio y las privaciones, pese a comprimírmelo la correa de la mochila durante dos meses hasta el punto, habría cabido esperar, de hacerlo desaparecer— conservaba una forma innegablemente redondeada, a menos que yo estuviese tendida o metiera la tripa. De perfil, mi nariz descollaba de tal modo que en cierta ocasión una amiga había dicho que recordaba a un tiburón. Y mis labios…, ¡mis labios ridículos y ostentosos! Discretamente, los apreté contra el dorso de la mano para borrar la Bruma de Ciruela mientras se oía aún el sonido lastimero de la música.
A Dios gracias, hubo un descanso. Jonathan apareció de pronto junto a mí y, estrechándome la mano solícitamente, me dijo que se alegraba de que hubiera ido y me preguntó si me apetecía otra copa de vino.
Rehusé el ofrecimiento. Solo deseaba que dieran ya las once para que él se marchara de allí conmigo y yo pudiera dejar de preguntarme si era una monada o una gárgola, y si él me miraba o creía que yo lo miraba a él.
Todavía faltaba una hora y media.
—¿Y después qué haremos? —preguntó—. ¿Has cenado?
Le dije que sí, pero que me avenía a cualquier cosa. No mencioné que en ese momento era capaz de devorar aproximadamente cuatro cenas seguidas.
—Vivo en una granja ecológica a unos veinticinco kilómetros de aquí. Por la noche es una pasada darse un paseo por allí. Podríamos acercarnos hasta allí, y te traeré en coche cuando tú quieras.
—Vale —contesté, desplazando el pequeño pendiente de plata con una turquesa por la delicada cadena del collar. Había decidido no ponerme el collar Strayed/Starved, por si Jonathan interpretaba la segunda opción—. De hecho, creo que voy a salir a tomar el aire. Pero volveré a las once.
—Tope —dijo él, alargando el brazo para darme otro apretón en la mano antes de regresar a su puesto y de que el grupo reanudara la actuación.
Aturdida, salí a la noche, con la pequeña bolsa de nailon roja que normalmente contenía mi hornillo colgada de mi muñeca, balanceándose en el extremo de su cordel. Pese a haber tirado la mayor parte de esas bolsas y contenedores en Kennedy Meadows para no acarrear el peso extra, había conservado esa en concreto, con la idea de que el hornillo necesitaba su protección. Ahora la había transformado en bolso para esos días en Ashland, aunque despedía un vago olor a gasolina. Su contenido iba seguro dentro de una bolsa con cierre hermético que hacía las veces de monedero muy poco elegante: el dinero, el permiso de conducir, el protector labial y un peine, y la tarjeta que me habían dado en el albergue para recoger de la consigna a Monstruo, el bastón de esquí y la caja de comida.
—¿Qué tal? —dijo un hombre que estaba de pie en la acera frente al bar. En voz baja, preguntó—: ¿Te gusta el grupo?
—Sí. —Le sonreí cortésmente.
Aparentaba cerca de cincuenta años. Vestía vaqueros, tirantes y una camiseta raída. Tenía una barba rizada y larga hasta el pecho y una calva en torno a la cual una aureola de pelo lacio y canoso le caía hasta los hombros.
—He bajado de las montañas. A veces me gusta venir a oír música —dijo.
—Yo también. También he bajado de las montañas, quiero decir.
—¿Dónde vives?
—Estoy haciendo el Sendero del Macizo del Pacífico.
—Ah, ya. —Asintió—. El SMP. He ido allí. Mi casa está en la otra dirección. Tengo un tipi y vivo allí cuatro o cinco meses al año.
—¿Vives en un tipi? —pregunté.
Él asintió.
—Sí. Yo solo. Me gusta, pero a veces la soledad pesa un poco. Me llamo Clyde, por cierto. —Me tendió la mano.
—Yo soy Cheryl —dije, y se la estreché.
—¿Quieres venir a tomar una infusión conmigo?
—Vaya, gracias, pero estoy esperando a un amigo que acabará de trabajar enseguida. —Lancé una mirada en dirección a la puerta del club, como si Jonathan fuera a salir de un momento a otro.
—Tengo la camioneta aquí mismo, así que no habría que ir muy lejos —dijo, señalando una vieja camioneta de reparto de leche estacionada en el aparcamiento—. Vivo ahí cuando no estoy en el tipi. Llevo muchos años experimentando con la vida de ermitaño, pero a veces es agradable venir al pueblo y escuchar a un grupo.
—Lo entiendo —respondí.
Me gustaron él y sus modales suaves. Me recordó a algunos de los hombres que había conocido del norte de Minnesota, amigos de mi madre y Eddie, personas inquisitivas y cálidas, claramente al margen de las convenciones. Casi nunca los veía desde la muerte de mi madre. Ahora tenía la sensación de que no los había conocido nunca y tampoco tendría ocasión de hacerlo en el futuro. Me parecía que todo aquello que existió en el lugar donde me crie ahora estaba muy lejos, era irrecuperable.
—Pues encantado de conocerte, Cheryl —dijo Clyde—. Voy a poner el agua a hervir para la infusión. Si quieres acompañarme, serás bienvenida, como ya te he dicho.
—Claro —respondí de inmediato—. Tomaré una infusión.
Nunca he visto una casa dentro de una camioneta que no me haya parecido lo más encantador del mundo, y la de Clyde no fue una excepción. Ordenada y eficiente, elegante y artística, original y utilitaria. Había una estufa de leña y una pequeña cocina, una hilera de velas y una sarta de luces navideñas que creaban fascinantes sombras alrededor. Una estantería con libros abarcaba tres paredes de la camioneta, y la ancha cama estaba empotrada en ella. Me quité las sandalias nuevas y, tendiéndome en la cama, saqué libros de la estantería mientras Clyde ponía el agua a hervir. Había libros sobre la vida de los monjes y otros sobre personas que vivían en cuevas; acerca de personas que vivían en el Ártico y en la selva amazónica y en una isla frente a la costa del estado de Washington.
—Es camomila cultivada por mí —dijo Clyde, echando el agua caliente en una tetera en cuanto hirvió. Mientras la dejaba reposar, encendió unas cuantas velas, se acercó y se sentó a mi lado en la cama, donde yo yacía boca abajo, apoyada sobre los codos, hojeando un libro ilustrado de los dioses y diosas hindúes.
—¿Tú crees en la reencarnación? —pregunté mientras mirábamos juntos los intrincados dibujos, leyendo comentarios sobre ellos en los párrafos de texto de las páginas.
—No —contestó—. Creo que estamos aquí una sola vez y lo que hacemos cuenta. ¿Y tú en qué crees?
—Aún intento averiguarlo —respondí, aceptando el tazón caliente que me entregó.
—Tengo otra cosa para nosotros, si te apetece, una cosita que cultivé en el bosque. —Sacó del bolsillo una raíz nudosa parecida al jengibre y la sostuvo en la palma de la mano para enseñármela—. Es opio masticable.
—¿Opio? —pregunté.
—Sí, aunque mucho más suave. Tiene un puntito muy relajado. ¿Quieres un poco?
—Sí —contesté sin pensarlo, y lo observé mientras cortaba un trozo y me lo entregaba. Cortó otro trozo para él y se lo metió en la boca—. ¿Se masca? —pregunté, y él asintió.
Me lo llevé a la boca y mastiqué. Era como comer madera. Tardé un momento en caer en la cuenta de que quizá sería mejor apartarme totalmente del opio y, ya puestos, de cualquier raíz que me ofreciese un desconocido, al margen de lo amable y poco amenazador que pareciese. Lo escupí en la mano.
—¿No te gusta? —preguntó. Se rio y me acercó un pequeño cubo de basura para que lo tirara.
Me quedé conversando con Clyde hasta las once, y entonces me acompañó hasta la puerta del club.
—Suerte allá en el bosque —dijo, y nos dimos un abrazo.
Poco después apareció Jonathan y me llevó a su coche, un Buick Skylark antiguo al que llamaba Beatrice.
—¿Qué tal ha ido el trabajo? —pregunté. Sentada a su lado por fin, ya no me sentía nerviosa como cuando estaba en el bar y él me observaba.
—Bien —contestó.
Cuando nos adentramos en la oscuridad a las afueras de Ashland, me contó cómo era la vida en una granja ecológica, propiedad de unos amigos suyos. Él vivía allí gratis a cambio de un poco de trabajo, explicó, lanzándome miradas, su rostro tenuemente iluminado por el resplandor del salpicadero. Se desvió por una carretera, luego por otra, hasta que perdí por completo la noción de dónde me hallaba respecto a Ashland, lo que para mí en realidad significaba dónde me hallaba respecto a Monstruo. Lamenté no habérmelo llevado. Nunca me había alejado tanto de mi mochila desde el inicio de mi andadura por el SMP, y me sentía rara. Jonathan entró por un camino de acceso, dejó atrás una casa a oscuras donde ladró un perro y siguió por un camino con roderas entre hileras de maíz y flores. Cuando por fin los faros iluminaron una gran tienda de campaña rectangular plantada en una plataforma de madera, detuvo el coche.
—Ahí vivo yo —anunció, y nos apeamos.
Hacía más fresco que en Ashland. Me estremecí, y Jonathan me echó el brazo a los hombros con tal naturalidad que dio la impresión de que lo había hecho antes un centenar de veces. Avanzamos entre el maíz y las flores bajo la luna llena, hablando de los distintos grupos y músicas que nos gustaban a él o a mí o a los dos, contando anécdotas de actuaciones que habíamos visto.
—He visto a Michelle Shocked en directo tres veces —dijo Jonathan.
—¿Tres veces?
—Una vez viajé en coche en plena nevada para ir al concierto. No había más de diez espectadores.
—Vaya —exclamé, comprendiendo que me sería imposible conservar los pantalones puestos con un hombre que había visto tres veces a Michelle Shocked, por repulsiva que fuese la carne de mis caderas.
—Vaya —contestó él, buscando mis ojos con sus ojos castaños en la oscuridad.
—Vaya —dije.
—Vaya —repitió él.
No era más que una palabra, pero, de repente, me sentí confusa. Ya no parecía que estuviéramos hablando sobre Michelle Shocked.
—¿Qué flores son estas? —pregunté, señalando los tallos que florecían alrededor, aterrorizada de pronto ante la perspectiva de que fuera a besarme.
No era que yo no quisiese besarlo. Era que no había besado a nadie desde mi último beso a Joe hacía más de dos meses, y, cada vez que me pasaba tanto tiempo sin besar a alguien, tenía la certeza de que me había olvidado de cómo se hacía. Para postergar el beso, le pregunté por su trabajo en la granja y su trabajo en el club, y de dónde era y por su familia, y quién había sido su última novia y cuánto tiempo habían estado juntos y por qué habían roto, y entre tanto él apenas me contestaba y no me preguntaba nada a cambio.
A mí eso no me importó mucho. Me resultaba agradable tener su brazo alrededor del hombro, y más agradable aún cuando lo desplazó a mi cintura, y para el momento en que, después de trazar un círculo, regresamos a su tienda en la plataforma y él se volvió para besarme, y descubrí que, en efecto, aún sabía besar, todo aquello a lo que él no había contestado exactamente o no me había preguntado se desvaneció.
—Ha estado muy bien —dijo, y nos sonreímos de esa manera bobalicona en que sonríen dos personas que acaban de besarse por primera vez—. Me alegro de que hayas venido.
—Yo también —convine. Tenía una intensa percepción de sus manos en mi cintura, tan cálidas a través de la fina tela de la camiseta, rozando la cinturilla de los vaqueros. Estábamos justo entre el coche de Jonathan y su tienda. Eran las dos direcciones en que podía ir: de regreso a mi solitaria cama bajo los aleros del albergue en Ashland, o a su cama con él.
—Mira el cielo —sugirió—. Cuántas estrellas.
—Es precioso —contesté, pero no miré el cielo.
Preferí recorrer con la vista el paisaje oscuro, salpicado de diminutos puntos de luz, las casas y granjas dispersas por el valle. Pensé en Clyde, solo bajo ese mismo cielo, leyendo buenos libros en su furgoneta. Me pregunté dónde estaría el SMP. Se me antojaba muy lejano. Caí en la cuenta de que no le había hablado del sendero a Jonathan, aparte de lo que le dije al oído a voz en grito por encima de la música la noche anterior. Él no me había preguntado nada.
—No sé por qué —explicó Jonathan—, pero, en cuanto te vi, supe que debía acercarme y hablar contigo. Sabía que eras tope.
—Tú también eres tope —afirmé, pese a que jamás usaba la palabra «tope».
Se inclinó y volvió a besarme, y yo le devolví el beso con más ardor que antes, y allí nos quedamos, de pie, besándonos y besándonos entre su tienda de campaña y su coche, rodeados por el maíz y las flores y las estrellas y la luna, y me pareció la experiencia más grata del mundo; mis manos se deslizaron lentamente por su cabello rizado y descendieron por sus robustos hombros, y a lo largo de sus brazos fuertes y en torno a su fornida espalda, estrechando su magnífico cuerpo masculino contra el mío. Ni una sola de las veces que me he encontrado en esa situación he dejado de recordar lo mucho que me gustan los hombres.
—¿Quieres entrar? —preguntó Jonathan.
Asentí, y me indicó que esperara a que él entrara y encendiera las luces y la calefacción; volvió al cabo de un momento y mantuvo las cortinas de la puerta de la tienda abiertas para dejarme entrar.
No era una tienda de campaña como ninguna de las que yo conocía. Era una suite de lujo: caldeada por un pequeño calefactor, tan alta que era posible ponerse de pie, con espacio para pasearse en la zona no ocupada por la cama de matrimonio, situada en el centro. A ambos lados de la cama se alzaban pequeñas cajoneras de cartón sobre las que había sendas lámparas de pilas con forma de vela.
—Encantador —apunté, quedándome a su lado en el reducido espacio entre la puerta y los pies de la cama.
A continuación tiró de mí hacia él y volvimos a besarnos.
—Se me hace raro preguntar esto —dijo al cabo de un rato—. No quiero dar nada por sentado, porque para mí ya está bien si…, ya me entiendes, si nos quedamos aquí sin más…, eso ya sería tope…, o si quieres, puedo llevarte de vuelta al albergue… ahora mismo, incluso, si eso es lo que quieres, aunque espero que no sea eso lo que quieras…, pero antes…, o sea, no es que tengamos que hacerlo por fuerza…, pero por si acaso nosotros…, o sea, no tengo nada, ni enfermedades ni nada, pero si nosotros… ¿No tendrás por casualidad un condón?
—¿Tú no tienes condones? —pregunté.
Negó con la cabeza.
—Pues yo tampoco —dije, lo que me pareció lo más ridículo del mundo, porque de hecho había cargado con un condón por desiertos abrasadores y laderas heladas, a través de bosques, montañas y ríos, y hora tras hora durante los días más torturantes, tediosos y jubilosos que imaginarse puedan, y todo para acabar allí, en una caldeada tienda de lujo con una cama de matrimonio y lámparas a pilas en forma de vela, mirando a los ojos de un hombre sexy, dulce, ensimismado, de ojos castaños, fan de Michelle Shocked, sin ese condón solo porque tenía en la cadera dos durezas del tamaño de la palma de la mano, bochornosamente ásperas, y me había prometido con tal rotundidad no quitarme el pantalón que había dejado el condón aposta en mi botiquín, dentro de la mochila, en un pueblo que ni siquiera sabía ya por dónde quedaba, en lugar de hacer lo sensato, racional y realista, es decir, ponerlo en mi pequeño bolso falso con olor a gasolina sin plomo.
—Da igual —susurró él, cogiéndome las dos manos entre las suyas—. Podemos quedarnos aquí sin más. En realidad, hay muchas cosas que podemos hacer.
Y reanudamos los besos. Nos besamos y nos besamos y nos besamos; él deslizó sus manos por todo mi cuerpo encima de mi ropa, y yo mis manos por todo su cuerpo encima de la suya.
—¿Quieres quitarte la camiseta? —musitó él al cabo de un rato, apartándose de mí, y me reí porque yo sí quería quitarme la camiseta, así que me la quité, y él se quedó allí de pie contemplándome con mi sujetador negro de encaje, el que había metido en una caja meses antes porque pensaba que al llegar a Ashland quizá desearía ponérmelo y, acordándome de eso, me reí otra vez.
—¿Qué te hace tanta gracia? —preguntó.
—Es que… ¿te gusta mi sujetador? —Moví las manos en un floreo, exhibiéndome como una modelo—. Ha recorrido un largo camino.
—Me alegro de que haya llegado hasta aquí —afirmó él, y alargando un brazo, rozó con el dedo muy delicadamente el contorno de uno de los tirantes, cerca de la clavícula, pero en lugar de bajármelo y dejar al descubierto mi hombro como yo creía que iba a hacer, recorrió con la yema lentamente el contorno superior de las copas y luego el borde inferior.
Observé su rostro mientras lo hacía. Eso me pareció un gesto más íntimo que besarle. Cuando terminó de perfilar el sujetador entero, apenas me había tocado y yo, sin embargo, estaba tan húmeda que casi no podía tenerme en pie.
—Ven aquí —dije, atrayéndolo hacia mí y luego hacia la cama, a la vez que me desprendía de las sandalias a sacudidas.
Seguíamos en vaqueros, pero él se quitó la camiseta y yo me desabroché el sujetador y lo lancé al rincón de la tienda, y nos besamos y rodamos uno encima del otro a un ritmo febril hasta languidecer y quedarnos uno al lado del otro besándonos un poco más. Durante todo ese rato sus manos habían ido de mi cabello a mis pechos y a mi cintura, y por último habían desabrochado el botón superior de mis vaqueros, que fue cuando me acordé de mis horrendas durezas en las caderas y me aparté de él.
—Perdona —dijo—. Pensaba…
—No es eso. Es… Antes debo decirte una cosa.
—¿Estás casada?
—No —contesté, aunque tardé un momento en tomar conciencia de que decía la verdad. Paul asomó por un instante a mi mente. Paul. Y de pronto me incorporé—. ¿Tú estás casado? —pregunté, volviéndome hacia Jonathan, que seguía tumbado en la cama a mis espaldas.
—No estoy casado. No tengo hijos —respondió.
—¿Qué edad tienes? —pregunté.
—Treinta y cuatro.
—Yo tengo veintiséis.
Nos quedamos pensativos. A mí se me antojó exótico y perfecto que tuviera treinta y cuatro años, por la sencilla razón de que, a pesar de que él no me había preguntado nada sobre mi vida, al menos me había ido a la cama con alguien que ya no era un crío.
—¿Qué quieres decirme? —preguntó, y apoyó la mano en mi espalda desnuda. Cuando me tocó, advertí mi propio temblor. Me pregunté sí él también lo notó.
—Es algo por lo que me siento cohibida. Tengo la piel de las caderas…, un poco, digamos… Verás, anoche te conté que estoy recorriendo ese sendero que se llama SMP, ¿recuerdas? Pues tengo que cargar con mi mochila todo el tiempo, y donde la correa de la cintura me roza la cadera me ha salido… —busqué una manera de explicarlo sin emplear las expresiones «corteza de árbol» y «carne de pollo desplumado»— una aspereza. Una especie de callos, de tanto andar. Lo digo solo para que no te asustes si…
Ya sin aliento, se me apagó la voz, quedando absorbidas mis palabras enteramente por el placer inmaculado que me producía el roce de sus labios en la base de la espalda mientras, con las manos extendidas ante mí, acababa de desabrocharme el vaquero. Incorporándose, acercó a mí su pecho desnudo, me apartó el pelo para besarme el cuello y los hombros, hasta que me volví y lo atraje sobre mí a la vez que, con un contoneo, me despojaba del pantalón y recorría mi cuerpo con sus besos desde la oreja hasta el cuello, luego hasta la clavícula, los pechos, el ombligo. Llegó por fin al encaje de mis bragas y me las bajó en busca de las durezas en las prominencias de la cadera, que yo esperaba que no tocase.
—Nena —susurró, sus labios muy tiernos contra la parte más áspera de mí—. No debes preocuparte por nada.
Fue divertido. Fue más que divertido. Lo que ocurrió en aquella tienda de campaña fue una especie de festejo. Nos dormimos a las seis de la madrugada y nos despertamos al cabo de dos horas, agotados pero despiertos, demasiado molidos para seguir durmiendo.
—Hoy es mi día libre —anunció Jonathan mientras se incorporaba—. ¿Quieres ir a la playa?
Accedí sin saber dónde podía estar exactamente la playa. También era mi día libre, el último. Al día siguiente volvería al sendero, camino del lago del Cráter. Nos vestimos y, en coche, recorrimos durante dos horas una carretera larga y curva por la que cruzamos el bosque y fuimos a parar al otro lado de las montañas costeras. Bebimos café, comimos bollos y escuchamos música mientras viajábamos, sin apartarnos de los estrechos márgenes de la conversación de la noche anterior: la música, por lo visto, era lo único de lo que podíamos hablar. Cuando llegamos al pueblo costero de Brookings, casi lamenté haberme prestado a ir, y no solo porque mi interés por Jonathan menguaba, sino porque llevábamos tres horas en el coche. Se me hacía raro estar tan lejos del SMP, era como si, en cierto modo, lo traicionara.
Esa sensación quedó acallada por la magnificencia de la playa. Mientras caminaba junto al océano al lado de Jonathan, caí en la cuenta de que ya había estado en esa playa, con Paul. Habíamos acampado en el camping del parque estatal cercano durante nuestro largo viaje por carretera post-Nueva York, aquel en que fuimos al Gran Cañón y Las Vegas, a Big Sur y San Francisco, y que al final nos había llevado hasta Portland. En el camino nos detuvimos para acampar en esa playa. Encendimos una fogata, preparamos la cena y jugamos a las cartas en una mesa de picnic; luego nos metimos en la parte de atrás de mi furgoneta para hacer el amor en el futón que teníamos allí. Sentí el recuerdo de aquello como un manto sobre mi piel: quién era yo cuando estuve allí con Paul y qué pensaba que ocurriría y qué había ocurrido, y quién era yo ahora y cómo había cambiado todo.
Pese a mi silencio, Jonathan no me preguntó en qué pensaba. Callados, caminamos juntos; aunque era domingo por la tarde, nos cruzamos con poca gente. Caminamos y caminamos hasta que no hubo nadie salvo nosotros.
—¿Qué te parece aquí? —preguntó Jonathan cuando llegamos a un lugar tras el cual se alzaban unos peñascos oscuros dispuestos en semicírculo. Lo miré mientras extendía una manta, dejaba encima la bolsa con comida que había comprado en Safeway y se sentaba.
—Quiero caminar un poco más, si no te importa —dije, y dejé mis sandalias cerca de la manta.
Me resultó agradable quedarme sola, sintiendo el viento en el pelo, el efecto balsámico de la arena en los pies. Mientras caminaba, cogí piedras bonitas que no podría llevarme. Cuando me había alejado tanto que no distinguía ya a Jonathan, me agaché y escribí el nombre de Paul en la arena.
Lo había hecho muchas veces antes. Lo había hecho durante años: cada vez que visitaba una playa después de enamorarme de Paul, a los diecinueve años, estuviéramos juntos o no. Pero mientras escribía su nombre en ese momento, supe que lo hacía por última vez. No quería sufrir ya más por él, preguntarme si al abandonarlo había cometido un error, atormentarme por las mil maneras distintas en que lo había agraviado. ¿Y si me concedía el perdón a mí misma?, pensé. ¿Y si me concedía el perdón pese a haber hecho algo que no debería haber hecho? ¿Y si era una embustera, una farsante y no hubiera excusa para lo que había hecho salvo que era lo que quería y lo que necesitaba hacer? ¿Y si lo lamentaba, pero, en caso de poder retroceder en el tiempo, optara por volver a hacer las cosas tal y como las había hecho? ¿Y si realmente había deseado follarme a todos esos hombres? ¿Y si la heroína me había enseñado algo? ¿Y si la respuesta correcta era «sí» en lugar de «no»? ¿Y si lo que me había inducido a hacer todo aquello que los demás pensaban que no debía hacer era también lo que me había llevado a ese punto? ¿Y si no me redimía nunca? ¿Y si ya me había redimido?
—¿Las quieres? —le pregunté a Jonathan cuando regresé junto a él con las piedras que había recogido.
Sonrió, negó con la cabeza y me observó mientras las dejaba caer en la arena.
Me senté a su lado en la manta, y él sacó las cosas de la bolsa de Safeway: panecillos y queso, un pequeño oso de plástico con miel, plátanos y naranjas, que peló para los dos. Lo comí todo, y luego él alargó el brazo con el dedo untado de miel, me la extendió sobre los labios y me la retiró a besos, mordiéndome al final con la mayor delicadeza.
Y así se inició una fantasía con miel a la orilla del mar. Él, yo, la miel, mezclado todo con la inevitable arena. Mi boca, su boca, y el recorrido por el interior de mi brazo hasta los pechos. Por la ancha llanura de sus hombros desnudos y hasta sus pezones y su ombligo, y a lo largo del borde superior de su pantalón corto, hasta que por fin ya no pude más.
—Vaya —dije con voz ahogada, porque al parecer esa era nuestra palabra. Expresaba todo aquello que yo no decía: que él, sin ser un gran conversador, era el no va más en la cama. Y eso que aún ni siquiera me lo había follado.
Sin mediar palabra, sacó una caja de condones de la bolsa de Safeway y la abrió. Cuando se levantó, me dio la mano y tiró de mí para ayudarme a ponerme en pie. Me dejé llevar por la arena hasta la acumulación de peñascos dispuestos en semicírculo y lo rodeamos para acceder a lo que parecía una zona privada circunscrita en una zona pública: un resquicio entre las rocas oscuras a plena luz del día. Aquello no era lo mío, hacer el amor al aire libre. No me cabe duda de que hay alguna mujer en este planeta que prefiera la intemperie a un espacio cerrado provisional y de lo más mísero, pero yo todavía no la he conocido; aun así, aquel día decidí que la protección de las rocas bastaría. Al fin y al cabo, en el transcurso de los dos últimos meses, había hecho todo lo demás al aire libre. Nos desvestimos mutuamente, y yo, con el trasero desnudo, me recosté contra un peñasco inclinado y envolví a Jonathan con las piernas hasta que él me hizo volverme y yo me agarré a la roca. A los restos de miel, se unieron el aroma mineral de la sal y la arena, y el aroma vegetal del musgo y el plancton. No tardé en olvidar que estaba a la intemperie, en no acordarme siquiera de la miel, ni de si él me había hecho alguna pregunta o no.
No teníamos mucho de qué hablar cuando hicimos el largo viaje de regreso en coche a Ashland. Estaba tan cansada por el sexo y la falta de sueño, por la arena y el sol y la miel, que de todos modos apenas podía despegar los labios. Permanecimos callados y en paz, oyendo a Neil Young a todo volumen hasta llegar al albergue, donde, sin mayores ceremonias, dimos por concluida nuestra cita de veintidós horas.
—Gracias por todo —dije, y lo besé. Ya había oscurecido; eran las nueve de la noche de un domingo, y el pueblo estaba más tranquilo que el día anterior, replegado y asentado, tras marcharse la mitad de los turistas.
—Tu dirección —dijo él, entregándome un trozo de papel y un bolígrafo.
Anoté la de Lisa, con una creciente sensación de algo que no era exactamente pesar, no era exactamente arrepentimiento y no era exactamente anhelo, sino una mezcla de todo ello. Me lo había pasado bien sin lugar a dudas, pero en ese momento me sentí vacía. Como si existiera algo que yo ni siquiera sabía que deseaba hasta que no lo conseguí.
Le devolví el papel.
—No te dejes el bolso —dijo, cogiendo la pequeña bolsa roja del hornillo.
—Adiós —me despedí, aceptando el bolso y tendiendo la mano hacia la puerta.
—No tan deprisa —añadió él, y me atrajo hacia sí. Me besó con fuerza y yo lo besé con más fuerza aún, como si fuera el final de una era que había durado toda mi vida.
A la mañana siguiente me vestí con mi ropa de excursionista: el mismo sujetador deportivo viejo y manchado, y el pantalón corto azul marino raído que llevaba desde el primer día, junto con unos calcetines de lana nuevos y la última camiseta limpia que tendría hasta el final, una camiseta de color gris brezo en la que se leía UNIVERSIDAD DE CALIFORNIA BERKELEY en letras amarillas a lo ancho del pecho. Fui a la cooperativa con Monstruo a la espalda, el bastón de esquí colgado de la muñeca y una caja en los brazos. Allí ocupé una mesa en la sección de comidas preparadas, para organizar la mochila.
Cuando acabé, Monstruo estaba cargado y en orden junto a la pequeña caja que contenía los vaqueros, el sujetador y las bragas, que iba a enviar a Lisa, y una bolsa de plástico con comida que ya no soportaba comer y tenía previsto dejar en la caja gratuita para excursionistas del SMP en la oficina de correos al salir del pueblo. El Parque Nacional del Lago del Cráter era mi siguiente parada, a unos 177 kilómetros por el sendero. Tenía que volver al SMP, pero me sentía reacia a marcharme de Ashland. Busqué en la mochila, encontré el collar con la palabra STRAYED y me lo puse. Tendí la mano y toqué la pluma de cuervo que me había regalado Doug. Seguía insertada en el lugar de mi mochila donde la había puesto por primera vez, aunque ahora deslucida y ajada. Descorrí la cremallera del bolsillo lateral donde llevaba el botiquín, lo saqué y lo abrí. El condón que había acarreado desde Mojave seguía allí, todavía como nuevo. Lo extraje y lo metí en la bolsa de plástico con la comida que no quería; luego me cargué a Monstruo a los hombros y salí de la cooperativa con la caja y la bolsa de plástico en las manos.
No muy lejos vi al hombre de la cinta en el pelo que había conocido en el lago Toad, sentado en la acera donde lo había visto antes, con el bote de café y el pequeño letrero de cartón enfrente.
—Me marcho —anuncié, deteniéndome ante él.
Él alzó la vista para mirarme y asintió. Al parecer, seguía sin recordarme, ni de nuestro primer encuentro en el lago Toad ni del segundo, hacía un par de días.
—Nos conocimos cuando buscabais el Encuentro del Arco Iris —aclaré—. Yo estaba allí con otra mujer, Stacy. Hablamos con vosotros.
Él volvió a asentir y movió con un tintineo el bote de las monedas.
—Aquí llevo comida que no necesito, por si la quieres —ofrecí, dejando la bolsa de plástico a su lado.
—Gracias, nena —dijo cuando ya me marchaba.
Me detuve y me volví.
—Eh —vociferé—. ¡Eh! —repetí alzando la voz hasta que me miró—. No me llames nena —dije.
Juntó las manos, como si rezase, e inclinó la cabeza.