2

La historia celta a través
de tres héroes

En esta parte vamos a ver un panorámica de la historia de lo que podría haberse llamado Céltica a partir de tres personajes cuyos nombres han traspasado las fronteras del tiempo, permaneciendo como los héroes por excelencia de los países y pueblos que les sucedieron: Viriato (península Ibérica), Vercingetórix (Francia) y Boudicca (Inglaterra).

Los tres casi tienen vidas paralelas, ya que les correspondió intentar salvar a sus respectivas tierras enfrentándose al invasor romano, que finalmente los venció. Los tres tuvieron muertes trágicas y, tras haber sido considerados enemigos de Roma, que no escatimó esfuerzos en eliminarlos, recibieron cierta compasión por parte de los historiadores posteriores, que acabaron convirtiéndolos en «los admirados héroes vencidos».

VIRIATO Y LA PENÍNSULA IBÉRICA

Año139 a.C.

¿Cuál sería el último sueño de Viriato? Sin duda se consideraba a salvo aquella noche, entre la paz resultante de un periodo de negociaciones con el cónsul Cepión.

Habían pasado ocho años de cruenta guerra en los que el enemigo llegaba cada año desde Roma con tropas de refresco y recursos ilimitados. Sin duda sentía el «cansancio de la guerra», como lo tuvieron que sentir sus hombres.

El día anterior hubo motivos de júbilo. Los delegados habían regresado del campamento romano con buenas noticias. Era posible acabar de manera digna con aquella maldita guerra que había ocasionado tanta muerte y destrucción. Ni los más viejos habían nacido cuando llegaron los primeros romanos.

De haber habido un druida en el campamento, seguro que podría haber vaticinado la tragedia en el vuelo de los pájaros cuando se retiraban a sus nidos o en el ulular de los búhos cuando ocupaban su espacio en la oscuridad.

Viriato es asesinado mientras duerme. Se cierra un ciclo de veinte años que fueron calificados por algunos historiadores romanos como «la guerra de fuego», en la que de cada pequeña ascua podía surgir un enorme incendio. Pero con él también muere el sueño de mantener la independencia de ese territorio que los romanos llamaron Lusitania, aunque la lucha de Viriato no estuvo limitada por fronteras.

Después le tocaría el turno a las zonas del norte de aquella península que llamaron Hispania y que resultó ser el lugar donde más tiempo se mantuvo la resistencia contra la Roma invasora –a lo largo de dos siglos– y donde más derrotas le hicieron sufrir.

Veamos ahora los antecedentes.

Celtiberia

Parece ser que llegó a haber un centenar de tribus distintas en la península que los fenicios llamaron Ispan, los griegos Iberia o los romanos Hispania. No sabemos si aquellos pueblos tenían un nombre para este extenso territorio, aunque, dado la poca propensión que tenían a uniones más allá de las meramente tribales, es fácil suponer que no.

Para los intereses de este libro, vamos a fijarnos principalmente en una zona entre los valles de los ríos Duero y Tajo, poblada desde el oeste por los lusitanos y hasta el este por los lusones, teniendo en medio a vettones, vacceos, arévacos, belos, titos, carpetanos, berones, pelendones. También hubo algunos otros pueblos que apenas dejaron algo más que el recuerdo de su nombre, como olcades, lobetanos o turboletas. Seguramente el nivel de mezcla con los íberos, que permanecieron en el área mediterránea, estaba directamente relacionado con su proximidad geográfica.

No todos los historiadores se muestran de acuerdo a la hora de llamar celtas a todos estos pueblos, aunque sí que pertenecían a la gran familia indoeuropea, por lo que los más antiguos podrían ser denominados protoceltas (tal vez los escitas nombrados en el Libro de las Invasiones de Irlanda). Así que, a falta de información más precisa, los llamaremos celtas o mejor celtíberos, por las connotaciones diferenciadas que estas comunidades tuvieron respecto a otros pueblos célticos de Europa.

Desde las remotas raíces y a lo largo de siglos fueron entrando a través de los pasos de ambos lados de los Pirineos. Incluso hubo una migración de galos en un tiempo tan tardío como el de Julio César. No es posible establecer el orden de llegada ni el nivel de mestizaje que unos y otros alcanzaron con los pueblos íberos o los célticos anteriormente establecidos (o el que ya trajesen de uniones previas, ya que en la Galia hubo celto-ilirios o celto-ligures). Es obvio que la forma de vida se tuvo que alterar considerablemente, sobre todo la de aquellos que se vieron desplazados o los que debieron continuar su migración hacia lugares más inhóspitos donde tuvieron que adaptarse a una vida muy dura.

Sí se sabe que la llegada de los pueblos célticos al valle del Duero supuso cambios radicales en la forma de vida de la Península Ibérica, ya que el intenso comercio entre norte y sur se interrumpió. Las últimas oleadas celtas necesitaban los minerales que salían de las minas del norte tanto para sus armas (espadas, puntas de lanza), como sus herramientas (arados, guadañas) o sus joyas (torques, fíbulas). El hierro supuso un gran paso frente al bronce, no solo por su dureza sino porque no precisaba mezclar elementos de dos minas distintas, que además no solían estar en el mismo territorio.

Los turdetanos, sucesores de la antigua civilización de Tartessos, y sobre todo los mercaderes fenicios fueron los más perjudicados, tras siglos de mantener una rutina comercial con las tribus del norte desde sus ciudades y puertos del sur sin demasiados sobresaltos. La que después se llamó Vía de la Plata (que unía el norte y el sur de la península) fue un camino muy transitado desde mucho antes que llegasen los romanos, que la pavimentaron y la renombraron.

Trigo y ovejas

Las tribus celtibéricas basaban su economía en la agricultura y la ganadería. Al parecer, la excepción estuvo en los vettones, que eran el pueblo más imbuido en la vida guerrera que suele considerarse como el prototipo celta. Fueron algo así como los mafiosos de la época: defendían de enemigos reales o imaginarios a los poblados de pastores y agricultores a cambio de que los mantuviesen.

Actualmente pueden encontrarse sus restos en la provincia de Ávila, como los castros de las Cogotas, Ulaca o El Raso, y una de las mayores necrópolis celtas de Europa o un altar de sacrificios. También la llamada sauna de la citada Ulaca, que debió usarse para rituales especiales de purificación tanto en ritos de pasaje como para los jefes militares antes de emprender o al regresar de una campaña.

Los vacceos ocuparon grandes extensiones de este territorio y eran un pueblo muy especial, que en muchos aspectos recuerdan a los celtas de la cultura Hallsttat. Básicamente agricultores (cereales) y ganaderos, pero no guerreros (hasta que los obligó la necesidad). Para las funciones defensivas rutinarias utilizaban mercenarios de tribus vecinas vettonas, con las que mantenía buenas relaciones comerciales basadas en sus abundantes cosechas. Estaban regidos por un Consejo de ancianos que repartía entre sus habitantes las tierras de cultivo comunales y los animales que debían cuidar durante un tiempo determinado. Parece ser que de los campos se ocupaban las mujeres, mientras que a los hombres correspondía el cuidado de los animales. Los cereales eran mantenidos en una especie de silos fortificados, cuya defensa correspondía a todos.

image

Los romanos dejaron escrito que había 1000 ciudades en Hispania, aunque no se sabe qué criterio seguían para denominarlas así. Algunas de los más importantes oppida o poblados fortificados de Celtiberia fueron las actuales Palencia (Pallantia), Burgos (Blunia), Zamora (Ocelo), Sigüenza (Segontia) y Salamanca (Helmántica). Otras serían totalmente destruidas, como Arbocola, por parte de Aníbal, o Numancia, por parte de los romanos. Todas estaban unidas por rutas comerciales por medio de caminos y ríos. (Salamanca).

En las viejas leyendas se cita la importancia del ganado en la península Ibérica, con los toros rojos de Gerión, robados por Herakles. Por eso, no resulta muy arriesgado suponer que las rutas trashumantes ya estaban establecidas cuando llegaron las primeras oleadas celtas que se asentaron en la meseta castellana.

La mezcla de culturas y la importancia del ganado también se manifestó en los verracos, figuras zoomorfas (toros, jabalíes) muy esquemáticas y con pocas intenciones figurativas, muy alejadas del estilo practicado por los iberos en aquellos tiempos. Son de una sola pieza de granito, incluida la peana.

Estos verracos están fechados en torno al siglo V y IV a.C. y se les ha encontrado al lado de ríos y manantiales o en las cañadas por donde pasaba el ganado, por lo que bien pudieran ser una forma de señalizar o delimitar los lugares considerados sagrados, tal vez donde los pastores encontraban una especie de santuario donde no podían ser asaltados bandoleros de otras tribus (el robo de ganado era una práctica habitual y medio consentida entre los pueblos celtas). Sin duda han desaparecido muchos a lo largo del tiempo, pero aun se pueden ver magníficos ejemplares en Guisando, El Tiemblo o Ávila. Sería interesante comprobar si debajo de ellos hay restos humanos, fruto de un sacrificio ritual con el fin de servir como espíritus protectores de las rutas trashumantes.

DIOSES CELTIBÉRICOS

A nivel religioso, los celtas de Iberia también mezclaron, en su previo largo viaje y en su asentamiento, a sus dioses con los de los nativos, tal como otros pueblos célticos hicieron en otros lugares de Europa, por lo que encontramos muchos nombres que no se corresponden con ningún otro.

Los dioses de los que se tiene constancia básicamente son aquellos que fueron citados en inscripciones de la época romana, como Dulovius, dios del ganado, Corio y Neto, dioses de la guerra, Endovelico, dios de los muertos, o las diosas Ataecina, que dominaba la noche, y Nabia, los bosques.

Estos convivieron con los dioses romanos, por separado o fundidos con los que tenían similares características, para irse perdiendo poco a poco. También hubo otros que perduraron con su nombre original y que también recibieron culto por parte de los celtas de la Galia: Cernunnos, dios de la fertilidad, Epona, diosa de los caballos o Lug, dios de los artesanos. De este último quedaron infinidad de toponimias, como Lugo, Lugones, Lugoves, Luguei.

Aníbal y la invasión cartaginesa

Roma, tras una aplastante victoria en la I Guerra Púnica, impuso a Cartago una enorme deuda de guerra en forma de plata que debería pagar a lo largo de 10 años. Asdrúbal fue el encargado de establecerse en lo que cartagineses llamaban Ispan para conseguir tal metal, explotando sobre todo las minas de Sierra Morena.

Una vez establecido el trabajo de extracción y traslado de la plata, que era embarcada en el puerto de Akra Leuké (actual Alicante), fue Amílcar el encargado de mantener la seguridad de la zona.

También amplió su ejército de mercenarios con celtíberos que llegaron desde la meseta central, por lo que es de suponer que hizo algún tipo de “campaña de promoción” (tal vez de disuasión) entre las distintas tribus, lo que hizo que clanes enteros, incluidas las mujeres, fueran a servir por un tiempo determinado. Básicamente, aquellos mercenarios eran jóvenes atraídos por el espíritu de aventura y la buena paga en forma de plata, además del botín que incautasen al enemigo vencido, con lo que supuestamente regresarían ricos a su tierra. También hay que tener en cuenta la dependencia de las tribus celtíberas de lo que les daba la tierra; una mala cosecha o una enfermedad del ganado podía suponer un año letal; el mandar a un montón de jóvenes como mercenarios suponía menos bocas que alimentar, además de aprovechar en el futuro lo que aprendiesen de un ejército tan importante.

Quienes le dieron problemas a Amílcar fueron los turdetanos, que vieron como se llevaba las riquezas minerales que ellos podrían estar explotando. Siete años tardó en deshacerse de aquella molestia; los líderes rebeldes (Istolacio e Indortes) fueron crucificados (práctica habitual entre los fenicios-cartagineses) y los guerreros supervivientes engrosaron el contingente de esclavos en las minas de plata.

Pero la suerte de Amílcar se acabó cuando se enfrentó con otra de las tribus del sur: los oretaneos, íberos que usaron una estrategia inédita: provocar de noche una estampida de dos mil toros con teas encendidas en los cuernos. En la huida, el general cartaginés murió ahogado al caer a un río.

Le sustituyó su yerno Asdrúbal, que empezó el mandato arrasando todas las ciudades oretanas; los pocos supervivientes llenaron el interior de las minas y las filas de remeros de las galeras. Después concluyó las obras de la nueva Kart Hadasht (actual Cartagena), donde retuvo a cientos de rehenes de las grandes familias celtíberas, con lo que se aseguró una época de paz y comercio.

Tras morir asesinado, le sucedió Aníbal, hijo de Amílcar, que tenía una gran experiencia militar por haber acompañado desde muy joven a su padre en todas las campañas.

Subió hasta la zona central de la península sin que ninguna tribu le hiciese frente, excepto los vettones, que ya se habían enfrentado a Asdrúbal. Estos, fueron masacrados en su mayor ciudad, Helmántica (Salamanca). Después entró en el territorio de los vacceos, hacia su mayor ciudad-silo, Arbocala (Toro), que igualmente fue arrasada. Al año siguiente corrió la misma suerte Sagunto, ciudad costera aliada de Roma (que no recibió su ayuda). Cuando los cartagineses por fin penetraron en la ciudad encontraron cientos de cadáveres, un fuego que todo lo devoraba y unos cuantos saguntinos que se enfrentaban bravamente pero sin ninguna posibilidad al enemigo.

Roma pidió la cabeza de Aníbal a Cartago, pero los senadores púnicos prefirieron la guerra. Así comenzó oficialmente la II Guerra Púnica, lo cual debió alegrar a Aníbal, que ya lo tenía todo planificado. Poco tardó en dirigirse hacia Roma con un gran ejército compuesto por más de cien mil hombres (númidas africanos, honderos baleares y sobre todo celtíberos), con caballos y elefantes. Con tal contingente cruzó titánicamente los Pirineos y los Alpes, dejando atrás a sus dos hermanos, que más tarde deberían seguirle aportando tropas de refresco. Pero esa ya es otra historia que no corresponde contar en este libro.

image

Fue famosa la espada puntiaguda de doble filo, con empuñadura de antenas. Los escudos podían ser los caetra (redondos, de unos 60 cm de diámetro, con un umbo o protector metálico en el centro) o los scuta, rectangulares y ovalados que protegían todo el cuerpo.

Las dos Hispanias

Estamos en el 218 a.C. Mientras Aníbal iba camino de Roma, Cneo Escipión desembarcaba en Emporion (Ampurias), para establecer después el puerto de Tarraco como base de operaciones. Desde allí consigue cortarle a Aníbal las líneas de suministro e impedir que salgan tropas de refresco.

Ese es el comienzo de la presencia romana en la Península Ibérica. Siete años después, Publio Cornelio Escipión, tras una dura campaña de cuatro años, acabó con la presencia cartaginesa en Hispania. Era el año 206 a.C. Claro que eso no supuso que los romanos se retirasen de este territorio. Al menos, en los dos siglos siguientes.

Antes de regresar a su patria, Escipión dejó establecidas dos provincias, la Citerior, cercana a la costa de levante, y la Ulterior, en el sur, aunque no fueron reconocidas oficialmente por el Senado hasta el 197 a.C.

Cada año, Roma mandaba a dos nobles (primero pretores, después cónsules) al mando de sendos ejércitos que hacían algo así como la campaña de verano contra los nativos. Cada uno tenía una zona en la que establecerse y una misión que cumplir.

Con los primeros fríos se retiraban a los puertos mediterráneos que tenían como base de operaciones y regresaban a la metrópoli con el fruto de sus victorias: tributos de las tribus sometidas, botines de guerra, mercancías, esclavos y prisioneros que serían exhibidos encadenados cuando el jefe romano entrase triunfalmente en Roma.

Hispania llegó a ser la gran fuente de la economía romana, sobre todo desde el mandato del cónsul Catón, que llegó con cuatro legiones (alrededor de 50.000 hombres). Con sus enormes recursos de guerra, sofocó totalmente cualquier rebelión, llegando a extinguir alguna tribu ibera; jugando despiadadamente con la amenaza bélica y con la vida de los rehenes que exigía a todos, consiguió cobrar unos tributos que le permitieron autofinanciar la ocupación e incluso ir mandando excedentes a Roma.

Al final de su mandato, llevará consigo una cantidad exorbitante de oro y plata, procedente tanto de los impuestos como de las explotaciones mineras; también numerosos esclavos (siempre había mercaderes y traficantes siguiendo a las legiones), tan necesarios para mantener la economía romana, o prisioneros maltrechos que dejarían sus vidas en un circo. Catón dejó así establecido el modo de actuar en aquella Hispania que acababa de convertirse en proveedora de Roma: sin miramientos con los nativos, que se ven obligados a aceptar condiciones indignas a cambio de mantener la paz (o, al menos, cierto tipo de estabilidad).

A partir de entonces, las campañas se autofinancian y aportan al año siguiente unos beneficios espectaculares. El costo es mínimo; solo vidas humanas fácilmente reemplazables; algo perfectamente asumible por el Senado romano, que encuentra en esta fórmula el mantenimiento de su esplendor.

Continuaron llegando pretores anuales que mantuvieron el estatus alcanzado por Catón. También llegaron colonos, ya que, al contrario que los cartagineses (que solo querían hombres para su ejército, esclavos para sus minas y alimentos para todos), los romanos, que comenzaron todo esto para combatir a Aníbal, decidieron asentarse en Hispania.

El litoral oriental, poblado básicamente por tribus íberas, y el sur, por turdetanas, fue rápidamente romanizado, aunque no faltaron las rebeliones. Se construyeron ciudades nuevas, donde se instalaban tanto los colonos recién llegados desde la metrópoli como los legionarios veteranos, que veían así premiados sus años de servicio.

Salvo pocas excepciones, la soberbia, la prepotencia y el desprecio hacia las tribus sometidas fueron continuos, manteniendo unas condiciones humillantes: además de pagar unos tributos que casi les impedía la supervivencia, debían prescindir de sus jóvenes, que incluso tenían combatir a otras tribus vecinas, y entregar rehenes como garantía de que todo eso se cumpliese. Con los vencidos aun podía ser peor: a los que se libraban de la esclavitud, se les cortaban la mano derecha (costumbre que los romanos copiaron de los celtíberos), lo que imposibilitaba su uso tanto en la guerra como en las labores agrícolas.

Las fronteras de las dos provincias van poco a poco ensan chándose. El siguiente territorio a invadir es lo que podemos llamar Celtiberia, aun más próspero que el ya conquistado. Eso le tocará a los gobernantes de la Hispania Citerior, mientras que los de la Ulterior se encargarán de los lusitanos, el pueblo céltico situado más al oeste.

Por principio de cuentas, estos últimos son los más peligrosos, ya que no esperan a que los romanos les ataquen, sino que ellos toman la iniciativa, ya que sus condiciones sociales y económicas habían desarrollado la práctica del bandolerismo por las tierras turdetanas como manera de ganarse la vida. Sus ciudades más importantes fueron Norba (Cáceres), Aeninium (Coimbra) y Ebora (Évora).

En el 155 a.C., un tal Púnico fue el elegido para dirigir un pequeño ejército de un millar de lusitanos y vettones. Obtuvo bastantes victorias y llegó hasta el Mediterráneo, pero no consiguió que los turdetanos renunciasen a sus tratados con los romanos, por lo que no pudo mantener las tierras conquistadas.

image

Los muertos celtas podían ser enterrados o incinerados, pero en la tumba conservaban aquellos objetos que formaban parte de sus quehaceres cotidianos y que necesitarían en la otra vida, donde tendrían unas actividades similares. A los guerreros caídos en combate se les dejaba desnudos para que las aves carroñeras comieran su carne, que así liberarían su espíritu; después recogían el esqueleto, que era incinerado junto a las armas. Las cenizas, en una urna, se depositaban en la necrópolis junto a sus pertenencias. (Exposición «Celtíberos». Museo Numantino, Soria)

Tras su muerte, en combate, le sustituyó Césaro, que continuó con sus victorias; aunque finalmente, se confió demasiado y fue vencido. Pero los estandartes de las legiones derrotadas ya habían sido exhibidos entre las tribus lusitanas y celtíberas, lo que a muchos les debió quitar el miedo por aquel enemigo tan numeroso y organizado.

Desde entonces, Roma tuvo muchos quebraderos de cabeza respecto a Hispania. Bien era cierto que los beneficios eran grandes (y eso hacía perdonables los excesos de los sucesivos pretores, que siempre buscaban el enriquecimiento personal), y los abusos de los legionarios con la población nativa, fruto de la prepotencia que suponía ser romano en un territorio bárbaro), pero los pueblos sometidos se rebelaban continuamente o que los que aun eran libres se preparaban para la guerra.

Eso suponía mucho gasto de vidas y el consiguiente descontento entre las familias nobles romanas, que aportaban los mandos y la caballería de las legiones (el nivel de riqueza proporcionaba un estatus privilegiado que incluía el derecho exclusivo a la milicia profesional). La única solución era aplastar definitivamente a aquellas gentes que se empeñaba en mantenerse al margen de la «civilización», sobre todo desde que en las dos provincias hispanas aparecieron sendos símbolos que resultaron muy humillantes para la soberbia romana: Numancia y Viriato.

Numancia, una espina clavada en el corazón de Roma

Más o menos al mismo tiempo en que el lusitano Púnico realizaba su prodigioso viaje por el sur, llegaba a Hispania el general Nobilior con la misión principal atacar la ciudad de Segeda, capital de los belos. Estos habían iniciado la construcción de una muralla, cosa que los romanos habían prohibido a todas las ciudades celtíberas y fue considerado como una rebeldía que había que castigar severamente. Al no tener terminada la obra cuando era inminente la llegada de las legiones, los belos tuvieron que desalojar la ciudad, acudiendo con todo lo que fueron capaces de transportar a Numancia, ciudad bien amurallada de sus aliados arévacos. Nobilior, al encontrar Segada vacía, mandó destruirla completamente.

Mientras tanto, los celtíberos belos, titos y arévacos habían conseguido unir fuerzas para enfrentarse al enemigo común. Al mando de más de veinte mil hombres estaba Caro, procedente de Segeda, que fue uno de los que cayeron en la primera refriega entre ambos ejércitos; eso sí, Nobilior perdió un tercio de sus hombres en un solo día. Los celtíberos se replegaron a Numancia, que ya estaba sobre poblada por gentes que habían acudido a protegerse entre sus murallas. Tuvieron que acampar en el exterior.

Nobilior instaló su campamento a una distancia prudente de Numancia y allí esperó la llegada de los refuerzos del rey númida Massinia, aliado de Roma: 300 jinetes y 10 elefantes.

Entonces comenzó el ataque (antes solo habían ocurrido pequeñas escaramuzas para medir fuerzas y comprobar las reacciones del enemigo). La poderosa acometida de los elefantes africanos, con toda su parafernalia de guerra, causaron tal temor entre los celtíberos que tuvieron que retroceder a la ciudad. Pero la certera pedrada de un hondero en la cabeza de uno de los paquidermos hizo que este se volviese loco y arremetiese contra quienes le rodeaban, lo cual fue imitado por los demás animales, igual de asustados.

El desconcierto entre los romanos fue total, retirándose en desbandada. Eso hizo que los celtíberos se envalentonasen y saliesen a combatir, obteniendo una gran victoria. Nobilior tuvo que abandonar su campamento, dejando atrás todo lo que con las prisas no pudieron llevarse los legionarios que sobrevivieron al ataque.

ADOPCIONES ROMANAS
DE CELTIBERIA

Los romanos adoptaron la espada de los celtas de Hispania, llamándola gladius hispaniensis, añadiéndoles su propia empuñadura. Estas espadas fueron una gran novedad para los romanos, porque tenían punta afilada, al contrario que la autóctona, que era roma y sólo podía cortar. La técnica de lucha cambió totalmente. Se decía que el agua del río Biblis (Jalón) tenían propiedades especiales para darles el temple exacto. También adoptaron los bracae, pantalones (que se supone que a su vez los celtas copiaron de los escitas), para los jinetes de las legiones, y la capa negra de lana gruesa, que los celtíberos llamaban sagum, para todos los legionarios.

Polibio escribió: Los celtíberos sobresalen, en mucho, entre los demás pueblos en la fabricación de espadas. Sus espadas tienen en efecto una punta resistente y un tajo cortante por los dos lados. Por ello los romanos desde los tiempos de Aníbal abandonaron las espadas de sus antepasados cambiándolas por las de los hispanos. Pero si pudieron imitar la forma, nunca lograron alcanzar la calidad del hierro y la perfección de la factura.

Diororo escribió: Sus espadas tienen doble filo y están fabricadas con excelente hierro, y también tienen puñales de un palmo de longitud que utilizan en el combate cerrado. Siguen una táctica especial en la fabricación de sus armas defensivas, pues entierran láminas de hierro y las dejan hasta que con el curso del tiempo el óxido se ha comido las partes más débiles, quedando sólo las más resistentes: de esta forma hacen espadas excelentes, así como otros instrumentos bélicos. El arma fabricada de la forma descrita corta todo lo que pueda encontrar en su camino, pues no hay escudo, casco o hueso que pueda resistir el golpe dada la excepcional calidad del hierro.

Como era normal entre los pueblos célticos, tras la victoria, la federación celtíbera se deshizo, sin que se hiciesen planes futuros. Como si el enemigo ya estuviese definitivamente derrotado.

Aquel 153 a.C. fue nefasto para Roma, llegando al punto de ser difícil conseguir nuevos alistamientos para las legiones, ya que se había difundido la ferocidad de las tribus que poblaban aquella Hispania y la cantidad de jóvenes romanos que allí dejaban sus vidas o los que regresaban tremendamente heridos o mutilados.

Para la siguiente campaña se eligió a Marco Claudio Marcelo, con buenas dotes diplomáticas, que, al no encontrarse frente a un ejército enemigo como el del año anterior, pudo forzar algunos pactos con las tribus celtibéricas que mantuvieron una paz que ambos bandos necesitaban.

Pero el Senado no solo no los ratificó sino que ordenó la continuación de la guerra. La prioridad absoluta estaba en la toma de Numancia, cosa que Marcelo tuvo que asumir; aunque, como le quedaba poco tiempo de mando en Hispania, se limitó a pedir rehenes a la ciudad, que liberó antes de regresar a Roma.

Tras él llegó el cónsul Lúculo, con ansias de fama y riquezas; y eso no se lograba asumiendo la paz conseguida con su antecesor. Por eso atacó a los vacceos, que hasta entonces se habían mantenido al margen de las contiendas. Cauca (Coca) sufrió no solo un desproporcionado ataque para las fuerzas con que contaba, sino que, una vez aceptadas las tremendas condiciones impuestas, los romanos mataron a todos cuantos encontraron en la ciudad.

Roma sintió que la actuación de Lúculo (que además terminó su campaña desastrosamente) la había cubierto de infamia. Por si fuera poco, y eso lo veremos con más detalle en el siguiente capítulo, la actuación del pretor que llegó junto a él para controlar la Hispania Ulterior, Galba, fue incluso peor.

Pasaron algunos años sin cambios significativos, ateniéndose unos y otros a los tratados hechos por Marcelo. Pero algunos romanos aun sentían en su corazón la espina clavada de Numancia, ciudad que también se había convertido en un símbolo, aunque de sentido contrario, para los celtíberos.

En el 143 a.C. lo intentó Cecilio Metelo, después Quinto Pompeyo (por dos veces), tras este Marco Popilio. Y Hostilio Mancino, que, para salvar su vida, llegó a firmar un pacto con el que se reconocía a Numancia como ciudad independien te. Acuerdo que, por supuesto, no ratificó el Senado.

No conformes con aquella última humillación, los orgullosos senadores decidieron dar un castigo ejemplar a Mancino, para que los siguientes cónsules no cayesen en el terrible error de considerar a los celtíberos como iguales a los romanos: acusándolo de alta traición, fue devuelto a Hispania en el siguiente contingente romano y llevado a las puertas de Numancia, desnudo y maniatado (que se sepa, ya existía un precedente, un siglo antes, aunque a mayor escala: durante las guerras samnitas, los legionarios fueron mandados de vuelta al enemigo después de estos los hubieran obligados a desfilar por debajo de un yugo). Así pasó Mancino un día completo. Los numantinos, que no sabían a qué venía aquello, se limitaron a desatarlo y dejarlo marchar; al fin y al cabo, habían firmado con él un tratado de paz. (Años más tarde, cuando recuperó la ciudadanía romana, Mancino mandó esculpir una estatua que le representaba de aquel modo, tal vez para mostrar a sus enemigos romanos que incluso desde aquella tremenda circunstancia había conseguido levantarse y recuperar títulos y fortuna).

Los años siguientes fueron similares: Numancia seguía imbatida y los celtíberos más envalentonados que nunca. La desesperación de los romanos llegó al límite. Habían caído Macedonia y Cartago. ¿Por qué no la bárbara Hispania? La solución a lo que por aquel entonces parecía ser su mayor problema llegó de la mano de Escipión Emiliano, que ya tenía su nombre escrito en la historia de Roma por haber resuelto el otro gran problema, doce años antes: Aníbal y Cartago. ¿Por qué no lo habían llamado antes? Por un legalismo: nadie podía ser nombrado cónsul dos veces en menos de diez años. Es fácil hacerse una idea sobre el nivel de desesperación del Senado como para permitir una excepción a la sacrosanta lex romana.

La visión de total abandono y desmoralización que tuvo Escipión a su llegada a Hispania, tanto de los oficiales como de los legionarios que aun se mantenían en activo, no pudo ser más lamentable. Antes de intentar un solo movimiento tenía por delante la ardua tarea de restaurar el orden y la disciplina, además de ponerlos en forma después de muchos meses de inactividad.

Aquella primavera no hubo guerra, sino duro entrenamiento, sin consentir la menor insubordinación o incumplimiento por parte de nadie. Sin duda, los castigos ejemplares estuvieron a la orden del día, hasta el punto que algunos legio narios se quejasen ante su jefe porque eran azotados con varas de mimbre, a pesar de ser ciudadanos romanos. Escipión, atendiendo burlonamente sus quejas, de terminó que a partir de entonces se siguiera utilizando el mimbre contra las tropas auxiliares, mientras que los ciudadanos romanos tendrían el privilegio de ser azotados con una vara de sarmiento, que sin lugar a dudas era una planta más noble.

Poco antes del otoño ya estuvo todo listo para marchar hacia su destino: Numancia, aunque antes dio un rodeo para someter a las ciudades que pudieran ayudar, como otras veces ocurrió, a los nu mantinos. Primero se dirigió hacia Palantia, ciudad vaccea que también se había atravesado en las ansias de conquista de anteriores cónsules. Esta vez el consejo de ancianos de la ciudad prefirió aceptar el tratado que se les propuso, entregando armas y rehenes. Cuando eso fue aceptado, Escipión mandó a los suyos prender fuego a las cosechas, aunque antes cargaron todo el trigo que cupo en sus carros.

A continuación, se dirigió a Cauca, que tras sufrir la masacre de Lúculo, se había repuesto con nuevos habitantes. A estos solo les pidió rehenes que garantizaran la no intervención en la guerra. Así se aseguró que las dos ciudades más importantes permanecerían al margen de lo que ya estaba a punto de ocurrir.

image

Para Escipión, la conquista de Numancia era el gran reto a la altura de su talento militar.

Cuando llegó ante Numancia, hizo levantar siete campamentos y entre ellos torres de vigilancia. Después comenzaron las obras para rodear completamente la ciudad con una doble empalizada de diez kilómetros. También bloqueó la posible ayuda que llegase a través del río Duero clavando vigas en su lecho. Y dio órdenes de no caer en la trampa de la falsa huida (método habitual entre los celtíberos) que tantas vidas había costado a los romanos; también debían evitar matar a los numantinos que se aventurasen a salir, ya que cuantos más hubiera en el interior, más comida nece sitarían.

También mandó pedir refuerzos entre las ciudades aliadas, lo cual sumado a lo que ya tenía y las fuerzas mandadas por su amigo númida Micipsa, con sus temibles elefantes de guerra, llegaba hasta la desproporcionada cantidad de setenta mil.

Los numantinos, se calcula que unos ocho mil, habían estado esperando un ataque o un intento de asedio fácilmente desmontable, como había ocurrido en anteriores ocasiones, y no asimilaron fácilmente lo que vieron. De pronto, no podían entrar ni salir ni recibir refuerzos e incluso comida. Esta vez no tendrían que enfrentarse a las legiones romanas sino a ese enemigo mil veces más temible: el hambre.

Una fría noche de invierno, un noble llamado Retógenes, junto a otros cinco jinetes numantinos, logró algo increíble: cruzar la empalizada a través de un hábil artilugio a modo de puente. Llegaron a la ciudad arévaca de Lantia, donde encontraron cuatrocientos jóvenes dispuestos. Los numantinos continuaron su búsqueda por otras ciudades, mientras los lantianos esperaban su regreso, pero lo que se encontraron al día siguiente fue al ejército romano, con el propio Escipión a la cabeza, dispuesto a sitiarlos.

El pacto no admitía ningún tipo de negociación: cortó la mano a los cuatrocientos hombres, uno a uno, para que el escarmiento fuera especialmente cruel y la noticia se difun diera por todo el territorio.

Las otras ciudades de Celtiberia, reconociendo en Escipión a un enemigo muy distinto a los que tuvieron con anterioridad, ni intentaron movilizarse para no seguir la misma suerte que la que en esos momentos ocurría en Numancia y sus alrededores. Seguramente el romano había mandado emisarios a todas ellas con advertencias muy claras al respecto.

Cuando el hambre empezó a hacer mella, acompañada de la enfermedad, los numantinos intentaron algún tipo de acuerdo honorable, pero Escipión tenía muy claras sus ideas al respecto. Culpó a la ciudad de la muerte de miles de legionarios y solo aceptaba la rendición incondicional, sin ningún tipo de compasión por los numantinos.

Pero bien conocían aquellos arévacos la crueldad que los romanos mostraban con los vencidos. No sería la primera vez en la que nadie fuese perdonado. También sabían que docenas de miles de mujeres y niños habían partido hacia tierras desconocidas como esclavos o, lo que era mucho peor, otros fueron esclavizados en las tierras entregadas a los colonos o regalada a los legionarios veteranos. Una humillación que no se merecía la memoria de los antepasados. Entre otras medidas drásticas, mataron a ancianos y enfermos, para limitar las bocas a alimentar.

Los hombres que aun podían luchar, posiblemente alimentados con la carne de los muertos, aun intentaron un desesperado ataque en masa, que acabó con muchas vidas en los dos bandos, aunque los numantinos tuvieron que volver a la ciudad sin conseguir nada. Debieron sentirse abandonados por sus dioses.

Así que, después de ocho meses eternos, tomaron la decisión final.

Cuando los romanos entraron en Numancia, la realidad fue mucho más fuerte de lo que tal vez esperasen encontrar: entre el fuego y el hedor, miles de cadáveres de todas las edades con evidentes signos de haber muerto a manos de compañeros o de las suyas propias. Solo se llevaron de allí una imagen que perduraría en sus memorias hasta el último día.

Era el 133 a.C. Con Numancia había caído Celtiberia, demasiado desgastada tras veinte años de guerras. El senado romano determinó que todas las tierras, ciudades, animales y prisioneros de la Hispania conquistada eran propiedad de Roma. Las fértiles tierras de Celtiberia fueron repartidas entre la aristocracia romana, que las convirtió en el granero de Roma.

Los miles de jóvenes celtíberos que pasaron a formar parte de las legiones, como tropas auxiliares, fueron dispersados por los extremos del imperio. Tal vez esto fue debido a que un legionario celtíbero, posiblemente vacceo, asesinase a aquel Escipión que destruyó Numancia. Y puede que no fuese el único que actuase como instrumento de venganza por todos aquellos que murieron en las guerras que dejaban imborrables recuerdos de masacre, destrucción, robo de tierras, esclavitud…

Viriato, la pesadilla de Roma

Regresemos al 151 a.C.

El pretor de la Hispania Ulterior, Servius Sulpicius Galba, tras ser estrepitosamente derrotado varias veces, pidió ayuda a Lúculo, pretor de la Citerior, que, tras la destrucción de la ciudad de Cauca, había sido derrotado por los vacceos y se había visto en la necesidad de abandonar su provincia.

Los restos de ambos ejércitos se internaron en Lusitania, donde atacaron pequeñas ciudades, a las que además les incendiaron los campos y los bosques. Tras esa demostración de fuerza, que, curiosamente no fue contestada por aquellos que pocas semanas habían casi aniquilado a toda una legión en territorio enemigo, Galba recurrió a la estratagema del engaño para acabar definitivamente con aquel pueblo.

Convocó a las diversas tribus lusitanas para ofrecerles un tratado especial: reparto de tierras a cambio de que abandonasen las incursiones contra los romanos y sus aliados. Ante las decenas de miles que acudieron, Galba jugó bien con las palabras sabiendo qué era lo que los lusitanos deseaban oír. Aludió a la pobreza de sus tierras y se mostró comprensivo con el bandolerismo practicado hasta entonces como única manera de mejorar sus duras condiciones de vida. Con las tierras que él les entregase todo cambiaría. Serían amigos de Roma con todos los beneficios que eso conllevaba.

Los dividió en tres campamentos levantados para tal acto, pidiéndoles que, como amigos que ya eran, dejasen fuera las armas. Muy pocos escaparon vivos a aquella encerrona; los demás cayeron asesinados o fueron vendidos a los mercaderes de esclavos.

Lúculo y Galba regresaron cargados de riquezas, tanto para Roma como para ellos mismos. El Senado los acusó por su traicionero proceder, pero las grandes ganancias que aportaron por un lado y repartieron por otro acalló las protestas.

Pero en Hispania el mal estaba hecho. Y bien que se arrepintieron los romanos, ya que, entre los pocos jóvenes que consiguieron escapar de la encerrona de Galba, rompiendo la empalizada, estaba Viriato, que supondría la mayor fuente de problemas para Roma pocos años después.

Viriato era un lusitano nacido en algún lugar entre la portuguesa Sierra de la Estrella y la española Sierra de Francia, hacia el año 170 a.C. Su dura infancia cuidando ganado por las serranías y llevándolo temporalmente a los valles del sur le llevó a soportar las duras condiciones de una guerra frente a un enemigo mucho mayor y mejor preparado. Incluso cuando llegó a ser el gran enemigo de los romanos y los suyos le adoraban como a un dios, mantuvo una vida llena de austeridad: dormía en el suelo cubierto por su capa, comía frugalmente y repartía el botín de manera equitativa e incluso su parte la entregaba entre los que más la necesitasen.

Viriato conocía bien las tierras que serían el escenario de sus primeras batallas, que seguramente recorrió integrado en una partida de bandoleros, como era habitual entre los lusitanos que querían mejorar sus precarias condiciones de vida en una tierra poco fértil que solo permitía vivir del ganado, con una clase aristocrática propietaria de grandes extensiones y una población llana que tenía que conformarse con lo mínimo.

Claro que las frases que se le atribuyen a Viriato denotan una formación intelectual poco común tanto para un pastor como para bandolero: La patria es la libertad. La posesión más estable es el valor. La mayor riqueza es saber contentarse con poco y amar la justicia. O aquella parábola acerca de la traición: Un hombre maduro se casó con dos mujeres. La una le arrancaba los cabellos negros y la otra los blancos. Al poco tiempo lo dejaron calvo. Lo mismo le puede suceder a la ciudad de Tucci (actual Martos) si se empeña en aliarse al mismo tiempo con romanos y con lusitanos.

image

Escultura de Viriato (1844) de Eduardo Barrón en una plaza de Zamora.

Tanto por su educación como por los lugares donde tuvieron lugar sus batallas, ha hecho que algunos autores sitúen su nacimiento más al sur, donde el contacto y la influencia de la antigua civilización tartésica (mas la púnica) aun era notable.

En el 147 a.C., cuatro años después de la traición de Galdas, Viriato disponía ya de un ejército considerable: unos diez mil hombres, buenos conocedores de los pasos de las montañas, preparados militarmente por sus colaboradores más cercanos: los devoti, una especie de cuerpo de elite que juraba defender a su jefe con la propia vida en una ceremonia que otorgaba un carácter de consagración.

Tomó a mil de ellos, mientras que los demás quedaron dispersos por las montañas, atentos a su llamada. Consiguió su primera gran victoria frente a las legiones de Cayo Plautio, que además contaban con ayuda celtíbera; después, sufrió la derrota por las de Quinto Fabio, pero volvió a desquitarse con las de Quinto Pompeyo. Las enseñas y los estan dartes fueron exhibidos por toda Lusitania y finalmente clavados en algunos cerros que fuesen fáciles de ver por el enemigo. Esa era tal vez la peor ofensa que podía darse a una legión, ya que, incluso si no había una derrota de por medio, el portador de un estandarte era duramente castigado por perderlo.

Sus triunfos le llevaron a continuar sus conquistas por la Hispania Citerior, muy lejos de su base de operaciones, donde había demasiadas ciudades que se habían entregado completamente a los romanos. Las tribus celtíberas de tittos y belos, que llegaron a combatir contra él como aliadas de los romanos, supieron hasta qué punto se habían equivocado. Acabaron cambiando de opinión y de bando. No pasó lo mismo con la ciudad de Segóbriga (en la actual provincia de Cuenca), cuyos habitantes fueron masacrados. A partir de entonces, muchos celtíberos engrosaron su ejército, pero no consiguió ningún acuerdo a largo plazo para hacer un frente común debidamente organizado entre todas las tribus.

Siempre tuvo Viriato mucho cuidado de no enfrentarse al enemigo a campo abierto, donde bien sabía que no tenía mucho que hacer. Su principal baza fue el bandolerismo y la guerra de guerrillas: ataques rápidos y por sorpresa por bosques, montañas y desfiladeros, causando numerosas bajas y replegándose con suficiente rapidez como para impedir ser contraatacados.

Aquel tipo de guerra era llamado latrocinium (robo) por los romanos, cosa que sí era cierta cuando atacaban a los convoyes de abastecimiento, que llevaban las enormes cantidades de comida y forraje que las legiones necesitaban diariamente. También empleó a conciencia la táctica de la falsa huida, cuando simulaban una retirada que provocaba la confiada y descontrolada persecución de los romanos, que se daban cuenta demasiado tarde del engaño.

Durante los siguientes años su ejército creció considerablemente en número. Como líder natural, consiguió que todos tuviesen en mente el objetivo de expulsar a los invasores de su tierra y que batallasen con un relativo orden y concierto, tan necesario a la hora de enfrentarse a un enemigo como aquel.

El rey Astolpas, terrateniente de la Bética y, por lo tanto, aliado de los romanos, le ofreció la mano de su hija. En la boda dio muestras el lusitano de que no tenía intenciones de entregarse a la lujosa vida que le ofrecían, quien sabe si para alejarlo de su propósito.

Mientras tanto, en Roma se produce un cambio considerable. La III Guerra Púnica ha terminado y ahora puede mandar a Hispania más legiones para resolver su gran problema: Viriato y sus latrones lusitanos

Así, a partir del 146 a.C., Roma comienza a mandar cónsules en vez de pretores, lo que supone un ejército con el doble de legionarios y tropas auxiliares, adelantando además la fecha de incorporación, ya que en el sur de la penín sula no existían tantos problemas con la climatología invernal como en el norte. También se hacen nuevas leyes para que las clases plebeyas sean partícipes del privilegio de servir en el ejército e incluso se rebaja la altura mínima que antes se exigía a los legionarios.

A pesar de todo, en esta fase se suceden las victorias lusitanas, hasta el punto que el cónsul Serviliano, tras ser acorralado en su campamento, se ve en la necesidad de huir de noche hacia la ciudad aliada de Tucci. Ante la falta de un enemigo que combatir y con el desgaste de años seguidos de lucha, Viriato se retira a Lusitania; sus hombres pueden gozar de un merecido descanso. Seguramente fue esa la primera y última vez que Viriato estuvo en su tierra desde que saliese como jefe de un reducido ejército.

Serviliano quiso aprovechar un momento como aquel, que no se había dado en los años que duraba aquella guerra, y reinició el ataque, recuperando algunas ciudades conquistadas por los lusitanos y castigando a quienes habían colaborado con ellos. Seguidamente se dispuso a internarse en Lusitania. Pero Viriato no era el único capaz de organizar un ejército más o menos improvisado. Curio y Apuleyo, seguramente jefes de bandoleros, consiguieron refrenarlos. Pero solo eso.

Serviliano arrasó las pequeñas comunidades lusitanas, consiguiendo numerosos esclavos, y sofocó las pequeñas revueltas que intentaron hacerle frente, matando después a todos los prisioneros o cortándoles la mano como castigo.

Cuando todo esto llegó a oídos de Viriato, rehizo en cuanto pudo a su ejército. Ya el primer encuentro le resultó favorble, persiguiendo a los romanos hasta el borde de un precipicio. Entonces, con la fuerza moral del que tiene en sus manos la vida y la muerte, ofreció al cónsul un tratado por el que se le reconocía el dominio de la tierra conquistada. Serviliano, seguramente sin poder creerse que iba a salvar su vida después de arrasar y saquear parte de la Lusitania, aceptó gustoso y hasta le otorgó el rimbombante título de Amicus Populi Romani, amigo del pueblo romano. Cada parte conservaría los territorios tal como estaban entonces, sin que hubiese nuevas conquistas.

Aquello permitió un tiempo de paz. Pero eso, teniendo a los romanos como amigos/enemigos, no es necesariamente bueno. A Roma no le interesaba que en Hispania hubiese un reino independiente cuando podía tenerlo todo.

¿Pagó Roma a los traidores?

El nuevo cónsul, Servilio Cepión, autorizado por el Senado para romper el tratado del año anterior, llegó con la mayor infraestructura militar posible, ante cuyo envite Viriato se vio en la obligación de replegarse.

No debieron ser buenos tiempos para Viriato. El agotamiento tras ocho años de guerra continua, sin conseguir apenas nada que esperar al enemigo romano que al año siguiente regresaría como las aves migratorias, se había hecho patente entre los lusitanos, que además habían sufrido grandes bajas. Ahora, una desmesurada fuerza avanzaba sin piedad por tierras de lusitanos y vettones, y muchas tribus claudicaban para salvar la vida.

Dentro de la confusión del momento, Viriato intentó evitar un final fácilmente previsible. En la Hispania Citerior estaba el cónsul Lenas, a cuyo campamento se acercó para proponer un nuevo tratado. La primera imposición romana fue la entrega de desertores, entre los que se incluían antiguos aliados.

Uno de ellos era Astolpas, suegro de Viriato, que muere envenenado. Las sospechas recaen sobre Viriato, que también había mandado matar a otros para que evitar la cruel humillación que les esperaba en manos romanas. Pero Lenas seguramente tiene órdenes concretas de no hacer ningún tipo de pacto, por lo que exige algo que sabe que Viriato nunca aceptará: la entrega de las armas.

La ansiada paz parece imposible, pero tres de sus hombres de confianza (Audax, Minuro y Ditalco) proponen algo: El siguiente intento de negociación será con el otro cónsul: Cepión. Ellos mismos irán como emisarios.

Así se hace. Estos, tras la entrevista con el cónsul, regresaron al campamento. Le dieron a Viriato la buena noticia: el comienzo de las negociaciones no podía ser mejor. Al día siguiente irían los cuatro a concluir el tratado.

Pero esa misma noche, los tres entran en la tienda de Viriato mientras duerme.

Tienen muy claro qué han de hacer. No habrá otra oportunidad como aquella. Le cortan la cuello (único lugar disponible, ya que Viriato solía dormir con la armadura para estar siempre dispuesto) e inmediatamente se van al campamento romano.

No todos los historiadores están de acuerdo con aquella frase de «Roma no paga a traidores», seguramente escrita para mantener ante la posteridad una apariencia ética que desde luego no practicaban los romanos. Buscar, propiciar y pagar a traidores siempre fue una de sus estrategias para acabar con sus enemigos, y los pueblos celtas lo sufrieron innumerables veces hasta que prácticamente dejaron de existir.

¿Buscaban aquellos traidores una recompensa meramente material o, viendo que el aplastamiento militar era inevitable, intentaron protegerse y al mismo tiempo recibir algunas prebendas en forma de tierras?

El cadáver de Viriato fue puesto sobre una enorme pira que ardió durante horas, como correspondía con los grandes guerreros. Se sacrificaron numerosos animales, incluido su caballo. Los soldados realizaron danzas circulares acompañadas por cánticos fúnebres en honor a su líder muerto. Envueltos en aquella orgía de dolor y deseperación, doscientos devoti lucharon entre ellos para inmolarse junto a su jefe; tal fuese una manera de autocastigarse por no haber podido protegerlo, tal como en su momento habían jurado.

El resto del ejército que se mantuvo fiel a su memoria se enfrentó, al mando de Táutalo, a campo abierto con los romanos. No tuvieron muchas oportunidades, seguramente tampoco las buscaban. Eso sí, dadas las circunstancias, recibieron mejor trato que otros ejércitos vencidos. A estos se les mandó a la colonia de Valentia. ¿Era clemencia de vencedor o una manera de integrarlos en la maquinaria productiva de Hispania?

Allí trabajarían la tierra, pagarían tributos y aportarían jóvenes a las tropas auxiliares. Y los mantendrían controlados y alejados de sus raíces y de sus sueños de pueblo libre.

Las tribus del norte

Cuando ya se podía considerar que todas las tribus de Hispania estaban romanizadas o reducidas a grupúsculos que malvivían en reductos alejados, aun le quedaba a Roma un territorio por conquistar.

Al norte del río Duero esperaban los que los romanos llamaban «montañeses» y que se conocen genéricamente como galaicos, astures, cántabros, que tal vez observaban el devenir de los acontecimientos para saber a qué atenerse.

Con el nombre de astures se conocía a una veintena de tribus (lugones, brigaecinos, ámacos, zoelas, entre otros) que habitaban al sur de la actual Asturias, concretamente en las provincias de León y Zamora, teniendo su capital en la actual Astorga.

Los cántabros eran los más numerosos, ya que en aquellos tiempos ocupaban las actuales Cantabria, Asturias y parte de Galicia. Estaban compuestos por una veintena de tribus, como plentusios, coniscos, vérdulos, caristos, autrigones, aurinos, plentauros, orgenomescos, vadinienses, aunigainos…

Los primeros en caer fueron los galaicos (bracarenses, ártabros, lucenses, cilenos, albiones, lemavos), como ampliación del avance que el pretor Julio César organizó a modo de guerra preventiva contra los lusitanos, por tierra y por mar, antes de que estos fuesen suficientemente fuertes como para atacarlo a él. Tras vencerlos sin demasiada dificultad a las afueras de Olisipo (Lisboa), continuó hacia el norte, acusando a los galaicos de haber suministrado comida y hombres a los arévacos.

image

Las casas normalmente de forma redonda no guardaban ningún orden. Castro de Santa Tegra, en la provincia de Pontevedra.

No encontró apenas resistencia y sí consiguió suficiente botín como para pagar muy bien a sus legionarios y para enriquecerse él mismo, motivo real de aquella incursión, ya que, según reconocieron los propios historiadores romanos, aquella campaña fue un modo de financiar la millonaria deuda que César tenía en Roma. Esto sería repetido cada cierto tiempo, el suficiente como para que los nativos recuperasen algo su maltrecha economía y dejarlos una vez más sin nada.

Las guerras cántabras

Los cántabros, al modo de los bandoleros lusitanos, todos los veranos constituían una plaga que cruzaba las montañas para robar cuanto hubiese a mano. Pero además de ladrones tenían fama de buenos guerreros y cuando la ocasión lo requería se alistaban como mercenarios sin importar el enemigo con el que tuvieran que enfrentarse, incluso más allá de los Pirineos.

Las hostilidades entre romanos y aquellos pueblos montañeses se desarrollaron violentamente durante años, hasta que Augusto, al mando de siete legiones, se personó en Hispania. Tras conseguir un pacto con los astures que le aseguraba cierta tranquilidad en la retaguardia, el emperador romano dirigió toda su maquinaria de guerra hacia las montañas del norte, al mismo tiempo que una flota completaba el ataque desde el mar.

En aquellos tiempos surge la figura de Corocotta, un caudillo cántabro que da tantos quebraderos de cabeza a Augusto como para ofrecer una cuantiosa recompensa: 250.000 sestercios por su cabeza. (Mucho antes, ya consiguió cierta celebridad un mercenario cántabro llamado Laro, del que se escribió: Él en solitario colmaba el campo con cadáveres).

Ha quedado una curiosa historia romana sobre que el propio Corocotta se presentó ante el emperador para cobrarla. Este sin saber como reaccionar ante tan insólito suceso, le dio el dinero y lo dejó marchar. ¿Fue dinero lo único que hubo o también consiguió Augusto hacer algún trato con Corocotta? Porque después de aquello ya no se le vuelve a nombrar.

Pero la guerra contra los cántabros continuó siendo un problema para Augusto. Ellos eran perfectos conocedores de la difícil orografía de sus montañas y contaban con oppida amuralladas donde resguardarse. Además, el supersticioso emperador tuvo motivos para pensar que aquella guerra también se estaba librando en un plano mágico. Un número excesivo de legionarios fue víctima de una plaga; incluso él mismo enfermó. Por si fuera poco, un rayo estuvo a punto de matarle. Contra todo aquello, pocas tácticas guerreras valían. Así que, tras retirarse un tiempo en Tarraco (Tarragona), regresó a Roma.

A pesar de la fiera resistencia, a los legiones no les faltaban medios humanos o materiales. La aplastante maquinaria romana comenzó a recibir sus frutos. Algunas ciudades cántabras, como Lucus (Lugo), fueron sitiadas hasta la muerte por hambre, repitiéndose situaciones similares a las de Sagunto o Numancia.

Y cuando ya no hubo más ciudades, incendiadas por los romanos, los cántabros, a los que se sumaron algunos astures, se refugiaron en los bosques e iniciaron un continuo acoso de guerrillas. Poco podían hacer los romanos contra eso, al menos hasta que llegó Agripa, considerado el mejor general del imperio, y los papeles se invirtieron.

El acoso romano, palmo a palmo de tierra, a cualquier lugar donde hubiese un grupo de cántabros, fue ya imparable, produciendo escenas extremas entre ancianos, mujeres y niños que preferían darse ellos mismos la muerte antes de que el enemigo les pusiese las manos encima, mientras los hombres se lanzaban a la lucha desesperada, conociendo ya el final; los que no cayeron en combate, murieron crucificados entonando cantos de guerra.

Muchos de los que sobrevivieron fueron trasladados a otra región como esclavos (que más tarde pro tagonizarían una importante insurrección y regresarían a sus tierras), quedando los castros abandonados.

Es el año 25 a.C. Tras veinte siglos de cruentas guerras, toda Hispania es provincia de Roma, aunque aun habrá revuel tas y escarceos. De ella surgirán personajes significativos en la historia romana, como los escritores Séneca, Quintiliano y Marcial o los emperadores Trajano, Adriano, Teodosio. Pero el valor de los hombres y mujeres de Celtiberia sería recordado y admirado por los historiadores romanos durante los siguientes siglos.

Como en todos los momentos históricos cruciales, siempre cabe una pregunta como ¿qué hubiese ocurrido si todas las tribus se hubiesen coordinado para hacer frente al invasor? En los siguientes capítulos veremos que la falta de unión fue el gran problema de los pueblos célticos.

Las otras guerras

A pesar de la escasez de medios e incluso de personal, fruto de la continua sangría impuesta por Roma, en el 98 a.C., aun hubo un nuevo intento de rebelión por parte de lo que aun quedaba de vacceos y arévacos. Fueron derrotados, pero todavía se unirán a Sertorio, pretor de la Hispania Citerior, cuando, algunos años más tarde, llegara a independizarse de Roma.

En el 49 a.C. comenzó la guerra civil entre Pompeyo, y después sus hijos, contra César, que tuvo a Hispania como campo de batalla, con numerosas legiones y tropas auxiliares compuestas por celtíberos, galos y africanos. Hubo infinidad de enfrentamientos, aunque, al final, César no pudo aprovechar su gran victoria, ya que murió asesinado en Roma, justo delante de la estatua de su gran enemigo, Pompeyo.

APORTACIONES DE ROMA
AL MUNDO CELTA

El latín, como idioma común del imperio, que daría lugar a las lenguas romances. El derecho romano, que reco nocía el derecho individual frente al colectivismo tribal. La elección, más o menos democrática, de los magistrados y funcionarios. Obras arquitectónicas y de ingeniería, como carreteras, puentes, an fi teatros, baños y acueductos.

VERCINGETORIX Y LA GALIA

Año 46 a.C.

Una oscura mazmorra bajo el Capitolio es el escenario del cruel final del que seis años antes fuese el gran enemigo de Roma. Sabe que su fin está próximo, ya que acaban de pasearlo humillantemente por las calles en un homenaje al César. Ya no tiene sentido prolongar su vida.

Vercingetórix, ahora casi una figura fantasmal, seguramente está soñando, dormido o despierto, con aquella tierra a la que estuvo a punto de librar del yugo romano.

Sin duda ha habido muchos momentos de su largo cautiverio en que llegó a dudar si había merecido la pena tanta muerte, esclavitud y destrucción de su pueblo para no conseguir nada. Tal vez en algunos instantes especialmente lúcidos tuviese la convicción de que siempre era mejor hacer algo que nada. Y en los tiempos que le tocó vivir, hacer algo suponía enfrentarse con aquel César invasor cargado de ambición que consiguió imponer una forma de vida muy alejada de las tradiciones de los pueblos que habitaban la Galia.

Tras la última derrota, allá en Alesia, la suerte de la Galia estaba echada, pero aun hubo numerosos y fallidos intentos de jefes guerreros que querían emular a Vercingetórix. Tal vez pensó César que acabando con la vida de aquel que aun servía de ejemplo también acabaría con esas molestias periódicas.

Bajo la fantasmal iluminación de una antorcha, César da la última orden y su enemigo, en el que es difícil reconocer al que fue rey de la Galia que pudo ser libre, muere estrangulado.

Algunos años después, tras una fulgurante carrera militar y política, el propio César correrá idéntica suerte, pero en manos de los suyos.

Veamos ahora los antecedentes de todo aquello.

Comienza la invasión

En un capítulo precedente ya vimos cómo en el 399 a.C. los celtas galos habían asaltado Roma, ocasionando una masacre y cobrando un enorme rescate por su marcha. No fue aquella sacrílega humillación algo que a un pueblo tan orgulloso olvidase ni perdonase. No es de extrañar que, cuando estuvo preparada, Roma utilizase todos los recursos posibles para aniquilar a aquellos bárbaros.

En la Galia Cisalpina («antes de los Alpes») había media docena de tribus celtas llegadas en distintas épocas. Se habían asentado principalmente en el valle del Po, expulsando a los etruscos, y fundaron ciudades que aún perduran con Mediolannun (Milán), Brixia (Brescia), Tridentum (Trento), Bononia (Bolonia). Pero en el siglo II a.C., tras muchas dificultades, aquellos celtas fue conquistados y romanizados.

La insaciable Roma necesitaba ser continuamente abastecida con recursos lo más baratos posible. La Galia Trasalpina («después de los Alpes») era la solución más inmediata: un conglomerado de cientos de tribus incapaces de organizarse, sin ningún sentido de unidad, enzarzados en peleas continuas entre ellos y haciendo gala de su absoluta falta de previsión. Tal vez habría que añadir cierto desprestigio que entonces ya debían tener los druidas como líderes espirituales, ya que no fueron capaces de usar sus conocimientos y su gran influencia en la sociedad celta para evitar el desastre.

Cayo Julio César, que ya había conocido a los celtas cuando estuvo de pretor en Hispania, tuvo de aquellos galos una idea bastante clara: Combaten con nervio, coraje y orgullo, con una cierta alegría feroz, pero sin astucia, incluso con cierta ingenuidad. Algo muy parecido a lo que después escribiría Estrabón (muerto en el 24 d.C., por lo tanto, uno de los pocos cronistas del mundo celta que los pudo conocer en persona): Son guerreros apasionados, de fácil provocación y con la suficiente ingenuidad como para caer en las estratagemas… Basta con provocar su furia en el lugar y momento adecuados para tenerlos ciegos en la lucha sin confiar en otra cosa que no sea su fuerza y su valor.

¿Cuál era la mejor táctica? Provocar la desunión. El espionaje, el engaño, el jugar con regalos y privilegios, el avivar viejas rencillas, el propiciar traiciones: armas terribles que los romanos no se resistirían en repetir cuantas veces hizo falta para acabar con sus ene migos.

El punto de avance fuera de la península Itálica fue la colonia focea (griega) de Massalia (la actual Marsella), importante puerto comercial donde se unían los productos de Celtiberia, Galia y el Mediterráneo oriental. Cuando fueron atacados por una tribu celta, pidieron ayuda a los romanos, que no tardaron en llegar con una fuerza tal vez excesiva, pero que sirvió tanto para hacer huir al enemigo como para instalarse en lo que a partir de entonces consideraron su «Provincia» (la actual Provenza).

Pocos galoceltas fueron capaces de prever el peligro, pocos sintieron la ambición que movía a aquel Julio César que dirigía a las legiones, en las que no tenía inconveniente en incluir a jóvenes galos deseosos de vivir aventuras y que lucharían tal como solo ellos sabían hacer, pero contra sus propios vecinos. El procónsul tenía como aspiración final ser el César de Roma y aquella campaña era el vehículo ideal, tal como se demostró con el tiempo.

El gran paso estaba dado. No hacia falta una costosa invasión a gran escala, sino un lento comer terreno. Tenían que aparentar ser los benevolentes amigos del sur, poseedores de una cultura superior y capaces de proporcionar una vida más cómoda a los ya de por sí la acomodada y próspera clase noble gala. El método de entrevistas en secreto con ciertos reyes, los regalos, las promesas o el sembrar la desconfianza hacia los vecinos ya había demostrado su poder entre los celtas de Hispania.

LEGIONARIOS CELTAS

Las legiones romanas estaban formadas por ciudadanos romanos, mientras que a las cohors (cohortes o tropas auxiliares) entraban, más o menos voluntariamente, jóvenes de las tierras recién conquistadas. Estos, tras sobrevivir una veintena de años luchando contra pueblos similares a los suyos antes de ser conquistados, conseguían licenciarse con la ciudadanía y toda la consideración de hombres libres.

La disciplina era férrea y los castigos muy duros. Pero había salario estable, identificación con los vencedores, busca de nuevos horizontes, incluso un uniforme que debía resultar atractivo. Y regresar después de unos años a su tierra con prestigio y honores, y, como ciudadano romano de pleno derecho, formar parte de la civilización.

Pero, ni qué decir tiene que la mayoría no volvieron a ver la tierra donde nacieron.

También el procónsul contaba con otra baza importantísima: espías galos. ¿Quién mejor que ellos para darse cuenta de los puntos débiles de cada tribu, de conocer a los descontentos, de hacer llegar mensajes a las personas adecuadas con grandes promesas a cambio de traicionar a los suyos?

Llegaron los primeros colonos, se incrementó el comercio, se llevaron productos exóticos, se formalizaron alianzas, se impusieron tributos, comenzó un ciclo financiero desconocido hasta entonces por los celtas: deudas, préstamos, intereses, nuevas deudas…

RECLUTANDO TRAIDORES

El destierro era una de las mayores condenas en el mundo celta. El individuo quedaba despojado de cualquier derecho e incluso de su honor, lo cual era extensible a su familia y sus descendientes. Es fácil suponer que los romanos supieron sacar partido a este tipo de individuos, que difícilmente serían aceptados en otra tribu, pero que de pronto se veían adulados y agasajados por sus «amigos» romanos, que los consideraban muy valiosos por la información que pudieran aportar sobre aquellos que le excluyeron de la comunidad y le obligaron a vivir en el bosque como una bestia.

A través de estos les resultaría fácil conocer secretos tales como el lugar sagrado donde algunas tribus habían colocado la piedra fundacional, posiblemente portada desde sus territorios de origen. Pocas cosas debían ser tan desmoralizantes para un celta como la violación de su secreto mejor guardado que de alguna manera debía suponer despojarlos de parte de su identidad. También los nombres secretos de reyes, jefes y dioses. El simple hecho de conocerlos suponía tener algún poder sobre ellos.

Así está el escenario: Por un lado, Julio Cayo César, procónsul romano de la Galia Trasalpina, al mando de 10 legio nes disciplinadas. Por otro, numerosas tribus celtas valerosas pero desorganizadas y sin saber qué rumbo tomar.

Con el tiempo, las diferencias entre la Galia Narbonense y la Galia del norte (a la que llamaban despectivamente Comata o Peluda) fueron grandes; en la primera, la romanización fue completa, tanto en costumbres como en idioma, llegando a alcanzar sus habitantes la ciudadanía romana.

Pasa el tiempo. La fama del jefe romano aumenta en la Galia, ya que ha resuelto algunos de los interminables conflictos entre tribus galas. Pero un nuevo componente se integra en este escenario: Ariovisto, jefe de los suevos, cruza el Rin, frontera natural hasta entonces respetada entre celtas y germanos.

Los eduos se ven en la disyuntiva de tener que pedir ayuda a los romanos, como mal menor. ¿Por qué no buscaron una alianza con otros galos? Años antes, estos eduos habían atacado a otras tribus vecinas (secuanos y arvernos) con tal ferocidad que estas tuvieron que solicitar la alianza de los suevos. Nadie lo ha olvidado.

Pero ahora son los propios suevos quienes atacan a sus anteriores aliados eduos y su druida principal, Diviciaco, tiene que acudir a la mismísima Roma pidiendo ayuda para su tribu, petición que el Senado romano atiende con toda la generosidad de que es capaz. Años antes habían visto en el mismo lugar al propio Ariovisto como invitado especial, y hasta le concedieron el título de «amigo de los romanos». Pura acción de relaciones públicas por ambos lados. Ninguna parte se fiaba de la otra.

Este nuevo conflicto no fue muy largo. Ariovisto se atrevió a presentar cara al ejército romano en Alsacia, pero fue vencido y se retiró a la otra orilla del Rin. Por su parte los romanos tuvieron la excusa perfecta para instalarse en esa región. Las intenciones del procónsul romano ya van quedando más claras para todos los galos.

FIDELIDAD A ALEJANDRO

Los celtas juraron a Alejandro un tratado de amistad con la frase: “Si no respetamos este pacto, que el cielo caiga sobre nosotros y nos aplaste, que la tierra se abra y nos trague, que el mar ruja y nos engulla”.

En un texto irlandés se cita otro similar: “A no ser que el cielo caiga con su lluvia de estrella, a nos ser que la tierra sea sacudida por un terremoto, a no ser que las olas del mar azul inunden los bosques…”.

Tal vez por eso el poeta galés Grunffuff Ynad Coch (siglo XIII) expresó su dolor por la muerte del príncipe Llewelyn, y con él el fin del celtismo címrico, con estos versos: “¿No veis que el sol se arroja por los cielos, que las estrellas se han caído?”.

¿Sería aquello el recuerdo de algún cataclismo del pasado tan grabado en la memoria del pueblo como para formar parte de su más alto juramento?

Misión imposible: unir todas las tribus

A simple vista, parece que la pacificación de la Galia va por buen camino. No ha sido mucho el esfuerzo por parte de Roma. Julio César conocía muy bien qué cartas jugar. La vieja técnica del divide y vencerás se ha mostrado tan efectiva como siempre lo ha sido.

Pero no todo fue una labor más o menos disfrazada de relaciones públicas; los incidentes armados fueron constantes, con el agravante de la presión cada vez mayor de los pueblos germanos.

Llegó el momento en que al norte de la Galia, donde era menor la influencia romana, diez tribus belgii o belgas (a quienes se debe el nombre de Bélgica) consiguen formar una confederación. Julio César tiene su gran oportunidad; sus victorias se suceden una tras otras. Sitia y destruye las principales ciudades, como Bibrax, Noviodunum, Bratuspantium.

image

El resultado final de las batallas contra los romanos acabó siendo siempre el mismo: los celtas no entendían de tácticas militares ajenas a las guerrillas o el enfrentamiento bruto. El orden y la disciplina resultaban superiores.

Las batallas se suceden como era de prever: fuerza bruta contra organización militar. El resultado, igual de previsible. Los supervivientes belgas que escaparon a la muerte o la esclavitud emigraron a Britania, donde sus descendientes volverían a enfrentarse a los romanos años más tarde.

También del norte eran los veneti, que dominaban el comercio marítimo desde la actual Bretaña francesa (a donde huirían posteriormente muchos celtas britones bajo la presión sajona). Corrieron similar suerte cuando su rey afirmó que ellos vivirían según sus costumbres o morirían. Ganó la segunda opción.

Pero estos dos exterminios, más el asesinato del rey eduo Dumnórix, el primero en intentar unir a los celtas, encendieron la alarma entre otras muchas tribus que no se habían entregado completamente al dominio romano. Nuevamente será en la periferia norte de la Galia donde surja la insurrección. Ambiórix, rey de los eburones, e Indutumarus, rey de los treveri, serán los siguientes en dar la cara, pero poco es lo que consiguen, salvo debilitarse más.

El castigo de Julio César a los vencidos era siempre ejemplar: esclavizar a los supervivientes y torturar a los líderes, como ocurrió con Acco, azotado hasta la muerte delante de su gente, que se encargaría de difundir la noticia, o llevarlos a Roma, donde, tras ser exhibidos humillantemente como trofeos de guerra, acabarán su vida en algún circo. Además, César manda a la metrópoli tanto oro, entre lo que recauda y lo que se apropia, que su valor llega a caer por debajo del de la plata.

A estas alturas han muerto muchos héroes (además de los citados, Boduognatos, Orgentorix, Casticos, Indutiomarus), muchas ciudades han sido arrasadas, tribus enteras extinguidas, docenas de miles de personas esclavizadas. Es muy grande el precio que hay que pagar por resistirse a lo que parece inevitable.

La mayoría de las tribus prefirió permanecer al margen y hacer lo políticamente correcto en aquellos tiempos, o sea sonreír al procónsul y aparentar que aquellos incidentes no les afectaban a ellos.

Pero, por aquel tiempo, está creciendo un niño que dará mucho que hablar.

Un rey para todos

Cuando César estaba haciendo y deshaciendo a su antojo en territorio galo, consiguiendo alianzas más o menos forzadas y haciendo que aquella sea una tierra prácticamente sometida, por fin los galos que no se habían entregado aun totalmente a la causa romana se pusieron de acuerdo. Los druidas se hacen oír. Era preciso alguien que lidere a las tribus libres, y a las que quieran volver a serlo, frente a ese enemigo que ya estaba a punto de engullir toda la Galia.

Estamos el año 52 a.C., cuando aparece públicamente la figura de Vercingetórix, perteneciente a los arvernos, una de las tribus más poderosas de la Galia, reclamando el liderazgo ante su tío Gobannitio, que había ejecutado a su padre Celtill cuando él era solo un niño.

¿Fue Vercingetórix un aspirante a druida que tuvo que tomar las armas por decisión de sus superiores ante la falta de otro mejor para dirigir a su pueblo? ¿O fue un guerrero, hijo de rey y educado para gobernar, que recibió algún tipo de iniciación druídica que le permitió ser reconocido por la mayoría de las tribus?

A partir de ahora los romanos no lo tendrán tan fácil. El nuevo líder galo tiene ideas muy claras y que no deja que el azar mueva los hilos. Él no actúa siguiendo impulsos ciegos y con el engreimiento propio de la mayor parte de los celtas. A esas alturas, bien se conocía las pocas posibilidades que se tenían frente a los romanos con su habitual esquema de combate.

Imaginémosle tal como Diodoro de Sicilia, en el siglo I d.C. describía a los nobles galos: Bien aseado (los celtas fueron los primeros europeos en usar el jabón) y con la barba afeitada, pero dejando unos grandes mostachos que le tapaban la boca. El pelo echado hacia atrás y encrespado con agua de cal, dando la apariencia de crines de caballo. Un sayo largo, pantalones y capa de lana, que posiblemente tenga los colores de su tribu. Como rey, lleva un torque de oro al cuello y brazaletes.

image

Los torques eran gruesos collares rígidos, muchas veces torcidos en espiral. Eran el adorno más valioso entre los celtas; podían ser de bronce o de oro, según el rango del que los portase. Para los romanos también fueron valiosos como botín de guerra. (Museo Arqueológico de La Coruña).

Al igual que hiciese Viriato, primero organizó guerrillas usando a los mejores jinetes en operaciones rápidas y contundentes, como impedir la llegada de forraje para las guarniciones, destruir los depósitos de cereales o derribar los puentes que los romanos utilizaban habitualmente. También aprendió Vercingetórix la importancia de mantener una red de exploradores que informasen de los movimientos de tropas enemigas.

Visitando otras tribus y ciudades consiguió la unión de tres cuartas partes de las tribus galas, inhibiéndose solo aquellas que tenían demasiados privilegios o miedo a la reacción de César. Debió ser ese un gran momento para Vercingetórix. Sin duda, cuenta con la ayuda de los druidas, cuyo jefe vaticinara años antes: Un joven rey para el viejo pueblo al abrigo de los jefes, que se someterán a él con respeto y devoción. Él será el liberador. En principio tenía todas las de ganar: combatía en terreno conocido y con más hombres que el enemigo, pero las cosas no fueron tan fáciles a la hora de la verdad.

Las primeras victorias llenan de moral a los combatientes, a pesar de que no termina de consolidarse algo que suponga una auténtica unión de tribus coordinadas. Eso bien lo sabe César, que ante el avance de los galos no tiene más remedio que ponerse a la cabeza de su ejército. Además de hacer frente a Vercingetórix, manda tropas a las ciudades importantes de las tribus sublevadas, trantando así de forzar la vuelta de sus guerreros para defenderlas, pero no lo consigue.

Vercingetórix utiliza la táctica de tierra quemada (a la que hay que añadir el incendio de una veintena de ciudades) para que cuando pasen por allí las legiones de César (miles de hombres y cientos de caballos) no tengan más avituallamiento para personas y animales que el que lleven consigo. No es fácil convencer a aquellos que prácticamente lo van a perder todo y es de suponer que los druidas tuvieron un papel esencial en esta parte.

Pero las promesas y expectativas se cumplen. Las victorias celtas se suceden. Seguramente ya muchos reyes galos hacen planes para continuar la campaña hacia la misma Roma.

La reacción de César fue atacar la ciudad biturgia de Avaricum, única que queda intacta, ya sus habitantes se habían negado a quemarla. Vercingetórix no tiene más remedio que quedarse allí para dirigir la defensa. El asedio dura un mes, tomando el líder celta unas decisiones que confunden a César. A las torres de asalto que construyen los romanos, responde con otras torres desde las que les lanzan piedras y grasa hirviendo.

Pero el asedio se prolonga demasiado. Las provisiones se agotan y Vercingetórix ordena escapar de aquella encerrona. Los gritos de las mujeres, que se niegan a abandonar la ciudad (seguramente fueron las que se negaron a incendiarla) alerta a los romanos, que consiguen entrar, provocando una masacre, de la que solo pudo escapar una minoría. Fue el primer gran error de aquella campaña por la liberación.

Crece la desmoralización entre los galos, pero, por otro lado, la inútil carnicería provocada en Avaricum (decenas de miles de mujeres, ancianos y niños masacrados) hace que nuevas tribus se unan a Vercingetórix, que se ha refugiado en la ciudad de Gergovia, prácticamente inexpugnable al estar situada en la cima de una montaña.

César tiene ahora como base de operaciones Noviodunun (Nyon), desde donde se provee a las legiones y mantiene como rehenes a miembros de familias nobles de algunas tribus que garantizan los «lazos de amistad». Por otro lado, ya no resulta nada fácil conseguir mercenarios galos para suplir a los que han caído y tiene que acudir a los germanos. Se dirige hacia Gergovia, tras los pasos de Vercingetórix. Es necesario acabar con él.

La primera gran victoria es para los galos, sobre todo los arqueros, que hasta entonces no habían sido un elemento considerable en la lucha contra los romanos. Los jefes tribales aclaman a su líder. La euforia es tal que parecen olvidar justo lo que les ha hecho llegar a donde han llegado. Vercingetórix no consigue contenerlos. El envalentonamiento típico de los celtas vuelve a jugarles una mala pasada cuando se les ocurre salir de la ciudad y enfrentarse a campo abierto con sus enemigos, dejando por ciertas las palabras de Polibio: En casi todo se dejaban llevar por la pasión y no se sometían a las leyes de la razón.

Por supuesto, gana César. Segundo gran error de Vercingetórix.

El sitio de Alesia

La última y definitiva contienda tuvo lugar en Alesia, en el año 52 a.C. Esta era una ciudad (cerca de la actual Alise-Sainte-Reine) bien fortificada de los mandubios, donde se había refugiado Vercingetórix con todos los que habían podido escapar de Gergovia.

Ya no hay otra gran ciudad donde protegerse. De allí saldrán vencedores o vencidos. Lo mismo ocurre con César, pero él solo tiene la opción de esperar. Y esta vez se asegura de contar con suficientes provisiones.

Vercingetórix, que dispone de 20.000 hombres, manda a su caballería para que consigan todos los refuerzos posibles por las tribus galas. La perspectiva no puede ser más óptima. Cuando estos lleguen, los romanos se encontraran entre dos frentes y con pocas posibilidades de huir. Ese debería ser el fin de su gran enemigo. Pero eso es demasiado bonito para ser real.

En realidad la perspectiva no puede ser más desesperada para los galos. Porque César, intuyendo lo mismo, manda talar cientos de árboles para levantar una doble empalizada circular, instalando a sus tropas en medio. La ciudad queda completamente rodeada. También manda cavar un ancho foso que llenan con agua de un río cercano y zonas sembradas de stimuli (púas de hierro) o agujeros ocultos con ramaje con cippi (estacas afiladas) en el fondo. Una auténtica fortaleza con numerosas torres de veinticuatro metros de altura, seguramente inspirada en el sitio de la Numancia celtibérica, que César sin duda conocía (estuvo en Hispania en tres ocasiones).

El tiempo pasa. Los hombres de Vercingetórix observan todo esto impotentes, los nervios afloran, el líder no puede mantener el orden. Los víveres casi están agotados. Pero, de pronto, la gran esperanza. A lo lejos aparecen las tropas esperadas, nada menos que unos doscientos cincuenta mil celtas con carretones cargados de víveres; incluso los recalcitrantes eduos están entre ellos. Han necesitado todo un mes para ponerse de acuerdo, como si les costase creer que se encuentran ante una situación extrema. Entre ellos surgió el mismo problema repetido una y otra vez: interminables discusiones sobre quién manda sobre quien o en qué orden de magnitud se reparte el botín de guerra. Y no parece que los druidas, los sabios y venerables druidas, ayudasen mucho, ya que aparentemente estaban tan desunidos como los demás celtas.

Pero la alegría de los que llegan y de los que esperan pronto desaparece. La ciudad está totalmente rodeada por la doble empalizada de cuatro metros de altura; no hay manera de que los sitiados puedan ponerse en contacto con los refuerzos, que además, siguiendo la tradición, se dividen en dos bandos sin conseguir ponerse de acuerdo entre ellos mismos para coordinar acciones. Algunos intentos de ataque desde ambos lados de poco sirven sino para darse cuenta de que la suerte está echada. Las defensas que habían levantado los romanos son tan inexpugnables como la propia ciudad, salvo que a los romanos no les faltan alimentos.

Tras unos intentos desesperados de ataque, que proporcionan numerosas bajas, los refuerzos, viéndolo todo perdido, se retiran. Solo han pasado cuatro días. Alesia y sus ocupantes están condenados y cada cual tiene que regresar a su poblado para que la vida pueda continuar. Y tal vez confiar en que la venganza romana no sea demasiado cruel.

Dentro de Alesia, los víveres se han acabado. Una huida como la de Gergovia es completamente imposible. Solo queda una posibilidad de que sus habitantes no sean masacrados. César exige la entrega de Vercingetórix y los demás jefes tribales. Estos salen de uno en uno para, según las costumbres, depositar sus armas a los pies del jefe romano, al que sin duda ya todos consideran «protegido por los dioses» y merecedor de la victoria.

Finalmente hace su aparición Vercingetórix. De haber vencido, incluso hubiera sido divinizado por los suyos y, quien sabe, tal vez hubiera encabezado una lucha de castigo hasta la mismísima Roma. Pero, según las costumbres ancestrales de su pueblo, las grandes equivocaciones se pagan con el sacrificio. Un sacrificio por el bien de los demás expía la culpa. Y él es el rey, el máximo responsable ante su pueblo y sus dioses.

Y lo hizo de una manera ceremonial, vestido con sus mejores galas, dando tres vueltas con su caballo blanco en torno a la tribuna de Julio César, postrándose después ante él y depositando su espada en el suelo. Ritual preciso, sencillo y tremendo hasta las últimas consecuencias, que difícilmente pudo aprecia el romano.

Esta ceremonia algunos historiadores lo interpretan como una forma de triskel, símbolo con el cual Vercingetórix entregaba a su vencedor las tres partes de la sociedad celta: el cuerpo (tierras y gentes), la mente (forma de vida y cultura) y el espíritu (dioses y héroes). Tal vez aquel ritual suponía entre los galos que el vencedor sabría aceptar debidamente lo que se le ofrecía y que mostraría su buena voluntad. Pero César no estaba dispuesto a ser clemente; puede incluso que, de cara a Roma, no pudiese hacer otra cosa.

El sueño de una Galia libre moría para siempre. Los hombres habían hecho todo lo humanamente posible, pero los dioses habían tenido la última palabra.

Vercingetorix fue llevado a Roma encadenado y exhibido como trofeo de guerra. Tras seis años de encierro, le llegó la hora.

El fin de los galos

Para entonces, la romanización de la Galia era completa. Se calcula en tres millones los galos que vivían antes de la guerra. De ellos, un millón murió en combate, otro millón fue esclavizado y el resto se integró como pudo al nuevo orden romano. Los druidas fueron exterminados, salvo los que huyeron a Britania, los bardos pasaron a ser trovadores de amables versos y los jóvenes solo aspiraban a ingresar en las legiones romanas.

Pronto no quedó ni idioma ni dioses que recordase unos tiempos y unos hombres con los que ya nadie podía sentirse vinculado sin sentir vergüenza. La historia la escriben los vencedores; y aquella historia la escribió el propio César, que desde la Galia mandaba a Roma una especie de diario, que hasta era leído en público. Aquello le dio tanta popularidad, que al regreso no tuvo ningún oponente que le impidiese tomar el poder absoluto sobre Roma. Su sueño se había cumplido.

Los galos habían pisoteado siglos antes el orgullo romano y eso nunca les fue perdonado. Y a los romanos no les bastó con vencerlos, sino que tuvo que aniquilar su cultura hasta el punto de que los nuevos galos deseasen ser romanos, identificándose con quienes habían derrotado a sus mayores. ¡Qué mayor genocidio que ese!

Los supervivientes de la antigua «Galia peluda» ahora son romanos, visten togas, hablan latín y habitan en ciudades de estilo romano. Ya son civilizados. Y se nombran senadores que acuden a Roma a hacer carrera política totalmente integrados en la cultura latina. De esta mezcla saldría Décimo Magno Ausonio, al que se considera descendiente de una familia de druidas. Fue, entre otras cosas, poeta y tutor de Graciano, hijo del emperador Valentiniano. O el teólogo cristiano Hilario de Poitiers, al que se considera como el primer introductor del canto en la liturgia romana.

EL CALENDARIO DE COLIGNY

Fue descubierto en Francia, en el 1879, entre los restos de un templo romano. Consiste en una serie de placas (incompletas) de bronce, donde está representado el calendario lunisolar de los galos, aunque ya tiene influencia romana (siglo I d.C.). Muestra un ciclo completo de 62 meses El año estaba compuesto por 12 meses (que comenzaban con la luna nueva), más otro intercalado cada tres años (las 13 lunas célticas). Los meses 30 días reciben la calificación de mat (afortunado), mientras que los de 29 son anm (adverso) y sus nombres hacen referencia a temas como el tiempo de recogimiento, de los caballos, de los juicios, según la principal actividad que tuviera lugar en ese periodo del año.

Sammonios
Dummanios
Ruiros
Anagantions
Ogronios
Cutios
Giamonios
Simivisonios
Equos
Elembiuos
Edrinios
Cantlos
Mid Samonios

octubre-noviembre
noviembre – diciembre
diciembre – enero
enero – febrero
febrero – marzo
marzo – abril
abril – mayo
mayo – junio
junio – julio
julio – agosto
agosto – septiembre
septiembre – octubre
el mes intercalado

Y, de entre los descendientes de los galos cisalpinos, romanizados con anterioridad, los historiadores Cornelio Nepote y Trogo Pompeyo, que llevaba a gala su pasado celta, o el gran poeta Virgilio, en cuyas obras se muestra que la poesía y el punto de vista sobre la vida celta no murió tan deprisa como las costumbres.

BOUDICCA Y BRITANIA

Año 61 d.C.

Boudicca, reina de los iceni, alta, pelirroja, de complexión fuerte, debe tomar la más drástica decisión de su vida. Los romanos no deben encontrarla viva. Sabe muy bien como tratan a un rey rebelde tras ser derrotado, pero ella además es una mujer; una mujer que los ha humillado militarmente en varias ocasiones. No le cabe ninguna duda de qué tipo de venganza emplearían contra ella.

Así que, bebe rápidamente el veneno. Con ella también muere la esperanza de mantener una forma de vida. El último lamento surge de su garganta. Las últimas lágrimas por el ineludible destino que espera a su pueblo, esa unión de tribus que la llamaron la Victoriosa y volcaron en ella toda su esperanza.

Llegaron a creerla invencible, protegida por los dioses; e incluso ella misma lo creyó, pero, o los dioses la han abandonado, y con ella al pueblo que los mantuvo, o los dioses de los romanos son más poderosos.

Posiblemente este fue un pensamiento compartido aquel día por muchos reyes y jefes guerreros celtas cuando vieron que aun alcanzando lo imposible (unir a las tribus, poner un poco de orden, conseguir ciertas victorias), al final los romanos se imponían con sus legionarios y sus auxiliares, en gran medida hombres desarraigados, procedentes de cien tribus y pertenecientes a ninguna, que marchaban en orden, uniformados, dispuestos a invadir cualquier tierra donde los mandasen y matar a cambio de un salario y tal vez, con mucha suerte, un trozo de tierra extranjera donde echar raíces y morir.

Los britones que no han caído en el campo de batalla huyen en desbandada. Ninguno se fija en la figura femenina que hasta entonces había personificado a la Morrigan, la diosa de la muerte y la destrucción, el ser terrible que exige la sangre del enemigo, y a la que habían seguido ciegamente porque ella representaba el único futuro aceptable.

Los romanos buscan afanosamente a la reina guerrera, pero solo encuentran un cadáver. Seguro que el gobernador Suetonius se sintió contrariado cuando le dieron la noticia. Seguro que tenía planes especiales para aquella. Seguro que el cuerpo sin vida fue cruelmente exhibido en el campamento romano.

Veamos ahora los antecedentes.

La Britania prerromana

Al igual que en otros lugares con colectivos célticos, a esta isla llegaron dos oleadas importantes, que se dividieron en docenas de tribus con escaso sentimiento de unidad.

image

Las tribus celtas estaban compuestas por clanes, que eran un conjunto de familias descendientes de un antepasado que hizo algo tan relevante como para formar un grupo diferenciado. El clan solían tener el nombre de un animal totémico, que en muchos casos acabó derivando en apellidos que han llegado a nuestros días. Un ejemplo lo tenemos en “de la Cierva” español o “de la Cerda” del norte de Portugal o en los animales que los clanes escoceses tienen en sus escudos.

Las luchas y rivalidades entre tribus, o incluso entre clanes, eran parte de la vida cotidiana, a lo que habría que añadir los pillajes veraniegos de irlandeses, desde el oeste, y pictos, desde el norte.

Podemos considerar que las tribus más importantes eran: los trinobantes, al oeste, con capital en Camulodunum (actual Colchester), los brigantes, con capital en Eboracum, los cantii, con capital en Llundein (transformada posteriormente en Londinium, Londres) y los iceni, en los que, por motivos históricos, vamos a centrarnos. También estaban dobuni, atrebantes, coritani, silures, oedovices, parisii… A estos hay que añadir a belgii y venetos, que llegaron huyendo desde la Galia, lo cual debería haber supuesto para los demás un toque de alarma ante lo que se les avecinaba.

Comienza la invasión

Tras la conquista de la Galia, Julio César pone su mirada sobre la gran isla del norte. Pero no será él quien se lleve el mérito. Fue Calígula el encargado de ordenar la invasión de Britania, siendo los trinobantes, tribu del oeste de la isla, los primeros en ofrecer resistencia, al mando del rey Cunobelinos (Cimbelino, en una obra de Shakespeare), sucesor de Cassivellaunos, rey mítico del que se contaban prodigios. A pesar de los medios, los romanos tuvieron que retirarse.

Posteriormente, fue Claudio quien ordenase la siguiente invasión. Estamos en el años 43 d.C., cuando hace su entrada Aulo Plaucio Silvano al mando de las legiones II Augusta, IX Hispana, XIV Gemina y XX Valeria Victrix. Es muy posible que tuviese como libro de cabecera De bello gaelico, La guerra de la Galia, de Julio César, y que tuviera las ideas muy claras sobre los puntos débiles de los britones, que no podían ser muy distintos a los galos, con los que compartían el idioma y costumbres.

El peso de la nueva resistencia recae sobre los hijos de Cunobelinos, Togodumnos y Caradawc, que han estado haciéndose más poderosos atacando a otras tribus. Una de ellas, los atrebates, llega a pedir ayuda a los romanos. El enfrentamiento es despiadado. Togodumnos muere, pero Caradawc se salva y organiza una guerrilla con restos de tribus.

El precio de la libertad:
revueltas, acuerdos y traiciones

Las legiones controlan todo el sur y centro de Britania, de costa a costa. Pero su comportamiento provoca nuevas rebeldías por parte de algunas tribus, como los iceni o los brigantes, que habían mantenido con los romanos ciertos lazos de amistad, más o menos impuestos. Ambos son derro tados.

Pero Caradawc, que ha podido huir a Gales, consigue el apoyo de los silures y los ordovices, además de reunir a todos cuantos han podido escapar de los territorios controlados por los romanos. Aun así, no son demasiados.

A pesar de las pocas bajas ocasionadas, los romanos vencen una vez más. Parece que entre los britones hay algún topo que se encarga de minar la moral de los combatientes. Caradawc consigue escabullirse otra vez hasta que pide auxilio a la reina Cartimandua de los brigantes; esta, temerosa de la represalia por un lado y deseosa de la cuantiosa recompensa que ofrecen los romanos por otro, lo retiene con engaños y finalmente lo entrega.

A continuación tenemos un pasaje extraño en la historia romana: Caradawc es llevado a Roma junto a su familia. ¿Es un prisionero o un rehén? Allí consiguió hablar nada menos que ante el Senado, exponiendo el motivo por el cual los britones se rebelan contra sus invasores. El caso es que los senadores romanos quedaron conmovidos por la elocuencia del rey britón, consiguiendo que tanto él como su familia quedasen en libertad. No hay más información histórica acerca de ellos, por lo que es de suponer que no regresaron a Britania.

Mientras tanto, en la isla, la rebelión continúa. Al no poder enfrentarse a campo abierto, donde siempre tienen las de perder, los britones, sobre todo los silures, realizan guerrillas en las zonas boscosas, consiguiendo pequeños pero continuos triunfos sobre los romanos. Pero también hay muchas tribus para las que no merece la pena resistirse e incluso son favorables a mantener lazos de amistad, además de aprovechar las cosas buenas que los romanos aportan.

Cartimandua mantiene su alianza con Roma, con todos los beneficios que tal actitud aporta, pero uno de sus esposos, Venusius, se separa de ella y organiza un pequeño ejército de fugitivos para combatir tanto a los romanos como a sus aliados. El asesinato de los padres de Venusius por parte de la reina (más el recuerdo de la entrega de Caradawc) hizo que sus propios súbditos se volviesen contra ella, que salvó su vida refugiándose entre los romanos.

Vencidos y humillados

Britania era muy importante por sus druidas (en otro capítulo trataremos de ellos). Eran los mejor considerados del mundo celta y los druidas galos cruzaban el Canal de la Mancha para estudiar o visitar a sus congéneres, lo que hace suponer que tal vez el druidismo procediese de esa isla, donde tenían dos centros importantes, uno en Glastonbury y otro en la isla de Mona (actual Anglesey).

Nada se sabe sobre qué ocurrió en Glastonbury, que aun sigue siendo considerado como un lugar muy especial para los neodruidas, pero sí quedó constancia de lo qué ocurrió en Mona. Es el año 61 d.C. Suetonio Paulino ataca la isla, donde, además de los druidas, también han encontrado refugio todos cuantos escaparon de las guerras y las matanzas. Es considerada como tierra sagrada; tal vez eso les haga pensar que el enemigo la respetará.

Los romanos no escatiman medios, a pesar de saber que no hay guerreros para defenderla. Aprovechando una celebración religiosa, se lleva a cabo el ataque definitivo. Casi todos los druidas son exterminados. Sus enormes conocimientos de nada sirven ante el asalto de los legionarios romanos. Sus cabezas cortadas son arrojadas al mar, «para impedir su reencarnación». Con estas muertes no solo se corta la cadena religiosa, sino también la educativa, la judicial, la médica, y en cierto modo la memoria del pueblo. Los bosques sagrados son talados o quemados. La moral britona caerá por los suelos al extenderse la noticia. Desde el punto de vista romano, es una jugada maestra que supone en sí misma un punto de no retorno del que los britanos ya no podrán reponerse.

Pero habrá otro suceso de suma importancia ese mismo año. Prasugatos, rey de los iceni, una pequeña tribu que ocupaba los actuales territorios de Norfolk y Suffolk, es un aliado de los romanos. Y, como ocurre con otros aliados, ha sido forzado a declarar al emperador romano, en este caso Nerón, como heredero de sus tierras, conjuntamente con sus dos hijas. A cambio de esto, la tribu icena se ha librado de ataques y destrucción. Pero cuando muere Prasugatos, los romanos no respetan el tratado. Entran en el territorio iceno tomándolo todo como propiedad suya, ya que en Roma no se reconocían derechos hereditarios a las mujeres.

Ante el levantamiento que provoca Boudicca, la viuda del rey, que pretende que se mantenga el pacto firmado por su difunto esposo, los romanos reaccionan con toda la brutalidad de que son capaces: azotándola a ella y violando a sus hijas. Los jefes territoriales iceni fueron desprovistos de sus derechos y algunos fueron incluso esclavizados. Además, las tierras asoladas y todo el ganado sacrificado.

Hay una noticia más: en Camulodunum, los soldados romanos veteranos, que han recibido como regalo tierras donde asentarse, llegan a expulsar a los nativos, violan los espacios sagrados y erigen un templo a Júpiter.

Las tres grandes noticias son infames y justamente logran que muchas tribus tomen sus armas.

La reina guerrera

Boudicca, también conocida como Boadicea, encabeza a los suyos subida en su carro de guerra, llevando tras ella a los vecinos trinobantes y a otras tribus o restos de ellas dispersos por los bosques. Lleva el estandarte con el símbolo sagrado de Andrasta, diosa de la victoria: una liebre con la luna llena.

Las humillaciones inflingidas, lejos de disuadirla, la han vuelto más peligrosa. Al mando del nuevo ejército, en el que seguramente no faltaban mujeres, hace gala de su nombre (o tal vez apodo): la Victoriosa.

Ataca y arrasa las principales ciudades romanas en territorio británico: Londinium (Londres), Verulamium (St. Albans) y Camulodunum (Colchester), derrotando a la Legión Hispana, masacrando a sus habitantes y sacrificando a la diosa Andrasta los supervivientes. No hay piedad. No hay prisioneros. Todo el odio retenido se descarga contra el invasor y sus colaboradores.

Los cronistas romanos rizaron el rizo para mostrar lo sanguinario de la sublevación britona (incluso describieron rituales en los que sacrificaban bebés, elemento usado a lo largo de la historia para desacreditar a cualquier pueblo enemigo), omitiendo y por lo tanto poniéndose de acuerdo con la violencia de sus legionarios.

La visión de Boudicca en su carro de guerra, con su pelo flamígero ondeando al viento, y tal vez con el busto al aire teñido de azul, debía ser terrible. De todas maneras, no era la primera vez que veían a una mujer de armas tomar, ya que algunos de sus historiadores, como Diodoro, habían reflejado este hecho, no del todo extraordinario, en sus escritos.

Recobrado de la sorpresa, Suetonio reúne dos legiones, en total unos diez mil hombres, entre cuyas tropas auxiliares que no faltan britones, galos o celtíberos completamente romanizados. Será la batalla final, combatida en terreno descubierto: un valle estrecho y muy pedregoso, lo cual perjudicaba la acción de los carros de guerra britones.

image

Estatua de la reina Boudicca, acompañada por sus dos hijas en un carro de guerra. Embarcadero Victoria, Londres (Obra de Thomas Thornycroft, 1850).

Ambos bandos tenían mucho que perder y mucho que ganar. Se entregaron a la lucha con todo su ardor. Pero, una vez más, la disciplina y el orden de los legionarios romanos fueron decisivos frente a la fuerza bruta de los celtas, no importa que les ganasen en número. Mueren ochenta mil britones.

Boudicca, viendo que su huida no era posible y que estaba a punto de ser capturada por los romanos, decidió poner fin a su vida. ¿Qué no hubieran sido capaces de hacer con ella en caso de encontrarla viva?

MUJERES GUERRERAS

En numerosas leyendas celtas aparecen mujeres guerreras; aunque sin serlo, muchas acompañaban a sus hombres a la guerra. En Irlanda se les llamaba banfennid, como lo fueron Criedne, que guerreó junto a los guerreros fianna. Las reinas Maeve de Conacht o Boudicca de los iceni organizaron y encabezaron un ejército, caso similar al de Onomaris, reina de los Scordisi que se enfrentó a los ilirios, siendo la fundadora de la actual Belgrado. Scathach y Aoife entrenaron al héroe irlandés Cu Chulainn en una isla de Escocia. En la Galia quedó la historia de Chiomara, capturada por un centurión romano. Este, tras violarla, pidió a su marido un rescate; cuando recibió el oro y se disponía a liberarla, ella le arrebató la espada y lo decapitó. Y se presentó ante su marido con la cabeza tomada por los pelos.

Igualmente se han encontrado tumbas femeninas de Centroeuropa con todos los aditamentos propios de los guerreros.

Unas leyes de 697 proscribieron los derechos de las mujeres guerreras.

Imposición de la pax romana

A Suetonio le sustituyó Petronio Turpiliano, que se encargó de mantener la pax romana de la manera más suave posible. Tal vez este periodo fuese aprovechado por los supervivientes de algunas tribus para reorganizarse, pues en tiempos de Vespasiano, que conocía bien la isla británica por haber combatido años antes en ella, los silures y los brigantes reiniciaron la rebelión. Aún así, los romanos mantuvieron sus puestos e incluso continuaron hacia el norte, internándose, pero sin asentarse,en la Caledonia dominada por los pictos.

El nuevo emperador, Adriano, tras perder a un tercio de la rehecha Legión Hispana en un ataque nocturno, mandará construir un muro de costa a costa (parte del cual aun puede verse hoy en día) para evitar o al menos dificultar las incursiones de los pictos. Será ese territorio del norte y las montañas de Powys (actual Gales), pobladas por ordovices, silures y demetas, los únicos que escaparán a la ocupación romana.

Tal como ocurrió en Hispania y Galia, muchos nobles britones, engatusados por los regalos y las prebendas, adoptaron las costumbres romanas: lengua, vestimenta, construcciones. La mayoría habitaron las nuevas ciudades donde intentaron vivir imitando los usos de la lejana metrópoli. Las comodidades y el orden hicieron mella, olvidándose los tiempos pasados.

Al revés que en otros sitios, en Britania no se promovió la supresión del idioma ni se intentó administrar civilmente el país, por lo que los campesinos mantuvieron sus costumbres. Aunque también hubo colectivos considerables que no tuvieron más remedio que cruzar el mar para establecerse en Armórica (actual Bretaña francesa, que también fue llamada la Pequeña Bretaña), donde se reencontraron con los descendientes de sus «hermanos de infortunio» galos.

Los grandes efectivos militares acabaron divididos en dos grandes áreas gobernadas, por un lado, por el Dux Britanniarum, que vigilaba las fronteras «peligrosas» (Caledonia al norte y Powys al oeste) y por otro el

Comes Littoris Saxonici, que manda sobre la flota del mar Saxonicus.

Únicamente había comandancias cerca de los núcleos más grandes de población o donde se establecieron las colonias de veteranos, entre los cuales había hombres de innumerables procedencias, la mayoría de los cuales tomaron esposas britonas, quedando su descendencia diluida entre el resto de los nativos.

Pasado algún tiempo, en las fronteras orientales del imperio comienza a sonar la alarma. Los pueblos germanos, viejos conocidos de los romanos, han empezado a traspasar masivamente el Rin, respetado hasta entonces como frontera natural.

Las legiones acabarán abandonando la isla, ya que tenían que ocuparse de un enemigo demasiado cercano a la metrópoli, pero a los celtas britones les quedará un problema similar del que ya no podrían librarse: anglos, jutos y sajones comienzan a desembarcar en las costas orientales con la idea de establecerse. También hay otra invasión silenciosa y pacífica, que les llega desde Irlanda a través del reino de Dal Riada, fundado en el oeste de la actual Escocia por los irlandeses: los monjes del cristianismo celta, que tendrán su protagonismo en otro capítulo de este libro.

En este caldo de cultivo, una nueva figura saltará al escenario: el rey Arturo, cuya vida tiene todos los elementos de cualquier héroe celta que se precie, incluida una muerte heroica, que no supone derrota ni victoria, pero que en su caso le lleva hacia la isla feérica de Avalon, donde pasará la siguiente etapa de su vida y de donde regresará algún día para salvar a su pueblo. (Otro libro de esta colección recoge su historia y su mito).

Antes que Arturo, tuvo bastante celebridad Pelagio, que se fue a Roma predicando una variante del cristianismo que recibió su nombre (pelagianismo), que se oponían a las enseñanzas de san Agustín. Este último consiguió que se le excomulgase, siendo sus seguidores considerados herejes, porque, entre otras cosas, sus ideas estaban muy cercanas al druidismo de su tierra de origen.

Britania dejará de ser celta y de ser romana para ser anglosajona. Y así hasta ahora en que la cultura celta y los idiomas gaélicos pugnan por conservar su identidad, frente a la inmensa mayoría inglesa, en los reductos gaélicos de Escocia, País de Gales, Isla de Man y Cornualles.