ANEXO III

Finisterres

La cultura celta se fue perdiendo, tanto por la doble influencia de Roma y las invasiones de otros pueblos como por la supresión a la que fue sometida por los estados centrales de los distintos países en que quedó enclavada. Las distintas modas que se fueron imponiendo sucesivamente a lo largo de los siglos excluía todo aquello que el celtismo representaba, convertido en cosa de campesinos ignorantes. La mayoría de los habitantes de los antiguos territorios celtas llegaron a ignorar por completo que en el pasado de su tierra hubo una compleja cultura con un elaborado sistema de leyes y con una riqueza literaria muy superior a las de quienes la anularon.

Lo céltico tuvo que disfrazarse; los símbolos quedaron encapsulados en cuentos infantiles, entre imágenes de la nueva religión, en la música popular, en costumbres que se mantuvieron en las áreas rurales, en abalorios como símbolos de buena suerte.

Afortunadamente tenemos la excepción entre los monjes irlandeses y galeses medievales, que amaban lo suficiente a su tierra y a sus ancestros como para escribir las historias que desde niños habían escuchado en torno a la lumbre.

¿Cuantas historias como estas se han perdido para siempre en los territorios que fueron celtas? Seguro que muchas. Por eso hemos de estar agradecidos a aquellos pacientes monjes irlandeses que iluminaron la «edad oscura» en la época en que los viejos dioses y los legendarios héroes cambiaron de nombre y de moral y fueron puestos al lado de Dios o de Satán, según las circunstancias.

Claro que incluso aquellas obras también llegaron a olvidarse. En las aldeas más aisladas quedó el recuerdo de rituales medio comprendidos que acabaron transformados en supersticiones populares, también el uso de las hierbas medicinales y el recuerdo de los viejos buenos tiempos o el sueño de lo que pudo haber sido y no fue.

Las Baladas de Ossian, recreadas por el poeta escocés James Macpherson a mediados del siglo XVIII, supusieron un nuevo hito en el largo y tortuoso camino del celtismo, algo similar a la recuperación del ciclo artúrico cuando fue retomado por Geoffrey de Monmouth o Chrétien de Troyes siglos antes. Algún tiempo después harían lo propio Iolo Morgannwg y Lady Charlotte Guest, en Gales, Hersart de la Villemarqué, en Bretaña, y los irlandeses Lady Gregory, Yeats, Sygne, Ferguson (compañeros de estudios en el Trinity College y miembros del Movimiento Literario Irlandés) retomaron las viejas leyendas, traduciéndolas y muchas veces adaptándolas a la condiciones que su país vivía en esos momentos. Todos ellos penetraron en los sueños de los viejos bardos y en la esencia de los brumosos bosques y de las largas horas en torno a la hoguera, haciendo girar la roth fail, la rueda de la vida, hasta el siguiente punto.

Aquellas corrientes romanticistas supusieron una bocanada de aire fresco en medio de unos valores estancados que se quedaban caducos. Cada pueblo echó la vista atrás despertando a dioses y héroes y tratando de recuperar la inocencia de los orígenes, en muchos casos más una idealización de un deseo que una realidad histórica. Todo esto aportó una nueva identidad a la que agarrarse en un mundo al que le faltaba idealismo y le sobraba racionalidad. A todo le llega su tiempo. Ahora había nuevas viejas tribus a las que pertenecer y los artistas tenían nuevos sueños que soñar.

Otra seña de identidad fue la recuperación o revalorización de las lenguas gaélicas: bretón, córnico, galés, manés, escocés e irlandés. Cada una de ellas evolucionada de manera distinta, todas tratando de sobrevivir como lenguas secundarias y minoritarias, tras haber sido silenciadas o prohibidas en otros tiempos. Todo esto permitió la supervivencia, de igual modo que otros pueblos no consiguieron saltar el listón que les puso delante algún pueblo o cultura posterior que acabó engulléndolos o aplastándolos. Pero el espíritu celta ha pervivido incluso en el ánimo de pueblos y gentes que ya poco o nada tienen que ver «físicamente» con los celtas históricos, como si los eslabones de la cadena sobrenatural de la historia fuesen más sólidos que los de la cadena material del ADN y del Rh, que, al fin y al cabo, sólo pueden transmitir características físicas.

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Neodrudia haciendo un ritual con la queimada, bebida popular de Galicia.

En los países con tradición de lengua gaélica se han ido creando los Eisteddfod y los Gorsedd, asambleas periódicas de neodruidas o poetas y escritores al estilo bárdico, intentando revivir unas ceremonias que en gran medida han tenido que ser inventadas.

En los últimos tiempos, la música celta e internet han supuesto el nuevo soplo de vitalidad a una cultura que casi da la impresión de no morir nunca, como si de vez en cuando se retirara a un Avalon del que regresa cuando llega el momento oportuno.

¡Quién sabe qué música hacían los celtas históricos! Pero hoy en día es tan celta una vieja muñeira gallega tocada por Carlos Nuñez como una moderna pieza evanescente en la que la irlandesa Enya duplica veinte veces su propia voz. O una tonada tradicional interpretada al arpa por el bretón Alan Stivell, como un rock cantado en gaélico por los escoceses Runrig.

La globalización nos empuja hacia un mundo hecho a imagen y semejanza de quienes la crearon, y el celtismo vuelve a ser otro asidero, como lo fue en tiempos de la revolución industrial, al que agarrarse para no dejarse arrastrar por la corriente, o al menos para crear un espacio lo suficientemente grande que permita cierta autonomía y poder hacernos la ilusión céltica de que somos libres.

Pero el pasado no se recupera. Se estudia, se admira, se odia, pero no se recupera. Los celtas eran un todo con su medio ambiente y sus circunstancias. Pero si se puede recuperar la esencia, y gran parte de ella está en las leyendas o en las fiestas populares que salpican la geografía veraniega de gran parte de Europa o los lugares donde la emigración llevó a los descendientes de los celtas. En cuanto a la música, sin duda aun resuenan ciertas sonoridades que un celta histórico reconocería, pero, no nos engañemos, lo que normalmente se considera en Europa como música folclórica, apenas tiene dos o tres de siglos de antigüedad. Posiblemente sea las nanas, cantos de boda o similares los que mejor hayan resistido el paso del tiempo, con la inevitable tergiversación para adecuarlos a lo correcto de cada época, ya se por presión religiosa, social o política.

Aunque es en los antiguos territorios de Céltica, sobre todo esos finisterres (algunos con nombres tan expresivos como el Land’s End de Cornualles, el Pointe du Raz de Bretaña o la Costa da Morte de Galicia), donde quedaron confinados por propia voluntad o bajo la presión de otros pueblos, permanecen encendidas las llamas del recuerdo milenario, donde más arraiga la nostalgia por los tiempos que fueron y los que podrían haber sido si la historia hubiera corrido por otros derroteros. En muchos casos, también hay que tener en cuenta que el pasado se observa a través de una visión trasformada por las lágrimas, con lo que se puede llegar atribuir cualidades anacrónicas a un tiempo en el que había otra forma de pensar y los acontecimientos estaban en función de la supervivencia diaria, y en el posiblemente muy pocos de los que vivimos en el mundo actual podríamos sobrevivir.