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PEDRO JIMÉNEZ, ¿MATAPOLICÍAS?

Jiménez estaba de permiso penitenciario. Es un tipo de baja estatura, 1,57, muy formal y educado en el interior de las prisión, mientras que en la calle se transforma en una persona astuta y letal. Hasta hace poco lo creíamos culpable del asesinato de dos chicas policía en Belvitge, según sentencia de la Audiencia Provincial de Barcelona que señala que la prueba indiciaria para condenarle «no solo es suficiente, sino abrumadora». Se refiere a los pelos, el ADN, las pisadas de sangre y una huella dactilar del acusado supuestamente recogidos en la escena del crimen, el piso donde fueron atacadas las agentes y que según los mozos parecía una sala de tortura.

Ante la fuerza de los indicios le condenaron a ochenta y tres años de cárcel, por haber matado y agredido sexualmente a las dos jóvenes y después provocar un incendio en el domicilio.

Sin embargo, el Tribunal Supremo en un giro espectacular, que ha descolocado a más de uno, anuló la sentencia dejando de nuevo a Jiménez con derecho a la presunción de inocencia, por más que ya está cumpliendo condena de treinta años por robo con violencia e intimidación. La muerte de las dos policías sucedió el 5 de octubre de 2004 y se debió a un merodeador sexual que aprovechó un descuido de una de las dos para obligarla a subir a su casa con una navaja en el cuello. Una vez allí la redujo, atándola e inmovilizándola e hizo lo mismo con la compañera que quizá estaba dormida en su habitación. ¿Fue Jiménez quien lo hizo?

El Supremo indica que hay que juzgarlo de nuevo puesto que le corresponde un tribunal del jurado y los que le pusieron la condena son jueces de carrera. La gente de a pie quizá se plantea que si la cosa está clara, y hay pruebas, ¿para qué gastar más dinero del contribuyente en un nuevo juicio si lo sustancial es que el culpable fue juzgado? Pero lo cierto es que la justicia la debe hacer el juez natural, y, según razona el Supremo, en este caso corresponde a los jueces legos.

A los mozos de escuadra la escena de las dos víctimas les pareció un guión de Tarantino. Además todo estaba lleno de pistas: la huella de las zapatillas que supuestamente abandonó después del crimen y una factura de un teléfono móvil, a su nombre. Además, el rostro de Pedro, que no parece malo, sino simplemente un joven atormentado, bajito, que no habla mucho, quedó en la cinta de vigilancia de la cercana estación de metro.

Su ADN fue extraído de cabellos que estaban pegados al cuerpo de una de las víctimas. Cuando le detuvieron quedaron estupefactos al observar que aquel hombre pequeño hubiera reducido a dos jóvenes policías. Pero el caso es que presuntamente se enfrentaban a un delincuente duro, sin respeto por la vida, que había aprendido trucos nuevos como si todos dependieran de su astucia o su voluntad para sobrevivir.

EL PEOR VICIO

La Junta de Tratamiento, que le dejó en libertad, decía que Pedro presentaba una buena evolución. Fue durante el permiso cuando cometió su peor delito. Hasta que le dejaron salir era un preso colaborador y trabajaba. Es natural del Prat de Llobregat y los que le evaluaron llegaron a la conclusión de que se implicaba en las actividades del centro por pura iniciativa. En prisión hizo trabajos de oficina y lavandería en Brians. Esa falsa implicación en lo ocurrido de la que hace gala, permite sospechar una psicopatía. Se le considera un violador reincidente en la prisión y un hombre sosegado y tranquilo lejos de ella. Ahora, de nuevo sospechoso, en espera de juicio.